martes, 28 de diciembre de 2010

CONSTIPADO INFERNAL




Quizás por pasar tanto tiempo en lo alto de la torre, al escaso abrigo que las almenas ofrecen, o quizás por seguir inhalando los vapores de esas tostadas hierbas que los vikingos trajeron de más allá del mar, el caso es que el capitán cayó enfermo la mañana de Navidad.

Por tanto la fiebre no le permitió oír a mediodía las campanas de la catedral que, como una piedra arrojada al centro de un estanque, iban convocando poco a poco a sus hermanas del resto de pueblos de la cuenca, y éstas a las de toda la merindad de las Montañas, y éstas a las de Ultrapuertos al norte, a las de Estella al oeste, a las de Sangüesa al este y a las de Tudela al sur, hasta que no quedó ni un solo navarro sin recordar a aquél que nació en un pesebre en Belén, debe hacer ahora unos mil trescientos años...

Le frotan el pecho con ungüento mezcla de menta, trementina, aceite de eucalipto, aceite de nuez moscada y aceite de madera de cedro, pero aunque eso le despeja la nariz, sigue su cabeza tan embotada como antes del balsámico tratamiento, e incluso hace el paciente todo lo posible por no conciliar el sueño, pues le asaltan en cuanto cierra los ojos extrañas imágenes que no puede asegurar si pertenecen a su pasado o al tiempo que aún está por llegar...

En cuanto se duerme, martillea constantemente en su cabeza el sonido que hacen las piedras arrojadas al aire cuando por fin caen sobre una mesa. Afortunadamente no son del tamaño y peso de las que levantan algunos leitzarras, sino diminutas, y con extraños signos grabados en ellas. Concentrándose mucho, puede distinguir alrededor del tablero a varias personas de aspecto hosco y desgreñado, vestidas con muchas pieles de oso, a la usanza del norte helado, y que ríen de forma maléfica mientras descifran los petreos augurios. Sólo una frase de la conversación que mantienen queda prendida de su consciencia cuando despierta sobresaltado:



"las runas dicen que nadie vendrá para ayudarla..."

Le duelen hasta los párpados al incorporarse en la cama, y violentos estornudos que deben oírse más allá del valle de Goñi, sacuden sus pulmones como si alguien estuviera tirando de ellos hacia afuera para arrancárselos; pero sabe que no puede quedarse quieto mientras aquella incertidumbre siga royendo su espíritu. Así que hace que le traigan desde Uxue todos los tarros de miel que un mensajero a caballo pueda transportar, pues sabe que aquellas flores, por servir de manto a la morenica Santa María todo el año, son las que proporcionan el néctar más dulce y curativo. Y encarga también leche recién ordeñada en el valle de la Ulzama, que llega a palacio en grandes kaikus de madera, porque sólo faltaría que en la corte de Navarra se usaran otros recipientes que esos tan propiamente nuestros, que hasta aparecen dibujados en las Biblias de don Sancho el Fuerte.

Y todo bien conjuntado y puesto a hervir sobre madera de haya recién cortada en Aralar, que goza del privilegio desde tiempos muy lejanos de que mientras arde en el hogar, va extendiendo por la habitación el mismo aroma que los ángeles disfrutan en aquella altura, acaba obrando el milagro de restablecer a Esteban. Bueno, todo eso y, cuando los galenos no miran, tres o cuatro caladas a esas ya mentadas hierbas vikingas, porque él ya sabe muy bien lo que tiene que hacer...

Y da entonces al herrero, que igual que su pariente sangüesino, Regín se llama, la orden de que forje para su caballo Aristarco herraduras de plata con muescas talladas a buril, de las que impiden resbalar en las rutas heladas y ponen en fuga con sus destellos lunares a los lobos que acechan a los viajeros perdidos. Y le entrega también su espada, templada con el agua que brota de las heridas de la sagrada montaña de Izaga, para que vuelva a bruñirla y consiga que su filo, mellado de tanto morder a los enemigos de Navarra, sea otra vez tan liso como la piel de aquella que tanto añora. Y nada más pasar el paño por su hoja, reluce en ella la inscripción grabada hace ya mucho tiempo: "Siempre como tú desees".

Y aunque la miel, la leche, los kaikus y las hayas hayan hecho maravillas, sigue doliéndole todo al capitán. Por eso, y pensando que al fin y al cabo no se sentirá peor de lo que ya está por hacerlo, recoge un poco de nieve recién caída y la mezcla muy bien mezclada con el licor de enebro y con aquel otro derivado de la quinina, que es remedio muy bueno para las fiebres, como cierto médico le dijo una vez, y vierte el jarabe en dos vasos, uno para él, y otro para el herrero, que andar todo el día en la fragua debe dar mucha sed...

Y es que necesita ahora Esteban todo el arte metalúrgico de don Regín, pues parece que habrá de echarse al camino para desfacer entuertos otra vez, por más piedras mágicas que intenten impedírselo. Y mientras lo haga, seguro que silbará el viento entre los árboles, y repiqueteará el río allá abajo...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 24 de diciembre de 2010

SAUDADE



Conviene leer antes que esta historia, las del Libro de los Teobaldos 9, 10 y 11.

Al llegar la Navidad echa más de menos Esteban a Blanca, pues la recuerda con su pelo recogido por una diadema de korostias de las que sólo se dan en las vertientes más umbrías de la sagrada montaña. Y esa remembranza se le clava en el corazón igual que las puntiagudas hojas que protegen los rojos frutos del acebo se clavaban en la morena piel de la princesa...

Ha enviado maese Donézar muchos de sus sabrosos mazapanes a palacio, por ver de endulzar las nostalgias del capitán, pero ni el mucho saber del confitero consigue esta vez su cometido, pues parece como si las nieblas casi peremnes que custodian la fortaleza de Irulegi se hubieran introducido en el alma del guerrero, y ni el batir de las alas del arcángel allá arriba, en su atalaya de Izaga, logra rasgar ese negro sudario que envuelve su ánimo en estas fechas.

Sube a la torre. Y otea como cada atardecer el horizonte, por si llega algún mensajero con noticias de la reina. El cielo está rojo. Rojo como la gona que ella llevaba la última vez que se vieron. Y ese reflejo que deja el sol al ponerse más allá de la cumbre de Aralar, hace parecer como si el dragón que mató don Teodosio hubiera revivido por un instante para llenar el firmamento con su aliento de fuego.

Y le da por recordar cuando ambos buscaron al infernal endriago en aquellos parajes, ya que ella quería intentar curar la herida del monstruo, pues decía que no quedaban tantos dragones en el mundo como para andar matándolos por un quítame allá esas cadenas. Pero no vieron ni rastro de la alada criatura, y bien que a él le hubiera gustado hacerse pasar por uno de esos San Jorges que sólo saben pintar los maestros italianos...

Y quizás por ello cometió la locura de emprender la ascensión con una armadura antigua, de las que se fabricaban con el pesado hierro de Betelu, y no con una milanesa, que son tan lígeras que están hechas especialmente para que el viento lleve a los caballeros andantes a donde más les plazca.

Y por éste y otros peregrinos motivos, llegaron los dos al santuario casi sin aliento, que recuperaron después de sentarse un buen rato a contemplar las Malloas allí enfrente, que es vista ésta de las más reconfortantes que puedan alcanzarse en este reino. Aunque estando al lado de Blanca, hasta las horrendas construcciones de micer Mangado le parecían a Esteban tan dignas y hermosas como Chateau-Gaillard...

Hubo de salir finalmente el capellán al rescate con abundancia de viandas, pues ellos se habían quedado sin comida al poco de pasar Zamartze. Guiados por el arcipreste, entraron en el templo, no sin antes haber pasado él bajo las milagrosamente rotas cadenas del penitente fundador, y sin haberse dado ella una buena calabazada en el hueco de la cueva donde dicen mora todavía el añorado dragón. Y no es esto cosa baladí, pues muchos autores antiguos dicen que una de las condiciones más necesarias para regir con sabiduría estos Estados de Navarra es acreditar ser una auténtica buruhandi, aunque forzoso es reconocer que el hueco aquél es muy pequeño...

No pudieron ver a San Miguel porque casi siempre está de viaje, que es santo tan volandero y bien educado, que devuelve puntualmente y a domicilio, las visitas que en su casa le hacen sus fieles más devotos. Pero sí que pudieron maravillarse observando el retablo de esmaltes que legó la princesa Berenguela, la tía abuela de Blanca, cuando fue a casarse con el rey de Inglaterra allá en las lejanas tierras de Chipre. Y hay a cada lado de este portento cuajado de joyas, dos manos cortadas muy bien disecadas. Un letrero de elegante caligrafía lemosina explica tan curiosa presencia:

"Aquestas son las manos del probado ladrón Eric el flamenco, que intentó robar este altar y fue apresado y enforcado en el haya más cercana al ábside de este santuario, y fueron sus manos cortadas mientras aún vivía, para que tuviera que emplear sus últimas horas en rascarse con los muñones los picores que sus multiples enfermedades venéreas sin duda le producían. Que todos cuantos aquí se acerquen tomen ejemplo y escarmiento en cabeza ajena ..."

Y Esteban está muy de acuerdo con estas justicias de los tatarabuelos, y aún cree que el tal Eric tuvo suerte de que él no estuviera presente cuando le pillaron con aquellas manos, ahora tan correctamente disecadas, en la masa. Porque de haberlo atrapado él, otros apéndices en vivo le hubiera cortado, aunque no de los que pueden exponerse sin atentar contra el decoro en una iglesia. Ni siquiera en aquella, donde está muy bien documentado que los del rey don Pedro I encontraron santo remedio...

Pero todo esto son sólo recuerdos. Comienza a hacer mucho frío en la torre y no tardará el paisaje en cubrirse de blanco. Y aunque hoy no tenga ganas de mezclar la nieve con el enebro, sigue silbando el viento entre los árboles, y continúa repiqueteando el río allá abajo...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 17 de diciembre de 2010

LO QUE HAYA DE SER SERÁ...



Aibar, madrugada del 23 de octubre de 1451

Las hogueras de las tropas de Juan II se ven brillar en la oscuridad de la noche, al otro lado de las murallas que protegen la población, atestada por la guarnición y los refuerzos que han venido a engrosar la hueste del príncipe de Viana, que encapuchado y con la única compañía de su tío el prior don Juan de Beaumont, recorre las callejuelas observando a aquella multitud que vive la noche como si fuera la última de sus vidas. Y ciertamente muchos morirán al día siguiente, así que ninguno de los dos personajes tienen ánimo de reconvenir los excesos a los que se entregan sus hombres en las repletas tabernas.

Hasta que se detienen en la puerta de una de ellas, y ven en el interior a una turba de borrachos riéndose de un pobre juglar que, aunque está tan ebrio como ellos, intenta continuar con su espectáculo, sorteando las puntas de las espadas de quienes intentan pincharle entre carcajadas. Don Juan se prepara para intervenir en ayuda de aquél desgraciado, pero don Carlos le hace un gesto para indicarle que espere, que quiere oír lo que el cómico, subido en una de las astrosas mesas, va a recitar. Y esto dice el comediante:

-"Ser o no ser, esa es la cuestión.
¿Qué es más noble para el alma:
sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna
o tomar las armas contra un piélago de calamidades y,
haciéndoles frente, acabar con ellas?
Morir, dormir... nada más;
y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón
y los mil conflictos que por naturaleza son herencia de la carne...
He aquí un final piadosamente deseable.
Morir, dormir, dormir... tal vez soñar.
Sí, ahí está la dificultad.
Porque en el sueño de la muerte,
¿qué sueños pueden sobrevenirnos
una vez liberados del torbellino de la vida...?"


-¡Cállate ya, pelmazo! ¡No sabes más que poesías! ¿No sabes cantar? A lo mejor ni bailar... -interrumpe al transfigurado actor uno de los impacientes soldados.

-¡Déjale que continúe! -exclama desafiante el príncipe descubriendo su rostro entre la sorprendida multitud. Y el actor, con una reverencia de agradecimiento, prosigue:

-"Pero llega la reflexión,
y de ella nace el temor,
que convierte el infortunio en tan duradero.
Porque ¿quién soportaría los latigazos y los insultos del tiempo,
la injusticia del opresor, el desprecio del orgulloso,
el dolor penetrante de un amor despreciado, la tardanza de la ley,
la insolencia del poder, y los insultos
que el paciente mérito recibe del hombre indigno,
cuando uno mismo podría procurarse el reposo
con un simple puñal...?
¿Quién llevaría tan dura carga, y
gemiría y sudaría bajo el peso de la vida, de la vida..."


Y calla entonces el rapsoda, pues los vapores del alcohol le han hecho olvidar su papel. Con su triste y perdida mirada suplica a don Carlos que le ayude en aquel trance, y entonces el príncipe de Navarra toma el testigo a aquel andrajoso príncipe de Dinamarca y declama:

-"Si no temiera aún algo después de la muerte?
Esa ignorada región cuyos confines
ningún viajero vuelve a traspasar...
Ese temor sujeta nuestra voluntad
y nos hace soportar los males que nos afligen,
antes que lanzarnos a otros desconocidos.
Así, la conciencia nos convierte a todos en cobardes..."


Un fuerte ataque de tos interrumpe violentamente el monólogo, pues tiempo ha que don Carlos siente sus pulmones enfermos, así que debe abandonar la cantina para que aquellos hombres que mañana han de luchar por él, no piensen que su causa está perdida antes de iniciar la batalla.

A la luz de un candil, en lo más oscuro del callejón, y mientras los blancos pañuelos que le ofrece el prior van cubriéndose de sangre bermeja, el príncipe termina la representación para su único espectador:

-"...y así el vivo color de la resolución,
enferma por el hechizo pálido del pensamiento,
y se pierde el oportuno y fugaz momento de pasar a la acción..."


-Volved a la taberna y entregad esta bolsa de monedas de mi parte al juglar. Dudaba de enfrentarme a mi padre hasta que él me ha recordado que nadie evocará jamás mi memoria si, imitando a aquel incierto señor don Hamlet, una perpetua indecisión me convierte en estatua de sal e impide que se haga diáfano a todos mi legítimo derecho a la corona de Navarra.

Sí, querido tío: lo que haya de ser mañana, será...

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 16 de diciembre de 2010

POSEÍDO



Tafalla, 15 de febrero de 1813

-Escribid lo que os voy a dictar, don Nicolás:

Parte de guerra para el general Mendizábal:

"Concluida la rendición del fuerte donde resistía la guarnición francesa de Tafalla, he dado orden de destruirlo y demoler todas sus obras de fortificación, así como también el inmediato convento de San Francisco y un palacio contiguo, por considerarlos a propósito para establecerse el enemigo. Lo que igualmente ejecutaré con otro convento y palacio en Olite, a fin de tener expedita la carretera desde Pamplona a Tudela y obviar que el adversario pueda en ellos cobijarse. Yo mismo supervisaré en persona que se cumpla cabalmente mi mandato."

Firmado: Francisco Espoz y Mina, Mariscal de campo y Jefe Supremo del Corso Terrestre de Navarra.

-Pero señor, sabéis perfectamente que nunca, en los cinco años de guerra que llevamos ya a la espalda, ha habido franceses refugiados ni en el palacio de Tafalla ni en el de Olite, y ahora que están en plena retirada hacia la frontera, es todavía más difícil que lo intenten...

-¿Acaso queréis darme lecciones de estrategia militar, señor secretario? ¿Olvidáis quién sois, señor don Nicolás de Uriz? Yo os lo recordaré: un simple fraile exclaustrado, con probadas simpatías afrancesadas, que os hubieran costado la vida de no necesitar yo, que nunca tuve tiempo más que de aprender a layar las renegridas tierras de Idocin, a alguien que me escribiera los comunicados, bandos y mensajes. Y ahora pretendéis sacar los pies del tiesto y cuestionáis mis decisiones como si el Comité de Regencia os hubiera colocado por encima de mí en el escalafón de esta provincia. Pues andad con cuidado, señor don Nicolás, que no he olvidado mis tiempos de labrador, y recuerdo bien como arrancar las malas hierbas que estropean los sembrados...

-Por Dios bendito, señor mariscal, en ningún momento he pretendido semejante cosa. Simplemente quería poneros de manifiesto que si alguna vez esos dos palacios sirvieron de fortaleza, eso debió ser hace más de tres siglos, cuando los reyes de Navarra moraban en ellos. Son el único recuerdo que de aquellos tiempos antiguos nos queda. Si los destruís sin necesidad, no mostráis ninguna inteligencia militar, y la posteridad os pedirá cuentas por ello.

-¿Reyes de Navarra decís? No reconozco más rey que el que todos los españoles anhelan ver retornado a su patria: el muy noble y leal Fernando VII, que permanece prisionero de Napoleón en Francia. No cejaré hasta que pueda besar su mano a este lado de los Pirineos, y si para ello tengo que arrasar dos, tres o veinte castillos lo haré sin dudar.

-Sí, ya conozco vuestros metódos, don Francisco. Ví como incendiábais sin necesidad el convento de San Francisco en Estella, de muy notable y ojival fábrica, y allí se perdieron las afiligranadas tumbas de muchos nobles y príncipes de este reino, entre ellas la del infante Teobaldico, que cayó desde la peña de Zalatambor cuando niño, quebrando las esperanzas de su dinastía. También vi como reduciáis a cenizas lo que quedaba del palacio de Tiebas, sin más beneficio que el de ver desaparecer otra muestra del dominio del arte que aquellos antepasados nuestros tenían. Y vi también vuestro rostro transfigurado delante de aquellas llamas, como llevado por algún antiguo espíritu de destrucción. Luego reíais ante las ruinas humeantes como si hubiéseis logrado el objetivo secreto que ocultáis con órdenes tan desdichadas como la que me acabáis de dictar. Y eso que llegué a creer que lo hacíais por simple ignorancia, pero no, tiene que haber algo más escondido en esta locura vuestra...

Y ahora queréis derruir además los palacios de Olite y Tafalla, que son los más principales que nos legaron aquellos magníficos señores que, al menos, no reconocieron ningún otro superior en la Tierra, al contrario que vuestro Fernando VII, que ahora mismo lame servilmente la mano del Bonaparte en Bayona.

-Siempre tan observador, don Nicolás... ¿Creéis que no me fijaba yo en vuestra expresión dolorida mientras todos esos edificios se convertían en pavesas que el viento se lleva? El doble disfrutaba yo de esa manera: con su aniquilación y con vuestro sufrimiento, pues en algo tenéis razón, señor secretario: no soy el mismo desde el día en que hallamos en el arruinado palacio de Barasoain aquella caja oculta bajo un falso tabique, ¿recordáis?
Tenía muchos escudos pintados en la tapa, vos mismo me dijísteis que eran los de los reyes de Navarra. Y, efectivamente, al abrirla forzándola con una bayoneta, apareció allí una corona de oro y piedras preciosas con una inscripción grabada en su orla: "Aquesta es la corona del legítimo señor de Navarra, don Juan II, duque de Lara, de Peñafiel, de Montblanch y de Gandía". No sé qué puerta del Infierno se abrió en aquel preciso instante, pero aquel brillo, aquella riqueza, aquella majestad se apoderaron de mí, y una imperativa voz martillea constantemente en mi cabeza desde entonces: "Tú darás fin a lo que yo empecé, pues acabé con la dinastía real de Navarra y hasta con el reino mismo, pero aún quedan sus vestigios en forma de notables edificios preñados de su noble recuerdo, y mientras esa remembranza perdure, mi labor estará inconclusa..."

-Estáis completamente loco, Mariscal, tantos años de sangre y violencia os han trastornado definitivamente...

-Nada de eso: tantos años de sangre y violencia son precisamente los que me han permitido invocar al espíritu del tirano más conspicuo que anduvo jamás por Navarra, que sólo puede manifestarse en tiempos de guerra y desolación. Y vais a poder comprobarlo una vez más, pues ahora mismo están ya dando fuego al convento de San Francisco, en cuya nave central está la tumba de la reina Leonor, que gracias a él sólo gobernó durante 15 días. Otro rastro más de vuestra querida historia que se perderá para siempre, y al que esta misma noche se unirán los despojos del palacio de esta villa y del de Olite, a donde ahora mismo ordenaré que os conduzcan preso, que después del incendio aún quedarán allí muchos paredones donde fusilar a un traidor que tan mal opina sobre nuestro magnifico monarca don Fernando VII...

Y las frías carcajadas del Mariscal resuenan aún en la cabeza del secretario cuando la columna sale de Tafalla en dirección a Olite. Una enorme pira en el centro de la villa, que es como si consumiera no sólo la piedra y las vigas labradas, sino también el alma de todo el reino, le indica que el palacio de los reyes de Navarra ha dejado ya de existir...

Y llegado el grueso de la tropa a Olite, comprueba que la vanguardia se ha encargado ya de preparar el incendio del castillo, y que el Mariscal Espoz y Mina, con cara de honda satisfacción, está ya a punto de dar inicio a aquel crimen. Mira entonces hacia el castillo, y en una de las ventanas le parece ver a un hombre delgado, pálido, vestido con una especie de traje talar de color azul oscuro y tocado con un curioso birrete de color rojo, que le hace señas desde allí arriba.

Y grita, grita desesperado que hay un hombre en aquella ventana, que vayan a buscarlo antes de prender el fuego. Pero nadie más que él parece poder verlo, y se ríen de él, y Espoz y Mina da orden de que le hagan callar para que todos puedan disfrutar del espectáculo purificador del fuego, así que un culatazo en el estómago le hace caer al suelo, y entre las piernas de los soldados sigue viendo a aquel hombre en la ventana pidiéndole que se acerque, que vaya donde está él...

Y corre, corre como un desesperado hacia el castillo en llamas, esquivando los disparos que el mariscal ordena que se hagan contra el fugitivo. Y cuando logra refugiarse en el palacio, sigue corriendo hacia donde vio aquella figura, y ve entonces como ante el empuje del incendio, van cediendo las techumbres de tantas habitaciones doradas, cómo se cuartean y ennegrecen los frescos que mostraban el esplendor de la dinastía Evreux, cómo se deshacen los tapices bordados por Colin Bataille para Carlos III el Noble, y cómo los naranjos plantados por doña Leonor de Castilla arden como la yesca.

Pero ha conseguido llegar, a riesgo de su propia vida, a la estancia donde aquel hombre, que no sabe si es real o fruto de su imaginación, le está esperando. Al contrario que el semblante del Mariscal, siempre ensombrecido por la soberbia y la brutalidad, el del joven resulta afable, aun con un punto de tristeza en sus ojos. Así le habla:

-Se me ha permitido salir un instante del lugar de gloria que habito para oponerme una última vez a los malvados designios de quien me engendró. No puedo salvar ya este palacio donde fui feliz tanto tiempo, pero sí que puedo defender mi memoria y la de mis antepasados. Tras esa alacena, en un hueco excavado en la pared, yace oculto un libro que yo mismo escondí hace cuatro siglos. Es la Crónica completa de los Reyes de Navarra, incluyendo el Cuarto libro que mi padre ordenó destruir. No queda ya ninguna otra copia. Os la confío a vos para que todo el mundo conozca la verdad y desprecie para siempre la figura de aquél que usurpó el reino.

En el sitio exacto que se le ha indicado, encuentra Nicolás el libro, envuelto en una bolsa de piel con un triple lazo de oro repujado en ella. Mira entonces hacia la puerta por la que entró en la sala, totalmente sellada por las llamas, e implora ayuda a la misteriosa figura, que, guiándole por el dédalo de habitaciones, acaba mostrándole la entrada a un pasadizo secreto.

-Seguid por él, y acabaréis al otro lado del muro. Y recordad: sois ahora el depositario de un legado que muchos intentarán ocultar y otros muchos destruir. Os agradezco vuestro valor, porque pesada carga es ésta que os entrego, pero pensad que nunca estaréis sólo en este empeño. Cuando estéis más desesperado, invocadme con este anillo de doce lazos de plata que os entrego, y encontraré la manera de ayudaros. Lo juro...

Y mientras corre hacia abajo por la escalera de caracol, que por estar tallada entre los recios sillares, resiste todavía los embates del fuego, mira hacia atrás por última vez, y contempla al joven que se despide agitando su mano, mientras su figura se desvanece entre el humo...

A través de una estrecha saetera que da luz al pasadizo, ve también al Mariscal Espoz y Mina, que ríe diabolicamente, iluminado por las tremendas llamas que consumen el palacio.

-Si tuviese un fusil, en este mismo momento acababa tu carrera, Espoz maldito...-piensa contrariado el secretario-. Pero no hay tiempo para reflexiones, así que sigue bajando vertiginosamente hasta que alcanza la libertad prometida, dejando atrás la inmensa hoguera que devora el castillo de Olite. Y puede en pocas horas ponerse a salvo en Pamplona, donde denuncia ante la gendarmería la barbarie del Mariscal Espoz para que toda Europa se avergüence.

Y le da igual que le llamen afrancesado y le acusen de traidor, y que su cabeza sea puesta a precio en todos los pueblos de Navarra que domina el Corso Terrestre, porque lleva siempre consigo la memoria de otro que fue tildado de traidor y cuya cabeza fue también puesta a precio, y con eso le basta...

Y dónde se guarda ahora ese sagrado libro, es cosa que merecerá otras serias y jugosas averiguaciones...



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 10 de diciembre de 2010

MUCHAS FELICIDADES




Los ratos que le dejan libre el continuo cavilar sobre cómo hacer más daño a su archienemigo Carlos V de Francia y cómo mantener a distancia a Enrique II de Castilla, el rey don Carlos II de Navarra los emplea en mejorar el estado de su reino. Y por eso hace ya tiempo que sopesa la necesidad de que una tierra dotada de tan evidentes talentos, donde las luces de la inteligencia brillan deslumbrantes cual tempraneras canas en la bruna cabeza de un jovenzuelo, cuente también con un Estudio General o Universidad que contribuya a recolectarlos, evitando así su fuga a otros países donde es posible que haya más sabiduría, pero desde luego no más ingenio...

Piensa en un principio erigir tan noble institución en Ujué, al amparo de Santa María y sobre todo del castillo que la defiende, pero finalmente se impone la lógica de situarla en lugar más céntrico y bien poblado, y es por eso que Pamplona, capital y lugar señalado por el Fuero para que los reyes presten su juramento a todo el pueblo de Navarra, acaba siendo la escogida por el monarca para su magno proyecto.

Mucho le insiste su capellán para que otorgue el privilegio de la fundación a las órdenes dominica o cisterciense, pero don Carlos se muestra refractario a semejante demanda. Así le habla:

-Que creen en buena hora tan sagradas instituciones las universidades que les plazca, que cuantas más sean, mejor le irá a nuestra república. Pero la universidad que yo he de fundar con las rentas obtenidas de los impuestos de todos los navarros, no ha de ser regida sino por representantes de la Corona, pues al fin y al cabo un rey no es sino la representación última de su pueblo, y será la Cámara de Comptos, que acabo de crear, la que fiscalice diligentemente sus gastos y sus ingresos...
No, capellán, de mis siempre exhaustos cofres no saldrá dinero más que para el Estudio General que levantaré a la vera del río Sadar, justo enfrente del campo de torneos donde el equipo que lleva por divisa mis colores, suele hacer perder la paciencia y la cordura a sus seguidores...

-Pues deberéis ir pensando en reclutar a insignes profesores y licenciados en las distintas ramas del conocimiento, Majestad, que ellos son sin duda la piedra angular de dichos organismos...

-Sí, ellos son sin duda importantes, padre prior, aunque a los alumnos que deben sufrirlos, suele bastarles con que no sean muy pesados, por eso juzgo aún más esencial hacerse con quienes habrán de procurarles asistencia y decoro en su labor: los muy prestigiosos P.A.S.

-¿Os referís al Personal de Ayudas y Supervisión, señor?

-Nada de eso, so-borrico. Al Personal de Administración y Servicios quería aludir con esas siglas.

-Pero seleccionarlo no será asunto fácil, Alteza. Precisamente hay en mi convento especialistas en preparar unas sencillas pruebas que delimitan muy precisamente el intelecto de quien a ellas se someten. Y aquí traigo conmigo una recién confeccionada...

Don Carlos toma el larguísimo pergamino y pregunta cuánto tiempo se concede al reo, perdón, al examinando, para completar semejante estafermo. Mucho se sorprende al escuchar que sólamente una hora marcada por un reloj de arena. Pero aún así se atreve a someterse él mismo a tan intrincado ejercicio, cosa nada común entre mandatarios y barandas de institución alguna. Ante él se despliegan preguntas tales como:

"Si el jardín del castillo de Olite es de forma oval, cual tonsura de monje, y alberga su circunferencia 12 robadas de pasto, y plantamos cada cinco codos navarros un esqueje de peral para delimitarlo, ¿cuántos manzanos serán necesarios para llevar a cabo tal faena?"

-¿Mas cómo será posible juntar manzanas con peras? -se pregunta atormentado el soberano de Navarra, mientras ve como los granos caen inexorablemente de una esfera a otra del reloj. Decide entonces intentar resolver alguna otra de las preguntas:

"Decidnos, en la siguiente serie numérica: IV, CLVII, MCM, MMDCCLVIII... ¿Cuál será la cifra que ocupe el quinto lugar?"

"Si un navío sale desde Tudela con destino hacia Albania, y otra embarcación abandona la Normandía navarra para dirigirse al infiel puerto de Tremecén, ¿dónde se cruzarán ambas si una galera aragonesa apresa a la primera nave en Alguer, y una tormenta dificulta el paso del estrecho de Antequera a la segunda?"

Y suda el rey como cuando luchaba a brazo partido contra los levantiscos y bergantes "Jacques", pues no comprende a qué demente puede habérsele ocurrido que una nave tudelana arribe alguna vez a Albania, y porque ve además que el tiempo se le termina, y todas las demás preguntas son tan liosas como las ya expuestas, incluidas unas que muestran diversas y coloridas vidrieras de iglesia, practicamente iguales unas a otras, pero con una pequeña diferencia que no hay forma humana de encontrar...

-¡Tiempo, tiempo, Majestad! -grita el taimado abad al caer el último grano de arena.

-¡Desde luego que es tiempo, señor fraile! ¡Es tiempo de ordenar que vos y todos los que hayan tenido algo que ver con la elaboración de esta satánica prueba, seáis llevados a las mazmorras más lóbregas del castillo de Monreal, de donde no saldréis hasta que hayáis resuelto sin un sólo fallo al menos cien exámenes como el que yo he padecido! ¡Generaciones futuras de opositores bendecírán mi memoria por pagaros con la misma moneda que vos y vuestros lunáticos colaboradores habéis otorgado a tantos pobres y estudiosos inocentes! ¡Guardias, que se cumpla mi mandato, y que les den a todos al llegar a la fortaleza una buena tunda de azotes: cincuenta con varas de manzano, y otros cincuenta con varas de peral, para que vean que sí que es cierto que con sus elucubraciones se aprenden cosas muy útiles!

Ya sin las interrupciones del escarmentado clérigo, son pregonadas la fecha y el tenor de las auténticas pruebas, que el propio rey, acompañado por sus hermanos Luis y Juana, juzgará de acuerdo exclusivamente a los criterios de mérito y capacidad de cada uno de los presentados, que son tantos que llenan las cuatro alas del clausto de la catedral...

Y ahora es el cuestionario mucho más puesto en razón, pues ha de responderse a preguntas como quién fue el primer rey de Navarra, cuál es la capital de la merindad de las montañas o qué población está en medio de Elcano, Ibiricu y Egüés. En definitiva, nada que un buen súbdito no deba conocer si vive en este reino.

Y para cuando se corrigen los resultados, ya están construidos casi todos los departamentos del flamante y nuevo Estudio General. Y cada uno de ellos tiene en sus puertas, para distinguirse unos de otros, una clase de árbol diferente, exceptuando los malhadados perales y manzanos, que el rey no quiere ya ver ni en pintura.

Y entre las felices aprobadas en el ahora sí ecuánime exámen, hay una dama de rizados cabellos, muy inteligente y bella, a quien el rey ordena vigilar la entrada del Edificio llamado "De los Tejos", otorgándole además el privilegio de poder usar el venenoso y letal fruto de tan nobles árboles, si acaso el rector, los decanos o los revoltosos estudiantes, no hacen caso alguna vez de sus siempre sagaces indicaciones. Se conoce pues que mucho confía en ella el señor de Navarra...

Y hay a la noche, para celebrar el magno acontecimiento de la fundación de tan necesaria Universidad, y también el de la elección del muy ilustre Personal de Administración y Servicios, fiesta grande en una Carpa gigante acondicionada a tal efecto. Y está el prado habilitado para el estacionamiento de carros ciertamente abarrotado, aunque no lo suficientemente como para que, contra todas las leyes de la lógica y de la física, el señor esposo de la noble dama de los Tejos no encuentre un hueco justo al lado de la puerta de acceso al recinto, que es cosa de mucho admirar esta habilidad suya para hallar sitio en cualquier momento y lugar...

Y buenos vinos, de muy renombrada marcas, se beben allá, y hay también deliciosas raciones de pisto, y los dos hijos de tan entrañable pareja lanzan a la multitud centenares de empanadillas de bonito, bien empleando la táctica 6:0 -todos los lanzadores en primera línea-, bien la 3:3 -tres lanzadores en primera línea y otros tres en segunda-, o bien la 5:1 mixta -dos exteriores, dos laterales, un central y un avanzado en defensa individual- con las que consiguen que lleguen muy rápidamente tan sabrosas viandas a toda la concurrencia y sobre todo a don Carlos, que llevado sin duda por su saciada magnificencia, ordena ahora que no se den ya a los prisioneros de Monreal cincuenta y cincuenta tandas de palos, sino tan sólo veinticinco y veinticinco, que una cosa es ser generoso, y otra perdonar todas las afrentas cometidas durante años por ese execrable gremio de supuestos conocedores de la inteligencia que cada cuál lleva en su caletre...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 7 de diciembre de 2010

SEGUIREMOS INFORMANDO...


Es Cirauqui villa muy principal del reino de Navarra y del camino que, siguiendo las estrellas, lleva a Compostela. Pueblo cuajado de hermosas y nobilísimas casonas y con la iglesia de San Román sirviéndole de corona. Y hay en la portada de este templo una figura que muestra la postura que adoptan muchos inocentes peregrinos en el preciso instante en el que les es presentada la factura de ciertos albergues que, olvidando la cristiana ley de la caridad, se abandonan al lucro más indecente...

Justamente a investigar tamaños abusos, ha enviado el príncipe don Carlos a dos de sus mejores agentes para inspeccionar la merindad de Estella, que no le parece cosa puesta en razón que cuando vuelvan a sus países de origen, cuenten los santiagueros que padecieron en Navarra mal servicio y aun latrocinio más que cierto.

Y empezar por Cirauqui ha sido decisión muy acertada, no porque allí sus comerciantes se dediquen a tan condenables actuaciones, sino porque como quedó dicho, es lugar muy hermoso y digno de visita, donde aquellos romanos que anduvieron también por Ujué, dejaron una calzada y un puente de muy notable fábrica. Y aunque dicen que aquellos señores andaban en falda corta por todos los sitios, no está el día para imitarles la costumbre, sino para iniciar las indagaciones que les ha encomendado el príncipe.

Y como le suele acontecer al protagonista de esta historia, que parece como si el demonio le guiase en estas ocasiones, resulta que el primer establecimiento al que entran buscando cobijo, está presidido por una camisola con los odiados colores de los señores de Haro. Y al verla allí expuesta, se enfrían repentinamente las hirvientes infusiones y hasta pierden sabor las otrora dulces coronillas, si bien estos síntomas no son percibidos en absoluto por su compañera, que es mucho más práctica y no se inquieta lo más mínimo por estos asuntos de banderas y torneos. Y bien tranquila que vive sin tan absurdas preocupaciones...

Y vueltos de nuevo al camino, la emprenden ahora hacia el valle de Yerri, cuya puerta de entrada no está muy clara, y Alloz mejor es por aquí, o Alloz mejor no, pero el caso es que hay que estar muy atentos, pues son las carreteras muy estrechas por aquellos lares y hay que andar con cuidado para no atropellar a los muchos peregrinos que se dirigen hacia la ermita de Santa Catalina de Azcona, donde pueden alcanzarse un millar de indulgencias plenarias contemplando uno de los capiteles más bellos tallados en este reino, que presenta a dos iracundos caballeros combatiendo fieramente por el amor de una atribulada y algo coqueta dama. Y sabe el viajero el secreto que encierran esas figuras, y así como se lo desvela en ese momento a su compañera, que es también mujer por la que merece la pena emprender batallas, promete descubrírselo en un futuro próximo a quien en estos asuntos ande también interesado...

Tras ser muy bien abastecidos de viandas por los señores de Dulanz en Abarzuza, es el monasterio de Iranzu, que parece una gran embarcación avanzando entre la niebla, la siguiente parada. Más como no es día de fiesta, no está encendida la gigantesca chimenea, que parecen los monjes muy mirados para los gastos que no consideran absolutamente necesarios, y por eso hace bastante frío en el nada iluminado conjunto.

Junto a todas las puertas de las distintas estancias hay un cepillo con un cartel que advierte que, al sentir en su interior el peso de las monedas, encenderá automáticamente una multitud de palmatorias. Pero tras introducir maravedíes, coronas y torneses de todos los tamaños, siguen la sala capitular y la iglesia tan oscuras como al principio, así que juran los dos viajeros que han de contarle al príncipe como despluman estos malhadados frailes a sus visitantes, y malo será que no acaben unos cuantos de ellos recogiendo bellotas en Montejurra, para que aprendan que la Orden de San Benito no ampara la estafa eléctrica en ninguno de los artículos de su Regla Monástica...

Y como sería un crimen no visitar Estella estando tan cerca, ponen rumbo hacia la ciudad del Ega, a la que llegan recién entrada la noche. Y aunque ya se lo imaginaban, comprueban que, como siempre, no hay sitio para aparcar junto a la estación de diligencias, y han de dar por tanto vueltas y más vueltas hasta poder dejar el carro no muy cerca del centro de la villa, más no les importa porque siempre es un placer pasear por la antigua Lizarra y llegarse hasta la muy surtida librería Clarín, donde hojear un volumen tras otro es siempre provechoso ejercicio, hasta el punto de que los caudales que sobrevivieron a la rapiña de los cistercienses de Iranzu, son invertidos raudamente en varios tomos de más que agradable lectura.

Está la calle mayor de lo más concurrida cuando deciden subir hasta San Miguel, cuya plaza está a esas horas desierta. Saludan allí al atareado arcángel, que no les devuelve el gesto, no por hacer gala de mala educación, sino por no perder de vista al taimado dragón que mantiene muy bien picado a sus pies. Mucho se solazan también con las historias de los demás santicos esculpidos en la portada, y en el interior, a la luz de las candelas, expresan sus respetos a don Martín Périz de Eulate y a su mujer doña Toda Sanchez que, muy elegantemente ataviados, observan al maestro pintor que está a punto de terminar el retablo de Santa Elena que poco ha ambos le encargaron. Y es cierto que a quien ha visto los frescos que con el mismo tema ejecutó unos años después don Piero della Francesca en Arezzo, estas tablas de Estella no pueden parecerle sino pálido reflejo, más también es justo reconocer que nada puede objetar al respecto quien sólo sabe dibujar retratos, y eso únicamente si para ello emplea las arábigas cifras del seis y el cuatro...

Y hora es ya de volver a Pamplona para rendir cuentas de las pesquisas al príncipe, pues como era de prever, hace ya rato que los fondos que aquél les entregó para llevar a cabo decorosamente su labor se agotaron. Y aunque es de natural confiado y bondadoso, no va a ser nada fácil conseguir que don Carlos se crea que los culpables de tal desfalco fueron únicamente los voraces benedictinos, y no la prolongada estancia en cierta taberna de la Rúa. Y ya veremos si alguna vez vuelve a encargar una misión a pareja tan diletante...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 30 de noviembre de 2010

EL ÚLTIMO PRESENTE DE CÉSAR BORGIA



Viana, 11 de marzo de 1507

Está la taberna más concurrida que otras noches, que afuera ruge con fuerza la tempestad. Y en el salón, apenas iluminado por la oscilante luz de los candiles, todos se arraciman alrededor de Martín, que como en otras muchas ocasiones, les habla de lugares y personajes que jamás han visto y que probablemente nunca verán. Lo cierto es que la mayor parte de las veces, ni siquiera el propio contador de historias ha visto lo que les describe, aunque le sobre valor para imaginárselo...

-Dicen que César Borgia, ese caballero misterioso siempre vestido de negro que lleva cerca de un mes sin salir del campamento, violó a más de cincuentas doncellas, mató a quince cardenales e incendió treinta aldeas allá en Italia, donde todos le consideraban el Anticristo. El rey de Castilla lo encerró en el castillo de Medina, pero pactó con el demonio para escapar y refugiarse en Navarra, pues es cuñado de nuestro rey Juan...

-Cuidado con lo que decís, Martín. César es el capitán general del ejército real, y tiene espías en cada rincón de esta villa. El castillo se le resiste por el empecinamiento de los beaumonteses en no rendirse, así que cualquiera que le insulte podría ser considerado un traidor al soberano...

-No se falta cuando se dice la verdad.

-Juan, capítulo 18, versículo 38: "¿Y qué es la verdad?, preguntó Poncio Pilatos al Nazareno..."

Todos se volvieron hacia el lugar de donde había brotado aquella voz cavernosa. En el rincón más oscuro de la bodega, con una vela a su espalda, impidiendo que su cara pudiera observarse, un hombre embozado en una capa negra tamborileaba con sus dedos sobre la mugrienta mesa. Volvió a repetir su pregunta:

-¿Y qué es la verdad?

-Un clérigo no debería andar en la taberna a estas horas, -se atrevió a responder Martín.

-Vuestros escrúpulos eclesiásticos están a salvo, majadero. Ya no soy clérigo, aunque recuerdo las escrituras mejor que muchos de los que profesan religión. Pero veo que nadie sabe calmar mi curiosidad, así que me veré obligado a satisfacerla yo mismo. Sí, yo os diré qué es la verdad.
Y la verdad es que el Borgia ha ordenado que a todo aquel que sea encontrado en las tabernas al cumplirse la medianoche sea degollado. Dice que donde hacen falta cuantos más hombres mejor, es ante las murallas y no ante las botellas. Han sonado los cuartos hace un rato en Santa María, pronto entrarán sus tropas en este antro y convertirán el vino en sangre, milagro éste muy digno del Anticristo, según pienso...

Se produjo entonces una auténtica estampida de sobrios y de borrachos, intentando cada uno de ellos ser el primero en alcanzar la puerta de aquél cuchitril, hasta que en su interior sólo quedaron Martín y el misterioso lanzador de advertencias que, con un gesto de su enguantada mano, le pidió que se aproximara a su mesa...

-No sé quien sois, señor, pero si os envía don César para vigilar lo que se dice de él en el campamento, sabed que nada de lo que he dicho sobre él es muy distinto de lo que de él comentan en Castilla, Aragón, Francia o Italia.

-Tranquilizáos. Lo sé perfectamente, y no tenéis nada que temer por mi parte -dijo mientras encendía otra vela que, al iluminarle de frente, mostró su rostro cubierto por una máscara-. Y no os sorprenda este atuendo mío, que en mi vida el carnaval nunca termina...

-¿Pero quién sois vos?

-Te basta con saber que soy quien puede confirmar si lo que has dicho del Borgia es cierto o falso. Decías que forzó a cincuenta doncellas... Mentira, jamás hubo tantas vírgenes en Roma. Que mató a quince cardenales... Otro embuste más, que más del doble fueron a reunirse con el Creador gracias a César. Y decías que incendió treinta aldeas, ¿verdad? Pues eso también es una invención vuestra, porque no fueron aldeas, como las míserables que salpican este reino, sino ciudades amuralladas, bellas como las cortesanas florentinas, tan hermosas que tú no puedes ni soñarlas. Sí, todo eso hizo el Borgia, y sin necesidad de arrepentirse por ello, pues su padre, el representante de Cristo en la Tierra, le absolvió siempre de su culpa. Y eso fue así porque sus enemigos no eran mejores que él, muchos hasta le aventajaron en perversiones y malevolencia, pero nunca, jamás, lo hicieron en astucia...
¿Te santiguas, mi supersticioso amigo? ¿Crees que a César puede conjurársele, como a la terrible tormenta que azota este erial fronterizo? Deja que me ría, pobre imbécil: los mejores artistas del mundo, los que pintan y esculpen figuras que, de puro perfectas, parecen vivas, tomaron como modelo las facciones de César para representar a Nuestro Señor. Así que cada vez que te arrodilles ante un crucifijo, que contemples un retablo o que reces ante una Santa Faz, te estarás condenando, pues según lo que antes has dicho, Borgia es el Anticristo, aunque yo te diga que su hermosura inspiró a tantos hombres de talento.
Ahora no queda nada ya de todo eso. El mal que en Francia llaman "español", en Italia "francés" y en España "italiano", ha deformado de tal manera su rostro, que se avergüenza de enseñarlo y prefiere llevarlo siempre cubierto....

-¿Cómo vos, señor?

-Sí, justamente igual que yo. Y tampoco es verdad que pactara con el Diablo para huir del Castillo de Medina. Tan sólo lo hizo con el rey Juan de Labrit, y por eso ahora está aquí, en Navarra. Reino que, a quien que desfiló en triunfo por la Via Apia, no puede dejar de parecerle más que el esquinazo donde las arañas tejen su tela para atrapar a su presa. Y yo soy esa presa, lo sé bien. Porque sé bien qué es lo que busco...

Apuró el enmascarado la jarra de vino aguado que sostenía con su mano derecha, mientras con la izquierda desataba un tanto la gorguera de su jubón, lo suficiente como para dejar ver la camisa, de debajo de la cual extrajo un precioso medallón de plata y esmaltes que puso frente a los ojos de Martín.

-¿Te gusta? Fue realizado por uno de los mejores orfebres de Ferrara, que es como decir uno de los mejores de Italia. Hacía juego con unos pendientes de la misma forma y diseño, pero como ya nunca más he de ver a aquella que, al girar graciosamente su semblante, los hacía tintinear con la misma armonía con la que resuenan los coros de los ángeles, éste será el último regalo que hará el Borgia.
Un charlatán de taberna como tú, tendrá seguro un amor en algún rincón de este andrajoso lugar que es Navarra. No hace falta que me contestes, rufián, ni tengas miedo de que que yo pretenda arrebatártela. Ya no. Además, no he visto en los tres meses que llevo en este infierno ni una sola mujer que mereciera que volviese mi cabeza para admirarla...
Pero cuando le entregues esta joya, y reluzca en su pecho, y le cuentes que perteneció a César Borgia, e inventes las más fantásticas y calumniosas historias sobre mí para impresionarla, recuerda bien su simbolismo, pues tiene la forma de una caracola, que indica que por muchos mares que tenga que cruzar, nunca serán suficientes como para olvidar a quien os digo que posee los pendientes a juego; y el camino de cobre que serpentea en su interior formando un intrincado laberinto, significa que no hay vereda tan tortuosa como para impedirme volver a su lado; y los pequeños trozos de esmalte que adornan la pieza son de tres tonalidades: amarillo suave, como los trigales maduros de la Romaña y como los pergaminos firmados por mi padre el Papa, con los que legitimaba todos mis actos, hasta los más innobles. Y hay también fragmentos de color violeta, como los lirios del valle que ni el rey Salomón en toda su gloria podía igualar, y como el vestido que ella llevaba la última vez que la vi; y tiene también pequeñas y brillantes gotas rojas, como de sangre, porque toda la que derramé es la que me aleja ahora de ella para siempre. Recoge el medallón y haz feliz a quien ames, que nada más sacarás de este mundo, mi exagerado amigo. Y márchate ya, que donde yo voy no necesito compañía...

Poco antes del amanecer, vieron salir del campamento a César Borgia. Llevaba puesta su mejor armadura, la de hechura milanesa, aquella que en su peto traía grabada la divisa: "Aut Cesar", y en su espaldar: "Aut Nihil". Salió al galope, solo, con los relámpagos reflejándose en el metal que le cubría de la cabeza a los pies. Tan brillante, joven y fugaz como un cometa.

Sólamente llevaba consigo su espada y el estandarte del rey, pues era al fin y al cabo el Capitán General de los ejércitos navarros. Pero cuando trajeron su cuerpo de vuelta al Real, sobre el mismo honorífico pavés que se empleaba para alzar a los reyes de esta tierra, como a guerrero tan principal correspondía, ni siquiera eso le habían dejado encima sus asesinos.

Dicen que se lanzó contra una docena de ellos, y que antes de recibir la primera herida, fue capaz aún de matar a cuatro de ellos. Si lo hizo por hartura, por sentirse definitivamente derrotado o porque simplemente pensó que era capaz de vencerlos a todos, se llevó la explicación a la tumba...

El caso es que toda Viana pasó ante su cádaver, y pudo entonces ver Michelet que César tenía razón, pues con apenas un paño blanco cubriéndole la cintura, era talmente idéntico al Nazareno, y que hasta la lanzada mortal asestada por los fementidos traidores Garcés de Agreda y Pedro de Allo, le había entrado por el mismo costado que a Nuestro Señor.

Ordenó el buen rey Juan de Labrit que se hiciera un suntuoso sepulcro para su cuñado en Santa María, y oró ante él pidiendo que por fin aquél a quien todo el mundo temía, hubiese encontrado el reposo eterno.

Su medallón acabó, como él mismo había pronosticado, en el pecho de una dama navarra que, a pesar de su juicio tan severo sobre las nativas de este reino, hubiera seguro encantado al Borgia de haberla podido conocer, cosa que Martín agradece vivamente a los cielos que no llegase a ocurrir, pues era aquel caballero, aunque cruel y despiadado, fascinante y arrollador.

Y hasta hay quien dice que viajó el contador de historias a Ferrara para recuperar los famosos pendientes de los que César le había hablado, y así poder ofrecérselos también a la nueva dueña del medallón, pues era muy cumplidor don Martín.

Pero esa ya es otra historia...





© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 17 de noviembre de 2010

ESTANDO DE ROMERÍA...



Está Ujué tan batido por los vientos como suele acontecer en aquellos contornos, que son morada favorita del dios Eolo en todas las estaciones del año. Y está también tan precioso como siempre aquel lugar a la luz del desgarbado sol de otoño.

No ha sido malo el viaje, a pesar de que no hace tanto tiempo que quien guía el carro aprendió a hacerlo, y eso que el camino real estaba bastante concurrido, sobre todo a su paso por Tafalla, donde fue necesario amansar un tanto los caballos por ver de no atropellar a los despreocupados, que, no sabiendo lo que se les venía encima, cruzaban tranquilamente las calles. Y es que es el conductor de mucho dejar volar la imaginación, cosa funesta para esos menesteres, y no puede evitar apartar la vista del camino al pasar por el muy hermoso y colorido palacio de Tiebas o por la fortificada Santa María del Pópulo, en el apretujado caserío de San Martin de Unx, cosa que disgusta, y con mucha razón, a la señora de Linzoain, que a más de ser la otra viajera del carro, sabe guiarlos mucho mejor que su ocasional chófer.

El caso es que, advertidos del colapso de vehículos que siempre se produce junto al santuario, prefieren aparcarlo cabe el frontón, donde hay muchas matas y cardos que podrán los caballos degustar, pues no es su dueño muy amigo de gastar mucho en pienso compuesto, y apura las fuerzas de las pobres bestias hasta que sus estómagos están casi en la reserva. Ni qué decir tiene que el propio carro no ha recibido un lavado al menos desde que don Luis de Beaumont marchó a las Albanias, pero Dios provee en ese aspecto haciendo llover abundantemente en estas tierras, aunque no lo suficiente como para que no se adviertan en el polvo adherido a la parte trasera, alguna que otra jocosa inscripción hecha de muy mala fe por algún amante exaltado de la limpieza ...

Pronto empiezan los dos a trepar por las empinadas calles, y sale por las ventanas abiertas de muchas de las casas, aroma a garrapiñadas, que el conductor prefiere no catar desde que una vez, siendo pequeño, no es que cayera en una marmita llena de ellas, pero sí que se dio tal atracón, que nunca ha podido volver a mirarlas con los mismos ojos. Bueno, lo cierto es que no era tan pequeño, incluso puede que haga poco tiempo de tan estrambótico suceso, pero no estará de más recordar que nueve de cada diez galenos consultados, alaban lo sanos que son los frutos secos para el cuerpo y el alma. Si no advierten también de la cantidad recomendada, no podrán extrañarse luego de que haya quien se coma las almendras por saquetes de a cinco arrobas…

Mas no es esa la única tentación gastronómica que han de sortear los viajeros, pues nada más llegar a la plaza, les asalta el dulce sonido del pan al ser desmigado sobre las cacerolas bien untadicas en sebo, y aunque ella aguanta mejor el hambre, en el fondo ambos piensan, al ver caer en el guiso buenos trozos de tocino, que es una suerte seguir la fe de Cristo y no la de Mahoma, cuyos fieles tienen prohibidas esas ambrosías. Y pues la hora de comer no es llegada aún, pero no anda muy lejana, allá que va el guía a pedir mesa y asiento para dos, pero como no han mandado mensajero al alba, resulta que están todos los sitios ocupados, y es que esto de organizar los viajes no es algo que vaya mucho con el que se ciega por las garrapiñadas y por las sanjaimetas, que debían ser otros dulces que hacían en Ujué, aunque nadie tenga ya memoria de ellos, salvo dos o tres pobres encerrados en el hospital de los locos. Y si aún no lo están, deberían estarlo…

Antes de que las tripas comiencen a sonarles como tambor agujereado, las engañan los dos con dulces muy variados que el dueño del carro suele llevar siempre consigo. Y a quien le parezca mal esta costumbre, que recuerde que en ningún capítulo de los Santos Evangelios quedó escrito que Nuestro Señor no fuese laminero o que no comiera regalices y caramelos de selz. Sí, es cierto que tampoco dicen esas sagradas escrituras que lo hiciese alguna vez, pero este concreto detalle no tiene importancia alguna para lo que estamos relatando...

Así que con unos pocos regalices rojos –en honor sin duda al color divisa de los reyes de Navarra- en la faltriquera, llegan por fin a la bella portada de la iglesia, donde un gallo muy elegante recuerda a todos los que le miran, que aquel tímpano fue sufragado por quien a su lado ora eternamente ante Santa María, el muy noble y fiel obispo Robert Le Coq, que siguió en todas sus aventuras por Francia a don Carlos II, rey de Navarra. Y tan devoto se mostró de la real persona, que hasta emprendió por seguirle el duro camino del exilio, si bien no conviene olvidar que, de no haberlo hecho, el monarca francés lo hubiera hecho descabezar, que es costumbre al parecer muy francesa cuando de conjurar traidores se trata.

Y se embala el guía con estas y otras explicaciones, tanto que ya está la señora de Linzoain temerosa, cual si debiese cargar en brazos con una gruesa plancha de metal –que el vulgo conoce como “chapa”- por andar en compañía de aquel bergante, que no calla tampoco en el interior del templo, que de puro brillante parece recién construido.

Y le habla y le habla allí dentro de la sin par imagen cubierta de plata que preside la nave, de los escudos que su trono lleva insertados, de los que aparecen en las claves de las bóvedas, de las pinturas del coro, donde al parecer, pues está el acceso cerrado y ellos no pueden verlas, aparecen representados tres caballeros con gesto muy asustado, al darse de bruces con tres esqueletos de muy fatídica sonrisa.

Y objeta el novel conductor a la noble señora que lo acompaña, que no le parece nada puesto en razón haber rodeado las columnas que sostienen el sotocoro con cristales muy gruesos, para que se puedan ver sus basas, y no haber hecho lo mismo en la zona del altar, donde el canso parlante ha leído que aparecieron tumbas de aquellos señores romanos que hace siglos anduvieron por estos pagos, y que tuvieron la suerte de nacer sabiendo latín, pues es muy ardua tarea aprenderlo luego, sobre todo si es tu preceptor hombre necio y fatuo. Y siente también mucho el guía que el corazón del rey Carlos esté de tournée por el Bearne, pues le hubiera gustado mostrárselo a su acompañante.

Así que tras ofrendar dos cirios a Santa María, que tiene que pagar la señora de Linzoain -sin que esto vaya en desdoro de la generosidad del guía, pues lo que sucede es que fue éste esquilmado de todos sus febles carlines en el peaje de carros de Tiebas-, salen a recorrer el paseo de ronda, que es aquella gótica balconada la más bonita, no sólo de Navarra, sino de muchas otras naciones de la cristiandad. Y aún tienen tiempo los viajeros de ver otra puerta, menos artísitica que la principal, pero también muy bonita, y aparece en ella representado un lebrel que sostiene entre sus patas una flor de lys, y ello quiere representar que el rey de Navarra jugaba con el de Francia lo mismo que un perro de caza con su presa. O eso cuenta el desatado guía mientras la señora se lanza escaleras abajo para abandonar aquel fortificado recinto antes de que estalle la cabeza por tanto dato y tanta historia concentrada en tan poco espacio de tiempo…

Ambos han visto al llegar, justo al inicio del pueblo, una nueva posada donde hallan al fin honroso acomodo, y es bien cierto que comen allí como condes o duques, no faltando las migas en la carta de manjares a disposición de los viajeros. Y es aquella comida de la que conviene regar con abundante vino, pero por mor de tener que conducir el carro, y por miedo a encontrarse en el camino con los prebostes del rey, ha de conformarse el guía con dosis de cardelina, y es que dicen que un carro te da mucha libertad para ir a donde quieras, pero nadie te habla de la que te resta en lugares tan señalados como la mesa…

Y aún antes de abandonar Ujué, con las últimas horas de la tarde, tienen tiempo de visitar el amplísimo comercio que allí posee maese Urrutia, muy surtido de buenas pastas y de muchos otras delicadas viandas. Y compran allí dos cosas. Él una tableta de algo que llaman “chocolate”, y que diz que es dulce especia venida de lejanas tierras allende el mar, y ella un mágico ungüento hecho con aceite de oliva, que dicen que deja la piel tan suave como el terciopelo de Flandes, aunque quien esto suscribe jura y perjura que no le hacen falta tales pomadas a la señora de Linzoain para deslumbrar al personal con su belleza. Queda dicho.

Y es el viaje de vuelta a Pamplona también tranquilo, salvo alguna contadísima distracción del guía y cierta dificultad a la hora de aparcar “en recta lignea.” Y no cuentan tampoco las crónicas si le salieron a la dama arrugas de preocupación o canas de miedo, aunque no lo creemos, por ser mujer valiente y osada…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

EN EL FOSO DE LOS LEONES



Es la villa de Bilbao hito señero y principal del señorío de Vizcaya, y sede también del equipo de torneo que los odiados señores de Haro alientan y protegen como su joya más preciada.

Carlos y Agnes, príncipes de Viana, han viajado hasta allí de incógnito, pues ha llegado a sus oídos que en el extraordinario castillo que en medio de la ciudad se alza, se acumulan por breve plazo muchas pinturas confeccionadas en la tierra natal de la infanta, rescatadas del naufragio de un barco flamenco que encalló hace pocos días en Machichaco. Y ella, aunque muy hecha ya a la vida en la corte navarra, quiere contemplar todas aquellas maravillas, pues a ratos siente nostalgia de los lugares donde transcurrió su infancia y de las gentes que en ellos vivían.

Indudablemente es el palacio en cuestión digno de verse, y aunque Carlos prefiere la cálida piedra del de Olite al frío acero bilbaíno, no puede negar que su arquitecto merece todos los elogios y parabienes, al contrario que el autor del cercano edificio que, por su forma y aspecto –un cubo gris y anodino- se comprende enseguida que es obra de cierto arquitecto al que los propios príncipes desterraron de Navarra después de que con una desatinada intervención, destrozase su residencia pamplonesa en la Navarrería…

El caso es que está la entrada al recinto muy vigilada, y como los Haro apresarían muy gustosos a Carlos y Agnes si supieran que se encuentran en pleno corazón de sus dominios, han de hacerse pasar los dos por carboneros y entrar por la puerta trasera. El interior es aún más fastuoso que el interior, y es que es aquel espacio tan inmenso, que no lo llenaría ni toda la arena del Sinaí. Hay otros cuadros y esculturas allí además de los que han ido a ver, pero se les antojan poca cosa ante las dimensiones de las quebradas paredes metálicas que les sirven de continente.

Ni siquiera les resulta sencillo orientarse en medio de todos aquellos monumentos desperdigados por los amplísimos salones. Casi se marean dando vueltas y más vueltas en sinuosos laberintos confeccionados con lo que parecen ser miles de oxidadas armaduras, hasta que encuentran la salida y la dirección correcta para poder ver las tablas pintadas por los paisanos de la princesa. Ambos echan en falta unos carteles que indiquen la trayectoria, pero es característica muy señalada de los habitantes de esta ciudad hacerlo todo a lo grande…

Ha merecido el viaje la pena, pues son aquellas pinturas realmente hermosas, y además va doña Agnes desgranando sus recuerdos a la vista de muchas de ellas: los ríos helados en los que patinaba, las casas de rojo ladrillo y empinadas cubiertas, los tulipanes que adornaban todas las mesas, los campesinos descansando de sus labores en las tabernas, los ricos burgueses posando para la posteridad, presumiendo de lo conseguido tras toda una vida de arduo trabajo, los minuciosos bodegones con rebosantes copas de transparente y pulido cristal…
Creen haber visto ya todos los lienzos cuando inesperadamente, tras una gruesa cortina azul, divisan uno precioso, mucho más aún que los otros que tanto les han gustado. Aparece en él representado un joven y apuesto geógrafo desempeñando su oficio, con un compás en la mano y expresión muy concentrada. La luz lateral que le ilumina, y con él a toda su habitación, decorada con detallistas cartografías, está tan bien reflejada que parece como si aquel cuadro contuviese dentro de sí toda la fuerza del sol de mediodía.

Tentados están Carlos y Agnes de sacarlo de su marco, enrollar la tela y guardarla dentro del falso saco de carbón que llevan a la espalda, pero el camino hasta la frontera de su reino es largo y, además, eso sería comportarse igual que los señores de Haro cuando reclutan a caballeros navarros para su equipo, y por tanto tras admirarlo un buen rato, abandonan aquel brillante castillo por la misma puerta por la que entraron, y aún tienen ocasión de asombrarse a la salida con otras rarezas como una araña gigante y un perro lleno de flores, mucho más insulsas sin duda que las que pueblan los verdes jardines del palacio de Tafalla…

Y como no es cosa de echarse de nuevo a los caminos sin hacer acopio de fuerzas, se lanzan a recorrer las calles en busca de un lugar donde poder comer algo de fundamento, pues es esta villa pródiga en tabernas de muchos y variados estilos, e incluso encuentran una decorada con hermosos azulejos y marqueterías moriscas, que además lleva el nombre de la capital de su reino, por lo que la estancia en ella es de muy agradable reposar. A pesar de ello, no da sosiego a Carlos que en todas ellas abunden los pretenciosos colores de los Haro y las imágenes de muchos caballeros que bajo esa divisa participaron en las conquistas de algunos triunfos pretéritos, y es que aunque sus seguidores parezcan no admitirlo, bien sabe el príncipe que todas aquellas victorias debieron producirse allá por los tiempos de don Carlomán. Y aún le duele más que sea su propia hermana, Leonor, quien patrocine los últimos años a este equipo, que en su sobreveste lleva su nombre impreso para que todo el mundo lo sepa. Y como está casada con el poderoso conde de Foix, que dispone de muchas más rentas que las que la corona navarra puede dedicar para que el equipo de Pamplona pueda competir en igualdad de condiciones, saltan chispas siempre que se enfrentan en duro y heroico combate…

Pero como no son estos asuntos deportivos cosa en que la princesa tenga interés alguno, hora es de hacer de tripas corazón y capear la tormenta rojiblanca dando buena cuenta de una rica sopa de pescado y un estupendo bacalao, que es aquella tierra lugar providencial para cocinar peces tan salados. Y después, para bajar el condumio, pasean por las abigarradas Zazpi kaleak, que son a saber: Somera, Artekale, Tendería, Belostikale, Carnicería Vieja, Barrenkale y Barrenkale Barrena.

Y es que a pesar de lo ya expuesto, es aquella ciudad muy hermosa, aunque no tanto como Agnes con las gotas de sirimiri perlando sus cabellos, como si fueran los esplendentes puntos que señalaban las ciudades en los mapas del geógrafo aquel del cuadro…







© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

A LAS BARRICADAS...



Barcelona, martes 27 de julio de 1909

La huelga general convocada para protestar contra la movilización de reservistas para la guerra de Marruecos mantiene totalmente paralizada la ciudad desde ayer. Las barriadas, con la policía y el ejército acantonados en sus cuarteles, han amanecido en manos de Solidaritat Obrera, el poderoso sindicato anarquista. Y de repente, sin saber muy bien quien dio el primer grito, las gentes abandonan las barricadas y recorren las abarrotadas calles para lanzarse a incendiar los conventos y colegios religiosos.

Antes de arrojar las antorchas, reúnen en su interior los bancos, los retablos, los cuadros y todo lo que pueda hacer arder más rápidamente aquellas enormes construcciones. Sus moradores, monjas, frailes y legos, han sido desalojados previamente, porque lo que importa es poner de manifiesto la inaudita riqueza que allí se ha acumulado durante siglos, mientras el paupérrimo proletariado moría de hambre a su vera.

Alcanzan finalmente ante el monasterio de Valdonzella, que ha sido abandonado por sus dueñas hace muchas horas. El comité de huelga, seguido de una multitud ansiosa por saber qué esconde aquella clausura, va abriendo puerta tras puerta del inmenso edificio, y al llegar al armario que suponen custodia el tesoro de las monjas, fuerzan sus candados hasta que ante ellos resplandecen por fin el oro y la plata de innumerables cálices y relicarios…

Pasan de mano en mano para que todos puedan verlos, pero no acaban en la mesa de algún joyero poco escrupuloso, sino en la hoguera que ya brama en el coro, pues no en vano el comité se ha encargado de recordar que se fusilará a todo aquel a quien se le encuentre encima cualquier huella de superstición y oscurantismo, y también para demostrar a los odiados burgueses que la ideología anarquista no se vende por precio alguno.

Ya sólo queda en aquella alacena acorazada un último estuche que arrojar a las llamas. Pau Fuster y Quimet Domenech, que llevan la voz cantante del piquete, lo abren con muy poco cuidado y, ante sus ojos, aparece un antebrazo engastado en plata dorada, con cada uno de sus cinco dedos adornados por anillos de lujosa pedrería…
-¡Al fuego con toda esta porquería! –gritan enfurecidos-, pero Francesc Laixertell, que es estudiante en la facultad de Historia, repara en la leyenda y el escudo que recorren su base. Dice así:

Sanct Carles de Viana. “Tanto curo, quanto toco”.

-¡Alto! –grita-. Éste no podemos destruirlo…

-¿Y por qué no, si puede saberse?

-Porque este brazo perteneció a uno de los nuestros.

-Los nuestros nunca han tenido tantas joyas como ese despojo que te empeñas en salvar, Francesc.

-Los anillos son adornos de monja histérica, pero esta reliquia pertenece al príncipe de Viana, que luchó por la libertad de Cataluña y de Navarra combatiendo contra su padre, el tirano y déspota rey Juan, igual que nosotros peleamos ahora contra el autócrata Alfonso XIII. Él fue un precursor, un modelo para todos nosotros. Las estúpidas jerarquías católicas quisieron hacerle santo para diluir su ejemplo y apoderarse de su figura. Hasta llegaron a decir que podía hacer milagros y que el mero contacto de su mano sanaba como por ensalmo a enfermos incurables. Por eso cortaron un brazo de su cadáver los monjes de Poblet, el mismo brazo que hemos encontrado aquí, y que ahora volverá a guiar al pueblo, como antaño…

-Bueno, si Bakunin provenía de una familia noble, puedo creer que alguna vez existieron príncipes anarquistas. Quédate con esos huesos si quieres, a una mala siempre podremos hacer caldo con ellos. Pero todo lo demás: ¡al fuego!

Al poco de salir el último incendiario, se derrumba el abovedado techo, y el ruido que provoca el desplome oculta los primeros disparos de los “pacos”, los francotiradores que desde las ventanas de los edificios cercanos disparan contra los amotinados. De repente, Quimet siente que le estalla el pecho y cae estrepitosamente sobre el asfalto escupiendo sangre por su boca. Sus dos compañeros consiguen arrastrarle a duras penas hasta un callejón fuera del ángulo de tiro, pero se ve claramente que la herida es mortal de necesidad.

-Domenech, soy Laixertell. No hay ningún médico cerca, si no hacemos algo pronto vas a morir y no podemos permitirnos el lujo de perder a un libertario como tú, así que vamos a probar si la reliquia de Carles de Viana es o no efectiva…

-Llevo toda la vida huyendo de los santos y ahora que estoy a punto de morir, ¿me vas a hacer besar su estampa?

Pero Francesc ya le ha puesto el dorado brazo sobre el sangrante agujero. Y entonces, aunque los tres hombres presentes jamás reconocerían que “milagrosamente”, el relicario –en medio de un gran resplandor- atrae hacia sí la bala de plomo, y la herida cierra herméticamente tras ella, como si nunca hubiese existido…

-¡Era verdad lo de que “curaba cuanto tocaba”! –grita Francesc entusiasmado-. Ya os dije que Carles era uno de los nuestros…

Al año siguiente, tras la represión que siguió a la que la Historia conocerá como “Semana Trágica de Barcelona”, Solidaritat Obrera cambió su denominación por la de “Confederación Nacional del Trabajo”. Hay investigadores que dicen que su bandera, de colores rojo y azul oscuro, estaba inspirada en el escudo partido de Navarra y Evreux que figuraba en cierta joya medieval que siempre llevaban encima los fundadores de dicha agrupación, pero no es fácil demostrarlo. Lo que sí es cierto es que a pesar de los numerosos tiroteos que en años posteriores se dieron entre las fuerzas del orden y los manifestantes anarquistas, jamás hubo un muerto por herida de bala en las filas de éstos últimos, al menos en las protestas en las que alguno de esos tres fundadores se hallaba presente…

El 19 de noviembre de 1936, en plena guerra civil, cuando por vía telegráfica llegó a la capital catalana la noticia de que Buenaventura Durruti había recibido un disparo en Madrid, Francesc Laixertell -el último superviviente de nuestros tres protagonistas-, fue abatido por un francotirador en la plaça del Diamant, cuando se dirigía a buscar el relicario del príncipe de Viana para salvar la vida del legendario líder anarquista, pues sólo él sabía ya dónde se custodiaba tan preciada joya. Su muerte, además de traer aparejada la de Durruti, trajo también consigo la desaparición del último resto del compañero Carles Evreux.

A día de hoy, sigue sin conocerse su paradero…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 26 de octubre de 2010

LOS VIEJOS OLVIDAN...



Olite, 5 de noviembre de 1415

Sopla fuerte el cierzo allá afuera, y por mucho que los criados se afanan en mantener caldeada la habitación reponiendo los troncos en las amplias chimeneas, el rey no puede quitarse de encima el frío que le cala hasta los huesos. Desde que hace unos meses falleció la reina Leonor, siente como si la muerte se hubiera enseñoreado del castillo, y él mismo ha contribuido a ello encargando a su maestro de obras, el flamenco Jehan de Lomme, un sepulcro magnífico, como nunca otro rey de Navarra haya tenido jamás.

Primero ha hecho tallar el semblante de su esposa, que el artista ha tenido que realizar únicamente en base a la descripción que de ella hizo el soberano. Y luego el propio Carlos ha posado durante agotadoras jornadas para que su retrato sea lo más fidedigno posible. Precisamente en medio de una de esas sesiones oye sonar la trompeta del guardia de la torre de la Atalaya, anunciando que llegan mensajeros. Por la ventana distingue las flores del lis que surcan la bandera del legado que cabalga hacia el castillo.

-Podéis continuar con vuestra labor, Jehan. Yo iré mientras tanto a recibir al visitante en el salón de audiencias, pues si ve vuestra maravillosa obra, cuando vuelva a París explicará a su señor hasta el mínimo detalle de mi tumba, y éste ordenará copiarla con esmero para no ser menos que yo. Le conozco demasiado bien, es un resentido…

La corona cuelga de uno de los reposabrazos del trono. Se la coloca sin ceremonia alguna antes de sentarse, y después ordena que entre el viajero, que es efectivamente un heraldo de la corte francesa, que dice llamarse “Montjoie”. Así habla ante el boquiabierto Consejo Real de Navarra:

-Sabed, Majestad y señores todos, como hace apenas diez días, festividad de los Santos Crispín y Crispiniano, junto a la aldea de Azincourt, quiso Dios enviar un castigo ejemplar contra el orgulloso reino de Francia, que envanecido del poder alcanzado por sus nobles se creía invencible. Pero bastó una sola batalla para deshacer a la flor y nata de la caballería. Y no fueron otros caballeros como ellos quienes lo lograron, porque los ingleses no tenían apenas monturas, y era su número cinco veces inferior al de nuestras tropas, sino su bárbaro populacho, armado con largos arcos de madera de tejo, que una y otra vez enviaron lluvias de mortíferas saetas sobre nuestras líneas, hasta que al atardecer más de nueve mil franceses yacieron muertos sobre el campo.

Y sabed también que el comandante de los ingleses fue su propio rey, el magnífico soberano Enrique, o Harry, como ellos le llaman. Y que cuando todos sus lugartenientes le intimaban a rendirse, les animó con tan bellas y atinadas palabras, que os digo que ni aquel Alejandro arengando a sus macedonios pudo igualársele, pues tocó el aterrado corazón de soldados tan aguerridos como Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury o Gloucester, diciéndoles que no quería ni un solo hombre más con él de aquellos que en ese momento dormían tranquilos en Inglaterra, pues cuantos menos fueran, más Gloria les tocaría para repartir, y de esta manera serían sus nombres recordados por las generaciones futuras hasta el fin de los tiempos, y todos brindarían por ellos con copas rebosantes cuando llegase cada año la fiesta de San Crispín...

Y fuese por mediación de santo tan poderoso, o por el legítimo deseo de Nuestro Señor Jesucristo de castigar nuestra soberbia, el hecho cierto y milagroso es que apenas 15 caballeros ingleses perecieron en la refriega, y ahora es dueño el príncipe Harry no sólo de su brumosa isla allende los mares, sino también de la dulce Francia, y ha sido ya concertado su matrimonio con la princesa Catalina, de tal forma que el heredero que les llegue, reinará sobre ambos territorios, que al fin alcanzarán la paz tras tantos años de luchas y combates.
Esto es todo lo que me ordena comunicaros mi señor el rey Carlos VI de Francia, vuestro amado primo.

Y manda entonces el rey de Navarra, no en vano apodado “el Noble”, que sea conducido el emisario a la estancia más confortable del imponente castillo, para que pueda descansar tras llevar a cabo la misión encomendada. Y cuando queda solo en la cámara regia, piensa don Carlos que, si su padre hubiera jugado mejor sus cartas y hubiese alcanzado el trono francés, como por derecho le correspondía, ahora sería él mismo quien hubiera tenido que enfrentarse al gallardo e invencible rey inglés, hijastro por cierto de su hermana Juana, casada con el anterior rey de Inglaterra, el muy valeroso señor Enrique IV de Lancaster. Y al darse cuenta de semejante posibilidad, se alegra por primera vez en muchos meses, pues comprende entonces que vale mucho más gobernar pacíficamente un reino pequeño como Navarra, que andar peleando toda la vida por uno más grande pero imposible de administrar. Y se asoma a la ventana para contemplar las cercanas torres de Santa María, de San Pedro y también la del Chapitel, que mecen con sus campanadas las horas de su tranquila corte.

Y en esa paz doméstica y serena, no siente ya envidia ninguna ni del ambicioso inglés ni del petulante francés. Y sí, puede que allá arriba, en Ujué, el corazón de su belicoso padre palpite de indignación ante semejante desenlace, mas él ya tuvo su oportunidad de regir Navarra, y sólo la Historia podrá juzgar quien lo hizo mejor, si el padre o el hijo…

Y fue esto escrito la noche del día de San Crispín y San Crispiniano, 25 de octubre de 2010, 595 aniversario de la muy famosa y ejemplar batalla de Azincourt.




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 21 de octubre de 2010

AGITADO Y NO MEZCLADO



Tierra Santa, octubre de 1238

El ejército navarro lleva bloqueado casi un mes en el último puesto avanzado que la milicia del Hospital de San Juan de Jerusalén posee en el desierto occidental de Siria. El agua y los víveres están acabándose, y la guarnición comienza a padecer una enfermedad cuyos síntomas principales son la caída del pelo a mechones, violentas hemorragias y una súbita hinchazón de las encías, que se esponjan de tal forma que los dientes acaban por desprenderse de su anclaje…

Los médicos no saben muy bien a qué dolencia se enfrentan, al menos hasta que el hermano Lorenzo, sargento de los hospitalarios con más de veinte años de servicio en ultramar, les hace entender que si no consiguen pronto fruta y hortalizas frescas, todos morirán sin remedio. Él ha visto ya casos parecidos como para saberlo bien…

Lo malo es cómo conseguir aquel remedio vegetal en medio del erial de arena en el que se encuentran. Cristianos nativos han oído hablar de que, cabalgando un día hacia donde sale el sol, se halla la mítica fortaleza de Alamut, la sede de la mortal secta de los Hashishin, los Asesinos, ciegamente fiel a su líder, al que todos conocen como el “Viejo de la montaña”. Y que allí, en sus maravillosos jardines, crecen manzanas y peras de tal calidad que una sola de ellas basta para alimentar y sanar a toda una escuadra…

Y hacia allá que parte al alba el rey Teobaldo, pues nunca ha considerado honorable enviar a otro a cumplir la tarea que él mismo pueda llevar a cabo. Sólo trae consigo a su caballo Jasón, su espada, su escudo, y un saco donde traer los frutos que sus tropas necesitan. Sí que ha consentido en vestir las negras ropas de los seguidores de Hassan Al-Sabbah, y en aprender unas pocas frases de la algarabía que aquellos utilizan.

Al amanecer del siguiente día, la leyenda se hace realidad ante sus ojos, y un inexpugnable monte, en cuya cima refulgen las nieves eternas que envuelven el dorado castillo de los Asesinos, se alza ante sus ojos. Tras ocultar su montura comienza la penosa ascensión hacia la cumbre, y sólo su pericia guerrera le hace evitar a los centinelas del Viejo. La camisa acolchada y la cota de malla que le ahogaban en el desierto, le dan calor ahora que lleva ya un buen rato pisando escarcha. Cuando alcanza la poterna, que tiene alzado el blindado rastrillo, intenta recordar la contraseña que ha de dar al guardia. Así le habla:

- Alá, ez da Hura beste jainkorik!

Y a medida que las palabras salen de su boca se da cuenta de que ha empleado la lengua de Navarra en el saludo, y no la arábiga como le habían indicado que hiciese. Y lamenta su mala cabeza, pues muchas veces, debido a los nervios, le sucede emplear una lengua cuando le correspondería hablar otra, pues además de esas dos conoce el latín, la langue d'oil y el romance navarro. Así que acaba velozmente con la incomprensión del vigía recitando la aleya en el mismo idioma del profeta:

-¡Alá, no hay dios sino Él!

Y cuando con esa invocación traspasa los gruesos muros, queda asombrado porque en aquel recóndito lugar rodeado de nieve, puedan crecer árboles tan fecundos, cuyas ramas se doblan por el peso de sus frutos. Pero hay demasiada gente en aquel Edén como para intentar cogerlos ahora. Así que descansa en el jardín mientras aguarda a la cercana hora de la oración, que el ascético y anciano Hassan preside en un salón de paredes de jaspe, sentado en un trono de oro macizo. Los adeptos no levantan la cabeza del suelo mientras escuchan su prédica:

-¡Cuidado! Os avisamos.
Somos los mismos que cuando empezamos.
Gentes ignorantes que antes nos tenían miedo,
cogen confianzas que nunca les dimos.
¡Cobardes!, que van de valientes,
hablando de nosotros mal ante la gente.
Vuestro entorno huele a podrido,
Vuestras palabras, son ladridos…

Y entonces todos comienzan a gritar:

-¡Hash, hash, hash!

Y una embriagadora humareda como de incienso se extiende de repente por la estancia, provocando el alboroto, las risas y las aclamaciones de todos los presentes.

Precisamente ese momento de locura general es el que Teobaldo aprovecha para volver al ahora vacío jardín y comenzar a recolectar todas las peras y manzanas que su alforja es capaz de albergar. Pero nada escapa al ojo del Viejo de la Montaña, que tiene prohibido a sus hombres tocar aquellos árboles, así que haciéndolos callar enérgicamente, los lanza en persecución de Teobaldo, que ya corre como el diablo hacia la puerta.

De un fuerte tajo de su espada corta la soga que sostiene el rastrillo, que cae vertiginosamente mientras el rey se lanza al suelo para franquearlo. Cuando casi está al otro lado, se desprende de su cabeza el turbante que cubre la diadema real de Navarra, que recupera en el último instante, cuando ya el portón roza el suelo y está a punto de atrapar su brazo.

Se incorpora y sigue corriendo, con el tiempo justo de mirar hacia atrás y ver que los asesinos están saltando los muros para intentar darle caza, animados quizás por aquel extraño incienso cuyos efectos desconoce. Teobaldo sabe que no tardarán en alcanzarle si no adopta alguna medida desesperada, y recuerda entonces el adiestramiento que recibió en las más altas montañas de su reino por parte de los agentes del rey de Inglaterra, aquellos que tienen licencia para matar…

Así que suelta las bridas que sujetan su escudo a la espalda, y el carbunclo dorado de navarra y la banda de plata de Champaña brillan fugazmente antes de ser arrojados al suelo cubierto de nieve. De un salto toma impulso y comienza a deslizarse sobre el broquel ladera abajo, mientras oye las maldiciones a sus espaldas. Y no mentiremos si decimos que varias veces estuvo Teobaldo a punto de despeñarse por las quebradas de aquella infernal montaña de Alamut, pero quién sabe si por la especial predilección que su dinastía tuvo siempre por los ángeles del cielo, todos esos brincos acabaron de buena manera, hasta alcanzar el punto donde Jasón esperaba a su señor, quien, picando espuelas, volvió al campamento navarro a toda velocidad, donde fue recibido como soberano tan ilustre merecía.

Y cuentan quienes pueden atestiguarlo, que esas frutas curaron a todos los enfermos, incluso a los que ya habían perdido la esperanza de sanar, y que sus semillas fueron traídas por el rey a Navarra, que ya dice el príncipe de Viana en su Crónica que: “mucho amaba Teobaldo I la buena fruta”.


Lo que no recuerdo bien si dice el príncipe es que también se trajo su antepasado las semillas de aquellos insólitos inciensos del Viejo de la Montaña, y que las plantó en los jardines reales de Olite. Y eso que don Carlos debió conocerlas, pues en sus tiempos todavía crecían muy verdes y frondosas en aquellos mismos vergeles…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010