lunes, 14 de junio de 2010

EL PUEBLO SIEMPRE TIENE RAZÓN



7 de agosto de 1357.

No termina de creérselo: él, que ha combatido con éxito a los ejércitos del rey de Francia, que se las ha visto con los mercenarios ingleses que infestan la Normandía, y que ha ordenado sin miramiento alguno acabar con las vidas de fatuos aragoneses, está ahora rodeado por un centenar de hombres que no llevan en sus manos espadas con pomo y arriaces de plata, ni sobre sus cuerpos armaduras de Milán, sino hoces en sus manos derechas y zoquetas en sus izquierdas, porque no son caballeros, ni siquiera escuderos o al menos hidalgos. No: son simples labradores hartos de los elevadísimos impuestos que deben pagar para mantener las campañas guerreras del rey Carlos.

Docenas de veces han intentado explicárselo a su hermano, el infante Luis, que tiene predilección por esta villa de Falces, pero siempre les ha respondido altivamente:

-No es obligación de la señoría de Navarra dar explicaciones sobre en qué emplea sus recursos. Si la cosecha ha sido mala este año, rogad a Dios que la próxima sea mejor, pero pagad al recibidor hasta la última libra que os corresponda, si estimáis en algo vuestras vidas o vuestras haciendas…

Y ahora lo tienen allí, acorralado ante la puerta de un pajar, con sólo tres hombres de armas asustados que aún se interponen entre él y la sed de justicia de todo un pueblo.

-¡Respetad el emblema del rey, sucia chusma! –Grita desencajado el álferez real-, y en el mismo momento siente cómo le arrebatan el estandarte decorado por el carbunclo pomelado y las flores de lis, y ve cómo lo pisotean en el suelo.

-¡Ahora no parecéis tan valiente, señor infante Luis! –Exclama Pedro Beltran, alcalde de la villa-. Nos habéis exprimido todos estos años hasta hacernos sudar sangre, ya es hora de que nos la cobremos en vuestra persona…

Y al duro sol de agosto destellan las afiladas hoces mientras siegan los cuellos de los guardias del príncipe, que queda completamente solo frente a la multitud.
-¡Más os vale que me matéis, porque si no os juro que no quedará piedra sobre piedra de este lugar! –Grita Luis-, aunque nadie le escucha mientras comienzan entre burlas a arrancarle la coraza y la malla, hasta dejarle en calzones.

-Sin tanto metal encima sois exactamente igual a nosotros, señor infante. Tan sólo vuestras manos tan pulidas y sin callos os delatan. Aunque poseéis también la piel pálida de los que no tienen que pasar la jornada al sol, labrando los campos para alimentar a parásitos como vos o vuestro hermano. ¿Podéis imaginar acaso el dolor de que vuestra familia no tenga nada para comer ni hoy ni mañana? ¿Habéis enterrado a algún hijo con vuestras propias manos? No. Por supuesto que no, a los de vuestra clase os basta con ordenar, nunca os paráis a pensar en las consecuencias de vuestras decisiones. Pues ahora vais a tener por fin motivos de reflexión…

Y dibuja el alcalde con su hoz un corte profundo en el brazo derecho de don Luis, y lo mismo hace su hermano Martín Beltrán en el izquierdo, y su yerno Lope García en el muslo, y muchos otros famélicos falcesinos van haciendo igual hasta que muy pronto el infante parece un Ecce Homo, y comienza a tambalearse por la pérdida de sangre que profusamente mana de sus heridas…

Mas de repente, tras la cortina roja que le nubla los ojos, ve aparecer un jinete blandiendo la espada a diestro y siniestro que consigue hacer huir a quienes le rodean. Grita:

-¡Por Dios, alteza, subid al caballo o vos y yo moriremos hoy aquí!
Y con las últimas fuerzas que le quedan consigue saltar a la grupa mientras su salvador pica espuelas y cercena de un tajo la cabeza de un rebelde que les sale al paso.

Falces y la muerte van quedando atrás al galope del caballo guiado por Martín de Laguardia, que lleva al infante a lugar donde pueda sentirse a salvo. Pero antes de que los físicos curen sus heridas, manda don Luis que salgan mensajeros “apresuradament” hacia la Ribera, hacia Estella, hacia Pamplona, hacia Echarri-Aranaz, y también hacia Lizarazu y Zozaya, para que recluten hombres de armas, y ordena así mismo a los alcaldes de los cercanos lugares de Milagro y de San Adrián que apresen a todos los falcesinos que pasen por sus pueblos, pues sabe que la cercanía de la frontera castellana animará a muchos de aquellos traidores a escapar.

Algunas de las heridas recién cosidas vuelven a abrirse de pura rabia cuando le cuentan que el alcalde y su familia han conseguido huir, pero está presente cuando se ejecuta a los que se ha conseguido detener, y mira a los ojos a cada uno de los que van a ser ahorcados, y sonríe cuando sus pies cuelgan en el vacío.

Una semana después ordena a sus oficiales confiscar todos los bienes de los rebeldes hasta que queden reducidas las familias de los alborotadores a la miseria más absoluta, e incrementado el patrimonio regio en justa compensación por haberse atrevido a verter la sangre real…

En los veinte años que todavía vivirá don Luis, incluso a la hora de su muerte mientras intenta conquistar Albania, nunca dejará de ver la cara de Pedro Beltrán en el rostro de cualquier hombre libre que no se avenga a cumplir sus órdenes sin rechistar, y rabiará siempre por no haber podido matar con sus propias manos a quien comandó el único atentado de carácter popular contra la familia real navarra que registra la Historia…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010