sábado, 13 de agosto de 2011

CON ESTRELLA



Castillo de Sancho Abarca, Bardena Negra, 4 de agosto de 1237

-¿Cuánto tiempo decís que llevan nuestras tropas intentando tomar esa fortaleza?

-Pues no sabría deciros, Majestad. Va para tres años ya que reináis, y para cuando vos llegásteis a Navarra, vuestro tío hacía por lo menos siete que ordenó sitiarla. Y no creáis que vuestra divisa no ha ondeado todavía sobre su torreón, que según el recuerdo de los soldados más viejos, eso ya ha ocurrido al menos en cuatro ocasiones. Pero el rey don Sancho era muy aficionado a los naipes y los dados, casi tanto como el rey don Jaime de Aragón, y cada vez que se encontraban, entre discusiones sobre si era mejor el vino de Murchante o el de Cariñena, acababan jugándose todos estos pueblos de la frontera, a veces de uno en uno, y en otras ocasiones todos a la vez. No sabemos muy bien quién ganó la última vez, pero el caso es que sobre Sancho Abarca luce la enseña aragonesa.

-¿Y por qué no se me había informado aún de este asunto?

-Eso deberíais preguntárselo a vuestros chambelanes, Sire. Por mi parte, puedo aseguraros que llevo pidiéndoles refuerzos y máquinas de guerra al menos desde San Miguel del pasado año, pero aún no he recibido respuesta...

-Pues señor capitán, habéis tenido suerte de que anduviese yo por estos parajes buscando una atalaya apropiada desde la que poder observar el acontecimiento estelar de la noche de San Lorenzo la semana que viene, que ya me han dicho en Tudela que no hay lugar como éste para la observación de los astros. Redactad de nuevo vuestras peticiones, y os juro por mi fe de caballero que en siete días volveré con todas ellas para poner fin a lo que mi tío no supo terminar. Y traeré también a cierta dama conmigo, para que pueda recoger en su tiara todas las estrellas errantes que caigan sobre Sancho Abarca...

Y dicho y hecho, la semana pasa febril en el castillo de Tudela, mientras una legión de carpinteros construye tantos ingenios y proyectiles como los que debieron usarse en la toma de Jerusalén. Y llegado el día once, los dos enamorados encabezan una nutrida hueste, seguida de multitud de carretas con las máquinas ya engrasadas.

-Mi señor don Teobaldo, bien está que me hayáis ofrecido contemplar las estrellas caedizas de esta noche, pero lo que no entiendo es cómo vamos a poder hacerlo envueltos en estos tráfagos guerreros, y sobre todo con esas nubes tan negras que cubren el firmamento...

-Mi excelente señora doña Marquesa López de de Rada, nunca es mal momento para aumentar nuestros dominios con un castillo tan señalado como es aquél hacia el que nos dirigimos. En cuanto a las centellas que decís, y según tengo entendido, nunca han desamparado estos fenómenos celestes a los reyes de Navarra. Pensad que hasta yo mismo las llevo representadas en mis monedas...

Estoy convencido de que Dios proveerá, mientras os recito los últimos versos que he escrito para vos. Aunque si me lo preguntan, tendré que asegurar que los compuse para la reina, que es mujer muy celosa y podría tomaros inquina, de lo cual sentiría yo muy gran pena...

Y llegados al cabezo del Fraile, que así se llama el monte donde se asienta el castillo, ordena el rey rodearlo con todas las catapultas que trae consigo, y hace gritar muy alto a sus heraldos para que puedan oirle desde la torre donde se ha acantonado la guarnición aragonesa, que al ver la fortísima tropa que traen esta vez los navarros, acepta de mil amores la oferta que les hace don Teobaldo de que serán respetadas sus vidas si abandonan inmediatamente Sancho Abarca. Hasta rinden los sitiadores honor a la señera cuando el álferez aragonés la enarbola al pasar entre ellos para refugiarse en Tauste.

Y mucho se congratula el rey de Navarra de que diez años de combates hayan acabado sin efusión de sangre. Lo que no parece tener tan fácil arreglo es lo de rasgar el telón de negras nubes que casi seguro les va a impedir observar las aladas lágrimas del mártir que, según cantan las procaces coplas de la soldadesca, pedía con mucho valor a sus verdugos que le dieran la vuelta en la parrilla donde lo estaban friendo, porque aún tenía frías aquellas importantísimas partes masculinas que el rey don Pedro I se curó en Aralar en otra gloriosa ocasión, ya relatada en estas crónicas...

Pero, como bien sabe cualquiera que haya practicado estas artes, no es cuestión de prometer algo a una dama tan entrañable como doña Marquesa, para luego no concedérselo. Así que don Teobaldo, siempre tan despierto, ordena a sus hombres que prendan fuego a todos y cada uno de los proyectiles que hasta allí han acarreado y, calculando a ojo de buen catapultero las trayectorias -naturalmente se encarga de ello el probo Sagastibelza-, para que no afecten al castillo recién recuperado, da orden el rey de que sean todos lanzados en dirección oeste-este, asegurándose muy bien de que vayan a caer en despoblado, y con el mandato preciso de que, cuando salga por los aires el primer proyectil, cada artillero posterior lance consecutivamente su bala justo tras rezar un padrenuestro, para que no salgan volando todas a la vez y acabe la diversión nada más empezar.

Y una manta de fino cordobán está ya dispuesta sobre un pequeño promontorio para que los dos amantes puedan contemplar comodamente tan singular lluvia de estrellas. Y hace descorchar entonces don Teobaldo una botella de Champaña, que es vino muy rico y espumoso propio de su tierra natal, y que ha hecho traer envuelta en hielo consevado en las neveras de Pamplona, esa ciudad donde, si ya no sientes frío, es que has debido dejar atrás hace rato las murallas que rodean sus tres barrios.

El choque de las dos copas de cristal en el silencio de la noche, es precisamente la señal convenida para que comience el espectáculo que, efectivamente, resulta mucho más lucido que el de los auténticos meteoros venidos de la constelación de Perseo, que nunca hay forma de ver en las noches de estío, pues siempre está Navarra tan envuelta en nubes como dicen que lo estaba el monte Olimpo, la morada de los dioses griegos. Además, de esta novedosa manera, las estelas ígneas quedan grabadas mucho más tiempo en los cielos, y así resulta mucho más sencillo pedir todos los deseos que uno imaginarse pueda...

Y es fama que una de las ardientes balas alcanzó tan tremenda rapidez en su periplo celeste, que al sobrepasar la velocidad del sonido -según explicaron luego los sabios de la morería de Tudela-, provocó tan tremenda explosión que los asustados vecinos de los pueblos cercanos pensaron que se había abierto la boca del infierno, de tal forma que hubo de decretar don Teobaldo, ante sus muy justas quejas, que en adelante el ruido más molesto que hubiera de soportarse en la Bardena, fuese el de los gardachos deslizándose hacia sus guaridas, y que si alguien se atreviese a contravenir en el futuro tal medida, fuera conducido de inmediato a las mazmorras del castillo de Monreal.

Y así, entre copas de champaña, estrellas fugaces, y muchos versos y abrazos, pasaron la velada doña Marquesa y don Teobaldo, un rey tan galante y afortunado, que fue capaz de conquistar la misma noche a los errabundos astros, al magnífico castillo de Sancho Abarca y a la muy caprichosa dama doña Marquesa...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011