Pamplona, Torneo de la noche de San Lorenzo del año del señor 1368
-¡Quédate en el suelo, viejo, o vas a conocer lo que es el verdadero dolor!
El verdadero dolor... ¿Y qué sabrás tú, pobre fantoche, sobre el verdadero dolor?, piensa mientras trata de incorporarse. Pero su caballo, tan viejo como él mismo, ha caído sobre su pierna, y apenas puede moverla. No está rota, pero sólo porque la greba que protege su pantorrilla ha resistido el tremendo golpe. La enésima abolladura del casco se le clava sobre la nuca, y un hilillo de sangre bordea su cuello hasta ir a perderse dentro de su boca. Paladea una vez más ese sabor a hierro...
Si le hubieran dado una espada nueva por cada vez que ha tenido que tragarse su propia sangre en los últimos años, ahora tendría la mejor panoplia de la cristiandad. El guante ha salido volando, y al menos uno de los dedos de su mano derecha está roto. El peto ha aguantado mejor, y parece que las costillas que le atormentan son únicamente las malcuradas de anteriores combates.
-¡Si osas ponerte en pie, voy a tener que matarte, viejo!
La multitud chilla ebria de emoción cuando el conmocionado caballero clava su escudo en la tierra y se aferra a él para ir levantándose poco a poco, como un boj herido por el rayo. Está mareado, y no ve nada por su ojo izquierdo, probablemente porque la ceja se ha roto y la sangre brota a borbotones. Se apoya en su espada para sostenerse mientras embraza el escudo y recupera la posición de guardia.
-¡Tú lo has querido, condenado viejo!
Y siente un terrible golpe de maza que quiebra las poco reforzadas tablas del broquel primero, y el brazo que las sostenía después. Esto sí es dolor verdadero, le da tiempo a pensar justo antes de recibir un segundo mazazo, que esta vez rompe el casco definitivamente. Otra vez vuelve a caer al suelo con estrépito, y desde allí, con él único ojo que le queda sano, ve como muchas mujeres del público tapan su rostro para no contemplar tan salvaje espectáculo. La armadura, que una vez, hace muchos años, fue tan brillante como el espejo de una reina, ahora luce el color escarlata de la sangre derramada por su dueño. Ya no se ve tampoco la rosa amarilla de Alejandría que iba grabada en la coraza...
-¡No te levantes, maldito viejo! ¡No lo hagas o empuñaré mi espada!
Pero lo hace. Y sin escudo, el golpe desviado por su tambaleante brazo derecho va a dar de lleno sobre el izquierdo, reventando la codera y clavándose hasta el hueso. Ahora procura caer sobre el lado derecho, porque teme que si lo hace sobre el brazo que acaba de recibir el tajo, vaya a desgajársele del cuerpo.
-¡Ríndete ya, loco del demonio. Ríndete o muere!
Tres caídas, como las Nuestro Señor en Jerusalén. Y muchas más a lo largo de una trayectoria plena de fracasos y derrotas, sin damas preocupadas por su vuelta, ni castillos dorados en los que guarecerse de la tormenta. ¡Quédate en el suelo! -se dice intentando el engaño más difícil, ese que supone vencerse a uno mismo-.
Pero no. En su desmadejada cabeza ya no caben más que las palabras de Martín Lobo, su primer adiestrador cuando no era más que un simple escudero, allá en el palacio de Artieda:
-"Ganar, perder por poco o por mucho, gustar a los que están viéndoos o desagradarlos, eso son circunstancias ajenas al sentido que debe tener cada una de vuestras acciones en el transcurso de un torneo. Hay que luchar para sentirse bien en el combate, para disfrutar con él. Hay que golpear y esquivar para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir.
-¡Quédate en el suelo, viejo, o vas a conocer lo que es el verdadero dolor!
El verdadero dolor... ¿Y qué sabrás tú, pobre fantoche, sobre el verdadero dolor?, piensa mientras trata de incorporarse. Pero su caballo, tan viejo como él mismo, ha caído sobre su pierna, y apenas puede moverla. No está rota, pero sólo porque la greba que protege su pantorrilla ha resistido el tremendo golpe. La enésima abolladura del casco se le clava sobre la nuca, y un hilillo de sangre bordea su cuello hasta ir a perderse dentro de su boca. Paladea una vez más ese sabor a hierro...
Si le hubieran dado una espada nueva por cada vez que ha tenido que tragarse su propia sangre en los últimos años, ahora tendría la mejor panoplia de la cristiandad. El guante ha salido volando, y al menos uno de los dedos de su mano derecha está roto. El peto ha aguantado mejor, y parece que las costillas que le atormentan son únicamente las malcuradas de anteriores combates.
-¡Si osas ponerte en pie, voy a tener que matarte, viejo!
La multitud chilla ebria de emoción cuando el conmocionado caballero clava su escudo en la tierra y se aferra a él para ir levantándose poco a poco, como un boj herido por el rayo. Está mareado, y no ve nada por su ojo izquierdo, probablemente porque la ceja se ha roto y la sangre brota a borbotones. Se apoya en su espada para sostenerse mientras embraza el escudo y recupera la posición de guardia.
-¡Tú lo has querido, condenado viejo!
Y siente un terrible golpe de maza que quiebra las poco reforzadas tablas del broquel primero, y el brazo que las sostenía después. Esto sí es dolor verdadero, le da tiempo a pensar justo antes de recibir un segundo mazazo, que esta vez rompe el casco definitivamente. Otra vez vuelve a caer al suelo con estrépito, y desde allí, con él único ojo que le queda sano, ve como muchas mujeres del público tapan su rostro para no contemplar tan salvaje espectáculo. La armadura, que una vez, hace muchos años, fue tan brillante como el espejo de una reina, ahora luce el color escarlata de la sangre derramada por su dueño. Ya no se ve tampoco la rosa amarilla de Alejandría que iba grabada en la coraza...
-¡No te levantes, maldito viejo! ¡No lo hagas o empuñaré mi espada!
Pero lo hace. Y sin escudo, el golpe desviado por su tambaleante brazo derecho va a dar de lleno sobre el izquierdo, reventando la codera y clavándose hasta el hueso. Ahora procura caer sobre el lado derecho, porque teme que si lo hace sobre el brazo que acaba de recibir el tajo, vaya a desgajársele del cuerpo.
-¡Ríndete ya, loco del demonio. Ríndete o muere!
Tres caídas, como las Nuestro Señor en Jerusalén. Y muchas más a lo largo de una trayectoria plena de fracasos y derrotas, sin damas preocupadas por su vuelta, ni castillos dorados en los que guarecerse de la tormenta. ¡Quédate en el suelo! -se dice intentando el engaño más difícil, ese que supone vencerse a uno mismo-.
Pero no. En su desmadejada cabeza ya no caben más que las palabras de Martín Lobo, su primer adiestrador cuando no era más que un simple escudero, allá en el palacio de Artieda:
-"Ganar, perder por poco o por mucho, gustar a los que están viéndoos o desagradarlos, eso son circunstancias ajenas al sentido que debe tener cada una de vuestras acciones en el transcurso de un torneo. Hay que luchar para sentirse bien en el combate, para disfrutar con él. Hay que golpear y esquivar para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir.
Seguir, aunque no se vaya a ninguna parte..."
"La vieja música" de Mario Camus
Y de esa bendita tierra de Ninguna Parte -tantas veces anhelada-, sólo le separa ya aquel joven que no para de gritarle que no se levante, así que con las últimas fuerzas que le quedan, arrodillado en el barro, levanta su espada y descarga un tremendo impacto sobre la pierna de su rival, que se parte en dos pedazos sanguinolentos, dejándolo caer al lado del viejo, quien, sacando de su tahalí una fina daga, se desploma sobre él, mientras se la introduce ferozmente por la celada, de la que instantanemente brota un viscoso río bermejo que va extendiéndose lentamente alrededor de los dos contendientes.
El combate ha terminado, y el viejo es el campeón, aunque no haya vivido lo suficiente para ver su primera y única victoria...
"La vieja música" de Mario Camus
Y de esa bendita tierra de Ninguna Parte -tantas veces anhelada-, sólo le separa ya aquel joven que no para de gritarle que no se levante, así que con las últimas fuerzas que le quedan, arrodillado en el barro, levanta su espada y descarga un tremendo impacto sobre la pierna de su rival, que se parte en dos pedazos sanguinolentos, dejándolo caer al lado del viejo, quien, sacando de su tahalí una fina daga, se desploma sobre él, mientras se la introduce ferozmente por la celada, de la que instantanemente brota un viscoso río bermejo que va extendiéndose lentamente alrededor de los dos contendientes.
El combate ha terminado, y el viejo es el campeón, aunque no haya vivido lo suficiente para ver su primera y única victoria...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011