domingo, 26 de septiembre de 2010

EN LA CABEZA DE UN ALFILER



Verano del año del Señor 1289

Quien ha de reinar un día con el nombre de Teobaldo III, pero al que todos siguen llamando “Teobaldico”, acaba de cumplir 16 años y parece haber heredado el ingenio y la curiosidad del primero de los de su estirpe en Navarra, pues pasa las largas tardes de estío rodeado de libros en la muy bien surtida biblioteca del castillo de Tiebas.

Precisamente hoy ha escogido para solazarse uno que trajo aquél desde un ignoto monasterio en las montañas del Tauro, cuando acudió a defender los Santos Lugares como caballero cruzado. Así que asciende ahora a la torre, en cuya terraza están aparejados ya un sillón y un amplio quitasol para que nada moleste la lectura del príncipe. Pero antes de sentarse se asoma a las almenas -aunque con mucho cuidado, pues no sabe muy bien por qué, pero desde siempre ha tenido cierta prevención a morar en lugares muy altos-, y desde allí, con las blancas murallas que forman las canteras de Alaiz a su espalda, saluda con la mano a las muy bellas e ilustres pasajeras que por el Camino Real van en carruaje a Tafalla. Y esta Compañía de Diligencias presta su viajante servicio porque su padre, el rey Enrique I, otorgó la concesión a un Conde al que tenía mucho aprecio, y éste a su vez se la cedió a su amada esposa, o séase: a la Conda…

Tiene el libro aspecto de ser muy antiguo y lleva este título en su portada:


“Tratado del nombre de todos los ángeles que bajaron de los cielos y permanecen en la memoria de los hombres".

Al abrirlo, reconoce la pulcra letra de su abuelo, que en pocas líneas le cuenta cómo llegó obra tan insigne a sus manos. Y es que las tropas navarras acertaron a pasar por el monasterio de San Gregorio Nacianceno, lugar muy fuerte de la Capadocia, justo en el preciso momento en que era sitiado por el sultán de los turcos, y tramada la batalla entre ambos ejércitos, cuando ya los monjes iban a capitular, el rey Teobaldo pudo por fin poner en fuga a los enemigos de la verdadera fe.

En agradecimiento, el abad le permitió escoger el libro que quisiese de la atestada librería que los monjes habían conseguido reunir desde los tiempos del quinto emperador Constantino. Y el navarro escogió el ya mencionado tratado angélico, pues quería saber más de las costumbres y poderíos de tan asombrosas criaturas. Y es por todo esto que el libro ahora está en Tiebas, y no en el oriente bizantino…

Abre al azar Teobaldico el volumen, que está cuajado de portentosos dibujos de ángeles voladores, andarines y submarinos. Descubre de esta manera que algunos de ellos, los más cercanos al trono de Dios, sólo pueden volar hacia atrás, para no darle nunca la espalda a Nuestro Señor, y así no cesar jamás en su eterna adoración. Y aprende que en lo que dura un parpadeo humano, un ángel poco entrenado puede subir y bajar de la tierra al cielo hasta cien veces, y que así como cada uno de ellos tiene asignada la guardia de una persona concreta, otros defienden a los árboles, de tal forma que sus alas adoptan la forma de las hojas de cada especie, así que las hay de línea oblonga, para proteger a los castaños, puntiagudas, como las del acebo e incluso las hay que desprenden el suave aroma de las sabinas con cada aleteo. Y dice el libro que esto explica por qué todas aquellas personas que corten árboles sin verdadera necesidad, habrán de vérselas con los ángeles el día del Juicio Universal. Y que no han de merecer entonces piedad alguna…

No es menos sorprendente la información sobre la armadura del señor San Miguel, que ningún otro puede llevar puesta excepto él. Sólo una vez intentó otro ángel arrebatársela, y en castigo a su desmedida soberbia permanece desde entonces encerrado en la cueva donde al beato Juan le fue revelado el Apocalipsis, de donde no saldrá mientras el príncipe de los ángeles no quiera.

Va empezando a soplar un frío airecillo que baja desde la sierra, pero está tan interesante la lectura que al infante le apena dejarla en aquel punto, así que se dice a sí mismo que sólo leerá una página más. Y resulta que en ella se cuentan las hazañas de un grupo de ángeles que en su época repartieron prodigios y maravillas sin cuento. Once fueron estos héroes, y a estos nombres respondieron:

Basauriel, famoso cancerbero de las puertas celestiales, Esparziel, Minael, Gabariel y Castañediel en la retaguardia, Bayoniel, Iriartiel y Dioniel en el centro de mando, y Echeverriel, Iriguibel y Martínmonreiel en la vanguardia atacante.

Y cerrando el libro, que ya casi no hay luz para distinguir un hilo blanco de otro negro como para seguir leyéndolo, piensa Teobaldico cuánto le hubiera gustado ver en acción a esos titanes...

Y las banderas rojas y azules de Navarra y de Champaña, ondean orgullosas al viento de Artederreta…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010