Valcarlos, 28 de febrero de 1876
-¡Volveré!
Quien acaba de pronunciar tan sonoro reclamo es Carlos VII, el pretendiente carlista a la corona, pero ni sus más cercanos colaboradores, entre los que se halla Pedro de Urrutia, teniente coronel de la Segunda Compañía de Navarra, han creído ni por un momento en que pueda cumplir su palabra.
No. La derrota es total, y el ejército del que se autodenomina Alfonso XII domina por completo el territorio que una vez elevó a verdaderos reyes sobre su escudo. Nada le queda por hacer aquí. Dicen que al otro lado del mar está la tierra de las posibilidades, de la Libertad, Así que se cuadra por última vez ante don Carlos, y emprende el camino hacia Burdeos, que tiene el puerto de mar más importante del suroeste.
El pasaje hacia Estados Unidos, donde también acaba de concluir otra guerra civil, se lleva practicamente todo su peculio, pero merece la pena por arribar a donde dicen que todos los hombres son iguales. Sólo se queda con unos pocos recuerdos de su pasada vida: un sable, unas ya inútiles monedas con el perfil barbado del pretendiente, y una vieja txapela colorada de la que pende una larga borla dorada...
Pero el Este de América no es tan distinto a lo que él ya conoce de Europa. Cada uno vela por su negocio, y no hay allí más libertad que la que da mirar por las noches el cielo estrellado desde las estrechas calles de una ciudad enorme y llena de miseria. No. Es al Oeste a dónde hay que ir, y la manera más fácil de conseguirlo para alguien que sólo ha conocido la guerra, es alistarse en el ejército de la Unión, cuyos regimientos van extendiendo el país aún a costa de frecuentes choques armados con los nativos.
Va vestido ahora con una guerrera azul, y a medida que el potente tren va dejando el Este atrás, va cambiando también el paisaje, hasta culminar el recorrido en el desértico territorio de Arizona. Y lo primero que pueden ver los soldados al descender del vagón es una pintada en la pared que dice: "Welcome to Hell". "Bienvenidos al Infierno."
Ninguno de aquellos harapientos irlandeses, escoceses y galeses posee la más mínima instrucción militar, así que él no tarda en ser promovido al grado de sargento. Pero el adiestramiento concluye pronto: la prioridad es acabar con las bandas de salvajes apaches que saquean los ranchos de los cada vez más numerosos colonos que allí se van asentando, a pesar del mandato en contrario que establecen todos los tratados firmados con ellos.
Y no entiende Pedro cómo nadie puede desear querer vivir en aquel erial. Y tras cada marcha diaria, envuelto en la arena con que el rugiente viento les cubre, echa cada vez más en falta los verdes paisajes de Aribe y Arrazola. Pero hay otra cosa que sí entiende: que aquella tierra pertenece a los apaches, y que quitársela de esta manera no otorga más medalla que una honda vergüenza interior, que sus compañeros de armas no parecen compartir, pues se complacen en disparar sin motivo incluso contra todos aquellos indios que cumplen la orden presidencial de concentrarse en reservas miserables y paupérrimas.
Aunque no todos lo aceptan. Gerónimo, el jefe de guerra de los apaches chiricahuas, y Vitorio, el jefe de guerra de los apaches Mescaleros se han refugiado en la zona más agreste de la Sierra Candelaria, allí donde ningún hombre blanco llegaría jamás por su propio pie. Ningún hombre blanco nacido en las llanuras de Irlanda, por supuesto, porque Pedro puede seguir el rastro de cualquier ser vivo, porque nació rodeado de montañas, y no tiene más rival en ese terreno que el águila que vuela sobre los macizos rocosos.
Así que es el propio general Crook quien le ordena que sirva de rastreador a una columna encargada de acabar con aquellos "rebeldes y forajidos". Y a medida que van subiendo por la sierra, comprueban los casacas azules que sólo los guerreros habitan las cumbres de aquel laberinto, mientras que los viejos, las mujeres y los niños permanecen en las estribaciones.
Y Pedro cree que no ha entendido bien la orden de "a la carga" que el teniente Lawton acaba de gritar, pero la trompeta repite estridentemente esa orden y todos los soldados se lanzan contra el indefenso poblado como si se estuvieran dirigiendo hacia la Gloria.
Pero no queda tras su paso más que otra masacre de indios a añadir a las muchas cometidas ya por los cuchillos largos. Pedro, asqueado, no ha disparado un solo tiro, pero sus protestas no evitan que la persecución continúe ladera arriba, incluso de noche, para intentar sorprender a Gerónimo a toda costa. Y en uno de los recodos de aquella impracticable senda, completamente inmóviles y mimetizados con el terreno como sólo pueden llegar a estarlo los apaches, una densa lluvia de flechas y de disparos de Winchester recibe a los agotados reclutas.
Todos van cayendo ante la imposibilidad de hallar refugio alguno ante aquella mortífera descarga. Pedro ve llegar la flecha que se le hunde en el pecho y cae violentamente al suelo. El asta le ha cosido materialmente la guerrera y la ropa interior, pero la punta ha rebotado en la vieja medalla de plata con la imagen de la virgen de Roncesvalles que le entregó su madre cuando partió a ingresar en las fuerzas de don Carlos, y sólo ha rozado superficialmente su pecho. Aún así está aturdido por el golpe o quizás la flecha estuviera envenenada, así que desde su posición va viendo como los indios van rematando a aquellos de sus compañeros que han demostrado no saber luchar más que contra squaws y papooses. Y aquél más alto debe ser el propio Gerónimo...
Y entonces el teniente Lawton se levanta de entre los hombres caídos y apunta al jefe de los chiricahuas, y cuando el gatillo de su révolver está a punto de dejar salir el proyectil que acabará definitivamente con aquél al que de niño pronosticaron que no moriría de un balazo, Pedro amartilla su colt y dispara contra el teniente, que cae muerto en el acto.
Gerónimo se acerca entonces a quien le ha salvado, que parece delirar, pues no para de repetir algo así como: "Orreagako Ama, gorde gaitzazu zeru arte!"
-No conozco esa lengua. No es inglés, ni mexicano, ni parece apache tampoco. Mirad si sus heridas pueden curarse. No puedo matar a quien ha salvado mi vida, cumpliendo la profecía que me hicieron cuando niño...
Y en apenas cinco días está ya Pedro restablecido. Lo suficiente al menos como para aceptar unir su sangre con la de Gerónimo, que le reclama como hermano.
-Por más tiempo que viva, jamás terminaré de entender al hombre blanco ¿Por qué lo hiciste? -pregunta el apache.
-Porque no hace tanto que luché por un Dios, por una Patria y por un Rey. Tu Dios está allá arriba, en las praderas eternas, esperándote rodeado de tus antepasados. Tu Patria son estas montañas que nadie debería intentar arrebatarte. Y tu Rey eres tú mismo, porque en realidad ni tú ni nadie necesita a ningún otro.
-Sigo sin entender nada de lo que dices, pero ahora eres mi hermano de sangre, así que siempre tendrás un sitio entre los chiricahuas, soldado. Al menos mientras sigamos siendo libres.
-El de hombre libre es sin duda el mejor título que un rey como tú podría reconocerme. No tengo nada con lo que corresponder al cuchillo de plata que me ofreces. Nada, salvo está vieja txapela colorada. Será un honor para mí que la aceptes...
Tucson, Arizona. 3 de febrero de 1878. Cuartel General del ejército federal en ese territorio.
Transcripción del telegrama recibido por el general Crook desde el puento avanzado de Fort Apache:
Quien acaba de pronunciar tan sonoro reclamo es Carlos VII, el pretendiente carlista a la corona, pero ni sus más cercanos colaboradores, entre los que se halla Pedro de Urrutia, teniente coronel de la Segunda Compañía de Navarra, han creído ni por un momento en que pueda cumplir su palabra.
No. La derrota es total, y el ejército del que se autodenomina Alfonso XII domina por completo el territorio que una vez elevó a verdaderos reyes sobre su escudo. Nada le queda por hacer aquí. Dicen que al otro lado del mar está la tierra de las posibilidades, de la Libertad, Así que se cuadra por última vez ante don Carlos, y emprende el camino hacia Burdeos, que tiene el puerto de mar más importante del suroeste.
El pasaje hacia Estados Unidos, donde también acaba de concluir otra guerra civil, se lleva practicamente todo su peculio, pero merece la pena por arribar a donde dicen que todos los hombres son iguales. Sólo se queda con unos pocos recuerdos de su pasada vida: un sable, unas ya inútiles monedas con el perfil barbado del pretendiente, y una vieja txapela colorada de la que pende una larga borla dorada...
Pero el Este de América no es tan distinto a lo que él ya conoce de Europa. Cada uno vela por su negocio, y no hay allí más libertad que la que da mirar por las noches el cielo estrellado desde las estrechas calles de una ciudad enorme y llena de miseria. No. Es al Oeste a dónde hay que ir, y la manera más fácil de conseguirlo para alguien que sólo ha conocido la guerra, es alistarse en el ejército de la Unión, cuyos regimientos van extendiendo el país aún a costa de frecuentes choques armados con los nativos.
Va vestido ahora con una guerrera azul, y a medida que el potente tren va dejando el Este atrás, va cambiando también el paisaje, hasta culminar el recorrido en el desértico territorio de Arizona. Y lo primero que pueden ver los soldados al descender del vagón es una pintada en la pared que dice: "Welcome to Hell". "Bienvenidos al Infierno."
Ninguno de aquellos harapientos irlandeses, escoceses y galeses posee la más mínima instrucción militar, así que él no tarda en ser promovido al grado de sargento. Pero el adiestramiento concluye pronto: la prioridad es acabar con las bandas de salvajes apaches que saquean los ranchos de los cada vez más numerosos colonos que allí se van asentando, a pesar del mandato en contrario que establecen todos los tratados firmados con ellos.
Y no entiende Pedro cómo nadie puede desear querer vivir en aquel erial. Y tras cada marcha diaria, envuelto en la arena con que el rugiente viento les cubre, echa cada vez más en falta los verdes paisajes de Aribe y Arrazola. Pero hay otra cosa que sí entiende: que aquella tierra pertenece a los apaches, y que quitársela de esta manera no otorga más medalla que una honda vergüenza interior, que sus compañeros de armas no parecen compartir, pues se complacen en disparar sin motivo incluso contra todos aquellos indios que cumplen la orden presidencial de concentrarse en reservas miserables y paupérrimas.
Aunque no todos lo aceptan. Gerónimo, el jefe de guerra de los apaches chiricahuas, y Vitorio, el jefe de guerra de los apaches Mescaleros se han refugiado en la zona más agreste de la Sierra Candelaria, allí donde ningún hombre blanco llegaría jamás por su propio pie. Ningún hombre blanco nacido en las llanuras de Irlanda, por supuesto, porque Pedro puede seguir el rastro de cualquier ser vivo, porque nació rodeado de montañas, y no tiene más rival en ese terreno que el águila que vuela sobre los macizos rocosos.
Así que es el propio general Crook quien le ordena que sirva de rastreador a una columna encargada de acabar con aquellos "rebeldes y forajidos". Y a medida que van subiendo por la sierra, comprueban los casacas azules que sólo los guerreros habitan las cumbres de aquel laberinto, mientras que los viejos, las mujeres y los niños permanecen en las estribaciones.
Y Pedro cree que no ha entendido bien la orden de "a la carga" que el teniente Lawton acaba de gritar, pero la trompeta repite estridentemente esa orden y todos los soldados se lanzan contra el indefenso poblado como si se estuvieran dirigiendo hacia la Gloria.
Pero no queda tras su paso más que otra masacre de indios a añadir a las muchas cometidas ya por los cuchillos largos. Pedro, asqueado, no ha disparado un solo tiro, pero sus protestas no evitan que la persecución continúe ladera arriba, incluso de noche, para intentar sorprender a Gerónimo a toda costa. Y en uno de los recodos de aquella impracticable senda, completamente inmóviles y mimetizados con el terreno como sólo pueden llegar a estarlo los apaches, una densa lluvia de flechas y de disparos de Winchester recibe a los agotados reclutas.
Todos van cayendo ante la imposibilidad de hallar refugio alguno ante aquella mortífera descarga. Pedro ve llegar la flecha que se le hunde en el pecho y cae violentamente al suelo. El asta le ha cosido materialmente la guerrera y la ropa interior, pero la punta ha rebotado en la vieja medalla de plata con la imagen de la virgen de Roncesvalles que le entregó su madre cuando partió a ingresar en las fuerzas de don Carlos, y sólo ha rozado superficialmente su pecho. Aún así está aturdido por el golpe o quizás la flecha estuviera envenenada, así que desde su posición va viendo como los indios van rematando a aquellos de sus compañeros que han demostrado no saber luchar más que contra squaws y papooses. Y aquél más alto debe ser el propio Gerónimo...
Y entonces el teniente Lawton se levanta de entre los hombres caídos y apunta al jefe de los chiricahuas, y cuando el gatillo de su révolver está a punto de dejar salir el proyectil que acabará definitivamente con aquél al que de niño pronosticaron que no moriría de un balazo, Pedro amartilla su colt y dispara contra el teniente, que cae muerto en el acto.
Gerónimo se acerca entonces a quien le ha salvado, que parece delirar, pues no para de repetir algo así como: "Orreagako Ama, gorde gaitzazu zeru arte!"
-No conozco esa lengua. No es inglés, ni mexicano, ni parece apache tampoco. Mirad si sus heridas pueden curarse. No puedo matar a quien ha salvado mi vida, cumpliendo la profecía que me hicieron cuando niño...
Y en apenas cinco días está ya Pedro restablecido. Lo suficiente al menos como para aceptar unir su sangre con la de Gerónimo, que le reclama como hermano.
-Por más tiempo que viva, jamás terminaré de entender al hombre blanco ¿Por qué lo hiciste? -pregunta el apache.
-Porque no hace tanto que luché por un Dios, por una Patria y por un Rey. Tu Dios está allá arriba, en las praderas eternas, esperándote rodeado de tus antepasados. Tu Patria son estas montañas que nadie debería intentar arrebatarte. Y tu Rey eres tú mismo, porque en realidad ni tú ni nadie necesita a ningún otro.
-Sigo sin entender nada de lo que dices, pero ahora eres mi hermano de sangre, así que siempre tendrás un sitio entre los chiricahuas, soldado. Al menos mientras sigamos siendo libres.
-El de hombre libre es sin duda el mejor título que un rey como tú podría reconocerme. No tengo nada con lo que corresponder al cuchillo de plata que me ofreces. Nada, salvo está vieja txapela colorada. Será un honor para mí que la aceptes...
Tucson, Arizona. 3 de febrero de 1878. Cuartel General del ejército federal en ese territorio.
Transcripción del telegrama recibido por el general Crook desde el puento avanzado de Fort Apache:
-Extraviada de nuevo la pista de Gerónimo y sus hombres. Stop. Informes no corroborados lo sitúan al otro lado de la frontera. Stop. Algunos testigos dicen que lleva siempre su cabeza cubierta por un curioso sombrero que podría definirse como una "red beret". Stop. Seguimos sin saber nada del renegado Pedro de Urrutia. Stop. Pero continuamos buscándole...
© Mikel Zuza Viniegra, 2012