martes, 13 de septiembre de 2011

VOIR LE MONDE

Castillo de Olite, 13 de septiembre de 1404

Sí, es una suerte que el cargo de mariscal cuente entre sus prerrogativas con la de poder consultar a placer los archivos reales. Claro que él no se preocupa por los asuntos administrativos, aunque se vea obligado a fingir que lo hace cada vez que entra en la estancia uno de aquellos adustos escribanos.

No, a él nunca le han interesado los farragosos registros de comptos, que convierten la inaprensible vida de los hombres en simples e inacabables listados de cifras. Él lo que quiere es poder acceder a los libros de la biblioteca personal del rey Carlos, pues como además éste lleva una larga temporada en París, sabe que nadie podrá molestarle mientras ojea todos aquellos volúmenes.

Y mientras espera la respuesta del soberano a su carta del mes pasado, pues para hoy está anunciada la llegada del correo, se dedica a leer todas aquellas páginas cuajadas de extraordinarias miniaturas, que describen y muestran maravillas y curiosidades tan lejanas. Así, abre un tomo muy bien encuadernado y lee su primer párrafo:

“Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy mucho después de asolar la sagrada Troya; vió muchas ciudades de hombres y conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo, pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas…”

Y sobre un atril ve que hay otro ejemplar abierto que en muy elegante caligrafía cuenta:

“…Cuando llegaron a Venecia, halló micer Nicolás Polo que su mujer, que estaba embarazada a su partida, había muerto, y se encontró con un hijo llamado Marco, que tenía ya xv años de edad, y que había nacido de su mujer después de su marcha de Venecia. Este Marco es el que compuso este libro…”

Justo en ese instante se oye la trompeta del guardia que, desde la torre, anuncia el arribo del mensajero que trae nuevas desde la corte francesa. Y una de ellas viene muy bien envuelta en lujoso pergamino lacrado con el sello de ceremonia de don Carlos. La carta es la que él espera, y va por tanto dirigida a don Martín Enríquez de Lacarra, mariscal de Navarra, que rompe con rapidez el precinto y lee en el elegante francés del rey:

“Attendant les grands biens et honnours qui sont en la personne de nostre tres cher et bien aimé et leal mareschal messir Martín Enriquez de Lacarra, le quel desire voir le monde, et qui d’ancienneté vient et descent de nos predecesseurs de noble memoire, roys de Navarre, et qui par les telles manieres que en lui se demostrent, est taillé de tout bien faire.

Et a fin que en tous les lieux ou le dit Messire Martin ira et portera armes, soit conu le lignage royal dont il descent. Nous, de nostre certaine science, plein pouvoir et auctorité royal, au dit messir Martín avons donné et offroié, donons et ofroyons par ces presents deux quartiers de nos armes a porter esquartellés…”

Nada le retiene ya en el reino, ahora que por fin cuenta con el permiso del monarca, gracias al cual podrá presumir por esos mundos de Dios de su antiguo parentesco con los reyes de Navarra, conseguido gracias a que la tatarabuela prendó con sus encantos a don Enrique I, apodado por sus súbditos “el Gordo”, de lo cuál se deduce que a los Lacarra les tocó el gordo en aquella ocasión –al menos a una de ellos, seguro-, y que siempre es conveniente contar con mujeres hermosas en el árbol genealógico.

Lo tiene casi todo dispuesto, que ya contaba con que don Carlos no se opondría a su petición, pues además de su rey es su amigo, y sabe por tanto muy bien por qué lo hace. Pero antes de abandonar la lujosa habitación, toma fiados los dos libros que ha comenzado a leer. No tiene miedo de la reacción de su dueño cuando vuelva de París y descubra tal “préstamo”, pues ambos son muy amigos del ilustre don Mendo, quien en cierta ocasión parecida dejó acuñada esta ciertísima sentencia:

-“Nunca ha de faltar un noble que robe más de la cuenta.”

Y ya en el patio los mete en las alforjas de su caballo, que ya van muy llenas como para tan larga ausencia, y se dirige entonces al galope hacia la ermita de Santa Brígida, donde aún le queda una deuda por saldar antes de emprender su viaje. Y cuando llega se queda oculto tras los árboles, como si no quisiera ser visto por los invitados que van llegando a la boda que allí va a celebrarse. Y mucho mira a la novia, más guapa aún que las princesas de Navarra. Y para no echar a correr hacia ella, lee:

-"Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto.

Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil -que sujeten a éste las amarras-, para que escuches complacido, la voz de las Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas…”

Y se agarra entonces lo más fuerte que puede a las riendas, y pone sus pies en los estribos, y baja la celada de su yelmo para dejar de ver la alegría de aquella que tanto extraña. Pero permanece mudo cuando el preste solicita a los invitados que hablen entonces o que callen para siempre si conocen algún impedimento que impida celebrar la boda. Y no dice nada porque respeta la decisión de quien tanto ama.

Pero justo en el instante en que el oficiante va a nombrarlos marido y mujer, tensa Martín su arco con todas las fuerzas que es capaz de conjurar en su brazo y dispara una flecha que, pasando entre los dos esposos, va a clavarse profundamente en el tronco de la encina que sirve de bóveda a la ceremonia.
Cuando la saeta deja al fin de cimbrearse, todos pueden ver dos anillos de oro que tintinean en el astil. Llevan tallado el león azul de los Lacarra. Uno es de hombre, y otro de mujer.

Pero cuando ella mira hacia atrás no ve a nadie, y sólo puede oír el sonido de un caballo que se aleja. Y no ve por tanto a Martín cabalgar mientra abre al azar el otro libro que lleva consigo:

“…El gran Khan Kublay es muy apuesto.
Tiene cuatro mujeres a las que da el nombre de legítimas. Además tiene el rey muchas concubinas; En efecto, hay un pueblo entre los tártaros que se llama Unctas, en el que nacen mujeres bellísimas y adornadas de excelentes costumbres; de éstas tiene en palacio un número de cien, que están a cargo de nobles matronas, las cuales ponen en su custodia diligente celo y es preciso que vean si las afea alguna enfermedad o defecto; las que carecen de toda mácula corporal se reservan para el rey...”

Y piensa Martín que, cuando se le pase un poco el dolor de corazón, quizás sea buena cosa ir a buscar a una de esas favoritas que el rey de los tártaros desprecia. Y ahí demuestra sin duda su ignorancia, pues son los lunares de una mujer constelación muy entrañable en la que ir a perderse…


Ermita de Santa Brígida en Olite

© Mikel Zuza Viniegra, 2011