lunes, 21 de marzo de 2011

RAUDO Y VELOZ



Primavera de 1372

Está la corte de Navarra tan llena de infantes y de bastardos, que de tener todos unos pocos años más, parecerían bachilleres venidos a la tan anhelada Universidad que el rey siempre anda tratando de erigir en la hermosa villa de Uxue.

Y es que hoy se sientan en la mesa regia Carlos y Pedro, los príncipes nacidos del légitimo matrimonio de Carlos II y Juana de Francia, pero también Charlot y Tristán de Beaumont, los hijos naturales de don Luis, el hermano del rey, que ahora prepara en Nápoles la conquista de Albania. Y aún lleva un tiempo de visita el también muy joven y gentil príncipe Gastón de Bearn, que es primo de todos ellos por ser hijo de doña Agnes, la hermana del monarca navarro y del seguro conquistador de Durazzo...

Es tal la algarabía que tanto niño junto provoca, que por no emular a Herodes, encarga el rey al siempre dispuesto maestro de ingenios Sagastibelza que idee algún artefacto con que entretenerlos a todos, a ser posible sin causar mucho gasto a los siempre exhaustos cofres de comptos, y sobre todo a campo abierto, donde no molesten con sus voces y juegos. Y no se sorprende ya por nada el maestro, que es condición de la ingeniería en todo tiempo y lugar, tener que bregar siempre con la falta de medios...

Carlos, Charlot y Gastón, frisan los doce años de edad, mientras que Tristán y Pedro no superan los seis. Todos siguen expectantes al maestro en su rebusca de vetustos cachivaches en la bodega que hace las veces de arsenal del palacio, y allí le ayudan a cargar entre todos tres escudos muy grandes, de los que ya no se usan por hacerlos innecesarios los grandes avances en el arte de la armurería. Recogen también diez varillas metálicas que alguna vez debieron ser astas de lanza, y finalmente llenan también un saco con los pequeños y resistentes aros que reforzaban las inutilizadas culebrinas y bombardas de la fortaleza de Peña, y con las tapas redondas de los barriles de pólvora que las proveían .

Con todo ese material ya depositado en la forja, proceden los ayudantes de Sagastibelza a soldar al rojo vivo las piezas tal y como él les indica, de manera que en poco tiempo en las tres esquinas de cada escudo van soldadas unas abrazaderas lo suficientemente grandes como para permitir el movimiento de las varillas, al extremo de las cuales se han unido las pequeñas tapas redondas de los barriles, reforzadas con los aros cañoneros. La varilla delantera, por ir sujeta sólo por una abrazadera, permite dirigir la pequeña carreta, por así llamarla, con los pies de quien en ella vaya montado.

Y ante los absortos ojos de la regia chavaleria, van saliendo del taller los tres vehículos muy bien aparejados. Y son tres y no cinco, porque son muy pequeños todavía don Pedro y don Tristán, así que habrán de conformarse con, muy bien agarrados al torso de sus respectivos hermanos, servirles de copilotos. Y al preguntarle todos por el nombre que recibirán tan singulares prototipos, no duda el ingeniero en bautizarlos como "Sagastibeheras", no vaya a ser que algún avispado quiera copiarle sus diseños...

Como corresponde a su condicion y categoría, los primeros en subirse son don Carlos y don Pedro. Luego don Gastón, que dirigirá su nave sin compañía, y finalmente son don Charlot y don Tristán los últimos en tomar posiciones. Mucho se ha preocupado Sagastibelza de que los soldados de la guardia presten a los infantes sus cascos y de que les aseguren muy bien los barbuquejos, que al fin y al cabo son herederos de muy nobles territorios y rentas, y no quiere él terminar sus días en las mazmorras del castillo de Monreal, si acaso sobreviene un desgraciado accidente...

Ya están los cinco participantes dispuestos en la plaza, a los pies del templo de Santa María. La trompeta que indica el cambio de guardia a las doce de la mañana será la señal para que, empujados al principio por los soldados, se inicie la carrera. Ganará quien antes llegue a las puertas de San Miguel.

Y cuando el cornetón se deja oír por fin, salen como alma que lleva el diablo todos en pos de los infantes, que en cuanto alcanzan el primer desnivel cuesta abajo, alcanzan la misma velocidad que debió llevar Elías en su carro de fuego, pues no en vano los remaches metálicos de las ruedas hacen saltar chispas en cada pieza demasiado saliente del empedrado, haciendo tales chirridos que en la villa creen llegado el fin de los tiempos. Pero no, son sólo los príncipes de Navarra y Bearne compitiendo entre sí. Y aunque al inicio parecen ser don Carlos y don Pedro los que llevan la delantera, a mitad de camino se maravillan los habitantes con el valor de don Gastón, que se ha puesto de pie sobre su escudo y muestra tan soberbio equilibrio sobre aquella infernal y rauda plataforma que nada pueden hacer sus parientes por impedir su victoria...

Y pasan toda la tarde los cinco en estos menesteres, subiendo y bajando una y otra vez todas las empinadas pendientes en las que se asienta tan noble lugar. Hasta que a eso de las ocho de la tarde, y perdida ya totalmente su real paciencia, sale don Carlos II a lo más alto del torreón y ordena la requisa de aquellas ruidosas y diminutas carrozas, ordenando a grandes voces desde aquella altura que a partir de mañana se disputen estas carreras en otras villas de su reino, tales como Aibar, Artajona o Gallipienzo, y que haya de ser obligatorio que vayan los rodamientos muy bien envueltos en grueso fieltro de terciopelo, para que los oídos de las buenas gentes permanezcan a salvo de tanta molestia.

Es orden del rey, y todos han de acatarla, así que recogen sus pertrechos los cinco príncipes, no sin hacer prometer al futuro Carlos III que levantará la prohibición de hacer ruido cuando sea rey de Navarra, que es condición muy propia de la juventud el gusto por el estruendo. Y pregunta ingenuo don Gastón -que es al fin y al cabo extranjero en tierra extraña-, si ese desconocido lugar de Gallipienzo resultará sencillo de descender. Y sus cuatro primos le aseguran -pugnando por que no se noten sus risas-, que es aquel pueblo tan liso y llano como uno de los peines de oro y marfil de su madre, la condesa de Foix. Y queda don Gastón con esta respuesta muy contento, pues imagina una nueva victoria ante sus egregios parientes...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 14 de marzo de 2011

MUY MAS QUE LA NIEVE FRIA


Primeros días de marzo de 1410

Está don Lancelot un tanto destemplado en su estancia del torreón del palacio de Arazuri. Tiene frío, sed, y sobre todo un fenomenal dolor de cabeza, de tal suerte que hasta los pasos del más nimio ratón que corretea por el entarimado de aquel enorme salón, resuenan en sus oídos como si los hubiesen dado gigantes escapados de los libros de caballerías para martirizarle.

Ciertamente no es habitual en él estar levantado para horas tan tempranas de la mañana, que su cargo de Patriarca de Alejandría no exige, gracias a Dios, madrugones intempestivos como el de hoy. Y no es menos verdad que la fiesta de anoche se alargó en demasía, y hasta ha tenido que sacar a empujones del lecho a doña María, que entre grandes voces y gritos le ha dejado bien claro -una vez más-, que ya está harta de esta vida de barraganía que le hace llevar.

Pero es que hoy no es un día cualquiera: hoy viene su padre el rey don Carlos a visitarle. Y viene acompañado por su "muyt amada compaynera, la reina doña Leonor", que a fuerza de ver crecer a su alrededor hijos bastardos de su esposo, es casi también como una madre ya para el resacoso dueño del castillo...

Para divertirles y entretener su estadía entre tan recios muros, ha hecho permanecer acampados junto al castillo a los egipcianos que alegraron ayer con sus canciones y sus bailes el sarao nocturno. Tienen algunos una forma muy extraña de cantar, a base de quejidos muy hondos, que los otros hombres acompañan con palmas y expresiones de significado incierto como "¡Arsa!", "¡Ele!", o "¡Qué arte!". Y sus mujeres se mueven girando como peonzas, y dicen que así lo hacía también, allá en su país natal, la reina Cleopatra para hechizar a tanto romano postinero como dicen que pasó por sus brazos...

Ahora, desde su ventana, les ve Lancelot allí sentados, sin más preocupación que orientar sus rostros al benéfico sol primaveral. El más anciano lleva sombrero de cordobán, y una garrota con muchas labores de cuero en la empuñadura, que es el símbolo de autoridad de esas gentes. Las caballerías con las que se mueven de pueblo en pueblo pastan tranquilas a su alrededor, y una niña chica se entretiene en adiestrar con su flauta a una cabra de edad tan breve como la suya, intentando conseguir que suba los tres peldaños de una desvencijada escalera portátil.



Recorre a grandes zancadas la sala, buscando él también el sol, que ahora calienta el otro lado. Desde allí se domina toda la vega del Arga, salpicada aquí y allá por huertas tan coloridas y elegantes, que parecen la estola de un arzobispo. Al poco ve cruzar a la regia comitiva el puente, y se alegra de haberlo hecho adornar con los cerezos del Cipango que compró el año pasado a unos comerciantes aragoneses. Son sus flores, recién brotadas, de colores rojos y rosados, como la enseña de Navarra, y combinan a las mil maravillas con los almendros plantados a los dos lados del camino, que de puro blancos parecen recién nevados.

Todo el sendero hasta la puerta del torreón está guardado por estos silenciosos vigías, que parecen inclinar gentilmente sus ramas al paso de doña Leonor. Y gusta mucho a la reina este recibimiento, pues tales árboles son los que acompañaron su infancia allá en Madrigal de las Altas Torres, y mucho le alegra recordar como su padre don Enrique, que fue tan generoso que le apodaron "el de las mercedes", agitaba con brío los plantones hasta que miriadas de pétalos blancos se separaban de sus flores e iban a caer en fragante tormenta de copos en el delantal de la infanta.

Y aunque muy pecador y falto de fundamento, es también muy dispuesto don Lancelot, y por eso ha querido que la reina reviva hoy aquel dulce recuerdo, pues sabe que viene un tanto dolorida por un retorcijón de rodilla que se hizo al bailar con mucho donaire una pavana en Olite. Así que mueven todos los hombres disponibles los almendros y los cerezos con tal saña, que lo que cuentan los viejos sobre las nevadas de antaño se queda corto para describir semejante fenómeno, pues en pocos instantes se llenan los aires y la tierra de tanta de esta nieve tibia, que si en vez de los de Navarra fueran los de todas las Rusias los reyes que se aproximan, a nadie sorprendería.

Hay tantos habitantes moviendo las ramas, que hasta el porquero ha descuidado sus labores, de manera que todos sus cutos escapan de repente cuesta abajo, y a grandes gritos hace por llamarles, pues a todos parece haber puesto nombre. Curiosamente, llámase el que más corre Lancelot, y los dos que van justo detrás: Carlos y Leonor. Y esto sería algo que disgustase mucho al Patriarca, si no fuese porque comprende que a quien mucho manda y gobierna, justo es que sus súbditos le pidan cuentas, así que no sólo no se molesta por la coincidencia de apodos, sino que al contrario, envía a varios escuderos suyos a que ayuden a recuperar a bestias tan preciadas, que tantas y tan ricas viandas brindan a los cristianos. Cuando se lanzan a correr tras ellos, les oye que van apostando sobre cuál llegará antes al corral...

Y ya con su padre y doña Leonor en la torre, besa muy humildemente la vendada rodilla de la reina, y le ofrece, como a señora tan buena y bella corresponde, un ramo de olorosa lavanda recién cortada en el jardín del palacio, advirtiéndole de los efectos curativos que esta hierba tiene para las distensiones y los ligamentos doblados, sobre todo si con ella se hace una untuosa cataplasma.

Y mucho se enorgullece el rey de tener un hijo tan bien educado y discreto. Y aún más contento se pone cuando retornan los escuderos diciendo -con todos los respetos debidos-, que ha sido el puerco llamado Carlos el vencedor de la carrera, que varios groses de plata se había él jugado con doña Leonor a que tal cosa ocurriría...


© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 7 de marzo de 2011

DÉJAME ENTRAR


Michele Navarra.
Corleone (1905-1958)


La apertura de archivos ordenada recientemente en Palermo por el fiscal antimafia Giovanni d'Aragone, incansable perseguidor de las familias del crimen sicilianas, está trayendo importantes novedades en el campo del conocimiento histórico, y no sólo por desvelar el terrible comportamiento durante décadas de muchas de ellas, sino también por la insospechada aparición de ciertos papeles relacionados con la estancia en aquellas tierras de una figura histórica como el príncipe de Viana.

La clave de esta asombrosa relación sería la preeminencia del padrino del clan de los Corleoneses, don Michele Navarra, en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Este "cappo di tutti capi", fue una figura singular incluso dentro de una corporación tan peculiar como la Cosa Nostra, pues no en vano era doctor en medicina, y supo ganarse el respeto de sus paisanos, antes que con el uso de una violencia desmedida, atendiéndoles gratuitamente e incluso sufragando de su propio bolsillo las estancias en hospitales de prestigio de quienes nunca hubieran podido costeárselas. Todo hace indicar que alguno de aquellos que no podían sufragar en dinero sus atenciones médicas, le hizo llegar un pago en especie: varios legajos provenientes de la biblioteca de la catedral de Monreale referidos todos ellos a un tal príncipe Carlos de Navarra, que había andado por aquellos reinos hacía siglos, y cuya memoria se había perdido.

Quizás porque el doctor viera halagada su vanidad pensando en que muy bien podía ser aquel don Carlos un antepasado suyo, o quizás porque sinceramente se sintió atraído por lo que aquellos papeles contaban, el caso es que los conservó consigo hasta su muerte, acaecida el dos de agosto de 1958, cuando fue ametrallado mientras se desplazaba en coche por unos ambiciosos secuaces suyos, que además serían quienes le sustituyese al frente de la organización: Luciano Liggio, Bernardo Provenzano y el más audaz de todos, Salvatore Totó Riina.

Éste último traería en jaque al gobierno italiano durante casi cuarenta años, pues además de lanzarse a una espiral de asesinatos que se cuentan por centenares, siempre consiguió mantenerse escondido de la acción de la Justicia. Hasta el día 15 de enero de 1993, cuando fue arrestado en Palermo debido a la delación de su propio chófer, que también llevó a los Carabinieri hasta el cuartel general del mafioso, donde se requisaron toneladas de documentos, cuya catalogación ha llevado años, pero que además de los frutos estrictamente policiales, ha traído como resultado la reaparición de esos legajos relacionados con el príncipe de Viana.

En esencia no se trata más que de libros de comptos: ingresos -pocos- y gastos -siempre desorbitados- de don Carlos a la busqueda de mantener su regio estatus y de obtener el reconocimiento de sus derechos al trono de Navarra. Dentro de este orden de cosas, se conocían desde siempre sus esfuerzos por atraer a su causa a las distintas cortes de Europa. Él mismo lo procuró personalmente en la francesa, en algunas de las de las signorías italianas del norte o en la Pontificia, aunque sin ningún resultado aparente excepto en la napolitana de su tío Alfonso el Magnánimo. Lo que había permanecido oculto hasta ahora es que hubiese enviado misivas pidiendo ayuda a otros gobernantes, como demuestra el documento tejuelado con la signatura: "Carte di Navarra Trentasette/due".

El estado del pergamino es excepcionalmente bueno, como recién salido de las manos de quien lo escribió por su propia mano: el voivoda valaco Vladislaus III, que reinó sobre aquellos dominios más o menos en los mismos años que don Carlos pasó en Sicilia. El texto, más que por su latín macarrónico, llama la atención por la excepcional caligrafía de su redactor -elegante, picuda y perfectamente alineada- y también por lo que allí cuenta sobre sí mismo.

Por su interés, procedemos a dar al lector una somera transcripción del documento:

Palacio de Tirgoviste, Valaquia, 3 de marzo del año 1458.

Honrado por recibir vuestra carta, honorabilísimo príncipe don Carlos, procedo a contestaros con la mayor celeridad posible, pues no son estos tiempos de paz en mi país, y así como vos debeís hacer frente a vuestro padre, yo he de luchar constantemente contra los feroces ejércitos turcos comandados por mi traidor hermano Radu. Es esta necesidad de luchar contra nuestra propia sangre la que veo que nos aúna en nuestros propósitos, alteza. Así pues, y si me lo permitís, quisiera hablaros de mi familia, que no es menos noble que la vuestra, pues como ella, ha vertido generosamente su sangre en defensa de la cristiandad y contra el infiel invasor.

Y es que nosotros, los Szekelys, tenemos derecho a ser orgullosos, porque corre por nosotros la sangre de muchas razas valientes que lucharon, como lucha el león, por la soberanía. Pues, ¿qué demonio o qué bruja ha sido tan grande como Atila, cuya sangre corre por mis venas?¿Es acaso sorprendente que fuéramos una raza de conquistadores, que fuéramos orgullosos, que cuando los magiares, los lombardos, los ávaros, los búlgaros o los turcos se desparramaron por nuestras fronteras los obligáramos a retroceder? ¿O que precisamente por eso mismo, nos fuera confiada durante siglos la protección de la frontera del país con los turcos? Ay, y más que ese inacabable deber de guardias fronterizos, porque como dicen los otomanos, "el agua duerme, pero el enemigo no".¿Quién sino yo, fui quien crucé el Danubio como voivoda y vencí al turco en su propio terreno? ¡En verdad fui yo, y ay de aquél, su propio hermano indigno, que al caer vendió su pueblo al turco y atrajo sobre él la deshonra de la esclavitud!¿Y no fui yo, quien, derrotado, volví una y otra vez y tuve que regresar solo del sangriento campo de batalla en que mis tropas eran sacrificadas, ya que sabía que sólo yo podría triunfar? Dijeron que pensaba únicamente en mí mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin jefe? ¿En qué acaba la guerra sin un cerebro y un corazón que la dirija? No, joven señor, os digo que mi linaje no puede tolerar no ser libre...

Pero ya he hablado bastante de mí, príncipe, y ahora me gustaría que fueséis vos quien me informáseis de vuestra patria, pues aunque estoy leyendo mucho sobre ella desde que recibí vuestra carta y concebí la idea de ayudaros en vuestra justa causa, creo que no bastan los libros para llegar a conocer vuestra gran Navarra; y conocerla es amarla. Ardo en deseos de pasear por las calles concurridas de su capital, de estar en medio del torbellino y las prisas de la humanidad, de compartir su vida, sus cambios, su muerte y todo lo que la hace ser lo que es...

Creo que tenéis en Navarra unos árboles altos como lanzas. ¡Os juro que muy pronto en cada uno de ellos habrá clavado un agramontés, hasta que ni uno solo de esos traidores apeste vuestro reino!
Bastará para ello con que en vuestro próximo mensaje me hagáis llegar una invitación formal para entrar en Navarra. Esto resulta de vital importancia para mí, pues no podré auxiliaros si así no lo hacéis, y os reitero que estoy ansioso porque me deis libremente la bienvenida a vuestro país, donde os prometo dejar algo de la felicidad que siempre traigo conmigo...

La carta viene sellada por un disco de cera roja como la sangre, con la enseña de la Muy Sagrada Orden del Dragón -o "Dracul" en lengua valaca-.

Las pesquisas dirigidas a encontrar entre los papeles guardados por Michele Navarra una posible respuesta del príncipe de Viana a su obsequioso benefactor balcánico, aún no han dado resultado satisfactorio, pero por un breve apunte encontrado en el margen de un antifonario del monasterio de los capuchinos de Palermo, sabemos que don Carlos participó el 10 de marzo -por tanto apenas unos días después de recibir la carta del voivoda-, en aquel mismo lugar, en una especie de ceremonia de desagravio oficiada por un monje de obediencia ortodoxa venido exprofeso desde el monte Athos de Grecia, llamado por el cardenal Bessarión, a la sazón obispo de Pamplona y oriundo también de aquellas tierras, y buen conocedor por tanto de los propósitos e intenciones de Vlad Draculea.

No obstante, si ulteriores investigaciones diesen con nuevas noticias sobre este particular, los lectores de estas crónicas serán puntualmente informados...


Vlad Draculea
Sighisoara (1431- ?)


© Mikel Zuza Viniegra, 2011