-Ilustrísima, le digo que hace meses que sueño siempre lo mismo: una mujer encadenada a la pared de una habitación en penumbra, que podría ser una mazmorra. Es muy bella y está desnuda. Múltiples heridas, quizás producto de haber sido azotada con saña, puntean su torso y sus miembros. Entonces una voz ronca, de hombre, brota de la oscuridad y dice: "admite que me has hechizado y haré que tu dolor cese dándote una muerte rápida. Continúa negando tu condición de bruja y comprobarás que todavía puedo idear innumerables maneras para seguir torturándote".
-Don Manuel: quizás le convenga descansar un tiempo. Ha trabajado usted demasiado últimamente. Además de encargarse de la pesada carga que supone ser mi secretario y de los trabajos inherentes a su condición de canónigo de esta santa casa, se empeñó en excavar el suelo de la catedral en busca de la tumba de los reyes de Navarra, donde al parecer halló usted algunas piezas arqueológicas, de las que por cierto aún no me ha dado cuenta ninguna. Quizás esa sea la causa de que su imaginación se haya desbocado un tanto, de tal modo que ahora lamento yo profundamente haberle dado permiso para acometer semejante tarea, que no es cosa buena turbar el sueño eterno de los que nos antecedieron...
-¿Pero y si los que nos antecedieron no merecen ese sueño eterno, Ilustrísima? No me ha dejado usted que concluya de contarle mi sueño, en el que la mujer, con evidente esfuerzo por su parte, replica al hombre que se esconde en las tinieblas: "igual que vos violáis mi cuerpo, monseñor de Barbazán, será violada vuestra tumba cuando los hombres hayan perdido ya la memoria de vuestra maldad. De sobra sabéis que soy inocente de cuanto me acusáis, y que sólo vuestra lujuria me condena, pero juro que volveréis a poneros de pie para entrar definitivamente en el Infierno..."
-¡Pero usted ha perdido el juicio, don Manuel! ¿Está usted acusando acaso al insigne obispo don Arnalt de Barbazán, a quien todas las crónicas del siglo XIV señalan como uno de los mejores obispos que se ha sentado en la cátedra de San Fermín, de incumplir sus votos, tentado por una mujer?
-No, Ilustrísima: la verdad es que no creo que ella tentase en ningún momento a Barbazán, sino más bien que éste la acusó falsamente de brujería para poder poseerla a su antojo.
-Claro, don Manuel, y eso lo sabe usted porque lo ha soñado un par de veces...
-Ilustrísima: nuestra condición de clérigos nos convierte en puente hacia lo sobrenatural, así que no debería sorprenderle que haga yo caso a las premoniciones cuando aparecen con tanta fuerza como esta que le estoy confesando. Pero mi condición de investigador no se hubiera conformado sin acudir a los archivos catedralicios, donde encontré -no demasiado bien camuflada- la prueba documental que confirma que el obispo Arnalt de Barbazán -Dios me perdone- era un cerdo, y que no fue una sola vez, sino muchas, las ocasiones en las que acusó de brujería a mujeres a las que torturó, violó y después hizo quemar para evitarse complicaciones.
-¿Y que pretende usted que hagamos, más de quinientos años después? Imagínese el escándalo si llega a saberse la verdadera condición de uno de mis más insignes antecesores...
-Ciertos crímenes no prescriben jamás, Ilustrísima. Pero sí, me imagino perfectamente el escándalo. Por eso le propongo un trato: usted me permite abrir la tumba de Barbazán, y yo le entrego los documentos que prueban su iniquidad, que podrá hacer desaparecer como mejor le convenga.
-¿Y qué conseguirá con ello, don Manuel? ¿Se cree tan importante como para que el mismo Infierno abra sus puertas cuando a usted se le antoje?
-Yo sólo quiero que esa horrible pesadilla que me persigue cese de una vez. ¡Y por Dios vivo, que si tengo que poner de pie a los muertos para conseguirlo, y de ese modo dar paz a las almas de aquellas mujeres y a la mía propia, lo haré sin dudarlo! ¡Lo juro!
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2015