domingo, 31 de enero de 2016

ESPUMOSO


Se diga lo que se diga, el Catálogo del Archivo General de Navarra, Sección de Comptos, emprendido en los años sesenta del pasado siglo por José Ramón Castro y Florencio Idoate, constituye un auténtico tesoro de pequeñas noticias sobre la historia de Navarra.

Por ejemplo esta que, como quién no quiere la cosa, nos informa de la costumbre que tenían los príncipes de Viana, Agnes y Carlos, de almorzar con champagne -elaborado sin duda alguna en las cavas de Olite- cada vez que salían de excursión por las altas montañas que constituían más de un tercio de sus dominios:


Y a mí, que no sabiendo mucho de nada, sé de todo un poco, no me cuesta gran cosa imaginar como serían las etiquetas de tan preciada -y regia- bebida: 


Así que ya sabéis todas y todos. Si queréis sentiros como príncipes cuando salgáis a andar por esos montes de Dios, nada de inútiles bebidas isotónicas ni insípida agua del grifo: champagne y nada más que champagne...





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016



jueves, 28 de enero de 2016

ESTELLESA DE CORAZÓN



En mi penúltima crónica os hablaba de la cantidad de obras de arte que debieron perderse en la guerra contra Castilla en la que Juan II metió a Navarra el año 1430 (incluidas las joyas de la propia reina doña Blanca), y de cómo esa y otras muchas calamidades posteriores refuerzan aún más el valor de las pocas -para las que sabemos que existieron- que han llegado a nuestros días.

Pero muy de cuando en cuando una de ellas vuelve desde el pasado para maravillarnos con su perfección, haciéndonos soñar -aunque sea fugazmente- con el poder que posee la belleza para derrotar a la barbarie.

Y agradezco en este caso a mi amiga y maestra, la profesora Clara Fernández-Ladreda, directora de la reciente e imprescindible monografía "El arte gótico en Navarra", y probablemente la persona que más sabe sobre nuestro arte medieval, que me permita dar a conocer esta buena noticia, en la que ella ya había reparado previamente. El mérito, pues, es suyo.  


Es cierto que yo ya había hablado -a mi manera- algo sobre esta pieza tan hermosa en una de mis historias: http://cronicasirreales.blogspot.com.es/search/label/ESCOLAR , y que lo hice empleando los datos que obtuve  en el siempre interesante blog que sobre la historia de su ciudad mantiene el estellés Javier Hermoso de Mendozahttp://www.sasua.net/estella/articulo.asp?f=santaclara

En esa entrada se hacía un exhaustivo recorrido de la trayectoria del extinguido monasterio de Santa Clara, y entre otras muchas cosas se comentaba la relación entre la monarquía navarra y ese convento situado en los Llanos, donde unas cuantas princesas del siglo XIV aprendieron a leer y a escribir, entre ellas la joven Blanca, que con el tiempo llegaría a convertirse en reina.

De esa estrecha y regia relación presumían las siempre necesitadas monjas aún en pleno siglo XVII, cuando la vieja fábrica estaba tan desvencijada, que elevaron un memorial a Felipe V de Navarra (III de España) pidiéndole socorro económico. Ayuda que por supuesto no llegó, porque para los Habsburgo el viejo cenobio estellés no significaba nada. Desde luego ni una milésima parte de lo que significó para los Evreux, verdaderos reyes de Navarra.

Y es que en la página 18 de ese manuscrito redactado por la entonces abadesa doña Violante Guerrero, titulado: "Fundación, reedificación y privilegios de los reyes, en cumplimiento de un mandato del padre Vicario General fray Antonio Trejo (10 de octubre  de 1616)" se dice que "la reina doña Blanca, además de reedificar el monasterio a sus expensas, regaló a las monjas varias joyas y alhajas preciosísimas: una cruz de cristal, una virgen de marfil, una representación del Juicio Final, dos hostiarios y un cáliz de plata sobredorada con los cuatro evangelistas..."

Nos advierte el historiador José Goñi Gaztambide en el segundo tomo de su Historia Eclesiástica de Estella de que es raro que todas esas donaciones no quedasen registradas en la documentación de Comptos, pero si tenemos en cuenta que tanto Blanca como sus hermanas residieron en el convento (aunque a veces eran las monjas las que se desplazaban a Pamplona o a Olite para enseñar a las infantas), y que los testigos que aportan las religiosas en su memorial dirigido al rey de España hablan incluso de que en el monasterio había "un cuarto muy derruido y viejo, al que las monjas llamaban comúnmente el cuarto de la reina Blanca, donde debió habitar ella algún tiempo", creo que no parece haber muchas dudas sobre de dónde pudieron obtener una joya artística del calibre de la que me estoy ocupando.

Una joya que hoy no podríamos identificar si alguien anónimo no la hubiese fotografiado en 1901, cuando obligadas por las penurias a las que la última guerra carlista había sometido al monasterio en 1873, las monjas solicitaron al obispo que pidiese permiso para enajenar una imagen de marfil de la Santísima Virgen María, no expuesta al culto. El comprador ofreció 25.000 pesetas. El nuncio accedió el 5 de noviembre, poniendo como condición que la imagen no fuese al extranjero. A petición del obispo, el nuncio acabó cambiando esa condición por la de que el comprador fuese católico...


Y esa vetusta fotografía que reproduce Javier Hermoso de Mendoza en su blog, y que imagino que se conservaría en el archivo del convento -hoy en día lamentablemente trasladado desde Estella a Santa Engracia de Olite- o en el del propio arzobispado, es todo lo que nos había quedado del más que probable regalo de doña Blanca a las clarisas de Estella. Hasta ahora...

Basta con ver la imagen para  admitir que la pieza era una maravilla, el digno presente de una reina, con su escasa altura de poco más de treinta centímetros, su minucioso tallado, y esa especial característica que dota de una gracia especial a muchas de estas obras realizadas en marfil: su adaptación a la curvatura del colmillo en el que fueron labradas, que hace que los torsos de la virgen  y del niño se inclinen tanto, que los pliegues verticales de sus vestidos se aprovechan para subrayar ese alargamiento. Precioso también el detalle del orejudo y diminuto dragón que aparece a los pies de santa María.

Una obra, como digo, tan especial, que ha sido expuesta en algunas de las principales exposiciones que se han organizado sobre el arte del siglo XIV, como las acontecidas en París en 1982 (Les Fastes du Gothique: le Siècle de Charles V ) y en 1998 (L’art en France au temps des rois maudits), en cuyos extensos catálogos puede uno volver a maravillarse con nuestra vieja amiga estellesa, que resulta que desde 1978 para en el British Museum de Londres, adonde llegó procedente de la colección de marfiles medievales de sir Harold Werhern (que vaya usted a saber en dónde o a quién se la habría comprado)

La foto antigua de esta estatuilla tan relacionada con Estella y con la monarquía navarra (su más que probable procedencia parisina y su datación, en el primer tercio del siglo XIV, permiten ponerla en relación quizás con los primeros reyes de la dinastía de Evreux, es decir, don Felipe y doña Juana, bisabuelos de Blanca, de quienes ella la habría acabado heredado), se publicó en el blog de Javier  Hermoso de Mendoza en febrero de 2012. Pocos meses después yo leí esa entrada y fascinado y sorprendido pude comentarla con mi citada amiga Clara Fernández-Ladreda, que me dirigió hacia los fabulosos catálogos que ya he mencionado.

Pero una foto en blanco y negro no hace justicia a esta estellesa tan hermosa de la que os estoy hablando, por eso lo mejor es que la veamos tal y cómo pudieron hacerlo doña Blanca y las clarisas del convento donde aprendió las primeras letras. Y a fe que la enseñaron bien, porque fue primero reina de Sicilia y luego reina de Navarra, y en los dos países se la recuerda con cariño, lo que no es habitual en gobernante alguno.

Así que como hoy en día Internet nos lo permite, y gracias a que el British (y mira que muchos otros museos podrían tomar ejemplo) tiene su catálogo prácticamente digitalizado al completo, os hago un regalo verdaderamente regio, recuperando  -siquiera virtualmente- una obra  de arte de nuestro patrimonio histórico e identitario más importante, que quizás algún día pueda regresar para una exposición temporal en la tierra de la que lamento profundamente que una vez llegase a salir.

Tampoco es algo tan extraño, precisamente la semana pasada regresó de la National Gallery de Londres el retrato del marqués de San Adrián, prestado durante unos meses por el Museo de Navarra para una exposición sobre Goya. Y ya conoceréis el viejo adagio jurídico: "Quid pro quo", así que bastaría un poco de buena voluntad para hacer la petición por parte de las autoridades culturales navarras y, quién sabe, quizás algún día podamos tenerla momentáneamente de vuelta. Ojalá...

http://www.britishmuseum.org/research/collection_online/collection_object_details.aspx?objectId=50598&partId=1











© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016

domingo, 17 de enero de 2016

CUANDO NAVARRA DOMINÓ LOS MARES



Puerto de Bayona, 17 de enero de 1374

La pequeña galera, apenas una cáscara de nuez, está prácticamente abastecida ya. Toda la flota del rey de Navarra en el Cantábrico se reduce a esta embarcación. En Normandía, sin embargo, muchos otros navíos lucen orgullosos en su mástil el carbunclo dorado, a pesar de los continuos reveses que la armada francesa ha hecho sufrir a los partidarios -cada vez más escasos- del rey Carlos II.

Pero ahora es preferible no llamar demasiado la atención, y procurar que la travesía hasta la península del Cotentin -el último territorio normando en poder de los Evreux- sea lo más tranquila posible.

No obstante, no sólo los problemas bélicos calientan la cabeza del rey, pues su amada esposa Juana murió hace dos meses ya, y tiene por tanto que ocuparse también del futuro de sus hijos. Mira al alcázar de proa. Allí está la infanta Noa, de diez años de edad. La lleva consigo para casarla con uno de esos poquísimos señores normandos que aún no se ha pasado a las huestes del rey de Francia. De esa manera -piensa- no hay gran diferencia entre una princesa y una de esas ballenas que de tanto en cuanto salen a respirar allá enfrente, en mar abierto: sólo importan por su carne.

Y eso que su hija es especial, siempre lo ha sido, tan callada y en su propio mundo... La observa peinar una y otra vez sus largos cabellos con el peine y el cepillo hechos precisamente de barba de ballena que su madre le regaló antes de viajar a Francia. Ese maldito viaje del que nunca volvió.

Otra pieza de ese mismo material completaba el regalo materno: una pequeña flauta que no suena -o la infanta no sabe hacer sonar- demasiado bien. Muchas veces, en el palacio de Ujué, tuvo que rogarle que dejase de tocarla, porque aquel extraño sonido le daba un terrible dolor de cabeza.

La verdad es que no recuerda cuándo fue la última vez que dejó de dolerle la cabeza: la guerra contra los franceses, Navarra arruinada, la pérdida de la reina Juana, el destino de sus hijos... Y más que le dolería al pobre don Carlos si llegase a sospechar que los espías que anidan en su corte hace una semana que pasaron el aviso a sus traicioneros señores de que el rey de Navarra planeaba viajar a Normandía. Invadir su reino exige demasiados recursos, pero atraparlo en el mar sólo trazar un plan de ataque combinado entre la poderosa armada francesa y sus aliados castellanos.

Sí: allá lejos, en alta mar, una docena de galeras artilladas esperan al cascarón sobre el que flamea al viento la bandera de Navarra para apresar, e incluso para matar, al rey que tantos quebraderos les ocasiona.

Pero eso no lo saben los navarros cuando por fin abandonan el puerto. Don Carlos sigue mirando a su hija Noa, que parece tan absorta como de costumbre, a pesar de que el mar no está tan tranquilo como a todos les gustaría. No habrán pasado ni tres horas de viaje, cuando el vigía grita "¡enemigos a la vista!", y la pequeña galera real comienza a verse rodeada por quienes por sus gestos desde cubierta, ansían pasarles a todos a cuchillo.

El rey da orden de resistir el más que seguro abordaje, aunque lleva demasiado tiempo combatiendo como para no saber que no hay esperanza. Entonces repara en su hija. Mira aterrado como la princesa sigue a proa, ajena a las flechas que vuelan muy pocas pulgadas por encima de su cabeza. Le grita que se agache, corre hacia ella para protegerla, pero una coca castellana embiste el barco y todos ruedan por la borda. Todos menos Noa, que permanece impasible en medio de aquel infernal zafarrancho. La ve sacar algo de su bolsa. ¡Es esa maldita flauta que ella se empeña siempre en hacer sonar!

Y esa misteriosa resonancia comienza a elevarse sobre el fragor de la batalla. Y de repente, a uno y otro lado del barco del rey de Navarra, otros asombrosos ecos empiezan a brotar de las aguas, y todos enmudecen ante semejante prodigio, pues más de cuarenta enormes ballenas se interponen ahora frente al asedio enemigo. La infanta sopla entonces más fuerte, y como si su marítimo ejército hubiese recibido orden de ataque, los gigantescos peces se lanzan furiosos contra las galeras francesas y castellanas, hasta hacerlas naufragar a todas entre alaridos de terror y peticiones de socorro que sólo terminan cuando todos los adversarios yacen para siempre en el abismo oceánico.


Entonces, y sólo entonces, deja Noa de tocar. Su padre se sobrepone al asombro que mantiene ensimismada a la tripulación para exigirle que le entregue la flauta, pues ve en ella el arma invencible que permitirá a Navarra dominar los mares. Y no deja de tirarse de los pelos y de mesarse las barbas cuando ve que su hija la arroja a la boca abierta de la ballena que parece comandar a las demás.

-¿Qué haces, insensata? -le grita enfadado. Pero ella sólo le responde:

-Las criaturas del mar no reconocen rey sobre la Tierra, padre. Si me han obedecido ahora es porque se lo pedí como un favor, no como una orden. De esa misma forma os pido yo ahora que mientras vos seguís luchando por extender vuestros dominios en el norte, me concedáis una de las remotas calas del Cotentin para que a ellas les sirva de refugio perpetuo.

Y esa orden, firmada y sellada por el rey Carlos II de Navarra nada más desembarcar en su ciudad de Cherbourg, por la cual se concedía la bahía de Pirou a su hija la princesa Noa, "para que encontrasen refugio en ella todas las criaturas del mar", sigue vigente hoy en día, aunque Normandía y Navarra no sean ya tan hermanas como lo fueron en el siglo XIV.

Y dicen que don Carlos quiso pasar por Pirou antes de regresar  para despedirse de su hija, y que mucho se maravilló al ver que una de las ballenas entraba en la bahía y sacando su enorme lengua entregaba a Noa la portentosa flauta que hizo que, por un único y milagroso momento, Navarra dominase los mares...


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016

miércoles, 13 de enero de 2016

LA GUERRA DE LOS LAZOS


El 7 de septiembre de 1425 falleció el anciano rey Carlos III, que por sus hechos mereció el sobrenombre de "Noble".

La noticia llegó inmediatamente a Araciel (despoblado cercano a Corella, y campamento donde su yerno, el infante Juan, estaba reunido con su hermano el rey de Aragón, Alfonso V, preparando la enésima campaña contra Castilla), y el nuevo rey de Navarra procedió a encerrarse en su tienda en espera de que le fuesen enviadas por su esposa, la reina propietaria Blanca, las insignias regias que le conferirían su nueva condición.

Cuando llegaron el pendón de Navarra y las sobrevestes reales, montó a caballo junto con su hermano, y ambos recorrieron el campo, precedidos por sus alféreces, mientras el rey de armas clamaba en alta voz: "¡Real, real, por el rey don Juan de Navarra e por la reina doña Blanca su mujer!". Según los cronistas castellanos, no se hallaba presente ningún hombre de estado de Navarra "aunque se estaba dentro del reino y tuvieron tiempo para venir. E diz que se hizo así a sabiendas, porque según sus Fueros e costumbres, non le habían de alzar por rey hasta que primeramente jurase los privilegios del reino en cierto lugar, e en cierta forma..."

Por su parte, los navarros hicieron otra solemnidad semejante en Olite a la reina doña Blanca. Comenta el padre Alesón en los Anales de Navarra, que "estas aclamaciones separadas, y la del rey hecha en campamento de ejército extranjero, pudieron ser anuncio de las divisiones y guerras, más que civiles, que después hubo entre el rey y su hijo don Carlos, nacido ya en este matrimonio".

Apenas celebrados los funerales por su suegro, el nuevo rey de Navarra volvió a su única preocupación: sus dominios en Castilla. Quedó doña Blanca como gobernante exclusiva de Navarra, como su señora natural que era. Nuevamente los cronistas castellanos nos dan la explicación de su funesto comportamiento: "y es que tenía don Juan en mucha más estima lo que en Castilla poseía que todo el reino de Navarra e incluso que lo que tenía en Aragón...".

De esta forma, la política castellana de don Juan acabaría arrastrando a la pacífica Navarra a luchas totalmente ajenas a sus intereses, y acabaría provocando la guerra civil que, con el tiempo, acarrearía la perdida de la independencia y el fin del reino.

Pasaron cuatro años, y sus continuas intrigas en Castilla no le permitieron siquiera acercarse a Navarra para ser coronado, hasta que en abril de 1429 fue conminado por las Cortes a que regresara de una vez para poder llevar a cabo la ceremonia, que finalmente tuvo lugar el 18 de mayo de ese mismo año. Los Tres Estados juraron como rey a don Juan "por el derecho que a vos pertenesce por causa de la reina donna Blanca, nuestra reina y seinnora, propietaria del dicho regno de Navarra", y a doña Blanca como "nuestra reina et seinnora natural", remarcando de ese modo que el aragonés no era más que un extranjero sin más derecho en Navarra que el le otorgaba su condición de príncipe consorte.

Tampoco esta vez permaneció mucho en su reino, pues la guerra en Castilla había rebrotado con una violencia tal que esta vez amenazaba las fronteras de Navarra, cuyo tesoro había ido dilapidando en sus conflictos personales en los últimos cinco años, hasta el punto de que ahora las arcas estaban completamente exhaustas. Aunque le quedaba todavía algo por rapiñar: las joyas de su esposa, la reina doña Blanca...

El 26 de mayo (es decir: apenas una semana después de la coronación) el rey de Navarra dio poderes a su consejero Rodrigo de Villalpando para vender joyas, vasos de  oro y plata y piedras preciosas, que se venderían en Barcelona o donde hubiese compradores.


El insigne historiador José María Lacarra nos aclara -como siempre- lo sucedido: "sin duda estas joyas eran propiedad de la reina, y el rey había dispuesto de ellas sin su conocimiento. Al día siguiente ésta, sumisa, y sin duda coaccionada, dio orden a sus procuradores para que así se hiciera, ante las urgentes necesidades del rey". En Barcelona se vendieron una imagen de oro de San Pablo y otras de Santa Catalina y San Pedro con diadema de zafiros y perlas, un libro y una espada también con piedras preciosas.





El reino de Navarra perdió de esa manera "la más rica capilla de luces e imágenes de oro, con muy rica pedrería, cálices y ornamentos que príncipe del mundo tuviese", y de la vajilla se decía también que era "la más rica que príncipe de cristianos hubiese tenido".

Pero no sólo eso, pues las Cortes ordenaron recoger toda la plata de las iglesias, de los legos y de los judíos, para darla en préstamo a mercaderes de Pamplona, y obtener dinero de esa manera para resistir a los castellanos. La reina apoyó así a su marido en una guerra impopular -pues nada se le había perdido a Navarra en Castilla- pero en la que era preciso resistir -afirmaba ella misma- "et pugnar por la honor de nuestra Real Corona de Navarra".




Así pues, son incontables las obras de arte que por la rapiña de don Juan se perdieron para siempre, y revalorizan aún más las contadísimas que de aquél periodo nos quedan en Navarra, como el relicario del Santo Sepulcro de la catedral de Pamplona -que ya se había salvado a su vez del asedio francés a la Navarrería del año 1276-, el de San Saturnino en San Cernin de Pamplona o el cáliz de Ujué. Esto es algo que también tenemos que "agradecer" los navarros a ese rey usurpador que aún hoy en día muchos necios se empeñan en reivindicar, como dechado de inteligencia y de virtudes políticas. ¡Pobre Navarra!

Había entre todas esas joyas de orfebrería que el rey malvendió una muy especial, pues había sido realizada bajo las indicaciones personales de Carlos III el Noble para que fuese el ornamento principal de la capilla de San Jorge en su palacio de Olite. Se trataba de una cruz de plata maciza con muchas perlas, zafiros y rubíes engastados en ella, que medía casi un metro de alto. Por ser la que presidía ese regio espacio, los estudiosos del arte medieval la denominan "Cruz de Olite" cuando tratan sobre ella.

Esta que adjunto es una pobre recreación moderna de cómo debió ser, pues la única -y parca- descripción que de ella tenemos es la recogida en el registro de Comptos nº 268 del año 1402, a través del recibo de pago al argentero Pierre de Saintcler "por una gran cruz de plata para la capilla del señor rey, hecha al modo y manera de su divisa de los lazos". Otra escueta mención a esta emblemática pieza es la que la reina en persona rubrica en  otro registro de comptos, rogando a los procuradores de su marido que no la hagan fundir, "en atención a haver sido fecha por su padre, el muy reduptable y poderoso señor don Carlos". Resulta evidente que no se atendió su petición, pues al fin y al cabo tanto los procuradores como el propio rey don Juan eran extranjeros, y nada podía decirles ni importarles la divisa regia del lazo triple.

Así debió ser la Cruz de Olite:

Recreación moderna de la Cruz de Olite. Año 1402
Que varios años después el recuerdo de esa hermosa joya seguía grabado a fuego en el imaginario de la familia real de Navarra -posiblemente como símbolo de una edad dorada que ya no se volvería a alcanzar jamás- nos lo hace conocer el cronista aragonés Zurita, cuando al tratar de la batalla de Aibar, que el 23 de octubre de 1451 enfrentó a don Juan contra su hijo don Carlos, nos dice que "el alférez del príncipe llevaba el estandarte de Navarra bordado con la cruz que dicen de Olite, que su padre había hecho fundir veinte años antes con ocasión de la guerra contra Castilla". Con la utilización de ese símbolo quería el príncipe subrayar que era él el rey legítimo de Navarra, y que su padre no era más que un usurpador.

Recreación del estandarte del príncipe de Viana en la batalla de Aibar (1451)
Quizá sea buen momento para recordar que, en aquella época, el lazo triple adoptado como divisa por el rey Carlos III el Noble, y que después de él emplearon también sus legítimos descendientes doña Blanca y don Carlos, príncipe de Viana, representaba a la Santísima Trinidad, y por extensión la figura de Dios, que al igual que este lazo que nos ocupa, no tiene tampoco principio ni fin.

Sombra del Lazo Triple de los Evreux en la torre de la Joyosa Guarda del palacio de Olite
Por tanto el Príncipe de Viana se acogió a la protección divina al emplear la divisa de su dinastía. Mientras que podemos establecer, puesto que sabemos que don Juan usurpó también las divisas reales de su suegro, incluso en la citada batalla de Aibar, que el rey invocó a otras potencias que no tienen nada que ver con las moradas celestiales para vencer a su hijo:

666


¿Y recordáis el capítulo XIII, versículo XVIII del Apocalipsis de San Juan?:

"Pues aquí está la sabiduría. Quien sea inteligente calcule el número de la bestia, pues es el número de un hombre. Y ese número es 666".

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© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016

martes, 5 de enero de 2016

DE ORIENTE


La Navidad del año 1736 en Pamplona ha quedado para la posteridad como aquella en la que la nieve cubrió de tal manera la ciudad y sus aledaños, que nadie pudo entrar ni salir de ella por haberse congelado los delicados resortes de los mecanismos que accionaban los puentes levadizos que normalmente daban acceso a los moradores de la cuenca.

Esta embarazosa situación afectó -como es natural- a todos sus habitantes, especialmente a aquellos que, por ser extranjeros, no estaban acostumbrados a semejantes furias climatológicas. Y era la colonia foránea siempre muy numerosa, pues no en vano era la corte de los reyes de Navarra -a la sazón don Carlos V de Labrit y doña Mariana de Mantua- acogedora para todos aquellos que necesitasen protección o consuelo.

Tal había sido el caso del señor obispo, don Menelik, nativo de la antigua Mesopotamia y refugiado ahora en la capital del reino pirenaico ante la persecución que el sultán de los turcos había desatado en su tierra. Su Majestad don Carlos le había aupado a la sede de San Fermín sin dudarlo, y era de ver cómo lucía en las ceremonias catedralicias, con su barba florida y cuadrada -igual que las de sus regios antepasados Nabucodonosor, Senaquerib o Tiglatpileser III- o con qué brío entonaba en su recóndita lengua caldea las canciones más dulces que nadie imaginar pueda.

Tenía también su punto de astrónomo, y pasaba por eso muchas noches encaramado en la torre más alta de la Seo, calculando como el mejor de los matemáticos la trayectoria de estrellas, planetoides y cometas. Pero lo que ahora mismo más le preocupaba era si tanta nieve no impediría que sus paisanos, los magos de Oriente, pudiesen arribar o no a la vieja Iruña, dejando en ese caso sin presentes ni regalos a tanto y tan buen feligrés como abundaba en la cabeza de su diócesis.  

Le pareció pues -muy lógicamente- que había que tomar medidas extraordinarias para paliar tan funestas consecuencias. Dictó así al arcediano de la tabla un mensaje secreto que sólo podría ser abierto por su destinatario, el músico don Antonio Vivaldi, que vivía en el palacio de Aguerre, en la trasera del claustro gótico de San Cernin.

Dibujo de Angel María Pascual
Silva Curiosa de Historias / Enero de 1937
Mucho se sorprendió el maestro del carácter de la misiva, en la que el señor obispo le pedía que cortase por la mitad una de sus rizadas y blancas pelucas y -pegándosela en las mejillas con cola de carpintero- la usase como barba que pudiera parangonarse con la natural y morena de Su Ilustrísima, que de paso le ordenaba, más que le proponía, que ambos se convirtiesen por un día en los reyes Melchor y Gaspar, ya que a los verdaderos les imposibilitaba la nieve su anual visita.

Mucho reflexionó don Antonio su respuesta, aunque acabó otorgando su aquiescencia después de dar muchas vueltas a su reloj veneciano. Este melancólico mecanismo no consistía, contra lo que pudiera pensarse, en ruedas dentadas y manecillas danzantes, sino que era un reloj de arena que en lugar de sílice y gravilla contenía agua de la laguna de San Marcos, lo único que Vivaldi había podido llevarse consigo cuando tuvo que abandonar su acuática ciudad natal. Eso sí: dejó bien claro al obispo que no aceptaría desempeñar tan regio papel si el de Baltasar no lo interpretaba don Viernes, el dueño de la famosa Posada del Papagayo de Indias, que llevaba cincuenta años ya aposentado en Pamplona, justo desde que mandó a paseo definitivamente al estirado Robinson Crusoe -que para más inri afirmaba ser su amo-, cuando en 1687 pasó por estas tierras.

Y muy buena idea les pareció tanto a don Viernes como a don Menelik, que propuso que los tres iniciasen su periplo junto al portal de Francia. Como los caramelos no se habían inventado aún, iban arrojando a la multitud congregada para verlos pasar coronillas de Torrano, que no veo yo que haya nada de extraño en que tres reyes entreguen coronillas. Y como era don Antonio Vivaldi tan prolífico compositor, compuso un aire navideño a toda prisa para que la banda de música lo tocase durante todo el desfile. Y para que no se dijese que don Carlos y doña Mariana, los únicos reyes auténticos, no habían subvencionado la fiesta, ofrecieron estos dos monarcas de occidente a sus tres momentáneos colegas de oriente todos los libros de comptos del perverso rey don Juan II -el peor de todos los que gobernaron Navarra- para que no quedase de él memoria ninguna, y sobre todo para que los pajes los convirtiesen en confetti que adornase el trayecto, Y también les entregaron varias sacas repletas de monedas falsas del rey don Carlos II, aquellas que acuñó para hundir la economía de su enemigo el rey de Francia, que si bien no eran auténticas, tenían al menos algo de plata en su composición, lo cual agradecerían sin duda los habitantes, si no les daba en el ojo tanto y tan voladizo metal al ser aventado desde las carrozas.

Y esto sucedió la noche de Reyes de 1737, como se recoge en el libro de registro del municipio de Pamplona de ese mismo año, para cualquiera que quiera acercarse hasta el Archivo y comprobarlo....

          

© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016