jueves, 29 de septiembre de 2011

PAISANOS


Proximidades del Mont-Saint-Michel, Normandía navarra.
29 de septiembre de 1362

Se le echan encima. Si no montase un caballo tan veloz, ya lo hubieran atrapado. Pero ve el monte allí, tan cerca ya, que pica espuelas sin hacer caso a los gritos de sus perseguidores bretones, que le conminan con graves amenazas a que se detenga. Sabe que si lo hace es hombre muerto: la Sacre Societé -o S.S., según sus siglas les identifican-, jamás deja vivos a sus prisioneros.


Al volver su cabeza puede verlos cada vez más cerca. Su alferez lleva la siniestra bandera mercenaria de los dos rayos blancos. No. No puede detenerse ahora, tras haber cruzado todo el territorio que el rey Carlos II de Navarra mantiene aún bajo su dominio. Sabe que si consigue llegar al monasterio, podrá contar con la ayuda incondicional del abad Remy, hermano al fin y al cabo del señor de Harcourt, quien fue asesinado a manos del traidor Juan II de Francia en aquella vergonzosa noche de Ruan.

Sólo le resta ya atravesar la estrecha lengua de arena que desemboca en la puerta principal del monte, y en cuanto empieza a hacerlo, con toda la jauría francesa detrás, comienza a subir la marea como por ensalmo, de tal forma que cada golpeteo de cascos que da su montura pareciera como si conjurase al dios de los mares, pues van cerrandose terribles olas tras él que, igual que las del mar Rojo se tragaron a los del engreído faraón, engullen furiosas a los hombres del maldito Dugüesclin. Aunque desgraciadamente no a él mismo, que parece como si hubiera hecho un pacto con Belcebú y siempre consigue librarse de todos los peligros. Lo ve nadar hacia la playa, y no hay duda de que es él, porque es tan feo y tan pequeño, que con ningún otro puede confundirse.

Ciento treinta zancadas le cuesta alcanzar el puente levadizo. Y a cada galope que da su caballo, a modo de plegaria, va recordando el jinete cada uno de los ciento treinta santuarios que tiene San Miguel dedicados en el reino de Navarra: Izaga, Aralar, Barillas, Lerruz, Villatuerta, Estella, Larraga, Aoiz...

Así le oiréis gritar al llegar ante los muros:

-¡Paso! ¡Paso franco a Jimeno de Artariain, mensajero de Su Majestad el rey don Carlos de Navarra!

Y el muy bien engrasado rastrillo baja con la misma suavidad que caen las hojas de los árboles en el otoño. Y reconforta lo suyo sentirse al abrigo del dorado arcángel, que reluce allá arriba sobre la flecha que corona la torre de la abadía. Mucha prisa se da Jimeno en ascender hasta la iglesia por el estrecho sendero que dejan las tiendas dispuestas para que los peregrinos dejen en ellas sus caudales, pues no quiere perderse el espectáculo que ofrecen los diezmados bretones a sueldo del rey de Francia. Pero antes saluda al abad, que para no dejar lugar a dudas sobre sus preferencias políticas, lleva cosidas en su escapulario las flores de lis con la banda de gules y plata propia de los Evreux.

Y ciertamente es extraordinaria la vista que desde la terraza puede divisarse, con el temible oceano batiendo contra las rocas sobre las que se asienta el monasterio, aislado ahora por la marea alta de la costa donde los mercenarios se lamen sus heridas. Jimeno incluso reconoce el águila bicéfala con la banda roja del tirano don Bertrand. Hasta le parece ver que le hace gestos de que habrá de rebanar su garganta en cuanto baje la marea y pueda echar el guante a ese sucio navarro...

Y eso sí que no. Pide entonces el mensajero que le conduzcan a la salle des chevaliers, que es bosque de gráciles columnas y bóvedas ojivales colgado sobre el mar, y donde desde los tiempos de las cruzadas se guardan los estandartes de cientos de caballeros que quisieron poner sus vidas en manos y en alas de San Miguel. Y entre tanta enseña de vivos colores, distingue perfectamente la que busca, que no es otra que la de su señor el rey de Navarra: el carbunclo de oro pomelado e iluminado de sinople en el medio, a manera de esmeralda. Él mismo estaba presente cuando don Carlos la entregó al abad, por eso no le ha costado mucho encontrarla ahora.

-¿Pero a dónde vais con esa bandera? -pregunta escamado don Remy.

-¡A hacerla ondear donde puedan verla bien los villanos que hacen gestos desde aquella playa! -replica Jimeno-. Y sin dar tiempo a que nadie pueda detenerlo, se lanza a escalar el inclinadísimo chapitel desde el que la gigantesca figura de San Miguel vigila incansable el horizonte. Y poco cuidado ha de tener con aquella resbaladiza superficie quien, como él, haya trepado muchas veces por las afiladas agujas de Etxauri. Por eso prosigue su vertiginosa ascensión mientras abajo los monjes se hacen cruces y pronuncian alambicadas oraciones para proteger a aquel insensato.

Y cuando llega a los pies de la estatua, se deslumbra momentáneamente el escalador con el resplandor que el sol arranca a las láminas de oro que la recubren, de tal suerte que está a punto de caer al vacío y, si no lo hace, es porque aunque desde la terraza no hayan podido verlo, ha movido la imagen su brazo para sujetarlo, aunque habrá descreídos que digan que fue el viento quien movió la figura en el momento oportuno. Y no es Jimeno uno de esos, pues sabe por propia experiencia que siempre ha sido San Miguel el primero de los caballeros del reino de Navarra, así que sin considerar que esto sea tentar a la Providencia, le parece cosa bien natural ayudarse entre paisanos.

Y haciendo muchos otros malabares, no tarda en sujetar la bandera a la espada del arcángel, de manera que no ya desde la playa, sino desde la misma ciudad de París ha de poder verse ahora que el Mont-Saint-Michel es refugio para los partidarios del rey de Navarra. Y mucho enfurece tal perspectiva a los mercenarios de la Sacre Societé, que nadie sabe por qué se hacen llamar de tal modo, pues de sagrado nada tienen, y de sociedad tan sólo la que marca el deseo de cometer todo tipo de bellaquerías.

Pero es curioso, cuando Jimeno comienza a descender, se fija en que el alanceado dragón a los pies de San Miguel lleva grabado en su lomo el emblema de la S.S., y cuando mira entonces a la cara del ángel de oro, le parece que le está guiñando un ojo...

Mucho le reconviene el abad su alocada actitud, pero mucho se alegra también el adusto fraile de que el santo haya demostrado su poder salvando la vida de Jimeno. Y dicen que nuestro estandarte estuvo mucho tiempo ondeando sobre el brazo de San Miguel, pues no pudieron quitarlo los bretones, que para atreverse a subir hasta allá arriba hacen falta muchos... bretones.

Más no hay tiempo para muchas más confesiones, y aunque lamenta el navarro no tener tiempo para ver detenidamente tanta maravilla como aquel monte encierra, mucho se alegra cuando se le advierte de que un bajel está fondeado al otro lado del promontorio, lista para llevarlo a su destino: Inglaterra. Está también convenida la contraseña que habrá de dar Jimeno al capitan del barco. Y es ésta una frase sacada de una canción muy famosa por aquellos lares, muy apropiada además para las fechas en las que se celebra la festividad de San Miguel:

-"Wake me up, when september ends."

Al otro lado del canal le espera el rey Eduardo para poner a disposición de su aliado navarro una flota de naves como jamás se haya visto. Y cada una habrá de desembarcar en un punto concreto de la costa normanda. Y esos puntos son los que señala el mapa que lleva consigo Jimeno, que por ese mismo motivo era tan perseguido por los hombres de Dugüesclin. Y para facilitar las labores de tan gran invasión, ha decidido el alto mando navarro dar a esas playas nombres que resulten más familiares a las tropas, aunque como el geógrafo era normando, ha escrito al parecer en su lengua los términos y por eso suenan un poco raro a los oído nacidos a este lado del Arga: "playa de Omaha-ndosilla", "playa de Barg-utah", "playa de Sword-lada", "playa de Gold-aratz" y "playa de Jun-anua".

Sí, ha de ser sin duda esa ocasión que recuerden los siglos, en la que todos los territorios navarros quedarán definitivamente liberados.
Tan sólo falta convencer al monarca inglés de un pequeño detalle: que retrase un mes la fecha que ha propuesto para la operación, pues ¿qué navarro en sus cabales preferiría lanzarse a la batalla un seis de junio, pudiendo hacerlo un siete de julio?

Y esto fue escrito el día de la fiesta del señor San Miguel, poderoso arcángel guerrero.




© Mikel Zuza Viniegra, 2011

viernes, 23 de septiembre de 2011

REHÉN-CARNACIÓN



Habitaciones del príncipe de Viana.
Palacio Real de Barcelona, 23 de septiembre de 1461

Su proceso va a comenzar al fin, es por tanto justo que de toda aquella cámara de las maravillas, repleta de los objetos de lujo que ha conseguido salvar tras tantas mudanzas, escoja ahora el cuerno de unicornio para acompañarle en su último día en la tierra.

En realidad ya no cree en los unicornios, igual que ya no cree en tantas otras cosas que antes le parecían tan firmes y ciertas. Nunca ha llegado a ver ninguno y eso que ha viajado por todo el occidente. Quien le vendió tan rara reliquia le explicó que tan extraordinarios animales no moraban en los bosques, como contaban todas las leyendas, sino en lo más profundo de los mares helados del norte. Y que los naturales de aquellos agrestes lugares les llaman monoceros o narvales. No son tampoco criaturas que, como todos los hombres, queden prendadas del mínimo gesto afectuoso de una gentil doncella. Al contrario, para capturarlas basta con emplear fieros arpones. Si se consigue arrancar el cuerno que les sirve de defensa justo antes de que mueran, se convierte en el más eficaz talismán, capaz de revelar con un cambio de color, cualquier tipo de veneno que pretenda emplearse contra su poseedor.

Y a fe que en aquella estancia, y en manos de don Carlos, va adquiriendo aquel amuleto todas las tonalidades del arco iris tras la lluvia, pues a medida que lo va aproximando el príncipe a cualquiera de sus pertenencias, el cuerno parpadea igual que los espejos que los vigías utilizan para mandar señales de torre en torre.

Todos los regalos enviados por su madrastra Juana Enríquez provocan en el cuerno oleadas de vivo color verde, que al decir de los sabios, es la marca del arsénico, probablemente espolvoreado en esos cómodos almohadones bordados con las armas del príncipe, listos para apoyar la cabeza sobre ellos, por última vez...

En cambio las botellas de vino del Priorat, cuya exquisitez ella tanto le ponderó, lo hacen brillar hasta alcanzar tonalidades doradas y deslumbrantes. Esa es sin duda la marca del mercurio.

¿Y esta espada con la K de "Karles" en el pomo? No ha visto arma mejor, ni más bella, ni siquiera en las tiendas más lujosas de Florencia. Pero el brillo del acero de su hoja, no puede eclipsar el rojo como la sangre resplandor de la reliquia del narval. Y ese bermejo matiz muestra la presencia de estricnina en el cuero de la vaina. El más nimio corte en la mano o en el brazo supondría una muerte dolorosísima.

Pero doña Juana no es de las que apuestan sólo por una opción. Carlos lo sabe bien, por eso imagina acertadamente que muchos de sus criados deber estar a sueldo de la usurpadora, y que por tanto no sólo sus obsequios han de estar empozoñados, sino también el ajuar heredado de su madre doña Blanca: las cajas de nácar, de ámbar, de madera blanca con incrustaciones de rubíes y zafiros. Los collares de la orden de Bonnefoi, la pequeña efigie de San Miguel tallada en piedra que lleva consigo desde que era pequeño, los tapices con la historia de Salomón de Bretaña, las sábanas de seda y terciopelo carmesí, la gualdrapa de los triples lazos para su caballo de torneo, el salterio de San Luis, y hasta las cinco espinas de la de la corona de Cristo. Todas y cada una de sus más preciadas posesiones están anegadas en cicuta, belladona, euforbio, ranúnculo, acónito, beleño, digital o mandrágora.

Sólo tiene que tocar, como tantas otras veces, uno de aquellos recuerdos de tiempos mejores, y todo habrá terminado: los disgustos, las decepciones, la traición inesperada y la agobiante adulación de quien sólo busca obtener algún favor.

Y no puede ceder ya más ante su padre, pues tras la penúltima tregua le entregó hasta las plazas que los beamonteses mantenían en su nombre en Navarra, y aun así se vio obligado además a aceptar -sopena de ejecución de lo más granado de sus partidarios-, la prohibición de vivir nunca más en Navarra. Y si no puede volver a su país, no tiene sentido seguir viviendo. Lo ha perdido todo: su corona, su esposa y su tierra. Sólo le queda la vida, y eso ya es lo que menos estima.

No se siente catalán, ni napolitano, ni sardo, ni mallorquín, ni valenciano ni aragónes. Quizás sí un poco siciliano, la isla sobre la que tan bien reinó su madre. No, sólo se siente navarro. Y sabe que hubiera reinado con justicia al lado de Agnes, y al final de su vida, sus hijos y herederos hubiesen encargado al maestro borgoñón más refinado, un sepulcro de mayor categoría aún que el de sus abuelos, para que descansasen eternamente juntos bajo las bóvedas policromadas de la catedral de Pamplona...

Sueños. Nada más que sueños. La realidad es que tiene cuarenta años ya y no ha hecho sino perder una batalla tras otra. Contra su padre, contra los agramonteses, contra sí mismo...

Acaricia entonces una pequeña bolsa de cuero que lleva siempre al cuello, donde guarda la única mixtura que su madrastra no ha incluido en su catálogo de venenos: los frutos del tejo. Y no de uno cualquiera, sino del que crece cerca de la iglesia de San Lorente en Pamplona. Él mismo maceró las bolitas rojas en un almirez hasta convertirlas en polvo. Más de una vez tuvo que resistir la tentación de ingerirlo mientras lo llevaban de prisión en prisión. Pero ahora ya no hay motivo para querer evitarlo. No lo echarán de menos, tan sólo al símbolo en el que lo han convertido.

Mueve los libros de la tabla más alta de la estantería. Uno de ellos se abre al caer. Es del autor romano Horacio. Lee:

"El tiempo acaba sacando a la luz todo lo que ahora está oculto, y encubre y esconde lo que ahora brilla con el más grande esplendor."

Pero ya no es tiempo de filosofías. Lo que busca es la última fiaschetta de vino de Marsala que le queda de las que trajo desde Sicilia. Marsala, "Marsah-el-Allah", "la puerta de Dios". Sin duda el nombre más adecuado para este momento, pues Dios no rechazará a quien tiene tantas ganas de pedirle explicaciones. Vierte en ella el tóxico y revuelve la mezcla hasta que el vino dorado toma la tonalidad de la ceniza en la que él mismo pronto se convertirá y bebe, bebe con el ansia de un hombre perdido en el desierto.

Sabe que le echarán la culpa a su madrastra, que habiéndole rodeado de venenos, no obtendrá siquiera la triste y postrera victoria de haberle acarreado la muerte. No, nadie sabrá nunca la verdad: que el siempre titubeante Carlos, al fin tomó una decisión por sí mismo.

Se acerca a la ventana, pero no ve ya Barcelona a sus pies, sino los inmensos jardines del palacio de Tafalla.


Blanquette, Cabrera, Passepoint, Ferravant y Maya, sus cinco halcones peregrinos, surcan el cielo y guían sus pasos hacia la torre en la que le espera sonriente Agnes.
Ya llega.
Por fin...



Fue escrito el día del 550 aniversario de la muerte de Carlos d'Evreux y Trastamara, príncipe de Viana.
Laus Deo.



© Mikel Zuza Viniegra, 2011

lunes, 19 de septiembre de 2011

MAGNÍFICOS



Aldea de Bienfaite, vizcondado de Orbec, Normandía navarra.
19 de septiembre de 1361

-Mi señor capitán don Ferrando de Ayanz, si no salimos ahora mismo de esta ratonera, las tropas del rey de Francia cerrarán definitivamente el cerco. Y sabéis que las manda ese maldito hijo de perra de "Coupe gorges", que ha devastado ya los territorios vecinos y ahora se dirige hacia aquí...

-Si no conociese de lo que sois capaz, diría que tenéis miedo de ese bellaco, mesir Beltrán de Salinas. Pero yo os he visto acometer contra seis franceses a la vez y salir victorioso, así que ¿qué os ocurre ahora?

-No lo sé. Puede que esté harto de luchar sin otra satisfacción que la de ver ondear ese trapo rojo en la torre de pueblos cuyo nombre ni siquiera puedo pronunciar, mientras sus habitantes huyen de nosotros tanto como de nuestros enemigos.

-Esa bandera roja a la que ofendéis con vuestro comentario, es la divisa de nuestro rey don Carlos II, y lo fue también de sus antecesores. Más hombres que los que probablemente entrarán algún día en el Cielo han muerto combatiendo por ella, y si en el campo de batalla ha llegado alguna vez a perderse, fue sustituida por las vendas de los heridos navarros en el frente, empapadas en su propia sangre, y puestas sobre sus lanzas para mostrar el camino a la retaguardia. Entiendo vuestro desánimo, pero allí donde el viento agite ese trapo rojo, allí está Navarra. Haréis bien en no olvidarlo, o ese tal Coupe gorges dejará de ser vuestro principal temor...

-Habláis bien, y eso os ha hecho escalar puestos en la administración del rey. Os felicito por ello, pero no tenéis necesidad de arengarme como si fuese yo un advenedizo reclutado a la fuerza. Si estoy en este infierno es por propia voluntad, y muchas francesas hoy no serían viudas si en vez de venir a servir a don Carlos me hubiera quedado en mi palacio de Salinas. La Gloria y las banderas están muy bien, pero por muy fuerte que ondeen nuestros colores en la torre de esa iglesia, la realidad es que nuestra "guarnición" se reduce a siete componentes, incluyéndonos a nosotros dos en la cuenta. ¿Creéis que con semejante fuerza podremos resistir a un adversario que puede solicitar todos los hombres de refresco que desee?

-Creo que al menos podemos intentarlo. ¿No estáis harto de huir una y otra vez de ellos? Esa iglesia en la que flamea nuetra bandera está llena de vasallos del rey de Navarra, mujeres y niños en su mayoría. ¿Vais a abandonarlos a su suerte?

-¿Y qué es lo que hace a esta aldea tan diferente de aquellas otras que no habéis osado defender, don Ferrando? ¿Creéis que en ellas no se produjeron saqueos, violaciones y todo tipo de villanías en cuanto nos fuimos? Es más, ¿cuántas aldeas exactamente igual de miserables que ésta han sido asaltadas a sangre y fuego por orden vuestra? ¿Cuál fue la diferencia? ¿Que en la torre de su iglesia ondeaba un trapo azul? ¿Os parece ese un motivo suficiente para decidir sobre la vida o la muerte de nadie?

-Hacéis demasiadas preguntas, Beltrán. Hice lo que tenía que hacer según me lo ordenaron mis superiores.

-La obediencia debida es la excusa más mezquina de todas, y vos debéis saberlo, don Ferrando. Pudísteis negaros a ejecutar unas órdenes que sabíais que eran injustas, pero no lo hicísteis y ahora tenéis que vivir con el remordimiento.

-Pues esta me parece la ocasión perfecta para variar tan vergonzoso rumbo. Os digo que ni todos los ejércitos del rey Juan de Francia harán que me mueva de aquí. Ya no. Os daré un salvoconducto si optáis por marcharos, pero vuestro brazo será tan bien recibido como siempre si queréis ayudarnos. Y ahora decidme, ¿quiénes son los otros cinco?

-Juan Ruiz de Aibar, veterano de la guerra del Cotentín; Pedro Sanchez de Ezpeleta, que supo parar a los mercenarios bretones en Valognes; Michel de Zuza, más hábil con la espada que con la lanza, aunque conviene mantenerle alejado de las tabernas, de los libros de caballerías y de las normandas de ojos azules; Dominguet de Santacara, que podría acertar desde aquí con su arco a uno de los gordos burgueses que ahora duermen en París; y finalmente Manuel de Sagastibelza, muy diestro en aparejar ingenios e invenciones dignas de aquel Merlín de Brocelandia.

-¡Y contra esta tropa de élite el rey de los franceses sólo puede enviar a destripadores y carniceros!

-Sí, pero a toda una escuadra de ellos. Aunque puede que tengáis razón y sea gran cosa poner en un brete al demonio -que ya nos tendría preparado eterno alojamiento-, llevando a cabo una buena acción tan descabellada que equilibrará la balanza de nuestros muchos pecados. Sea pues, y no lo pensemos más...

-No perdamos el tiempo entonces. La única fortificación digna de ese nombre en este lugar es la iglesia, ved qué puntos deben reforzarse mientras yo les explico la situación a nuestros hermanos, porque cualquiera que luche hoy aquí conmigo será mi hermano.

-Si esa frase la hubiera oído un bardo inglés que conocí hace unos años, podría haber escrito con ella una muy gustosa comedia, don Ferrando...




-¿Acaso hay un tesoro enterrado bajo esta iglesia?

-No, Dominguet, no hay ningún tesoro. Pero si pensarlo incrementa tu puntería, hazte a la idea de que bajo el altar está el tesoro que el romano César arrebató a los druidas que infestaban estas tierras. ¿Y vos, mi paisano don Michel, no tenéis nada que decir?

-Que allá, en Navarra, nadie me espera. Esta tierra me será tan leve si muero en ella como me resultaría la de nuestro común valle de Lónguida. La bandera roja a ambas las abraza, y yo procuraré hacer lo mismo con todas las doncellas que tras mi espada se refugien...

-¡Pues Pedro Sanchez de Espeleta y Juan Ruiz de Aibar no nos quedaremos atrás!

-¿Y vos, Sagastibelza, tenéis listo ya el artefacto cuyos planes me mostrásteis en el Carentán?

-Tan sólo me faltaba encontrar los proyectiles adecuados que -impulsados por esta manivela que mueve estas ruedas dentadas que podéis ver todos-, y actuando como un hondero mecánico, no digo yo que podrán agujerear las armaduras, pero si la carne de quien pase ante mi máquina sin la protección adecuada.

-¿Y qué mágicas piedras serán esas?

-No serán piedras, sino las monedas falsas que nuestro rey don Carlos ordenó acuñar copiando exactamente las monedas francesas, con la intención de hacerlas circular por las principales ciudades de ese reino, arruinando así a comerciantes o a simples labriegos. Quedan en las bodegas de la torre muchos saquetes repletos de esos redondos e inútiles metales, y con ellos quebraré tantas cabezas como las que rompió aquél don Sancho el Fuerte en las huestes de Amomelín. Y para que no queden dudas sobre lo que digo, poned esa calabaza hasta a nueve varas de distancia de este invento mío. Ved como lleno el cazo con cuatro o cinco de esas monedas, y como girando muy fuertemente dos o tres veces la manivela salen vertiginosamente despedidas y la convierten en cabello de ángel.

-Ciertamente increible, don Manuel. Si conseguís colocarla a buena altura en la saetera más ancha de la torre, tendréis el suficiente ángulo como para barrer a toda la purria francesa que hacía aquí se dirige. ¿Mas cómo habéis pensado llamar a este descubrimiento?

-Creo que lo llamaré "Sagastling", que suena tan inglés como las armas que elaboran en Winchester o Colt, y puede que así consiga interesar al rey de Inglaterra en la financiación de esta y otras ideas armamentísticas que tengo pensadas.

-Ahora sí que estoy seguro que la victoria es nuestra. Hemos matado sin duda a muchos inocentes, pero hoy lucharemos por salvar la vida de quienes a la protección que don Carlos les prometió se han acogido. No les defraudemos.

-¡Se acercan jinetes por el sur!

-¡Mis señores, que las almenas sean nuestro puente hacia la fama o hacia la muerte sólo depende de nosotros mismos. Pero si tenemos que morir, que nos acompañen a la tumba tantos franceses como los que lo hicieron en Roncesvalles cuando don Roldán trompeteó con su olifante que los navarros no tenían lo que hay que tener para vencerles!




-¡Rendid la plaza a los representantes del rey Juan de Francia!

-¡El único y verdadero rey de Francia es mi señor don Carlos de Navarra, y él nunca enviaría a un embajador tan repulsivo como vos, maldito Coupe-gorges, así que si no aceptáis su autoridad, os conviene buscar otro desolladero donde ir a ganar vuestra soldada!

-Habéis debido de perder la razón o quizás es que no sabéis contar bien. Somos cuarenta aquí abajo. ¿Cuántos os dejaréis matar por evitar el justo castigo a estos miserables labradores que traicionan con su proceder a su legítimo señor?

-¡Tantos como los sabios de Grecia, si chusma como vosotros supiera cuantos fueron! ¡Adelante, Sagastibelza, pagadles con su misma moneda!



Y cuando el tableteo termina, veintiseis de los que lucían la flor de lis en el pecho yacen sobre el campo. Pero Coupe-gorges y el resto de sus hombres han conseguido parapetarse tras los muros de un corral cercano, lejos del alcance de aquella infernal, y desde allí comienzan a desatar con sus ballestas dobles una continuada e infernal lluvia de mortíferas flechas sobre la torre. Juan Ruiz de Aibar y Pedro Sanchez de Ezpeleta son los primeros en caer. Y después lo hace Dominguet de Santacara, no sin haberse llevado por delante a otros cinco adversarios.

-Quedan nueve piezas para cuatro cazadores. ¡Bajemos a su escondite! -grita don Ferrando de Ayanz.

Pero al abrir el portón de la torre, ve Michel de Zuza que las ballestas francesas apuntan justamente al lugar de la iglesia donde se ocultan todos los niños de la aldea, y aunque nunca ha sido muy ancho, se esfuerza en cubrir con su cuerpo esa fatídica trayectoria, y una docena de flechas se le clavan en la espalda. Y lo último que ve son los ojos brillantes en la oscuridad de quienes acaba de salvar, y le parece que refulgen más que las gemas engastadas de la orla dorada de Santa María de Uxue...

-¡Nueve para tres!

Los ballesteros ya no tienen espacio para levantar de nuevo sus armas. Y Beltrán de Salinas aprovecha para hacer pedazos a cuatro de ellos con su espada de dos manos. Pero el quinto consigue hundirle una daga en el corazón antes de morir él también a manos de Sagastibelza.

-¡Cuatro para dos!

-¡Tres para dos!

-¡Uno para uno!

Y Coupe-gorges se enfrenta a Ferrando de Ayanz, aquél que liberó hace apenas tres años a su rey de la prisión de Arleux, y ve en sus ojos que, al menos esta vez, Francia va a perder. Desvía uno, dos, tres mandobles, pero el cuarto envía su cabeza recién cortada al otro lado de la plaza...

Sagastibelza está vivo, aunque tendrá que inventar un modelo de camilla más cómodo del habitual para que el capitán pueda llevarlo a recuperarse al muy famoso balneario de Cherburgo. Al alejarse, pueden ver como la bandera roja sigue ondeando sobre la torre...


Iglesia de Saint-Martin-de-Bienfaite

A finales de Mayo de 1944, oficiales nazis encuadrados la brigada 23 de las SS, que tenía orden de destruir cualquier lugar donde pudieran refugiarse las tropas aliadas cuyo desembarco se intuía próximo, llegaron a la aldea de Bienfaite, que los vecinos habían evacuado una semana antes. Allí procedieron a volar los edificios más señalados, quedando la iglesia totalmente arruinada.

Apenas un año después, recién terminada la guerra, se acometieron los primeros trabajos de limpieza y restauración del templo, que al parecer databa del siglo XIV. A los pies de donde originalmente se hallaba el altar, aparecieron cinco tumbas sorprendentemente intactas, y dentro de ellas las osamentas de cinco caballeros enterrados con sus armas ya totalmente corroidas por la herrumbre. De los cuellos de los cinco colgaba la misma medalla de oro. En su anverso se reproducía el de las monedas falsas que ordenó acuñar Carlos II de Navarra en aquellos sus territorios de Normandía. En su reverso relucía un esmalte bermejo como la sangre, con el carbunclo pomelado y dorado de Navarra...




© Mikel Zuza Viniegra, 2011

martes, 13 de septiembre de 2011

VOIR LE MONDE

Castillo de Olite, 13 de septiembre de 1404

Sí, es una suerte que el cargo de mariscal cuente entre sus prerrogativas con la de poder consultar a placer los archivos reales. Claro que él no se preocupa por los asuntos administrativos, aunque se vea obligado a fingir que lo hace cada vez que entra en la estancia uno de aquellos adustos escribanos.

No, a él nunca le han interesado los farragosos registros de comptos, que convierten la inaprensible vida de los hombres en simples e inacabables listados de cifras. Él lo que quiere es poder acceder a los libros de la biblioteca personal del rey Carlos, pues como además éste lleva una larga temporada en París, sabe que nadie podrá molestarle mientras ojea todos aquellos volúmenes.

Y mientras espera la respuesta del soberano a su carta del mes pasado, pues para hoy está anunciada la llegada del correo, se dedica a leer todas aquellas páginas cuajadas de extraordinarias miniaturas, que describen y muestran maravillas y curiosidades tan lejanas. Así, abre un tomo muy bien encuadernado y lee su primer párrafo:

“Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy mucho después de asolar la sagrada Troya; vió muchas ciudades de hombres y conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo, pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas…”

Y sobre un atril ve que hay otro ejemplar abierto que en muy elegante caligrafía cuenta:

“…Cuando llegaron a Venecia, halló micer Nicolás Polo que su mujer, que estaba embarazada a su partida, había muerto, y se encontró con un hijo llamado Marco, que tenía ya xv años de edad, y que había nacido de su mujer después de su marcha de Venecia. Este Marco es el que compuso este libro…”

Justo en ese instante se oye la trompeta del guardia que, desde la torre, anuncia el arribo del mensajero que trae nuevas desde la corte francesa. Y una de ellas viene muy bien envuelta en lujoso pergamino lacrado con el sello de ceremonia de don Carlos. La carta es la que él espera, y va por tanto dirigida a don Martín Enríquez de Lacarra, mariscal de Navarra, que rompe con rapidez el precinto y lee en el elegante francés del rey:

“Attendant les grands biens et honnours qui sont en la personne de nostre tres cher et bien aimé et leal mareschal messir Martín Enriquez de Lacarra, le quel desire voir le monde, et qui d’ancienneté vient et descent de nos predecesseurs de noble memoire, roys de Navarre, et qui par les telles manieres que en lui se demostrent, est taillé de tout bien faire.

Et a fin que en tous les lieux ou le dit Messire Martin ira et portera armes, soit conu le lignage royal dont il descent. Nous, de nostre certaine science, plein pouvoir et auctorité royal, au dit messir Martín avons donné et offroié, donons et ofroyons par ces presents deux quartiers de nos armes a porter esquartellés…”

Nada le retiene ya en el reino, ahora que por fin cuenta con el permiso del monarca, gracias al cual podrá presumir por esos mundos de Dios de su antiguo parentesco con los reyes de Navarra, conseguido gracias a que la tatarabuela prendó con sus encantos a don Enrique I, apodado por sus súbditos “el Gordo”, de lo cuál se deduce que a los Lacarra les tocó el gordo en aquella ocasión –al menos a una de ellos, seguro-, y que siempre es conveniente contar con mujeres hermosas en el árbol genealógico.

Lo tiene casi todo dispuesto, que ya contaba con que don Carlos no se opondría a su petición, pues además de su rey es su amigo, y sabe por tanto muy bien por qué lo hace. Pero antes de abandonar la lujosa habitación, toma fiados los dos libros que ha comenzado a leer. No tiene miedo de la reacción de su dueño cuando vuelva de París y descubra tal “préstamo”, pues ambos son muy amigos del ilustre don Mendo, quien en cierta ocasión parecida dejó acuñada esta ciertísima sentencia:

-“Nunca ha de faltar un noble que robe más de la cuenta.”

Y ya en el patio los mete en las alforjas de su caballo, que ya van muy llenas como para tan larga ausencia, y se dirige entonces al galope hacia la ermita de Santa Brígida, donde aún le queda una deuda por saldar antes de emprender su viaje. Y cuando llega se queda oculto tras los árboles, como si no quisiera ser visto por los invitados que van llegando a la boda que allí va a celebrarse. Y mucho mira a la novia, más guapa aún que las princesas de Navarra. Y para no echar a correr hacia ella, lee:

-"Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto.

Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil -que sujeten a éste las amarras-, para que escuches complacido, la voz de las Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas…”

Y se agarra entonces lo más fuerte que puede a las riendas, y pone sus pies en los estribos, y baja la celada de su yelmo para dejar de ver la alegría de aquella que tanto extraña. Pero permanece mudo cuando el preste solicita a los invitados que hablen entonces o que callen para siempre si conocen algún impedimento que impida celebrar la boda. Y no dice nada porque respeta la decisión de quien tanto ama.

Pero justo en el instante en que el oficiante va a nombrarlos marido y mujer, tensa Martín su arco con todas las fuerzas que es capaz de conjurar en su brazo y dispara una flecha que, pasando entre los dos esposos, va a clavarse profundamente en el tronco de la encina que sirve de bóveda a la ceremonia.
Cuando la saeta deja al fin de cimbrearse, todos pueden ver dos anillos de oro que tintinean en el astil. Llevan tallado el león azul de los Lacarra. Uno es de hombre, y otro de mujer.

Pero cuando ella mira hacia atrás no ve a nadie, y sólo puede oír el sonido de un caballo que se aleja. Y no ve por tanto a Martín cabalgar mientra abre al azar el otro libro que lleva consigo:

“…El gran Khan Kublay es muy apuesto.
Tiene cuatro mujeres a las que da el nombre de legítimas. Además tiene el rey muchas concubinas; En efecto, hay un pueblo entre los tártaros que se llama Unctas, en el que nacen mujeres bellísimas y adornadas de excelentes costumbres; de éstas tiene en palacio un número de cien, que están a cargo de nobles matronas, las cuales ponen en su custodia diligente celo y es preciso que vean si las afea alguna enfermedad o defecto; las que carecen de toda mácula corporal se reservan para el rey...”

Y piensa Martín que, cuando se le pase un poco el dolor de corazón, quizás sea buena cosa ir a buscar a una de esas favoritas que el rey de los tártaros desprecia. Y ahí demuestra sin duda su ignorancia, pues son los lunares de una mujer constelación muy entrañable en la que ir a perderse…


Ermita de Santa Brígida en Olite

© Mikel Zuza Viniegra, 2011