La invasión castellana de las tropas de Enrique II es inminente, y los oficiales del rey de Navarra tienen orden de acaparar todos los metales que puedan servir para forjar las bombardas, las culebrinas y las balas de cañón que han de matar a los enemigos.
Hasta en la aldea más mísera han de entregar las herraduras de sus caballerías, los aros que sujetan las tablas que forman las barricas, las llaves que abren las puertas y las rejas de los arados con los que trabajan la tierra.
Ni siquiera la Iglesia se libra esta vez, pues es el riesgo muy grande, y han de desprenderse las parroquias de todas las lámparas menos de las que alumbran el sagrario, de las espadas y cascos ofrecidos por antiguos caballeros como ofrenda, y que ahora empuñarán y vestirán manos y cabezas nuevas, bien dispuestas a la defensa del reino. Pero sobre todo han de quedar mudos muchos templos, pues el decreto de Carlos II exige que se desprendan también de las campanas que no sean estrictamente necesarias para avisar a cada pueblo de la cercanía del peligro.
Van bajándolas los soldados de las torres en un último vuelo tan silencioso y triste como el de los cuervos, y alguna de ellas resuena al golpear el suelo, como si supieran que nunca más llamarán a los vecinos a que acudan a acristianar un niño, a felicitar a unos novios o a llorar con una viuda. Quedan los ventanales que antes enseñoreaban, tan vacíos y huecos como la dentadura de un viejo.
También Lanzarot de Agorreta, recibidor del valle de Esteribar, cumple su misión con celo. Sabe que su soberano no es hombre comprensivo con los holgazanes, y además ha visto con sus propios ojos los febriles preparativos guerreros en la ciudad de Pamplona. Esta vez la cosa va en serio, y él pondrá todo de su parte para llevar a la capital hasta el último dedal, la moneda más pequeña, el almirez más humilde. Cualquier cosa susceptible de convertirse en metralla que triture los pechos de los invasores.
Sólo le queda ya Zabaldika para terminar su labor. Sigue los mismos pasos que en los demás pueblos, y tras anunciar en la plaza la fuerte necesidad que padece el reino, muy pronto sus hombres tienen llenos varios sacos que, con mucha dificultad, van cargando en los carros.
No hay ya más que pasar por la iglesia y recoger lo que allí sea menester para cumplir la voluntad regia. Golpea la puerta con el pomo de su espada, pues no hay llamador con que hacerlo. Quedan, eso sí, sus huellas en la puerta, igual que las de las bisagras y los clavos que la adornaban, que probablemente ya fueron rapiñados en alguna otra alarma de incursión extranjera. Sea o no por eso, el caso es que las dos hojas de madera caen con estrepito sobre el suelo de la nave, levantando una gran polvareda.
Cuando ésta se disipa, puede don Lanzarot contemplar colocada sobre el altar, una campana totalmente nueva, brillante, recién fundida sin duda alguna, pues lleva grabada en su copa la fecha del año en curso: 1377. A su lado hay una talla del protomártir San Esteban, que parece vigilarla para que nadie se atreva a llevársela. El santo tiene su mano izquierda sobre el yugo de madera de la campana, y en la derecha sostiene las piedras con las que fue lapidado. Parece mirar al oficial del rey con rostro severo...
Es cierto que ha descolgado ya las campanas de muchas iglesias, pero jamás se ha visto en la necesidad de arrebatarlas de la propia mano de un apóstol de Nuestro Señor, así que comienza a sentir miedo de que su obediencia al rey vaya a suponerle que, en el infierno que tienen siempre asegurado quienes despojan los templos, unos demonios muy duchos en el arte de la herrería se complazcan en llenarle el buche de bronce fundido por toda la eternidad…
Y ese calor imaginado de la fragua puesta al rojo, comienza a hacerle sudar gruesos goterones que se deslizan por su rostro hasta perderse bajo la gorguera, y hasta juraría que San Esteban está a punto de lanzar sobre él las mismas piedras con que le asesinaron, pues parece mirarle cada vez con más cara de enfado…
Así que vuelve sobre sus pasos e indica a los soldados que allí dentro no hay nada que pueda servirles, y al subir a su caballo no puede evitar santiguarse varias veces seguidas, como queriendo espantar sus temores.
Y cuando desde la desdentada torre ve alejarse fray Martin de Iroz a la comitiva, agradece a Dios su ocurrencia de haber puesto a San Esteban como guardián de la única campana que les quedaba en el pueblo.
Y justo esa misma campana, 633 años después, es hoy la más antigua de Navarra, habiendo sobrevivido a otras hermanas suyas más lujosas o de sonido más puro. Mas sólo ella puede enorgullecerse, no únicamente de no haber sido transformada en munición mensajera de muerte, sino también de seguir alejando con su repiqueteo sagrado todos los males que puedan acechar la bella población de Zabaldika.
© Mikel Zuza Viniegra, 2010
Hasta en la aldea más mísera han de entregar las herraduras de sus caballerías, los aros que sujetan las tablas que forman las barricas, las llaves que abren las puertas y las rejas de los arados con los que trabajan la tierra.
Ni siquiera la Iglesia se libra esta vez, pues es el riesgo muy grande, y han de desprenderse las parroquias de todas las lámparas menos de las que alumbran el sagrario, de las espadas y cascos ofrecidos por antiguos caballeros como ofrenda, y que ahora empuñarán y vestirán manos y cabezas nuevas, bien dispuestas a la defensa del reino. Pero sobre todo han de quedar mudos muchos templos, pues el decreto de Carlos II exige que se desprendan también de las campanas que no sean estrictamente necesarias para avisar a cada pueblo de la cercanía del peligro.
Van bajándolas los soldados de las torres en un último vuelo tan silencioso y triste como el de los cuervos, y alguna de ellas resuena al golpear el suelo, como si supieran que nunca más llamarán a los vecinos a que acudan a acristianar un niño, a felicitar a unos novios o a llorar con una viuda. Quedan los ventanales que antes enseñoreaban, tan vacíos y huecos como la dentadura de un viejo.
También Lanzarot de Agorreta, recibidor del valle de Esteribar, cumple su misión con celo. Sabe que su soberano no es hombre comprensivo con los holgazanes, y además ha visto con sus propios ojos los febriles preparativos guerreros en la ciudad de Pamplona. Esta vez la cosa va en serio, y él pondrá todo de su parte para llevar a la capital hasta el último dedal, la moneda más pequeña, el almirez más humilde. Cualquier cosa susceptible de convertirse en metralla que triture los pechos de los invasores.
Sólo le queda ya Zabaldika para terminar su labor. Sigue los mismos pasos que en los demás pueblos, y tras anunciar en la plaza la fuerte necesidad que padece el reino, muy pronto sus hombres tienen llenos varios sacos que, con mucha dificultad, van cargando en los carros.
No hay ya más que pasar por la iglesia y recoger lo que allí sea menester para cumplir la voluntad regia. Golpea la puerta con el pomo de su espada, pues no hay llamador con que hacerlo. Quedan, eso sí, sus huellas en la puerta, igual que las de las bisagras y los clavos que la adornaban, que probablemente ya fueron rapiñados en alguna otra alarma de incursión extranjera. Sea o no por eso, el caso es que las dos hojas de madera caen con estrepito sobre el suelo de la nave, levantando una gran polvareda.
Cuando ésta se disipa, puede don Lanzarot contemplar colocada sobre el altar, una campana totalmente nueva, brillante, recién fundida sin duda alguna, pues lleva grabada en su copa la fecha del año en curso: 1377. A su lado hay una talla del protomártir San Esteban, que parece vigilarla para que nadie se atreva a llevársela. El santo tiene su mano izquierda sobre el yugo de madera de la campana, y en la derecha sostiene las piedras con las que fue lapidado. Parece mirar al oficial del rey con rostro severo...
Es cierto que ha descolgado ya las campanas de muchas iglesias, pero jamás se ha visto en la necesidad de arrebatarlas de la propia mano de un apóstol de Nuestro Señor, así que comienza a sentir miedo de que su obediencia al rey vaya a suponerle que, en el infierno que tienen siempre asegurado quienes despojan los templos, unos demonios muy duchos en el arte de la herrería se complazcan en llenarle el buche de bronce fundido por toda la eternidad…
Y ese calor imaginado de la fragua puesta al rojo, comienza a hacerle sudar gruesos goterones que se deslizan por su rostro hasta perderse bajo la gorguera, y hasta juraría que San Esteban está a punto de lanzar sobre él las mismas piedras con que le asesinaron, pues parece mirarle cada vez con más cara de enfado…
Así que vuelve sobre sus pasos e indica a los soldados que allí dentro no hay nada que pueda servirles, y al subir a su caballo no puede evitar santiguarse varias veces seguidas, como queriendo espantar sus temores.
Y cuando desde la desdentada torre ve alejarse fray Martin de Iroz a la comitiva, agradece a Dios su ocurrencia de haber puesto a San Esteban como guardián de la única campana que les quedaba en el pueblo.
Y justo esa misma campana, 633 años después, es hoy la más antigua de Navarra, habiendo sobrevivido a otras hermanas suyas más lujosas o de sonido más puro. Mas sólo ella puede enorgullecerse, no únicamente de no haber sido transformada en munición mensajera de muerte, sino también de seguir alejando con su repiqueteo sagrado todos los males que puedan acechar la bella población de Zabaldika.
© Mikel Zuza Viniegra, 2010