domingo, 6 de septiembre de 2015

SINCRONÍA


Alcanzó don Joseph de Apeztegui y Rada en su tiempo las dignidades eclesiásticas de canónigo y prior del cabildo de la catedral de Pamplona. Pero con ser esto más que suficiente para que su nombre no cayese en el olvido, su imponente condición física lo coloca a la cabeza de todas las generaciones de navarros que se sucedieron tras él, y aun de las anteriores, si exceptuamos al rey don Sancho VII el Fuerte, que quizás llegó a igualar su estatura.

Y es que la de don Joseph era tan elevada, que desde muy joven -y aprovechando su estado clerical- fue conocido por todos como "el altísimo". El mismo rey de las Españas, don Felipe V (VII de Navarra) quedó tan impresionado al verle, que le ofreció entrar a formar parte de su guardia de corps inmediatamente, pero nuestro paisano prefirió seguir sirviendo a Dios y rechazó -muy respetuosamente- la oferta del monarca.

Sea por esta o por otras razones, sumó desde entonces al de su magnífica planta, pues dicen las crónicas que era galán, y bien proporcionado, y no como esos gigantes que parecen ogros salidos de los cuentos, el don de ser capaz de escuchar  conversaciones, músicas y sonidos que se estaban produciendo en el mismo momento, pero muy lejos de donde se encontraba. E intuir el porqué de esta maravillosa facultad es cosa vana, que no pueden llegar nunca los mortales a comprender los caprichosos designios y poderes divinos. Quizás a la Providencia le gustó el detalle de que don Joseph desdeñase la carrera de las armas por servirle en exclusiva, y como a muchos otros les ha ocurrido, quiso premiarle de este modo tan envidiable.

Aunque Apeztegui no podía poner en práctica su fantástica habilidad donde él quisiese, sino tan sólo cuando sin necesidad de encaramarse a los peldaños, besaba tan tranquilo el pie de la imagen de la virgen en la puerta del Amparo, que da acceso a la catedral desde el claustro. Los otros canónigos al verlo allí parado, pensaban piadosamente que el prior estaba únicamente rezando, cuando en realidad estaba escuchando cosas tan sorprendentes que nadie hubiese podido siquiera imaginarlo.

Oyó de esta manera el plan del príncipe protestante sueco don Olaf, que a cientos de leguas del reino de Navarra planeaba para el mes siguiente un ataque contra la católica ciudad alemana de Holstein, y pudo por tanto avisar por veloz correo a su burgomaestre para que se aprestase a la defensa, frustrando así los planes del hereje escandinavo. No menos extraordinaria fue su intervención para evitar el casamiento de la princesa Bárbara de Portugal con el británico duque de Norfolk, a quien había escuchado decir, allá en su Inglaterra natal, que mataría a la lusitana en cuanto pusiese el pie en la isla...

Y muchos otros casos de política internacional, que sería aburrido relatar de forma prolija resolvió don Joseph sin moverse jamás de su hermoso claustro pamplonés. Tantos que él mismo acabó cansándose de oír las necedades que los gobernantes de cualquier nación se empeñaban en cometer. Pero eso no supuso que renunciase a su don, sino que por el contrario decidió desde entonces dirigir su prodigioso oído a escuchar a los músicos que en aquella misma época estaban componiendo en la Italia y en la Germania las mejores melodías que los hombres hubieran podido disfrutar desde los tiempos del padre Adán.

Y de todos ellos, y tras muchas deliberaciones consigo mismo, el más destacado le pareció un clérigo veneciano apellidado Vivaldi. No había día que no intentase pasar don Joseph por el claustro hasta siete u ocho veces, con tal de pararse a escuchar las celestes creaciones de aquél maestro, que en su agua natal -no se puede decir tierra, tratándose de Venecia- no cesaba de escribir arias, conciertos y oratorios, cada uno más soberbio aún que el anterior.

Pasaron los años y fueron envejeciendo ambos, aunque no pudiese Vivaldi sospechar nunca que era escuchado desde tan lejos. Los canónigos pamploneses hacía tiempo que tomaban por loco a su prior, que pasaba ya todo el tiempo "rezando" ante su imagen predilecta. Hasta que un día, cuando todos se dirigían al templo para la ceremonia de laudes, vieron que don Joseph había pasado la noche de pie ante la virgen. No pudieron despertarlo porque estaba muerto.

Lo que nunca supieron es que en sus últimos minutos de vida tampoco hubieran podido hacerlo volver a este mundo, porque en ese mismo instante estaba Vivaldi dirigiendo a la Capilla de Música en la basílica de San Marcos de Venecia, así que lo último que escuchó Apeztegui fue su Larghetto del Concerto in Re maggiore para violín, y como no puede un humano acercarse más a la Gloria Divina que disfrutando de esta excepcional creación, el alma del gigantesco prior baztanés utilizó sus notas para subir definitivamente al Cielo que tantas veces el veneciano le había hecho entrever.

Su cuerpo, no obstante la mengua de la vejez, quedó en la Tierra, y como seguía siendo tan alto como lo fue en vida, tuvieron que utilizar para las exequias dos de las tumbas -en sentido longitudinal- que en la cripta de la capilla Barbazana servían para enterrar a los demás canónigos. Y allí sigue descansando, para quien quiera rezar una oración por su melómana alma y por su hercúleo cuerpo, bajo esta sobria inscripción:

        AQVI ESTA SEPVLTADO D. JOSEPH DE APEZTEGVI, PRIOR DE ESTA SANTA YGLESIA. MVRIÓ EN EL LVGAR DE ERRAZV EL DIA 2 DE MARZO DE 1746. 
R. I. P.



Lo que no se ha llegado a saber, ni con todos los medios que la tecnología moderna pone a nuestra disposición hoy en día, es si esa misteriosa "puerta dimensional" junto a los pies de la virgen del Amparo sigue abierta, quizás porque no ha vuelto a haber ya navarro ni navarra que mida lo suficiente como para poder llevar a cabo tan apasionante investigación musicológica. 

De lo que no puede haber duda ninguna es de que tanto Apeztegui como Vivaldi fueron dos grandes hombres.

Grandísimos.





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2015