Es Cirauqui villa muy principal del reino de Navarra y del camino que, siguiendo las estrellas, lleva a Compostela. Pueblo cuajado de hermosas y nobilísimas casonas y con la iglesia de San Román sirviéndole de corona. Y hay en la portada de este templo una figura que muestra la postura que adoptan muchos inocentes peregrinos en el preciso instante en el que les es presentada la factura de ciertos albergues que, olvidando la cristiana ley de la caridad, se abandonan al lucro más indecente...
Justamente a investigar tamaños abusos, ha enviado el príncipe don Carlos a dos de sus mejores agentes para inspeccionar la merindad de Estella, que no le parece cosa puesta en razón que cuando vuelvan a sus países de origen, cuenten los santiagueros que padecieron en Navarra mal servicio y aun latrocinio más que cierto.
Y empezar por Cirauqui ha sido decisión muy acertada, no porque allí sus comerciantes se dediquen a tan condenables actuaciones, sino porque como quedó dicho, es lugar muy hermoso y digno de visita, donde aquellos romanos que anduvieron también por Ujué, dejaron una calzada y un puente de muy notable fábrica. Y aunque dicen que aquellos señores andaban en falda corta por todos los sitios, no está el día para imitarles la costumbre, sino para iniciar las indagaciones que les ha encomendado el príncipe.
Y como le suele acontecer al protagonista de esta historia, que parece como si el demonio le guiase en estas ocasiones, resulta que el primer establecimiento al que entran buscando cobijo, está presidido por una camisola con los odiados colores de los señores de Haro. Y al verla allí expuesta, se enfrían repentinamente las hirvientes infusiones y hasta pierden sabor las otrora dulces coronillas, si bien estos síntomas no son percibidos en absoluto por su compañera, que es mucho más práctica y no se inquieta lo más mínimo por estos asuntos de banderas y torneos. Y bien tranquila que vive sin tan absurdas preocupaciones...
Y vueltos de nuevo al camino, la emprenden ahora hacia el valle de Yerri, cuya puerta de entrada no está muy clara, y Alloz mejor es por aquí, o Alloz mejor no, pero el caso es que hay que estar muy atentos, pues son las carreteras muy estrechas por aquellos lares y hay que andar con cuidado para no atropellar a los muchos peregrinos que se dirigen hacia la ermita de Santa Catalina de Azcona, donde pueden alcanzarse un millar de indulgencias plenarias contemplando uno de los capiteles más bellos tallados en este reino, que presenta a dos iracundos caballeros combatiendo fieramente por el amor de una atribulada y algo coqueta dama. Y sabe el viajero el secreto que encierran esas figuras, y así como se lo desvela en ese momento a su compañera, que es también mujer por la que merece la pena emprender batallas, promete descubrírselo en un futuro próximo a quien en estos asuntos ande también interesado...
Tras ser muy bien abastecidos de viandas por los señores de Dulanz en Abarzuza, es el monasterio de Iranzu, que parece una gran embarcación avanzando entre la niebla, la siguiente parada. Más como no es día de fiesta, no está encendida la gigantesca chimenea, que parecen los monjes muy mirados para los gastos que no consideran absolutamente necesarios, y por eso hace bastante frío en el nada iluminado conjunto.
Junto a todas las puertas de las distintas estancias hay un cepillo con un cartel que advierte que, al sentir en su interior el peso de las monedas, encenderá automáticamente una multitud de palmatorias. Pero tras introducir maravedíes, coronas y torneses de todos los tamaños, siguen la sala capitular y la iglesia tan oscuras como al principio, así que juran los dos viajeros que han de contarle al príncipe como despluman estos malhadados frailes a sus visitantes, y malo será que no acaben unos cuantos de ellos recogiendo bellotas en Montejurra, para que aprendan que la Orden de San Benito no ampara la estafa eléctrica en ninguno de los artículos de su Regla Monástica...
Y como sería un crimen no visitar Estella estando tan cerca, ponen rumbo hacia la ciudad del Ega, a la que llegan recién entrada la noche. Y aunque ya se lo imaginaban, comprueban que, como siempre, no hay sitio para aparcar junto a la estación de diligencias, y han de dar por tanto vueltas y más vueltas hasta poder dejar el carro no muy cerca del centro de la villa, más no les importa porque siempre es un placer pasear por la antigua Lizarra y llegarse hasta la muy surtida librería Clarín, donde hojear un volumen tras otro es siempre provechoso ejercicio, hasta el punto de que los caudales que sobrevivieron a la rapiña de los cistercienses de Iranzu, son invertidos raudamente en varios tomos de más que agradable lectura.
Está la calle mayor de lo más concurrida cuando deciden subir hasta San Miguel, cuya plaza está a esas horas desierta. Saludan allí al atareado arcángel, que no les devuelve el gesto, no por hacer gala de mala educación, sino por no perder de vista al taimado dragón que mantiene muy bien picado a sus pies. Mucho se solazan también con las historias de los demás santicos esculpidos en la portada, y en el interior, a la luz de las candelas, expresan sus respetos a don Martín Périz de Eulate y a su mujer doña Toda Sanchez que, muy elegantemente ataviados, observan al maestro pintor que está a punto de terminar el retablo de Santa Elena que poco ha ambos le encargaron. Y es cierto que a quien ha visto los frescos que con el mismo tema ejecutó unos años después don Piero della Francesca en Arezzo, estas tablas de Estella no pueden parecerle sino pálido reflejo, más también es justo reconocer que nada puede objetar al respecto quien sólo sabe dibujar retratos, y eso únicamente si para ello emplea las arábigas cifras del seis y el cuatro...
Y hora es ya de volver a Pamplona para rendir cuentas de las pesquisas al príncipe, pues como era de prever, hace ya rato que los fondos que aquél les entregó para llevar a cabo decorosamente su labor se agotaron. Y aunque es de natural confiado y bondadoso, no va a ser nada fácil conseguir que don Carlos se crea que los culpables de tal desfalco fueron únicamente los voraces benedictinos, y no la prolongada estancia en cierta taberna de la Rúa. Y ya veremos si alguna vez vuelve a encargar una misión a pareja tan diletante...
Justamente a investigar tamaños abusos, ha enviado el príncipe don Carlos a dos de sus mejores agentes para inspeccionar la merindad de Estella, que no le parece cosa puesta en razón que cuando vuelvan a sus países de origen, cuenten los santiagueros que padecieron en Navarra mal servicio y aun latrocinio más que cierto.
Y empezar por Cirauqui ha sido decisión muy acertada, no porque allí sus comerciantes se dediquen a tan condenables actuaciones, sino porque como quedó dicho, es lugar muy hermoso y digno de visita, donde aquellos romanos que anduvieron también por Ujué, dejaron una calzada y un puente de muy notable fábrica. Y aunque dicen que aquellos señores andaban en falda corta por todos los sitios, no está el día para imitarles la costumbre, sino para iniciar las indagaciones que les ha encomendado el príncipe.
Y como le suele acontecer al protagonista de esta historia, que parece como si el demonio le guiase en estas ocasiones, resulta que el primer establecimiento al que entran buscando cobijo, está presidido por una camisola con los odiados colores de los señores de Haro. Y al verla allí expuesta, se enfrían repentinamente las hirvientes infusiones y hasta pierden sabor las otrora dulces coronillas, si bien estos síntomas no son percibidos en absoluto por su compañera, que es mucho más práctica y no se inquieta lo más mínimo por estos asuntos de banderas y torneos. Y bien tranquila que vive sin tan absurdas preocupaciones...
Y vueltos de nuevo al camino, la emprenden ahora hacia el valle de Yerri, cuya puerta de entrada no está muy clara, y Alloz mejor es por aquí, o Alloz mejor no, pero el caso es que hay que estar muy atentos, pues son las carreteras muy estrechas por aquellos lares y hay que andar con cuidado para no atropellar a los muchos peregrinos que se dirigen hacia la ermita de Santa Catalina de Azcona, donde pueden alcanzarse un millar de indulgencias plenarias contemplando uno de los capiteles más bellos tallados en este reino, que presenta a dos iracundos caballeros combatiendo fieramente por el amor de una atribulada y algo coqueta dama. Y sabe el viajero el secreto que encierran esas figuras, y así como se lo desvela en ese momento a su compañera, que es también mujer por la que merece la pena emprender batallas, promete descubrírselo en un futuro próximo a quien en estos asuntos ande también interesado...
Tras ser muy bien abastecidos de viandas por los señores de Dulanz en Abarzuza, es el monasterio de Iranzu, que parece una gran embarcación avanzando entre la niebla, la siguiente parada. Más como no es día de fiesta, no está encendida la gigantesca chimenea, que parecen los monjes muy mirados para los gastos que no consideran absolutamente necesarios, y por eso hace bastante frío en el nada iluminado conjunto.
Junto a todas las puertas de las distintas estancias hay un cepillo con un cartel que advierte que, al sentir en su interior el peso de las monedas, encenderá automáticamente una multitud de palmatorias. Pero tras introducir maravedíes, coronas y torneses de todos los tamaños, siguen la sala capitular y la iglesia tan oscuras como al principio, así que juran los dos viajeros que han de contarle al príncipe como despluman estos malhadados frailes a sus visitantes, y malo será que no acaben unos cuantos de ellos recogiendo bellotas en Montejurra, para que aprendan que la Orden de San Benito no ampara la estafa eléctrica en ninguno de los artículos de su Regla Monástica...
Y como sería un crimen no visitar Estella estando tan cerca, ponen rumbo hacia la ciudad del Ega, a la que llegan recién entrada la noche. Y aunque ya se lo imaginaban, comprueban que, como siempre, no hay sitio para aparcar junto a la estación de diligencias, y han de dar por tanto vueltas y más vueltas hasta poder dejar el carro no muy cerca del centro de la villa, más no les importa porque siempre es un placer pasear por la antigua Lizarra y llegarse hasta la muy surtida librería Clarín, donde hojear un volumen tras otro es siempre provechoso ejercicio, hasta el punto de que los caudales que sobrevivieron a la rapiña de los cistercienses de Iranzu, son invertidos raudamente en varios tomos de más que agradable lectura.
Está la calle mayor de lo más concurrida cuando deciden subir hasta San Miguel, cuya plaza está a esas horas desierta. Saludan allí al atareado arcángel, que no les devuelve el gesto, no por hacer gala de mala educación, sino por no perder de vista al taimado dragón que mantiene muy bien picado a sus pies. Mucho se solazan también con las historias de los demás santicos esculpidos en la portada, y en el interior, a la luz de las candelas, expresan sus respetos a don Martín Périz de Eulate y a su mujer doña Toda Sanchez que, muy elegantemente ataviados, observan al maestro pintor que está a punto de terminar el retablo de Santa Elena que poco ha ambos le encargaron. Y es cierto que a quien ha visto los frescos que con el mismo tema ejecutó unos años después don Piero della Francesca en Arezzo, estas tablas de Estella no pueden parecerle sino pálido reflejo, más también es justo reconocer que nada puede objetar al respecto quien sólo sabe dibujar retratos, y eso únicamente si para ello emplea las arábigas cifras del seis y el cuatro...
Y hora es ya de volver a Pamplona para rendir cuentas de las pesquisas al príncipe, pues como era de prever, hace ya rato que los fondos que aquél les entregó para llevar a cabo decorosamente su labor se agotaron. Y aunque es de natural confiado y bondadoso, no va a ser nada fácil conseguir que don Carlos se crea que los culpables de tal desfalco fueron únicamente los voraces benedictinos, y no la prolongada estancia en cierta taberna de la Rúa. Y ya veremos si alguna vez vuelve a encargar una misión a pareja tan diletante...
© Mikel Zuza Viniegra, 2010