miércoles, 12 de septiembre de 2018

DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA


Podéis creerlo o no, pero una vez, estando en Barcelona, paseando bastante distraídamente por los puestos del Mercat dels Encants, pensando en encontrar algún viejo tebeo de la editorial Bruguera o de Vértice, lo que hallé por pura casualidad fue un pequeño cuaderno, de tapas de hule negro, que desafortunadamente contenía ya muy pocas hojas de las que originalmente debió albergar, pues apenas una docena seguían sujetas al lomo. De ellas sólo siete tenían algo escrito. Leí sorprendido la etiqueta engomada en la portada:

Apuntes de Juan Iturralde y Suit, años 1891-1894

Por supuesto me llamó inmediatamente la atención aquel nombre, miembro de la Comisión de Monumentos de Navarra desde el año 1866, autor de varios libros narrativos e históricos y también dibujante de gran mérito. Sabía que no hace demasiados años algunos libros de su biblioteca -fácilmente reconocibles por su ex-libris- habían salido a la venta, así que no me sorprendió demasiado encontrarme este otro resto del naufragio. Tampoco me extrañó hallarlo en Barcelona, ciudad en la que Iturralde murió en 1909.

Intenté negociar el precio con el vendedor, pero no hubo forma de que bajase ni un céntimo la exagerada cifra que me pidió por aquellos maltrechos papeles. Sabía perfectamente que si seguía regateando con él, daría por cierto que estaba yo dispuesto a pagarle aquella barbaridad, lo cual me resultaba realmente imposible, así que opté por rogarle que me dejara fotografiar aquellas páginas, con la excusa de enviárselas a un amigo que es quien verdaderamente estaría interesado en comprarlas. Pero el taimado comerciante sólo me permitió sacar una foto. Tuve que elegir a toda prisa, casi sin poder leer la picuda y apretada letra del cuaderno, así que fotografié con el móvil la página numerada con el cinco.

Me marchaba al día siguiente, y quería ver todavía muchas cosas, así que no pude mirar detenidamente la foto hasta que llegué por la noche al hotel. Las notas parecían el fragmento de un acta oficial. Las transcribí cuidadosamente en el portátil. Venían a decir lo siguiente:

...Emprendiéronse las obras el dia 8 de Mayo de 1891, bajo la dirección del arquitecto vocal de la Comisión de Monumentos, Sr. Ansolega, en la forma siguiente: después de levantar algunas grandes losas del pavimento del coro, próximo al sepulcro de los reyes D. Carlos III el Noble y su esposa D.ª Leonor, penetróse en la pequeña bóveda que existe bajo dicho monumento, conocida ya y explorada en épocas anteriores; en ella se encontraron dos ataúdes de construcción moderna, conteniendo el de la derecha un cráneo bien conservado, restos de otro, varios huesos y harapos que debieron ser vestiduras (de las cuales sólo se distinguían trozos de dos mangas adornadas con filas de pequeños botones de tela) y un tubo de plomo que encerraba un documento de papel (probablemente un acta, colocada allí en alguna de las ocasiones en que se abrió aquella tumba) que fue imposible leer por estar completamente deshecho y borrado, a consecuencia, sin duda, de no haber sido soldado el tubo convenientemente. En el ataúd de la izquierda había cuatro cráneos grandes, fragmentos de otro de niño, muchos huesos y una masa informe compuesta de jirones o hilachas de ropa y telas. Supúsose que esas osamentas, que por su estado de conservación parecían de muy distintas épocas, eran las de D. Carlos III, el Noble, y su esposa D.ª Leonor, antes nombrados, y las de algunos reyes o príncipes enterrados en la Catedral románica que se derrumbó en el año 1390, los cuales pudieron ser depositados posteriormente en aquel sitio...

Rebusqué entonces en Internet hasta hallar un artículo digitalizado de la Comisión de Monumentos que recordaba haber leído en papel hacía unos cuantos años. Efectivamente: ambos textos coincidían  al cien por cien, así que el que yo había fotografiado debía ser el borrador manuscrito del publicado en Pamplona en 1915, referido a las excavaciones llevadas a cabo por la Comisión en la bóveda regia de la catedral de Pamplona.


Sin embargo, en la imagen de mi teléfono habían entrado dos párrafos más. Uno de ellos era lo que unos días después, en el Archivo General de Navarra pude comprobar que no era más que otro borrador de un acta de la Comisión de Monumentos, concretamente la nº 324, de 25 de abril de 1893. Decía así:

"...Reunidos los sres. Iturralde, el Marqués de Echandía, Ansoleaga, Robles, Polit, jefe de Fomento, y Campión a las cuatro de la tarde en la Santa Iglesia Catedral, bajaron a la cripta o enterramiento de los Reyes de Navarra, debajo del sepulcro de don Carlos III el Noble que se halla situado en el coro, contemplaron con el mayor respeto los restos mortales de personas reales que en dos ataúdes están depositados, y después que el sr. Polit y algún otro sacerdote hubieron rezado responsos por el eterno descanso de aquellas, se depositó el acta levantada al efecto, en el ataúd de don Carlos el Noble..."

Pero el otro párrafo de mi fotografía, por más que inquirí posteriormente en los registros de actas, no hubo forma de hallarlo, lo cual tampoco resulta demasiado raro, si tenemos en cuenta que indudablemente no fue escrito para que lo leyeran extraños, porque lo que decía era lo siguiente:

"10 de mayo de 1891: ... Al poco de entrar por primera vez en la cripta, y mientras Campión y los demás escuchaban (o fingían escuchar) las siempre aburridas explicaciones de Ansoleaga sobre la técnica constructiva de aquel macabro lugar, aproveché que ellos eran quienes portaban los quinqués de petróleo para acercarme en la oscuridad a la caja que contenía los restos de quien debía ser Carlos III el Noble y, sin que los demás repararan en ello, extraje de su dedo un pequeño sello o anillo de plata dorada con un lazo heráldico, como trazado a golpe de compás, tallado en él. Lo guardé en mi bolsillo y al llegar a casa lo deposité en..."

¡El texto se cortaba justo allí, en lo más interesante, para continuar en la siguiente página! Huelga decir que apenas dormí, con la idea fija de acercarme al mercat en cuanto amaneciese para hacerme con aquel cuaderno como fuera, a pesar de que mi tren salía a las 10'30 horas. Estaba en los Encants desde las seis y media, pero aunque en aquel dédalo no era fácil orientarse, y aunque recordaba perfectamente el rostro del vendedor, no hubo forma de encontrarlo.

Mientras regresaba a Pamplona en el bamboleante vagón, fui maldiciendo mi suerte y, de pura rabia, hasta borré aquella foto. Suerte que en el portátil conservaba las transcripciones que había hecho, y que me han permitido desde entonces y hasta hoy mismo elucubrar sobre dónde iría a parar aquel anillo decorado con el triple lazo, que quizás fuera el signeto original con el que Carlos III el Noble sellaba sus documentos más importantes.

Ni siquiera considero que Iturralde hiciera mal al llevarse el anillo, que muy probablemente habría acabado desapareciendo de todas formas, sobre todo teniendo en cuenta que, muy pocos años después, ocupó el obispado de Pamplona José López-Mendoza, uno de los mayores responsables de que no hayan llegado a nuestro tiempo joyas maravillosas del arte navarro, que él se encargó, muchas veces personalmente, de malvender a anticuarios sin escrúpulos.



Al contrario, sabiendo que Iturralde y Suit consiguió, a base de un trabajo ímprobo, que se conservase lo que hoy nos queda del palacio de Olite (porque muchos otros bárbaros estaban deseando arrasar incluso lo que a finales del XIX había llegado), casi lo veo como un trato entre él y el rey Carlos, que le habría agradecido así sus desvelos para mantener su memoria y recuerdo.

Una memoria y recuerdo que, muchos años después, cuando se llevó a cabo la restauración total de la catedral de Pamplona, en la década de los 90 del siglo XX, no pareció importar demasiado a los encargados de realizarla, porque, que se sepa, ni siquiera mostraron interés por volver a entrar a la cripta donde supuestamente descansan los restos de los reyes de Navarra. Al menos no queda ninguna prueba gráfica o testimonial de que los arqueólogos hubieran entrado en ella.

Cosas incomprensibles de la historia del arte navarro...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018


sábado, 8 de septiembre de 2018

LA SORPRENDENTE HISTORIA DEL CABALLERO DON JUAN DE PEDROSO


Aprovechando que este fin de semana se celebran las fiestas de la Virgen del Patrocinio, vuelvo al pueblo y os dejo aquí unas notas sobre una de las pocas historias “literarias” 100% pedrosiñas de la que tengo constancia, porque me la contaba mi abuelo Fermín, uno de esos hombres buenos que tuvieron poco tiempo en su vida para otra cosa que no fuera trabajar, lo cual no les dejó nunca demasiado tiempo para libros o fantasías, aunque si que le gustara leer, sobre todo el periódico, una sana costumbre que he debido heredar de él.

Pero cuando le pedía que me contase alguna cosa sobre su pueblo, incluso antes de que yo llegara a ir allí, siempre acababa acordándose de una historia que aseguraba que a él le habían contado sus padres: que su abuelo, siendo muy niño, había visto –escondido para que no le descubriesen- cómo el alcalde y el resto de miembros del Ayuntamiento habían levantado la losa que, al pie del altar mayor, cubría los restos del fundador de la iglesia de San Juan, maravillándose todos ellos de cómo estaba enterrado como si se tratase de la habitación que había disfrutado en vida, pues habría aparecido tumbado sobre una cama, y rodeado de muebles, como si fuera a despertarse de un largo sueño en cualquier momento. La sorpresa inicial no habría impedido a las autoridades, no obstante, despojar al muerto de las joyas que, a lo que se ve, llevaba puestas o había ordenado que colocasen cerca de él para toda la eternidad, porque el caso es que nadie más volvió a verlas nunca más en el pueblo…
 
Tan escuetamente como sus padres se la contaron a él, mi abuelo me la contaba a mí, sin más detalles que permitieran hacerse una idea mejor de lo sucedido aquella fantástica noche. Por eso mi imaginación iba llenando los huecos de la narración. Pensaba de esta forma que el muerto/dormido debía ir vestido como los conquistadores del Perú o de México, con un morrión en la cabeza tirando a puntiagudo sujeto a su calavera por un barbuquejo de seda, una lujosa coraza plateada cubriéndole el torso y un jubón acuchillado y unas calzas sobre sus huesudas piernas. Y por supuesto oro, mucho oro, en barras y sobre todo en monedas, esparcido por toda la tumba. Supongo que mi visión era esa porque habría visto en algún libro que hubiera por casa alguna ilustración con el retrato de Hernán Cortés, de Ponce de León o de Coronado, y por eso me había hecho una imagen de la momia del mecenas pedrosiño muy similar a la que ofrecía Orellana en una de las pelis de Indiana Jones:


Y naturalmente también con muchas y enormes telarañas por toda la estancia, de esas que sólo unas arañas tan lustrosas y trabajadoras como las que suele haber en Pedroso podían tejer. Un cuadro, para concluir, que provocaba bastante miedo en el niño que yo era entonces, que imagino que es el terrorífico efecto que mi abuelo pretendía conseguir al contarme la historia de su abuelo “arqueólogo” que, bien mirado, era también mi tatarabuelo.

No se me olvidó esa historia, mucho menos cuando por fin pude pasar muchos largos veranos en Pedroso, donde confirmé lo que ya mi abuelo me había contado también: que la iglesia de San Juan llevaba muchos años en ruinas, manteniendo solamente sus muros exteriores, y algún arco de bóveda haciendo equilibrios en el aire. Parece ser que el párroco de finales del siglo XIX o principios del XX dejó que una pequeña gotera en el tejado fuese aumentando de tamaño hasta que el estropicio ya no tuvo remedio alguno, pues la techumbre se vino abajo dando apenas tiempo para salvar alguno de los retablos y cuadros que todavía hoy en día se conservan en la iglesia del Salvador. Así me lo contó una vez mi inolvidable tía Mercedes, hermana de mi abuelo Fermín, mientras preparaba aquellas rosquillas con anís y limón tan sabrosas que sólo ella sabía hacer.

Por cierto, que ella también había escuchado a sus padres la historia del muerto enterrado como si aún viviera que una vez hubo en esa iglesia hundida. Así por lo menos pude confirmar que la historia no era un invento de mi abuelo, sino que sus padres se la contaron a todos sus hijos e hijas por igual. Comprendí entonces también que mi tatarabuelo, aquel niño que se atrevió a esconderse en el templo, quizás no lo haría solo, sino que algún otro mocete pudo colarse con él, porque en un pueblo tan pequeño sería imposible guardar el secreto de un hecho tan sorprendente como este, y que por tanto esta historia no sólo pertenecía a los Viniegra, sino muy probablemente también a muchas otras familias asentadas en el pueblo desde hace siglos, que habrían ido contándosela a sus hijos para entretenerlos o asustarlos durante generaciones, así que cada una de ellas habría ido añadiendo detalles por su cuenta, y al final el tatarabuelo de cada uno y de cada una sería quien verdaderamente estuvo allí aquella noche. Seguro que fue así, pero yo os la cuento exactamente como a mí me la contaron.

¿Y quién pudo ser aquel tatarabuelo mío? El método genealógico a emplear resulta muy sencillo: basta con preguntar al miembro más anciano de la familia a cuantos antepasados suyos recuerda o al menos de cuántos ha oído hablar en casa. Y afortunadamente mi padre, Fermín Zuza, tuvo el empeño y la curiosidad de preguntarle -y de anotar su respuesta, lo que me permite a mí ahora transcribirla- a mi abuelo, que recordaba por supuesto a sus padres: Saturnino Viniegra y María Larios, que le habían hablado a su vez de su abuelo, a quien él no llegó a conocer personalmente: Juan Viniegra, casado con Agustina Blasco hacia 1820. Este Juan debió ser, por tanto, el aventurero que aquella noche, oculto en la oscuridad pre-eléctrica, vio como desvalijaban al fundador de la imponente iglesia de San Juan de Letrán.

Sabiendo esto, quedaban por conocer más cosas sobre quién fue dicho fundador, y muchos años después, nada menos que en 2009, gracias al estupendo trabajo en la revista Berceo de Juan Carlos Hernández Núñez, https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3138740.pdf pude conocer tanto al protagonista de nuestra historia –no sé si llamarla “de terror”- como al maravilloso tesoro que dejó para que mi tatarabuelo pudiera verlo siendo sólo un niño.

Así, acudiendo al Compendio Histórico de la Muy Ilustre Villa de Pedroso, escrito en 1786 por Juan Matías Herce, puede leerse: 

Tiene esta villa otra yglesia sacramental que fundó el señor don Juan de Pedroso, Caballero de la orden de Santiago, de los Consejos de Guerra y Hacienda de S. M. con tres capellanes y misa diaria que alternativamente cantan. Murió el año 1628 y su cuerpo está sepultado en su yglesia, cuyas armas están en la fachada de ella a un lado de la ymagen de SanJuan Baptista, que es el titular de la yglesia.”. Al parecer, el templo lo “hizo labrar en las casas de sus padres”.

El caso es que el caballero Juan de Pedroso y González, que debió nacer en la villa hacia 1581, dictó testamento el 1 de febrero de 1628 en Madrid, donde residía desde al menos 1613, como miembro del Consejo de Guerra primero y luego del Almirantazgo encargado de combatir a los rebeldes holandeses. En esos cargos, conoció y trató bastante con el Conde-Duque de Olivares, privado (primer ministro) del rey Felipe III. En su ya citado testamento, encomendó  a su sobrino Bernabé Martínez de Pedroso la construcción de su capilla funeraria en Pedroso, habiendo de erigirse “una yglesia o capilla” en el solar que ocupaban las casas de su padre, en la villa de Pedroso. La advocación sería la de San Juan de Letrán, teniéndose que unir con la basílica de Roma, como se había hecho con la existente en Gibraltar. Si la unión no era posible, se dedicaría a los Santos Juanes y se conseguiría un privilegio para alguno de sus altares y un jubileo para el día de San Juan.

Para su edificación, así como para su ornato, dejaba 1.000 ducados, que si eran insuficientes se tomarían, mientras terminaban las obras, de las rentas de las tres capellanías que fundaba en el templo con un total de 600 ducados anuales. Concluidas éstas, el cuerpo de Juan de Pedroso sería trasladado a la capilla mayor, donde sería sepultado, prohibiéndose que ninguna otra persona fuera enterrada en la misma, a no ser su sobrino Bernabé Martínez de Pedroso, al que nombraba patrón de la iglesia. A su muerte, el patronato pasaría a un órgano colegiado, constituido por el abad del monasterio de Nuestra Señora de Valvanera, un vicario nombrado por el Obispo de Calahorra – La Calzada y, de la población de Pedroso, el párroco de la iglesia de El Salvador y su alcalde ordinario. La Iglesia de San Juan de Letrán se erigió en los años siguientes y se consagró finalmente el año 1654.

La iglesia tenía tres altares, el mayor y dos colaterales, haciéndose los retablos con las “pinturas que al presente ay en mi cassa” y que pasarían al templo para su adorno. Éstas eran “un Sant Antonio grande con su marco dorado; Un Sant Francisco tambien grande; El Christo amarrado a una coluna; Otro cuadro grande de Christo en el supliçio quando le estauan los sayones azotando; Un Sancto Gerónimo grande; Un Sancto Pablo; Sant Juan Baptista, cuadro grande que ha de ser para el altar mayor y el del advocación; El cuadro de Sant Juan Ebangelista; El de la Virgen del Populo; Un Christo cruçificado; El Christo después azotado; La ressurrection de Laçaro; El cuadro de Dauid con Abigayl (y) Dos ymagenes de nuestra señora”. Además, también entregaba las esculturas de “El niño Jessus de bulto; el niño Sant Juan de bulto; los dos Cristos de bulto”. 

La donación se completaba con objetos de platería y textiles, tales como “El brasero de plata mio, con su escalfador; el cofrecillo de plata para que sirua de arca al serenísimo sacramento para enzerrarlo los dias del juebes sancto; Ocho candelero de plata grandes, Quatro candeleros de bugías redondas; Una fuente y un jarro de plata; La colgadura de brocateles nueua que son por acabar con la cama, que todo se compró en una almoneda, con la mejor madera, o el catre de hebano si se pudiere acomodar creciéndole los pilares (y) las alfombras grandes con los tapetes nuevos” 22. Asimismo, donaba “las dos cruzes de reliquias y el relicario que sea a la cabecera de mi cama (…) Las reliquias que traygo conmigo, metidas en una cruz de oro, que son una espina de la corona de Christo, nuestro señor, y [roto] es de lignun cruzis (…) juntamente con otras que estan en un cofrezito blanco de marfil”.

Terminadas las cláusulas sobre la fundación de la iglesia y las capellanías, en el testamento se continúa con el reparto de sus bienes. En total, sin contabilizar los destinados a la iglesia y a las capellanías, se repartieron 17.200 ducados; 12 escritorios, uno de ellos de ébano y marfil y dos de plata; 4 escribanías, de las que dos eran de plata; 3 cuadros y 2 láminas; 5 cadenas de oro, una de ocho vueltas y otra de dos; 2 cintillos de diamantes; 3 veneras, dos de oro y una de diamantes; 2 palanganas de plata; 5 vestidos, aunque se especifica que tenía más, con bordados, de felpa y de colores; un juego de tapices con la historia de los Infantes de Lara; un pabellón de seda, posiblemente perteneciente a una cama; y dos piezas de brocatel. Además, contaba con cuatro esclavos, Tomé Rubio, al que se le concede la libertad, y tres mahometanos, Azán, Alí y Almanzor, que de convertirse al cristianismo se les concedería la libertad. De no ser así, el último, Almanzor, pasaría a ser custodiado por su sobrina Francisca de Pedroso para que “mire mucho por su combersión y que sea cristiano y quando lo fuere le dé la libertad”. A éste se le mantendría de la hacienda de Juan de Pedroso hasta su bautismo y se le tendría que enseñar un oficio...

Varias cosas importantes a destacar: el caballero Juan de Pedroso disponía, en efecto, de bienes considerables, incluidos cuatro esclavos, que al menos tuvo la buena idea de liberar tras su fallecimiento. Tantos bienes que pudo cumplir su deseo de que se levantara una iglesia del impresionante tamaño que todavía hoy puede asombrarnos. Pero además este fue un templo con una clara finalidad funeraria: sólo él podía ser enterrado allí (a lo sumo también únicamente su sobrino Bernabé), y el alcalde de Pedroso formaba parte del Patronato establecido para cuidar el edificio, así que tenía poder de decisión sobre el templo y sobre su contenido...

Otro asunto no menos importante, al menos para mí: a medida que iba adquiriendo conocimientos sobre la época, ya me imaginaba yo que Juan de Pedroso no pudo ir vestido como un conquistador español del siglo XVI. Así que me dio por pensar en que el atuendo con el que se encontrarían los atribulados concejales cuando fueron a sacarlo de su tumba, sería más o menos parecido al de Lord Bemburry, el malo de El Corsario de Hierro, con su peluca de bucles empolvados y su pie gotoso:


 Pero claro, eso acabó resultando también imposible, porque dadas las fechas (mediados del siglo XVII), lo más lógico es que el caballero fuera más bien vestido como su amigo (hasta le dejó un cuadro del gran pintor riojano Navarrete el Mudo en su testamento), el primer ministro de la monarquía hispánica: el conde-duque de Olivares.

Un aspecto un poco menos espectacular, reconozcámoslo, pero aún así imponente, sobre todo teniendo en cuenta que aquél fue varias veces retratado por Velázquez, el mejor pintor de todos los tiempos, a quien dado los elevados cargos que Juan de Pedroso desempeñó en la Corte, hasta podríamos suponer que  pudo conocer nuestro paisano. Un pedrosiño, con magnífico gusto para la pintura, tratándose de tú a tú con Velázquez, ahí queda eso…
  

¿Pero por qué despojarían, 150 años después, los concejales de su villa al cadáver de don Juan? Aunque como ya he dicho, juzgo imposible que fueran sólo los concejales, sino el pueblo entero quien se habría dado cita en San Juan aquella noche. Sobre todo teniendo en cuenta la razón por la que yo creo -con lo que me gusta a mí unir fantasía y realidad- que la leyenda mil veces repetida podría tener algún viso de autenticidad...

Pues sí, vaya que sí creo que puede tenerlo. Y la explicación nos la podrá dar, una vez más, mi tatarabuelo Juan de Viniegra, porque si sé con más o menos rigor en la fecha, que se casó hacia el año 1820, y suponiendo que lo hiciera a la edad de 20 años, tendría unos nueve cuando ocurrió algo trascendental en aquella parte de La Rioja

El 20 de diciembre de 1809, en plena Guerra que después sería llamada de la Independencia, los soldados franceses de Napoleón, acantonados en Nájera, subieron y saquearon a conciencia tanto el monasterio de San Millán como toda su comarca, sobre todo allí donde les habían contado que habría más riquezas que rapiñar. Se dice que, solamente de San Millán, se llevaron cerca de cuarenta arrobas de oro, plata y piedras preciosas, entre ellas el recubrimiento de la maravillosa arqueta de San Millán, encargado por el rey navarro Sancho IV el de Peñalén hacia 1070. De esa forma desaparecieron también las tablillas de marfil que faltan en la actualidad de esa preciosa obra de arte. Previamente, los soldados de Napoleón habrían amenazado a cada población con diezmar a sus habitantes si no se les entregaba todo lo que de valor hubiera en cada pueblo.

Esa me parece la explicación más plausible para que la corporación se viese obligada a despojar la tumba de uno de sus hijos más ilustres que, de dar credibilidad a mi hipótesis,  habría realizado también así -después de muerto, como el Cid Campeador- su mayor hazaña militar: salvar la vida de muchos de sus paisanos y probablemente lograr la supervivencia del propio pueblo, pues los franceses acostumbraban a quemar todas las casas de las poblaciones donde no se atendían sus exigencias.



Nunca sabremos, por tanto, lo mucho que quizás le debemos todos si, como creo, sus alhajas acabaron de forma completamente involuntaria en los bolsillos de los soldados franceses, comprando de esta manera la paz a costa del mayor tesoro (no hay más que repasar la lista de sus posesiones en el testamento) que entonces poseía la villa de Pedroso. Y si así ocurrieron las cosas, me resulta imposible echar en cara al atribulado Ayuntamiento de entonces, desde mi cómodo sillón de hoy en día, que actuaran de esa forma, porque aunque seguro que no les haría gracia que los franceses les robaran, negarse hubiera supuesto el fin definitivo de una historia que comenzó muchos siglos atrás, cuando el pionero Pedro se encontró al Oso

Quizás también porque existe la justicia histórica, los ayuntamientos actuales escogieron las armas de don Juan de Pedroso, aquellas que campean en la fachada de su iglesia, para que representasen a todo el pueblo, de manera que el escudo de la villa hoy en día es el del caballero que con sus bienes logró probablemente que la población sobreviviera a la furia napoleónica.



Con esa pérdida de las joyas de Juan de Pedroso, y con la posterior ruina, un siglo más tarde, de la propia iglesia de San Juan de Letrán, dicho tesoro entró en las nieblas de la Historia para siempre, aunque un verano, siendo muy crío, intentase yo buscarlo todavía, acompañado por mi amigo Miguel Angel, aprovechando que las maderas que tapaban siempre el vano de su puerta estaban removidas. Avanzamos por entre los paredones, con los vencejos como únicos testigos, y aunque estaba todo cubierto de una maleza espesísima, pudimos llegar hasta el fondo de la nave. Pero allí no había ya losa ni altar, sólo saúcos y ortigas más grandes que nosotros mismos, que de repente se abrieron y dejaron ver… una vaca negra y enorme que se había colado también allí dentro y que me dio un susto tremendo, porque hasta entonces la única vaca que había visto yo tan de cerca era la que salía dibujada en las cajas de leche Kaiku. Miguel Angel ni se inmutó, porque él sí que estaba acostumbrado. Pero a mí me pareció entonces y me parece todavía hoy que aquello fue un mensaje del caballero exigiendo que lo dejásemos en paz de una vez, y que mi tatarabuelo Juan ya le había visto lo suficiente: allí, en su  cama, con sus objetos más preciados, como para venir dos siglos después a seguir dándole la lata. Y creo que don Juan de Pedroso tenía toda la razón.




Y esto es todo. Como Juan se lo contó a su hijo Saturnino, éste a su hijo Fermín, éste a su hija Elisa, y ellos dos a mí, os lo he contado yo ahora. Siempre he conocido la iglesia de San Juan en ruinas. Restaurarla, dado su mal estado y su tamaño creo que nunca llegaremos a conocerlo, así que espero que tarde en hundirse del todo y prefiero quedarme con que  las piedras viejas tienen siempre su encanto y belleza.

De todas formas, ahora, cada vez que paséis por delante de su maltrecha fachada, podréis acordaros e incluso rezar una oración por el caballero de la Orden de Santiago Juan de Pedroso. Y por qué no, también por vuestros tatarabuelos y tatarabuelas, que vislumbraron en la penumbra de una iglesia un ejercicio de pragmatismo político-económico, que quizás prolongó la vida del municipio de Pedroso hasta hoy mismo.

Y que sea por muchos años.


¿Y dices que el caballero estaba tumbado en su cama
como si estuviera dormido, abuelo?


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018