miércoles, 26 de octubre de 2011

MIS MANOS SON MI EJÉRCITO




Aldea de Agincourt, norte de Francia, 26 de octubre de 1415.
Campamento inglés

-Un caballero solicita veros, mi señor don Enrique.

-¡Buen momento ha ido a escoger! ¿No ve que nuestros adversarios nos triplican en número y están ya prestos a lanzarse sobre nosotros? ¿O es que acaso él también es francés?

-Dice ser navarro.

-¡Caramba, como mi madrastra doña Juana! ¿Y qué se le ha perdido por estos lares? Más le valdrá poner pies en polvorosa antes de que se desate esta carnicería que se avecina...

-Sire, si me permitís presentarme: soy Martín López de Aibar, y siempre me ha gustado decidir por mí mismo los pasos que, equivocados o no, he dado en la vida. Y es por eso que pido ahora vuestro permiso para unirme a vuestras tropas en esta ocasión tan desesperada.

-¿Estáis convencido de lo que me pedís? Los franceses pagan bastante más...

-Bueno, debieron informarme mal, Sire.

-No hagáis caso de este mercenario, Alteza. Recordad que su rey Carlos es tan francés como aquél al que estamos a punto de enfrentarnos. ¿No traerá preparada alguna asechanza contra vuestra persona?

-Tan desconfiado como siempre, mi fiel Gloucester. ¿De verdad creéis que un reino tan pequeño como el de Navarra enviaría un asesino para librarse de mi persona? ¿Para que hacerlo, si justo allí enfrente hay veinte mil dispuestos a llevar a cabo tan honrosa labor? Al rey Carlos, que al fin y al cabo sería algo así como mi tiastro, y a este don Martín les basta con esperar unas horas para lograr su objetivo, si es que éste es que yo muera...

-No me envía aquí mi rey, ni de su natural buen carácter podría esperar nadie que gestase un plan tan mezquino como el sospechado por vuestro lugarteniente, Sire. Es cierto que pude ponerme al servicio de la armada más impresionante que vieron los siglos, que como bien decís está aposentada allí enfrente, pero más cierto aún es que, por mi fe de caballero, siempre me he puesto al lado de quien más difícil lo tuviera en el combate. Y dudo mucho que desde los tiempos del cartaginés Anibal, ningún otro comandante lo haya tenido tan difícil como vos para salir con vida de una batalla como la que está por comenzar. Si queréis mi brazo aquí lo tenéis, si por el contrario juzgáis que no os hace falta, me retiraré del campo pensando que no sois tan juicioso como vuestra fama indica...

-Estos navarros siempre tan audaces... Definitivamente no sé si acepto en mi hueste a un loco o a un genio, pero desde luego tenéis mi aprobación. Y ojalá todos los nobles que ahora mismo duermen en Inglaterra hayan de rabiar de envidia ante vuestras hazañas en este día, mi buen don Martín.


Y ciertamente no faltaron en aquella jornada de Agincourt todo tipo de gestas y proezas. Y no fue la menor de ellas que un ejército como el inglés, de apenas nueve mil hombres, consiguiera derrotar gracias a sus largos arcos de madera de tejo, a la tropa francesa, donde formaba la flor y nata de la caballería de ese país, y que estaba compuesto por más de veintiun mil componentes. Y a muchos de ellos envió al Infierno don Martín López de Aibar...

Y tras muchas horas de enfrentamiento, cuando el sol se ponía tras tanta nube de sangre, y estaba ya decidida la victoria, pidió don Enrique a los heraldos el resultado de la contienda:

Rey Enrique: -¿Están ya contados los cadáveres?

Heraldo: -Aquí está la cuenta de los muertos franceses...

Rey Enrique: -En esta nota se indican diez mil franceses que han quedado en el campo de batalla. En ese número hay ciento veintiséis príncipes y nobles portaestandartes; hay, además, ocho mil cuatrocientos caballeros, hidalgos y señores, de los cuales hay quinientos recién armados caballeros ayer, exactamente. De los diez mil muertos no hay, pues, más que mil seiscientos mercenarios. Todos los demás son príncipes, barones, señores, caballeros, hidalgos y gentilhombres de alcurnia....

¿Dónde está la cuenta ahora de nuestros muertos ingleses? Veamos: Eduardo, duque de York; el conde de Suffolk; sir Richard Keitli y un hidalgo, David Gam. Ningún otro de alcurnia, y de los comunes, tan sólo veinticinco. ¡Oh, Dios! En esto se nota que ha combatido tu brazo con nosotros; ¡es a ese brazo solamente y no a los nuestros a quien debe darse las gracias! ¿Cómo podría haber sido si no? ¿Sin ninguna astucia, por el simple encuentro y circunstancias naturales del combate, puede haber habido nunca una pérdida tan grande de un lado y otra tan pequeña del otro? ¡Acepta, Dios mío, toda la gloria de ello, pues no es de nadie más sino tuya!

¡En marcha! ¡Vayamos en procesión hacia el pueblo y proclamad en todo el ejército que se castigará con la muerte a cualquiera que se jacte de esta victoria y pretenda quitarle a Dios la victoria que a Él solo corresponde!

Cumplamos ahora las santas ceremonias. Que se cante un Non Nobis y un Te Deum; que se entierre a los muertos con caridad; iremos luego a Calais y de allí a Inglaterra, donde jamás habrán desembarcado viajeros que llegasen más felices desde Francia...

Pero decidme, querido Exeter, ¿qué ha sido del caballero navarro que se brindó a ayudarnos cuando cualquier otro hubiera salido huyendo?

-Yace ahí, rodeado de doce franceses muertos. El número trece debió hundirle esa daga en el corazón.

-Gran perdida es para toda la Caballería andante la muerte de alguien tan esforzado. Recogedlo y enterradlo junto a los nuestros, que rojo y azul eran al fin y al cabo también sus colores. Y hasta en el nombre de San Jorge y de San Miguel he de armarle caballero, con el título de señor de Avalón, que es isla cercana a Bretaña donde podrá conversar eternamente con mi antepasado Arturo, sobre todas las cosas que atañen al valor y a la cortesia...



Y esto fue escrito la noche del 25 de octubre, festividad de los santos Crispín y Crispiniano, 596 aniversario de la batalla de Agincourt.


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 24 de octubre de 2011

FONDO MONETARIO INTERNACIONAL

Olite, 14 de septiembre de 1394

Como baja ya un poco de aire frío desde Ujué, y no le apetece ponerse en marcha hacia Tafalla, donde falta aún un palacio tan airoso como este en el que se encuentra, decide el rey don Carlos pasar la mañana, que está desusadamente tranquila y sin asuntos de gobierno que despachar, ordenando su colección de noventa y ocho monedas de oro de distintos cuños y extraños países.

Encargó al muy notable carpintero moro Yusuf de Arguedas que le construyese un mueble ex profeso para guardarlas, con las armas reales muy bien talladas en hueso en la cabecera, y también pidió al mejor escribano de comptos que emplease su caligrafía más fina para indicar bajo cada una de ellas su nombre y procedencia.

Por eso puede ahora limpiar con una pequeña gamuza cada pieza, y maravillarse con el gran arte que encierran muchas de ellas en tan pequeño tamaño.

Aunque hay algunas muy grandes, como esta hermosa dobla de Castilla de diez doblas con el retrato de aquel famoso rey don Pedro, que por su mucha soberbia fue derrocado por don Enrique, su hermano bastardo.

Pero si prefiere esta moneda sobre todas las demás no es por todo eso, sino porque fue un afectuoso regalo de su padre don Carlos -el segundo de ese nombre en el trono navarro, que aunque tuvo fama de duro y astuto, fue tan generoso y amable como el que más-, y con ella se dio inicio por tanto esta afición numismática con la que pasa tan buenos ratos, que hasta le permite olvidar, siquiera por un momento, que su esposa Leonor se niega a volver junto a él, y que lleva siete años ya refugiada en la corte castellana, donde hasta ha acusado a su marido de querer envenenarla...

Pero no es cierto, naturalmente. Al contrario: él la quiere mucho, y comprende perfectamente lo que le ocurre a Leonor. Ella se crió en medio de una crudelísima guerra civil entre su padre y su tío, y el miedo que nace en la infancia no es sencillo de erradicar, por lo que ahora cree que todas aquellas asechanzas que sufrió cuando niña, se repetirán sin duda en su nueva patria. Pero él hará que esos temores se disipen, construyendo para ella en Olite un castillo aún más hermoso que los que aparecen en los libros de caballería que tanto le gustaba leerle junto al fuego. Y si a ella le place, también le construirá otro aún más esplendoroso en Tafalla, para así cumplir el antiguo dicho:

“Olite y Tafalla,
la flor de Navarra”.

Sí. Las obras avanzan a buen ritmo, y cuando los heraldos le anuncien la finalización de tan notables edificios, que no sólo serán los más bellos de Navarra, sino que también podrán competir en elegancia con los de Francia y Alemania, y hasta con el maravilloso alcázar de Sevilla, ella volverá por fin a sus brazos. Seguro.

Y confortado con ese pensamiento, continúa examinando su colección mientras va leyendo en voz alta sus exóticas denominaciones: un marroquín a tres rayas, un escudo del conde de Flandes, un florín del Papa a dos claves, un fuerte de la señoría de Guyenne, un medio noble de la nave inglés, un escudo de Brabante o Petrequín, un florín de Alemania con un escudo chico dentro de un águila...

Mas el hueco destinado al besante de oro del emperador Manuel Paleólogo de Constantinopla está vacío, ¿y cómo puede ser aquesto si el rey es el único que se solaza con este muestrario? Comprueba muy azorado entonces que no ha quedado oculta por alguna de las otras piezas, o que no haya caído por descuido al suelo. Y no, no aparece por ningún lado. Y como quien tenga dentro de sí cualquier afán coleccionista sabe, le da por pensar que es justamente aquella pieza extraviada la de más valor de todas las que posee, y jura no descansar hasta dar de nuevo con ella...

Así que deja abierta, como tantas otras veces, la cómoda donde reposan las monedas y, escondiéndose detrás del tapiz con la historia de la muy hermosa amazona guerrera Pantasilea, espera pacientemente a que los criados acudan a adobar la habitación como cada día. Y mucho se sorprende y se indigna cuando ve que Estebanot, tras realizar perfectamente la labor que lleva ya varios años haciendo, que es la de colocar en su lugar los cojines, almohadones, mantas y cubrecamas de la cámara regia, se dirige hacia el mueble de las monedas y, casi sin mirarlas, extrae una de ellas y la introduce en su faltriquera.

Y cuando don Carlos está a punto ya de salir a detener al impertinente servidor, ve como éste se santigua muy respetuoso ante la pequeña talla de plata de Santa María que perteneció a su tía abuela, la reina Juana de Francia, y que luego abandona la estancia como si nada hubiera ocurrido. Y ante tal signo de devoción, refrena su impulso el disgustado soberano, aunque sólo por un momento, pues ve el rey que ahora, además de la bizantina, falta también una dobla del rey Enrique a caballo...


Y esto ya es demasiado, así que vistiendo un chambergo muy gastado, y cubriendo su cabeza con la capucha del pellizón, sale en pos del manilargo, que ya está a punto de abandonar el palacio y perderse en las atestadas calles. Y no es cosa nueva en don Carlos esto de salir medio enmascarado a sentir la vitalidad de la villa que, entre todas las de Navarra, ha elegido para sede estable de su corte, aunque ciertamente esta vez le cuesta mantener el ritmo de su perseguido, que corre como si le llevara el diablo.

Pero al fin se detiene el maldito, y lo hace justo en mitad de la rúa mayor, donde entre puestos de tejidos, de cacerolas o de almujábares de muy buen aroma, hay una niña pequeña mendigando, sin que nadie eche un mísero cornado en su cuenco. Y tiene a su lado un bastón que alguna vez fue blanco, y los ojos tapados con una venda muy gastada, porque parece ser ciega. Y entre todo aquel tremendo ruido que produce el efervescente gentío, los únicos que oyen el tintineo que producen dos monedas de buena ley al caer sobre una escudilla de barro son el rey, el criado y la niña, que sonríe como quien sabe distinguir de oído entre los metales viles como el cobre, y los preciosos como el oro. Y hay una virgencica de piedra sobre el cantón donde la niña está sentada, y aunque no puede verla, con sus dedos roza el manto de la sagrada figura, como si entonase una muda plegaria que sólo a ellas dos concierne...

Y llevándose al mucho menos concurrido callejón a Estebanot, puede por fin el rey descubrirse e interrogarle sobre su robo, que no ha tenido más razón de ser que conseguir que aquella muchacha pueda pagar la consulta de un buen médico que trate de devolverle la vista. El criado vio muchas monedas juntas, y no pensó que don Carlos fuera a echar dos en falta, pero ahora aceptará cualquier castigo...

-¿Y qué condena imponerte, si ni siquiera las cogiste para ti? –responde admirado el rey-. Tan sólo te asigno la misión de recuperar esas dos piezas antes de que alguien se las arrebate a la niña. Valen más de lo que imaginaste, pero prometo por mi vida que se las pagaré a su nueva dueña al triple de lo que a mí me costó el conseguirlas. Y juro también que de mi propio puño y letra escribiré una carta de recomendación para micer Barraquer, que es físico muy famoso en la ciudad de Barcelona, para que atienda a tu protegida como si fuese yo mismo quien acude a su consulta.
Pero si en el futuro se te presenta algún otro problema como éste que nos ocupa, y tu pródigo corazón decide que ha de intervenir irremediablemente en su resolución, consúltame a mí primero el método más adecuado para lograrlo, que no es menester a nuestras edades andar haciendo el canelo de esta manera, mi buen Estebanot...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 17 de octubre de 2011

PRODIGIOS

Pamplona, nueve de diciembre de 1481

El rey Francisco Febo, de apenas 12 años de edad, acaba de ser coronado en la catedral. Todos le rinden pleitesia, incluidos los jefes de las facciones que llevan treinta años desgarrando el reino: el siempre taimado conde de Lerín, don Luis de Beaumont, y su principal antagonista, mosén Pierres de Peralta, que comanda el bando agramontés y por tanto, quizás sólo teóricamente, defiende al rey niño y a su madre, la princesa regente doña Magdalena.

Y el primer acto que ha de llevar a cabo como soberano, es armar caballeros a muchos de los hijos de los ricos hombres que acaban de elevarle sobre el pavés. Así que va posando su espada sobre los hombros de Juan de Beaumont el joven, de Pedro de Navarra, de mosén Juan de Ezpeleta, de mosén Juan Périz de Beraiz, de mosén Arnalt de Ozta, de mosén Pierres de Peralta, menor de días, de mosén Juan de Belaz y de mosén Juan de Agüero. Y cuando ya va a levantarse del trono, le comenta el senescal de Foix que al fondo de la nave hay una delegación de Izagaondoarras que quiere también cumplimentar al nuevo monarca. Y de muy buena gana acepta recibirlos, pues aunque pequeño de edad, es también pródigo en sabiduría, y sabe distinguir quién le busca por mero interés, o quién necesita de verdad su ayuda.

Y aquellos buenos vasallos le cuentan que su valle ha perdido la alegría, que no prenden las semillas en la tierra recién labrada, que los lirios mueren apenas recién brotados, que los árboles, aún los más frondosos, se retuercen sobre sí mismos y pierden todo su manto de hojas verdes. Y todo esto creen que así ocurre porque el conde de Lerín, nada más tomar posesión del fortísimo castillo de Irulegi, se lanzó a tal campaña de saqueos y robos por los alrededores, que hasta se atrevió a llevarse la esmeralda que ostentaba en su diadema la sagrada imagen de San Miguel de Izaga, el arcángel protector de toda aquella cuenca. Y es que es aquella preciosa piedra tan poderosa que, al bendecir con ella los campos, hasta el erial más reseco se convierte al instante en el vergel más exuberante que haya habido en la tierra desde los tiempos de aquel Edén cuyas puertas precisamente San Miguel guardaba.

Piden por tanto ayuda a su rey para que les asista en semejante aprieto. Y efectivamente, Francisco compromete su palabra de honor de que les ayudará con su problema. Claro que cuando los atribulados súbditos se retiran, y puede él pensar en cómo hacerlo, cae en la cuenta de que sólo es un niño, y que fue su madre quien concedió la tenencia del castillo de Irulegi al conde, por ver si así podía alcanzar una tregua duradera con los beamonteses, así que ahora no puede dictar como primer decreto de su reinado que se le retire tal honor. No, será mejor actuar con más sutileza...

Pide entonces al senescal que le escoja entre su guardia personal a los dos elementos que él crea más valiosos, y resultan estos ser don Pedro y don Miguel, que ya han llevado a cabo otras importantes misiones para la casa real de Navarra. Mucho se sorprenden ambos de la perspicacia que demuestra Francisco a pesar de ser sólo un muchacho. Y cuando les habla de la naturaleza del peligro al que habrán de enfrentarse, ponderan que la hazaña será dificultosa, pero muy propicia para alcanzar tanta o más gloria que la que lograron Alejandro Magno y sus macedonios.

Lo que juzgan más oportuno es ponerse en marcha cuanto antes, pues aprovechando que el conde y su nutrida escolta ha bajado a Pamplona para la coronación, creen lo más probable que Irulegi haya quedado al cargo de muy pocos soldados, que además no esperarán ataque ninguno. ¿Quién en sus cabales se atrevería a asaltar una fortaleza como aquella?

Poco tiempo les lleva alcanzar desde la capital el pueblo de Ilundain, de donde sale la vereda que conduce hacia la cresta donde se asienta Irulegi. Y no es que sea pequeña la cuesta a la que se enfrentan a hora tan temprana, ni poco el peso de los sacos con los que cargan. Pero como va empinándose progresivamente y han empezado muy fuerte la subida, al llegar a los peldaños que conducen a la cumbre, sufre don Miguel un cierto desmayo, pues como jamás encuentra tiempo para desayunar y acostumbra a subir las montañas tan a salto de mata como los rebecos, no son raros en él estos síncopes, por lo que sabe también como superarlos: basta con echar mano de los sabrosos bizcochos del maestro italiano Bimbo y del azucarado jarabe marrón de desconocida fórmula que los alquimistas destilan vaya usted a saber donde...


Restablecido el ánimo, y ocultándose para no ser vistos desde el ya cercano torreón, comienzan a poner en práctica la segunda parte de su plan. Y es que como son muy versados en historia navarra, conocen perfectamente que el rey Carlos II, cuando estaba prisionero en el castillo de Arleux, fue liberado por un pequeño comando de caballeros disfrazados de carboneros. Así que tiznan sus rostros y sus ropas con el cisco, y como complemento perfecto se colocan en el pecho el escudo del conde de Lerín.

Tal y como habían calculado, mucho se alegra la escasa guarnición al verles, que está aquella cumbre muy expuesta a todos los vientos y mucho más aún en pleno diciembre.

Al abrir uno de los sacos de carbón que han debido acarrear monte arriba, reverbera al sol de invierno el brillo verde de una redoma bien repleta de licor. "Con los saludos del señor Conde", dicen mientras se la entregan al capitán, quien tras enseñarles la rinconera donde habrán de guardar el mineral, corre a bebérsela con sus hombres. Esperan un poco a oir la celebración que siempre acompaña la apertura de estas redomas, y saben entonces que tienen vía libre para hacerse con la anhelada esmeralda. Hasta saben exactamente dónde explorar, pues uno de los izagaondoarras vio donde la escondían y señaló el lugar con una "X", para que no pudiera haber duda. Y no es esto novedad que sorprenda a don Pedro o don Miguel, muy acostumbrados ya a buscar todo tipo de tesoros y es que, como todo el mundo sabe en estos casos, siempre una "X" indica el punto preciso.


Efectivamente, la marca está en medio del enlosado del patio principal, junto al arranque de la torre del homenaje, así que haciendo caso a don Arquímedes, que dijo que movería el mundo si se le proporcionaba un punto de apoyo, remueven la petrea baldosa con una palanca y aparece ante sus ojos la singular joya, tan hermosa y brillante como el corazón de un bosque. Y entonces, cuando ya la han guardado en su faltriquera, oyen las trompetas que anuncian la llegada del conde, que a juzgar por el revuelo de los guardias, está subiendo a toda velocidad y a caballo la fuerte pendiente...

Bloqueada como está la ruta hacia Pamplona por la patrulla que asciende vertiginosa, han de salir corriendo los dos compañeros en dirección contraria, si quieren salvar la vida. Así que hacia Izagaondoa dirigen sus veloces pasos, y ciertamente pueden comprobar que está el valle tan reseco y silencioso como las florestas embrujadas de los libros de caballería. ¿Hacia dónde tirar: a Idoate o a Lizarraga? Y es don Pedro quien deshace la duda escogiendo el camino que baja hacia la última población, pues mientras siguen corriendo, le cuenta a don Miguel la famosa aventura del caballero de Tranquitronqui, que descendiendo por aquella misma trocha, cayó del caballo y se hizo tal herida en la pierna que no paraba de sangrar, y aunque mucho debieron rogarle sus acompañantes, no quiso detenerse hasta mucho más adelante, donde finalmente cayó exhausto y pudo ser al fin puesto a salvo. Doña Erkuden debe saber también algo de esto...

El caso es que a medida que van descendiendo, van recobrando a su paso las laderas y el llano todo el verde que habían perdido, que parece como si la recuperada esmeralda fuera otorgando su tonalidad al valle del que nunca debió ser sacada. Pero no tienen tiempo de detenerse a contemplar semejante portento, porque el conde y sus hombres están ya a punto de alcanzarlos, y con fuertes gritos les conminan a que devuelvan la mágica piedra. Y como no parece que puedan alcanzar Lizarraga, se introducen en el bosque cercano sintiendo ya el aliento de los caballos del traidor beamontés sobre sus cabezas...


Y justo en ese momento, brotes de roble que no miden ni un palmo, comienzar a crecer sin mesura, engrosando de tan acelerada manera su tronco y sus ramas, que muy pronto las enormes copas semejan las de árboles con al menos quinientos años de antigüedad, formando una tupida bóveda que oculta completamente el sol. Y en esa oscuridad repentina, misteriosa e insondable de las cosas que la comprensión humana no puede alcanzar, y entre gritos que a don Pedro y don Miguel ponen espanto, van desapareciendo camino del infierno todos y cada uno de sus perseguidores, menos el conde, que tan astuto como siempre, no ha querido entrar en aquella espesura, y huye ahora montaña arriba.

Y late la esmeralda de tal forma en la mano de don Pedro, que comprenden los
dos caballeros que es sin duda alguna aquella gema el corazón del valle entero, así que corren a entregársela a la delegación que les espera en Lizarraga, pues a ellos y sólamente a ellos corresponde volver a colocarla en la frente del señor San Miguel.


Y cuando a las pocas horas tal promesa se cumple, comienzan a caer tal cantidad de centellas y meteoros sobre el castillo de Irulegi, que en una hora no queda piedra sobre piedra del antaño orgulloso bastión. Y todos saben que ha llovido de los cielos tal castigo por haberse atrevido a desafiar tan neciamente a todo un señor arcángel, que no permite más baluarte de piedra en sus dominios que el de la basílica que le sirve de morada...

La misión está cumplida, y sólo queda ir a contarle a don Francisco Febo tantos y tan formidables prodigios. Y muy contento se pone el rey niño al escucharles, quizás porque sólo los niños pueden creer todas estas cosas tan maravillosas que hasta aquí se han relatado, aunque opina este cronista que a pesar de que las arrugas surquen la frente, basta con mantener en lo más profundo del corazón la ilusión de un niño para conseguirlo...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011

jueves, 13 de octubre de 2011

PARTIDO POR LA MITAD

Pamplona, 13 de octubre de 1238

Hace frío, siempre hace frío en este condenado palacio de la Navarrería. ¿O será él mismo quien lleva el frío dentro de sí? Afuera calienta el sol, lo que es ciertamente raro para esta época del año, y para esta ciudad en cualquier época.

Se frota las manos con fuerza, y después las acerca al candelero, pero la débil lumbre no hace que sus dedos recuperen la tibieza. Aún así pasa el tintero por encima de la llama para que el liquido negro pierda su espesor. Y en un vaso diminuto vierte un poco de Armagnac antes de sentarse a la mesa cubierta de libros.

Y el rey Teobaldo I de Navarra se pone a escribir. A escribir como quien lo sabe todo perdido, sin poder perder ya nada más por tanto:


¿Qué quedará cuando sus huellas terminen de colmarse,
y ningún guía pueda ya seguir el tenue rastro que ella dejaba sobre el barro?

Lirios del valle sin túnicas violeta,
ceñirán con sus tallos resecos a la parda tierra.
Y como leña verde que antes de arder al fuego desafía,
habrán vivido sólo por poder servir de cordón a sus sandalias.

Fresas ocultas bajo el latido de los helechos guardianes.
Estrellas de nieve fundidas en leche caliente derramada.
No habrá sello partido que pueda contener la crecida,
ni necesidad de repensar nuevos y laboriosos planes.

Sólo allá, en el Ultramar donde confinan todos los mapas,
podré olvidar cuando los ángeles renunciaron a sus alas.
Y si la arena del desierto me envuelve y me ciega,
¡valor!, que no es nada morir para quien nació de verdad al verla...



-Este poema no lo entiendo tan bien como los otros que habéis compuesto, Teobaldo.

-¿Cuánto tiempo llevábais ahí, mi buen Felipe de Nanteuil?

-No demasiado, pero estábais tan concentrado en ese papel que no me oísteis entrar, y no me pareció bien distraeros hasta que hubiéseis terminado. Mas, ¿no vais a hacer que rime?

-No es la forma lo que importa, querido amigo, sino el contenido de los versos.

-Ya, pero con lo bien que quedarían esos gritos de ¡É, É, É! con los que cerráis muchas de vuestras estrofas...

-Los sentimientos más profundos nunca necesitan decirse a gritos.

-Pues a mí me sigue pareciendo raro.

-Pero es que no es a vos a quien va dirigido.

-¿Queréis entonces que os sirva de correo?

-No. Ella no leerá nunca este romance.

-Pues entonces ¿para qué perdéis el tiempo escribiéndolo?

-Porque es justamente de esta manera como cobra todo su sentido...

-Vos sois el poeta, pero sigo sin comprender nada.

-No soy poeta, al menos no lo soy bueno. Pero vais por buen camino, que no entender nada es el primer paso para echarse a andar por las veredas de la sabiduría...

-¿También de la sabiduría en amores?

-En esa no hay alumno aventajado, pero sí maestras de dulce o amarga lección...

-Muy filósofo os veo, ¿no preferiríais venir a jugar a pelota con nosotros en el frontón de La Mañueta? Balduino y Raul nos esperan abajo...

-Hoy no. Quizás mañana.

-Eso mismo me dijistéis ayer, y también la semana pasada y la anterior. Pero como queráis, aunque me llevo el Armagnac, que mal consejero es éste para los que tienen penas de amor.

Y echa el cerrojo Teobaldo cuando sale de la estancia Felipe, que no quiere más interrupciones. Y saca de debajo del cojín que le hace más cómodo el trono, otra botella de ese mismo Armagnac que aquél necio ha dicho que no es buen orientador y maestro. Y de la escarcela que cuelga de su tahalí saca uno de sus sellos reales.

Pero sólo es una mitad, porque está partido. Y mientras agita el licor en su redonda copa piensa, con un poso de tristeza en la mirada, en dónde estará la otra mitad del sello, y brinda porque todo le vaya bien a su dueña...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 10 de octubre de 2011

CITIUS-ALTIUS-FORTIUS

Castillo de Monreal, verano del año de Gracia de 1376

-Os digo, Majestad, que no es posible ya contener a todas estas tropas ociosas que llevan tantos meses acampadas en los alrededores aguardando entrar en acción...

-¿Es culpa mía acaso que Francia y Castilla se hayan acobardado ante nuestro despliegue guerrero y parezcan haber abandonado sus planes de invasión? Debieron creer que el rey de Navarra no pondría todos los medios a su alcance para impedirlo, pero ya veis que, una vez más, me subestimaron.

-Buena cosa es, sin duda, que las espadas sigan guardadas en sus vainas, pero vuestra gran experiencia bélica debiera haceros recordar que los soldados mercenarios no valoran en modo alguno una paz duradera, que les priva de sustento y de botín. Y los que vos tenéis contratados comienzan a impacientarse y a cometer pequeños saqueos, que sin duda irán ganando en gravedad si continúan sin tener nada que hacer.

-Sabéis de sobra, mi buen chambelán don Miguel de Lumbier, cuál es la solución que hay que emplear para parar esa clase de desmanes. Tan sólo hacen falta unas ramas resistentes y unas fuertes sogas. Os digo que el escarmiento cundirá presto entre quienes prentendieran imitar a semejantes bandidos.

-La verdad, mi señor don Carlos, es que yo había pensado recurrir a métodos menos drásticos para conjurar el peligro que supone el aburrimiento de hombres de tantas tierras diferentes como los que aquí se hallan congregados en estos momentos, pues no sólo hay navarros a vuestro servicio, sino también franceses, ingleses, bretones, bearneses, aragoneses, sicilianos, albaneses, flamencos, escoceses y hasta algún que otro danés descarriado...

-Ciertamente nuestro campamento es talmente como aquella torre de Babel de la que nos hablan las Sagradas Escrituras, por eso mismo no acierto a comprender cómo podréis mantener la calma si no es con castigos bien duros.

-Todo lo contrario, Majestad: justamente es con premios más que apetecibles con los que pretendo garantizar la tranquilidad. Bien sabéis cómo me gusta leer las hazañas de aquellos sabios griegos que moraban donde ahora mismo combate vuestro hermano el infante Luis...

-¡Ah, la Grecia milenaria de tantos y tan buenos filósofos! Mucho me complacen a mí también sus historias, pues fue mi educación tan esmerada, que todavía sé hablar algo de su antiquísima lengua: "O logos deloi oti", que significa "la fábula muestra que", o "Pas-pasa-pan", que es la declinación exacta del adjetivo "todo", o "Jroña ta jroña", que en nuestro ydiomate navarre terre pudiera traducirse como "estar todo el día zirikiando".



-Vastísima es en verdad vuestra cultura, Majestad, que no habrá otro rey tan ilustrado como Carlos II de Navarra en trono alguno. Por eso mismo habréis oído decir que aquellos señores helenos competían en unos juegos muy renombrados que se celebraban en la ciudad de Olimpia, donde representantes de todas las ciudades de aquellos reinos pugnaban por ser los mejores en variadas disciplinas atléticas.

-¿Y pretendéis reproducir en nuestros dominios aquellas competencias deportivas?

-Bien organizadas, os digo que no habrá mejor distracción para tanto desocupado internacional como aquí se concentra. Y no os saldrá demasiado caro, pues sólo los tres mejores recibirán un galardón, que muy bien podría ser una de vuestras monedas de oro para el campeón, una de plata para el segundo clasificado y una de cobre para el tercero...
















-No me parece mal, salvo que apenas pudimos acuñar 32 piezas de oro la última vez, que no están los tiempos para gastos extraordinarios, así que mucho deberemos acotar las distintas competiciones. Es más, ya que vamos a rememorar tan extraordinario acontecimiento, qué menos que procurar que redunde en honor y gloria de Navarra...

-Ya lo había previsto yo también, señor. Por supuesto haremos que participen aizkolaris, harrijasotzailes y palankaris. Y sólo con los que ahora mismo entrenan en Leitza, tenemos tres triunfos seguros, que son además muy blandos los hombres de allende nuestras mugas. Sólo me preocupa elegir bien a quien nos representará en la prueba principal, que será una carrera muy larga que abarcará más o menos la distancia entre Monreal y Pamplona, con vuelta a Monreal, pues me he asegurado que tenga las mismas leguas que las que debió recorrer el bravo don Filípides entre Maratón y Atenas.

-Buen trecho es ese para recorrerlo como un galgo. Preguntad a todos los capitanes de nuestra hueste. Ellos sabrán sin duda cuál de sus hombres es el más resistente para ese menester, aunque yo mismo puedo recomendaros a un buen vasallo que habita en la morería de Funes y que abastece de arcos y flechas mis castillos: don Abebe Tudela. Lo he visto correr y os digo que no hay entre mis súbditos otro que pueda aventajar sus prestaciones. Además es famoso porque no necesita de abarcas para trotar como un gamo, sino que le basta con sus pies desnudos para dejar atrás a cualquier rival.

-¿Y no protestarán tantos representantes de la cristiandad por dejar participar a un musulmán?

-Podéis decir de mi parte a quien se queje, que mientras compita bajo la bandera roja y azul de Navarra , nos da lo mismo que rece mirando hacia Jerusalén o hacia La Meca, y que sólo yo marco las reglas en mi reino.

-Visto que mi idea os parece buena, quisiera mostraros los pasquines que yo mismo he diseñado para anunciar los Juegos.

-Estáis en todo, don Miguel, aunque agradecería que me explicáseis que significan tales símbolos.


-Naturalmente, Majestad. El triple lazo hace por supuesto referencia a vuestra divisa, la de la gloriosa dinastía de Evreux, y los tres anillos, además de a las tres partes del mundo conocido: el Asia lejana, la vieja Europa y el Africa ignota, aluden a la forma de trabar las cotas de malla, que es cosa muy propia de torneos y competiciones. Y aunque Pamplona o Sangüesa muy bien merecerían organizar este concurso, justo es que esta nobilísima villa de Monreal, que tan hospitalariamente nos acoge, sea la encargada oficial de hacerlo, pues suena muy bien por cierto su nombre unido a la fecha en la que nos encontramos, ¿no os parece?

-Sí que resulta eufónica -que es también una hermosa expresión griega-, sí. Aunque no sé bien por qué, me parece que ya la he oído en algún otro sitio. Fijáos: ¿no sonaría aún más elegante en francés: "Montreal 76?"...

-Ahora que lo decís, también a mí me recuerda a algo... Pero creo que haréis bien en olvidar definitivamente que una vez, hace mucho, casi conseguísteis ser rey de Francia, Majestad. Ahora os conviene centraros en Navarra, y nada mejor que respetar sus topónimos ancestrales para demostrarlo...

-Sabias palabras son esas, don Miguel. De cualquier forma estoy pensando que si este deportivo asunto sale bien, quizás nos convenga ir buscando nuevas relaciones entre Navarra y Grecia, que sirvan para dar aún más prestigio a nuestra Corona y a nuestro Reino. Por ejemplo, ¿no sería don Aritz-Tóteles antepasado en recta línea del primero de los reyes de Navarra, don Eneko Aritza? Creo sinceramente que haríais muy bien en investigar esta singular coincidencia, don Miguel, porque si se demuestra, ahí radicaría posiblemente el origen de la inteligencia y el buen juicio que hemos mostrado después todos sus sucesores...

-Muy puesto en razón me parece vuestro deseo, mi señor don Carlos. Tanto que, si os place, estudiaré también si don Platón tuvo algo que ver con vuestro abuelo el rey don Enrique I el Gordo, el que tanta fama alcanzó entre sus contemporáneos por devorar sin cesar platos, platillos y platones.
Prometo teneros al corriente de mis averiguaciones al respecto...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

miércoles, 5 de octubre de 2011

SINGLADURA


Monreal, 1 de octubre de 1372

Y como es cosa muy común en estos tiempos, y costumbre jurídica muy asentada que se dé la oportunidad de cambiar las onerosas multas e caloñas que el Fuero impone, por peregrinaciones a lugares santos, a nadie sorprende ver ponerse en camino a estos cinco homes buenos, pues les ha ordenado la reina doña Juana -que gobierna Navarra mientras don Carlos II atiende sus asuntos en Francia-, que cumplan el voto de "yr en romería a Santa María de Uxue et ofrecer allí una torcha de quoatro libras de cera por la salut del rey nuestro sennor et nuestra, et por la nuestra criazón".

Muy dispuestos se muestran a ello don Pedro, don Alberto, don Juan, don Carlos y don Miguel, pero previendo que las fuerzas les fallen si se ponen en ruta desde la misma y muy leal ciudad de Pamplona, obtienen de tan gentil señora el acortamiento de la andariega penitencia, lo cual les permite ahorrarse un montón de leguas saliendo desde Monreal.

Todavía no clarea el alba cuando dejan a su izquierda el muy hermoso palacio de Equisoain. Y viajando a oscuras, ciertamente escasea la capacidad de orientación en el grupo, si no fuera porque don Juan es maestro de ingenios muy renombrado y sabe guiarse por los astros y abrir veredas bien sea por bosques o por sembrados. Hasta ha elaborado motu proprio un plano que envidiaría el famosísimo geógrafo mallorquín don Cresques Abraham, si pudiese llegar a verlo...

Y es buena cosa que al fin salga el sol, pues van introduciéndose por bosques donde se adivinan extrañas estructuras camufladas entre los árboles.


Y al pasar bajo una de ellas, se les hiela la sangre por las destempladas voces que de allí surgen, y juzguen quienes esto lean si no eran para morirse de miedo, pues esto es lo que allí escucharon:

-"La barbacoa,
la barbacoa,
¡Cómo me gusta,
la barbequiú!"


Y aunque jamás pueda esperarse de quienes entretienen su ocio en esas torres que discutan filosóficamente sobre las Cinco Vías de Santo Tomás, creen más juicioso los peregrinos poner cuanta más tierra de por medio,mejor.



Y más que ninguno don Miguel, que lleva en la cabeza un colorido sombrero escocés, que podría ser confundido con una torcaz o una zurita por aquellos insensatos, sobre todo después de almorzar con vino...

Dejada atrás aquella insólita floresta, se dan de bruces con otro asombroso paisaje, pues docenas de molinos de ruidosas aspas dominan todas las crestas hasta donde se pierde la vista. ...


Y hay entre los viajeros a quien semejante panorama le parece digno de las muy renombradas aventuras del caballero australiano don Mad Max, y a algún otro le recuerda a cierto cuadro del grandísimo pintor flamenco Brueghel el Viejo...

Y así, entre conversaciones de hondo calado científico, como las que al fin hacen comprender a los de letras el por qué se enfría el agua en los botijos, o la que establece la importancia de que micer Mendilibar acierte de una puñetera vez a situar sobre el terreno al equipo de torneos que brega sus justas a la vera del río Sadar, van acercándose a la noble villa de Ujué, aunque esto sólo lo sepan por lo que les asegura don Juan señalando su benemérito mapa, pues por aquellas trochas no se adivina la población desde ningún lado.

Así que mucho se alegran cuando por fin divisan el airoso torreón en lontananza, y cuando llegan a su meta, lo primero que hacen es correr a cumplir lo prometido a doña Juana. Y da la "torcha de quoatro libras de cera" para iluminar toda la nave, aunque sólo por breves instantes, que son muy listos los capellanes del templo. Y cada cual pide lo que quiere a la dueña del santuario, que refulge allá al fondo en su columna. Y si atiende o no tales peticiones, es cosa que sólo a cada uno compete, aunque conviene no olvidar nunca que las mujeres de esta zona hacen siempre lo que quieren...

Y mientras don Miguel explica los pormenores artísticos de la iglesia a sus compañeros, al glosar que en su portada pueda ser que aparezca la noble figura del ilustre clérigo don Robert Lecoq -a quien por ser siempre tan fiel partidario del rey don Carlos, éste le concedío el obispado de Calahorra-, escuchan a tres lugareños que al sol pasan la mañana opinar que cuánto mejor hubiera hecho el rey si en vez de regalarle tal canonjía, lo hubiese puesto a trabajar. Y es que gran milagro es -sin duda alguna-, ver a un obispo trabajando...

Pero para milagro, el que consigue don Alberto, que sorpresivamente extrae de un elegante cofre redomas y más redomas de malta y lúpulo fermentados. Y reluce su color verde al sol de mediodía más que la esmeralda que llevaba el Miramamolín en las Navas. Y están muy fresquicas, porque el cofre aquél debe participar de las mismas cualidades que el mágico botijo supradicho...

Y de ahí, pasan a reponer fuerzas a uno de los muchos hermosos hostales que se arraciman en las calles. Y allí dentro se les une el maestre Zabalza, que ha llegado cabalgando una yegua muy galana. Y mucho se brinda en la mesa, como establecía el voto, por don Carlos II de Navarra, por doña Juana y por su criazón, que habrá de ser el futuro don Carlos III. Y hubieran seguido brindando al menos hasta Carlos X o Carlos XI, si no se hubiese echado encima la hora de cerrar el establecimiento.

Mas venden allí cerca sabrosísimas almendras garrapiñadas, y una bolsa bien llena de ellas se vacía en un visto y no visto, pues aunque hay tratados antiguos que dicen que al otro lado del mar existen peces con dientes muy afilados capaces de comerse a una persona en un decir ¡Jesús!, duda mucho este cronista que sean tan rápidas en sus afanes gastronómicos como estos seis sagaces viajeros, que ya planean con calma su próxima romería...




© Mikel Zuza Viniegra, 2011