jueves, 21 de octubre de 2010

AGITADO Y NO MEZCLADO



Tierra Santa, octubre de 1238

El ejército navarro lleva bloqueado casi un mes en el último puesto avanzado que la milicia del Hospital de San Juan de Jerusalén posee en el desierto occidental de Siria. El agua y los víveres están acabándose, y la guarnición comienza a padecer una enfermedad cuyos síntomas principales son la caída del pelo a mechones, violentas hemorragias y una súbita hinchazón de las encías, que se esponjan de tal forma que los dientes acaban por desprenderse de su anclaje…

Los médicos no saben muy bien a qué dolencia se enfrentan, al menos hasta que el hermano Lorenzo, sargento de los hospitalarios con más de veinte años de servicio en ultramar, les hace entender que si no consiguen pronto fruta y hortalizas frescas, todos morirán sin remedio. Él ha visto ya casos parecidos como para saberlo bien…

Lo malo es cómo conseguir aquel remedio vegetal en medio del erial de arena en el que se encuentran. Cristianos nativos han oído hablar de que, cabalgando un día hacia donde sale el sol, se halla la mítica fortaleza de Alamut, la sede de la mortal secta de los Hashishin, los Asesinos, ciegamente fiel a su líder, al que todos conocen como el “Viejo de la montaña”. Y que allí, en sus maravillosos jardines, crecen manzanas y peras de tal calidad que una sola de ellas basta para alimentar y sanar a toda una escuadra…

Y hacia allá que parte al alba el rey Teobaldo, pues nunca ha considerado honorable enviar a otro a cumplir la tarea que él mismo pueda llevar a cabo. Sólo trae consigo a su caballo Jasón, su espada, su escudo, y un saco donde traer los frutos que sus tropas necesitan. Sí que ha consentido en vestir las negras ropas de los seguidores de Hassan Al-Sabbah, y en aprender unas pocas frases de la algarabía que aquellos utilizan.

Al amanecer del siguiente día, la leyenda se hace realidad ante sus ojos, y un inexpugnable monte, en cuya cima refulgen las nieves eternas que envuelven el dorado castillo de los Asesinos, se alza ante sus ojos. Tras ocultar su montura comienza la penosa ascensión hacia la cumbre, y sólo su pericia guerrera le hace evitar a los centinelas del Viejo. La camisa acolchada y la cota de malla que le ahogaban en el desierto, le dan calor ahora que lleva ya un buen rato pisando escarcha. Cuando alcanza la poterna, que tiene alzado el blindado rastrillo, intenta recordar la contraseña que ha de dar al guardia. Así le habla:

- Alá, ez da Hura beste jainkorik!

Y a medida que las palabras salen de su boca se da cuenta de que ha empleado la lengua de Navarra en el saludo, y no la arábiga como le habían indicado que hiciese. Y lamenta su mala cabeza, pues muchas veces, debido a los nervios, le sucede emplear una lengua cuando le correspondería hablar otra, pues además de esas dos conoce el latín, la langue d'oil y el romance navarro. Así que acaba velozmente con la incomprensión del vigía recitando la aleya en el mismo idioma del profeta:

-¡Alá, no hay dios sino Él!

Y cuando con esa invocación traspasa los gruesos muros, queda asombrado porque en aquel recóndito lugar rodeado de nieve, puedan crecer árboles tan fecundos, cuyas ramas se doblan por el peso de sus frutos. Pero hay demasiada gente en aquel Edén como para intentar cogerlos ahora. Así que descansa en el jardín mientras aguarda a la cercana hora de la oración, que el ascético y anciano Hassan preside en un salón de paredes de jaspe, sentado en un trono de oro macizo. Los adeptos no levantan la cabeza del suelo mientras escuchan su prédica:

-¡Cuidado! Os avisamos.
Somos los mismos que cuando empezamos.
Gentes ignorantes que antes nos tenían miedo,
cogen confianzas que nunca les dimos.
¡Cobardes!, que van de valientes,
hablando de nosotros mal ante la gente.
Vuestro entorno huele a podrido,
Vuestras palabras, son ladridos…

Y entonces todos comienzan a gritar:

-¡Hash, hash, hash!

Y una embriagadora humareda como de incienso se extiende de repente por la estancia, provocando el alboroto, las risas y las aclamaciones de todos los presentes.

Precisamente ese momento de locura general es el que Teobaldo aprovecha para volver al ahora vacío jardín y comenzar a recolectar todas las peras y manzanas que su alforja es capaz de albergar. Pero nada escapa al ojo del Viejo de la Montaña, que tiene prohibido a sus hombres tocar aquellos árboles, así que haciéndolos callar enérgicamente, los lanza en persecución de Teobaldo, que ya corre como el diablo hacia la puerta.

De un fuerte tajo de su espada corta la soga que sostiene el rastrillo, que cae vertiginosamente mientras el rey se lanza al suelo para franquearlo. Cuando casi está al otro lado, se desprende de su cabeza el turbante que cubre la diadema real de Navarra, que recupera en el último instante, cuando ya el portón roza el suelo y está a punto de atrapar su brazo.

Se incorpora y sigue corriendo, con el tiempo justo de mirar hacia atrás y ver que los asesinos están saltando los muros para intentar darle caza, animados quizás por aquel extraño incienso cuyos efectos desconoce. Teobaldo sabe que no tardarán en alcanzarle si no adopta alguna medida desesperada, y recuerda entonces el adiestramiento que recibió en las más altas montañas de su reino por parte de los agentes del rey de Inglaterra, aquellos que tienen licencia para matar…

Así que suelta las bridas que sujetan su escudo a la espalda, y el carbunclo dorado de navarra y la banda de plata de Champaña brillan fugazmente antes de ser arrojados al suelo cubierto de nieve. De un salto toma impulso y comienza a deslizarse sobre el broquel ladera abajo, mientras oye las maldiciones a sus espaldas. Y no mentiremos si decimos que varias veces estuvo Teobaldo a punto de despeñarse por las quebradas de aquella infernal montaña de Alamut, pero quién sabe si por la especial predilección que su dinastía tuvo siempre por los ángeles del cielo, todos esos brincos acabaron de buena manera, hasta alcanzar el punto donde Jasón esperaba a su señor, quien, picando espuelas, volvió al campamento navarro a toda velocidad, donde fue recibido como soberano tan ilustre merecía.

Y cuentan quienes pueden atestiguarlo, que esas frutas curaron a todos los enfermos, incluso a los que ya habían perdido la esperanza de sanar, y que sus semillas fueron traídas por el rey a Navarra, que ya dice el príncipe de Viana en su Crónica que: “mucho amaba Teobaldo I la buena fruta”.


Lo que no recuerdo bien si dice el príncipe es que también se trajo su antepasado las semillas de aquellos insólitos inciensos del Viejo de la Montaña, y que las plantó en los jardines reales de Olite. Y eso que don Carlos debió conocerlas, pues en sus tiempos todavía crecían muy verdes y frondosas en aquellos mismos vergeles…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010