Ciudad de Soria, 6 de junio de 1195
Harto ya don Sancho el Fuerte de ver sus dominios repartidos sobre el papel en los continuos proyectos de invasión de sus parientes los reyes de Aragón y de Castilla, ha decidido esta vez golpear él el primero, y por eso, en una vertiginosa operación relámpago, se ha plantado con sus tropas a la orilla del Duero y, aposentando sus reales en el muy hermoso claustro mozárabe de San Juan, ha ordenado arrasar aquella ciudad, de la misma forma que lo hicieron los soldados romanos hace ya muchas generaciones.
Y tanto ímpetu han puesto los navarros en cumplir el mandato de su rey, que en pocas horas cede la puerta menos reforzada de la muralla, y desde aquella brecha va extendiéndose por toda la población el humo negro de los incendios. Y sólo se salva de aquella devastación el venerable monasterio de Santo Domingo, cuyo tímpano comparte autor con el de San Nicolás de Tudela, y por eso Sancho ordena que se ampare a las dueñas que en él habitan. Pero ni un sólo edificio más es respetado por el saqueo: ni el palacio más lujoso, ni la cabaña más mísera.
Y a medianoche sólo resisten al invasor el castillo allá en lo alto del cerro, y la encomienda templaria de San Polo, ante cuyas puertas se agolpan cientos de mujeres y niños que pretenden acogerse a la protección de la bandera negra y blanca de los frailes guerreros, que no se deciden a abrirles las puertas, pues ciertamente no son aquellos muros demasiado gruesos como para pretender hacer frente a tan poderoso contrincante, y además sólo el hermano Pedro podría empuñar la espada con éxito, pues todos los demás que allí residen, o son viejos que ya cumplieron sus votos en Tierra Santa, o están a punto de entregar su alma al Creador. Y es que los mejores brazos del Temple están ahora ausentes, que se han ido a servir al rey de Castilla contra los almohades del emir Abu Yaqub ibn Yusuf al-Mansur, y sólo el navarro Pedro de Aberin, ha quedado allí como custodio de la encomienda.
Y al llegar el alba, un destacamento al mando del propio rey Sancho se dispone a apresar a todas aquellas mujeres que se agolpan frente al portón, para que acaben sirviendo de diversión a sus hombres en el campamento. Y aunque golpean aterradas las puertas de San Polo, Pedro no abre el gigantesco cerrojo, pues la estricta Regla de su Orden sólo le obliga a guardar sobre cualquier otra cosa la morada de sus hermanos, sin que deba importarle nada la suerte que corran quienes vivan al otro lado de sus muros.
Pero cuando sube a la torre que protege el acceso, ve allá abajo, acurrucada junto al rastrillo, a una joven de ojos tan negros como la mitad del estandarte Beauseant -que flamea en lo más alto-, y que le mira con silencioso gesto de súplica. Y sabe desde aquel preciso instante que ya nunca más volverán a importarle los 72 capítulos de la Regla dictada por el mismísimo San Bernardo de Claraval. Así que corre a la enfermería y despierta a fray Gaufrido de Saluzzo, que a pesar de ser tan viejo, fue el único hermano que escapó a la matanza de templarios que Saladino hizo en Hattin, cuando los cristianos perdieron Jerusalén, hace apenas ocho años.
Y le ha oído contar esa historia mil veces: que se introdujo en el desierto mientras los sarracenos iban acabando uno por uno con sus compañeros, y que cuando ya iban a darle alcance también a él, recordó la palabra que hacía levantarse el viento más furioso que nadie imaginarse pudiera, aprendida cuando niño en uno de los herméticos grimorios celosamente guardados en el monasterio de Grottaferrata. Y al conjuro de esa misteriosa fórmula, fue tal la tempestad de arena que se desató sobre sus perseguidores, que rápidamente quedaron enterrados, pudiendo el templario de esa manera ponerse a salvo, aun siendo ya un venerable anciano...
Y ahora le ruega que le diga cuál era esa fórmula. Y el viejo Gaufrido, de entre los jirones de su dañada memoria, consigue al fin recordarla y decírsela a Pedro al oído. Y con ella en su cabeza, corre de nuevo al torreón y comprueba que están a punto ya de apresar a la muchacha de los ojos garzos. Y entonces, sobre el tumulto y los gritos de pánico comienza a oírse una y otra vez una rítmica cadencia. Primero como un murmullo, pero finalmente como un pavoroso alarido:
-¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan!
Los navarros, con su rey a la cabeza, primero se sorprenden ante la ocurrencia de aquel templario loco, y luego ríen de buena gana mientras se disponen a seguir con su inicua tarea. Pero Pedro no se calla, y cuando el soberano promete una bolsa llenica de sanchetes a quien consiga hacer callar de un flechazo a aquel canso del hábito blanco, comienza de repente a soplar una lígera brisa...
-¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan!
Y esa brisa va convirtiéndose poco a poco en feroz simún, que hace agitarse a los espigados chopos que pueblan la cercana ribera del Duero. Y el viento los bate de tal manera, que comienzan a soltar sus semillas envueltas en pelusa más fina que la seda que viene del Algarve. Y va acumulándose todo ese etéreo material sobre el ejército invasor, que al poco aparece totalmente cubierto por él, como si en vez de Soria fueran estos los dominios del Zar de Novgorod. Y en lo que le cuesta decir seis veces más "¡Mi-o-las-tan!", queda el terreno delante de la encomienda de San Polo de color tan blanco como el sagrado suelo de todas las Rusias. Y se meten de forma demoníaca esas pelusas en los ojos y las gargantas de los navarros, sobre todo en las del rey don Sancho, que está a punto de ahogarse al no poder respirar ante semejante tromba. Así que sólo puede abrir su boca para gritar:
-¡Retirada!
Y aunque Pedro de Aberin se siente tan navarro como el que más, no le importa en absoluto ver la desbandada de sus compatriotas, pues piensa con mucha razón que nada se le ha perdido en una ciudad tan pacífica como Soria a quien viene con la espada en la mano. Y para evitar complicaciones, aún grita tres o cuatro veces más "¡Mi-o-las-tan!", para que esta prodigiosa y cuasi invernal nevada en pleno mes de junio acompañe a los fugados hasta la misma frontera de su reino, de donde harán bien en no salir nunca más, al menos si la próxima vez no lo hacen en son de paz.
Y como cree que ha cumplido de sobras con su Orden al hacer frente él sólo a todo un ejército, se despoja para siempre de su hábito, monta en su caballo y abre las puertas de la encomienda. Allí, acurrucada junto al rastrillo, y cubierta por una fina capa de semillas de chopo, más blanca que la mitad del estandarte Beauseant, está aquella por la que desobedecería a todos los Grandes Maestres. Saca pues de las alforjas una cantimplora llena de un brebaje que en aquellas tierras llaman "tiesto", y que no es más que una mezcla de moscatel y vino blanco, y se la ofrece para que pueda despejarse la garganta. Y bebe él también, que en aquellos tiempos se podía galopar un poco ebrio, sin miedo a infames y punitivas caloñas.
Y cuentan que se fueron a vivir allí cerca, en una preciosa casa cubierta de hiedra, a mitad de camino entre San Juan de Duero y San Polo, y que si alguna vez les molestaba el ruido de los paseantes por la ribera del río, o el de las máquinas que construían San Saturio, o el de las cornetas y tambores de las cofradías que ensayaban para Semana Santa, salía Pedro a uno de los balcones y gritaba:
-¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan! ¡Mi-o-las-tan!
Y quedaba así de nuevo la ciudad de Soria tan quieta y calmada, que podían los dos acercarse otra vez sin problemas a tomar algo al almacén de vinos de Lázaro Pérez, donde se expenden chispeantes y muy sabrosos bebestibles, cuya exquisita composición sólo allá dentro conocen...
© Mikel Zuza Viniegra, 2012