martes, 28 de diciembre de 2010

CONSTIPADO INFERNAL




Quizás por pasar tanto tiempo en lo alto de la torre, al escaso abrigo que las almenas ofrecen, o quizás por seguir inhalando los vapores de esas tostadas hierbas que los vikingos trajeron de más allá del mar, el caso es que el capitán cayó enfermo la mañana de Navidad.

Por tanto la fiebre no le permitió oír a mediodía las campanas de la catedral que, como una piedra arrojada al centro de un estanque, iban convocando poco a poco a sus hermanas del resto de pueblos de la cuenca, y éstas a las de toda la merindad de las Montañas, y éstas a las de Ultrapuertos al norte, a las de Estella al oeste, a las de Sangüesa al este y a las de Tudela al sur, hasta que no quedó ni un solo navarro sin recordar a aquél que nació en un pesebre en Belén, debe hacer ahora unos mil trescientos años...

Le frotan el pecho con ungüento mezcla de menta, trementina, aceite de eucalipto, aceite de nuez moscada y aceite de madera de cedro, pero aunque eso le despeja la nariz, sigue su cabeza tan embotada como antes del balsámico tratamiento, e incluso hace el paciente todo lo posible por no conciliar el sueño, pues le asaltan en cuanto cierra los ojos extrañas imágenes que no puede asegurar si pertenecen a su pasado o al tiempo que aún está por llegar...

En cuanto se duerme, martillea constantemente en su cabeza el sonido que hacen las piedras arrojadas al aire cuando por fin caen sobre una mesa. Afortunadamente no son del tamaño y peso de las que levantan algunos leitzarras, sino diminutas, y con extraños signos grabados en ellas. Concentrándose mucho, puede distinguir alrededor del tablero a varias personas de aspecto hosco y desgreñado, vestidas con muchas pieles de oso, a la usanza del norte helado, y que ríen de forma maléfica mientras descifran los petreos augurios. Sólo una frase de la conversación que mantienen queda prendida de su consciencia cuando despierta sobresaltado:



"las runas dicen que nadie vendrá para ayudarla..."

Le duelen hasta los párpados al incorporarse en la cama, y violentos estornudos que deben oírse más allá del valle de Goñi, sacuden sus pulmones como si alguien estuviera tirando de ellos hacia afuera para arrancárselos; pero sabe que no puede quedarse quieto mientras aquella incertidumbre siga royendo su espíritu. Así que hace que le traigan desde Uxue todos los tarros de miel que un mensajero a caballo pueda transportar, pues sabe que aquellas flores, por servir de manto a la morenica Santa María todo el año, son las que proporcionan el néctar más dulce y curativo. Y encarga también leche recién ordeñada en el valle de la Ulzama, que llega a palacio en grandes kaikus de madera, porque sólo faltaría que en la corte de Navarra se usaran otros recipientes que esos tan propiamente nuestros, que hasta aparecen dibujados en las Biblias de don Sancho el Fuerte.

Y todo bien conjuntado y puesto a hervir sobre madera de haya recién cortada en Aralar, que goza del privilegio desde tiempos muy lejanos de que mientras arde en el hogar, va extendiendo por la habitación el mismo aroma que los ángeles disfrutan en aquella altura, acaba obrando el milagro de restablecer a Esteban. Bueno, todo eso y, cuando los galenos no miran, tres o cuatro caladas a esas ya mentadas hierbas vikingas, porque él ya sabe muy bien lo que tiene que hacer...

Y da entonces al herrero, que igual que su pariente sangüesino, Regín se llama, la orden de que forje para su caballo Aristarco herraduras de plata con muescas talladas a buril, de las que impiden resbalar en las rutas heladas y ponen en fuga con sus destellos lunares a los lobos que acechan a los viajeros perdidos. Y le entrega también su espada, templada con el agua que brota de las heridas de la sagrada montaña de Izaga, para que vuelva a bruñirla y consiga que su filo, mellado de tanto morder a los enemigos de Navarra, sea otra vez tan liso como la piel de aquella que tanto añora. Y nada más pasar el paño por su hoja, reluce en ella la inscripción grabada hace ya mucho tiempo: "Siempre como tú desees".

Y aunque la miel, la leche, los kaikus y las hayas hayan hecho maravillas, sigue doliéndole todo al capitán. Por eso, y pensando que al fin y al cabo no se sentirá peor de lo que ya está por hacerlo, recoge un poco de nieve recién caída y la mezcla muy bien mezclada con el licor de enebro y con aquel otro derivado de la quinina, que es remedio muy bueno para las fiebres, como cierto médico le dijo una vez, y vierte el jarabe en dos vasos, uno para él, y otro para el herrero, que andar todo el día en la fragua debe dar mucha sed...

Y es que necesita ahora Esteban todo el arte metalúrgico de don Regín, pues parece que habrá de echarse al camino para desfacer entuertos otra vez, por más piedras mágicas que intenten impedírselo. Y mientras lo haga, seguro que silbará el viento entre los árboles, y repiqueteará el río allá abajo...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 24 de diciembre de 2010

SAUDADE



Conviene leer antes que esta historia, las del Libro de los Teobaldos 9, 10 y 11.

Al llegar la Navidad echa más de menos Esteban a Blanca, pues la recuerda con su pelo recogido por una diadema de korostias de las que sólo se dan en las vertientes más umbrías de la sagrada montaña. Y esa remembranza se le clava en el corazón igual que las puntiagudas hojas que protegen los rojos frutos del acebo se clavaban en la morena piel de la princesa...

Ha enviado maese Donézar muchos de sus sabrosos mazapanes a palacio, por ver de endulzar las nostalgias del capitán, pero ni el mucho saber del confitero consigue esta vez su cometido, pues parece como si las nieblas casi peremnes que custodian la fortaleza de Irulegi se hubieran introducido en el alma del guerrero, y ni el batir de las alas del arcángel allá arriba, en su atalaya de Izaga, logra rasgar ese negro sudario que envuelve su ánimo en estas fechas.

Sube a la torre. Y otea como cada atardecer el horizonte, por si llega algún mensajero con noticias de la reina. El cielo está rojo. Rojo como la gona que ella llevaba la última vez que se vieron. Y ese reflejo que deja el sol al ponerse más allá de la cumbre de Aralar, hace parecer como si el dragón que mató don Teodosio hubiera revivido por un instante para llenar el firmamento con su aliento de fuego.

Y le da por recordar cuando ambos buscaron al infernal endriago en aquellos parajes, ya que ella quería intentar curar la herida del monstruo, pues decía que no quedaban tantos dragones en el mundo como para andar matándolos por un quítame allá esas cadenas. Pero no vieron ni rastro de la alada criatura, y bien que a él le hubiera gustado hacerse pasar por uno de esos San Jorges que sólo saben pintar los maestros italianos...

Y quizás por ello cometió la locura de emprender la ascensión con una armadura antigua, de las que se fabricaban con el pesado hierro de Betelu, y no con una milanesa, que son tan lígeras que están hechas especialmente para que el viento lleve a los caballeros andantes a donde más les plazca.

Y por éste y otros peregrinos motivos, llegaron los dos al santuario casi sin aliento, que recuperaron después de sentarse un buen rato a contemplar las Malloas allí enfrente, que es vista ésta de las más reconfortantes que puedan alcanzarse en este reino. Aunque estando al lado de Blanca, hasta las horrendas construcciones de micer Mangado le parecían a Esteban tan dignas y hermosas como Chateau-Gaillard...

Hubo de salir finalmente el capellán al rescate con abundancia de viandas, pues ellos se habían quedado sin comida al poco de pasar Zamartze. Guiados por el arcipreste, entraron en el templo, no sin antes haber pasado él bajo las milagrosamente rotas cadenas del penitente fundador, y sin haberse dado ella una buena calabazada en el hueco de la cueva donde dicen mora todavía el añorado dragón. Y no es esto cosa baladí, pues muchos autores antiguos dicen que una de las condiciones más necesarias para regir con sabiduría estos Estados de Navarra es acreditar ser una auténtica buruhandi, aunque forzoso es reconocer que el hueco aquél es muy pequeño...

No pudieron ver a San Miguel porque casi siempre está de viaje, que es santo tan volandero y bien educado, que devuelve puntualmente y a domicilio, las visitas que en su casa le hacen sus fieles más devotos. Pero sí que pudieron maravillarse observando el retablo de esmaltes que legó la princesa Berenguela, la tía abuela de Blanca, cuando fue a casarse con el rey de Inglaterra allá en las lejanas tierras de Chipre. Y hay a cada lado de este portento cuajado de joyas, dos manos cortadas muy bien disecadas. Un letrero de elegante caligrafía lemosina explica tan curiosa presencia:

"Aquestas son las manos del probado ladrón Eric el flamenco, que intentó robar este altar y fue apresado y enforcado en el haya más cercana al ábside de este santuario, y fueron sus manos cortadas mientras aún vivía, para que tuviera que emplear sus últimas horas en rascarse con los muñones los picores que sus multiples enfermedades venéreas sin duda le producían. Que todos cuantos aquí se acerquen tomen ejemplo y escarmiento en cabeza ajena ..."

Y Esteban está muy de acuerdo con estas justicias de los tatarabuelos, y aún cree que el tal Eric tuvo suerte de que él no estuviera presente cuando le pillaron con aquellas manos, ahora tan correctamente disecadas, en la masa. Porque de haberlo atrapado él, otros apéndices en vivo le hubiera cortado, aunque no de los que pueden exponerse sin atentar contra el decoro en una iglesia. Ni siquiera en aquella, donde está muy bien documentado que los del rey don Pedro I encontraron santo remedio...

Pero todo esto son sólo recuerdos. Comienza a hacer mucho frío en la torre y no tardará el paisaje en cubrirse de blanco. Y aunque hoy no tenga ganas de mezclar la nieve con el enebro, sigue silbando el viento entre los árboles, y continúa repiqueteando el río allá abajo...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 17 de diciembre de 2010

LO QUE HAYA DE SER SERÁ...



Aibar, madrugada del 23 de octubre de 1451

Las hogueras de las tropas de Juan II se ven brillar en la oscuridad de la noche, al otro lado de las murallas que protegen la población, atestada por la guarnición y los refuerzos que han venido a engrosar la hueste del príncipe de Viana, que encapuchado y con la única compañía de su tío el prior don Juan de Beaumont, recorre las callejuelas observando a aquella multitud que vive la noche como si fuera la última de sus vidas. Y ciertamente muchos morirán al día siguiente, así que ninguno de los dos personajes tienen ánimo de reconvenir los excesos a los que se entregan sus hombres en las repletas tabernas.

Hasta que se detienen en la puerta de una de ellas, y ven en el interior a una turba de borrachos riéndose de un pobre juglar que, aunque está tan ebrio como ellos, intenta continuar con su espectáculo, sorteando las puntas de las espadas de quienes intentan pincharle entre carcajadas. Don Juan se prepara para intervenir en ayuda de aquél desgraciado, pero don Carlos le hace un gesto para indicarle que espere, que quiere oír lo que el cómico, subido en una de las astrosas mesas, va a recitar. Y esto dice el comediante:

-"Ser o no ser, esa es la cuestión.
¿Qué es más noble para el alma:
sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna
o tomar las armas contra un piélago de calamidades y,
haciéndoles frente, acabar con ellas?
Morir, dormir... nada más;
y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón
y los mil conflictos que por naturaleza son herencia de la carne...
He aquí un final piadosamente deseable.
Morir, dormir, dormir... tal vez soñar.
Sí, ahí está la dificultad.
Porque en el sueño de la muerte,
¿qué sueños pueden sobrevenirnos
una vez liberados del torbellino de la vida...?"


-¡Cállate ya, pelmazo! ¡No sabes más que poesías! ¿No sabes cantar? A lo mejor ni bailar... -interrumpe al transfigurado actor uno de los impacientes soldados.

-¡Déjale que continúe! -exclama desafiante el príncipe descubriendo su rostro entre la sorprendida multitud. Y el actor, con una reverencia de agradecimiento, prosigue:

-"Pero llega la reflexión,
y de ella nace el temor,
que convierte el infortunio en tan duradero.
Porque ¿quién soportaría los latigazos y los insultos del tiempo,
la injusticia del opresor, el desprecio del orgulloso,
el dolor penetrante de un amor despreciado, la tardanza de la ley,
la insolencia del poder, y los insultos
que el paciente mérito recibe del hombre indigno,
cuando uno mismo podría procurarse el reposo
con un simple puñal...?
¿Quién llevaría tan dura carga, y
gemiría y sudaría bajo el peso de la vida, de la vida..."


Y calla entonces el rapsoda, pues los vapores del alcohol le han hecho olvidar su papel. Con su triste y perdida mirada suplica a don Carlos que le ayude en aquel trance, y entonces el príncipe de Navarra toma el testigo a aquel andrajoso príncipe de Dinamarca y declama:

-"Si no temiera aún algo después de la muerte?
Esa ignorada región cuyos confines
ningún viajero vuelve a traspasar...
Ese temor sujeta nuestra voluntad
y nos hace soportar los males que nos afligen,
antes que lanzarnos a otros desconocidos.
Así, la conciencia nos convierte a todos en cobardes..."


Un fuerte ataque de tos interrumpe violentamente el monólogo, pues tiempo ha que don Carlos siente sus pulmones enfermos, así que debe abandonar la cantina para que aquellos hombres que mañana han de luchar por él, no piensen que su causa está perdida antes de iniciar la batalla.

A la luz de un candil, en lo más oscuro del callejón, y mientras los blancos pañuelos que le ofrece el prior van cubriéndose de sangre bermeja, el príncipe termina la representación para su único espectador:

-"...y así el vivo color de la resolución,
enferma por el hechizo pálido del pensamiento,
y se pierde el oportuno y fugaz momento de pasar a la acción..."


-Volved a la taberna y entregad esta bolsa de monedas de mi parte al juglar. Dudaba de enfrentarme a mi padre hasta que él me ha recordado que nadie evocará jamás mi memoria si, imitando a aquel incierto señor don Hamlet, una perpetua indecisión me convierte en estatua de sal e impide que se haga diáfano a todos mi legítimo derecho a la corona de Navarra.

Sí, querido tío: lo que haya de ser mañana, será...

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 16 de diciembre de 2010

POSEÍDO



Tafalla, 15 de febrero de 1813

-Escribid lo que os voy a dictar, don Nicolás:

Parte de guerra para el general Mendizábal:

"Concluida la rendición del fuerte donde resistía la guarnición francesa de Tafalla, he dado orden de destruirlo y demoler todas sus obras de fortificación, así como también el inmediato convento de San Francisco y un palacio contiguo, por considerarlos a propósito para establecerse el enemigo. Lo que igualmente ejecutaré con otro convento y palacio en Olite, a fin de tener expedita la carretera desde Pamplona a Tudela y obviar que el adversario pueda en ellos cobijarse. Yo mismo supervisaré en persona que se cumpla cabalmente mi mandato."

Firmado: Francisco Espoz y Mina, Mariscal de campo y Jefe Supremo del Corso Terrestre de Navarra.

-Pero señor, sabéis perfectamente que nunca, en los cinco años de guerra que llevamos ya a la espalda, ha habido franceses refugiados ni en el palacio de Tafalla ni en el de Olite, y ahora que están en plena retirada hacia la frontera, es todavía más difícil que lo intenten...

-¿Acaso queréis darme lecciones de estrategia militar, señor secretario? ¿Olvidáis quién sois, señor don Nicolás de Uriz? Yo os lo recordaré: un simple fraile exclaustrado, con probadas simpatías afrancesadas, que os hubieran costado la vida de no necesitar yo, que nunca tuve tiempo más que de aprender a layar las renegridas tierras de Idocin, a alguien que me escribiera los comunicados, bandos y mensajes. Y ahora pretendéis sacar los pies del tiesto y cuestionáis mis decisiones como si el Comité de Regencia os hubiera colocado por encima de mí en el escalafón de esta provincia. Pues andad con cuidado, señor don Nicolás, que no he olvidado mis tiempos de labrador, y recuerdo bien como arrancar las malas hierbas que estropean los sembrados...

-Por Dios bendito, señor mariscal, en ningún momento he pretendido semejante cosa. Simplemente quería poneros de manifiesto que si alguna vez esos dos palacios sirvieron de fortaleza, eso debió ser hace más de tres siglos, cuando los reyes de Navarra moraban en ellos. Son el único recuerdo que de aquellos tiempos antiguos nos queda. Si los destruís sin necesidad, no mostráis ninguna inteligencia militar, y la posteridad os pedirá cuentas por ello.

-¿Reyes de Navarra decís? No reconozco más rey que el que todos los españoles anhelan ver retornado a su patria: el muy noble y leal Fernando VII, que permanece prisionero de Napoleón en Francia. No cejaré hasta que pueda besar su mano a este lado de los Pirineos, y si para ello tengo que arrasar dos, tres o veinte castillos lo haré sin dudar.

-Sí, ya conozco vuestros metódos, don Francisco. Ví como incendiábais sin necesidad el convento de San Francisco en Estella, de muy notable y ojival fábrica, y allí se perdieron las afiligranadas tumbas de muchos nobles y príncipes de este reino, entre ellas la del infante Teobaldico, que cayó desde la peña de Zalatambor cuando niño, quebrando las esperanzas de su dinastía. También vi como reduciáis a cenizas lo que quedaba del palacio de Tiebas, sin más beneficio que el de ver desaparecer otra muestra del dominio del arte que aquellos antepasados nuestros tenían. Y vi también vuestro rostro transfigurado delante de aquellas llamas, como llevado por algún antiguo espíritu de destrucción. Luego reíais ante las ruinas humeantes como si hubiéseis logrado el objetivo secreto que ocultáis con órdenes tan desdichadas como la que me acabáis de dictar. Y eso que llegué a creer que lo hacíais por simple ignorancia, pero no, tiene que haber algo más escondido en esta locura vuestra...

Y ahora queréis derruir además los palacios de Olite y Tafalla, que son los más principales que nos legaron aquellos magníficos señores que, al menos, no reconocieron ningún otro superior en la Tierra, al contrario que vuestro Fernando VII, que ahora mismo lame servilmente la mano del Bonaparte en Bayona.

-Siempre tan observador, don Nicolás... ¿Creéis que no me fijaba yo en vuestra expresión dolorida mientras todos esos edificios se convertían en pavesas que el viento se lleva? El doble disfrutaba yo de esa manera: con su aniquilación y con vuestro sufrimiento, pues en algo tenéis razón, señor secretario: no soy el mismo desde el día en que hallamos en el arruinado palacio de Barasoain aquella caja oculta bajo un falso tabique, ¿recordáis?
Tenía muchos escudos pintados en la tapa, vos mismo me dijísteis que eran los de los reyes de Navarra. Y, efectivamente, al abrirla forzándola con una bayoneta, apareció allí una corona de oro y piedras preciosas con una inscripción grabada en su orla: "Aquesta es la corona del legítimo señor de Navarra, don Juan II, duque de Lara, de Peñafiel, de Montblanch y de Gandía". No sé qué puerta del Infierno se abrió en aquel preciso instante, pero aquel brillo, aquella riqueza, aquella majestad se apoderaron de mí, y una imperativa voz martillea constantemente en mi cabeza desde entonces: "Tú darás fin a lo que yo empecé, pues acabé con la dinastía real de Navarra y hasta con el reino mismo, pero aún quedan sus vestigios en forma de notables edificios preñados de su noble recuerdo, y mientras esa remembranza perdure, mi labor estará inconclusa..."

-Estáis completamente loco, Mariscal, tantos años de sangre y violencia os han trastornado definitivamente...

-Nada de eso: tantos años de sangre y violencia son precisamente los que me han permitido invocar al espíritu del tirano más conspicuo que anduvo jamás por Navarra, que sólo puede manifestarse en tiempos de guerra y desolación. Y vais a poder comprobarlo una vez más, pues ahora mismo están ya dando fuego al convento de San Francisco, en cuya nave central está la tumba de la reina Leonor, que gracias a él sólo gobernó durante 15 días. Otro rastro más de vuestra querida historia que se perderá para siempre, y al que esta misma noche se unirán los despojos del palacio de esta villa y del de Olite, a donde ahora mismo ordenaré que os conduzcan preso, que después del incendio aún quedarán allí muchos paredones donde fusilar a un traidor que tan mal opina sobre nuestro magnifico monarca don Fernando VII...

Y las frías carcajadas del Mariscal resuenan aún en la cabeza del secretario cuando la columna sale de Tafalla en dirección a Olite. Una enorme pira en el centro de la villa, que es como si consumiera no sólo la piedra y las vigas labradas, sino también el alma de todo el reino, le indica que el palacio de los reyes de Navarra ha dejado ya de existir...

Y llegado el grueso de la tropa a Olite, comprueba que la vanguardia se ha encargado ya de preparar el incendio del castillo, y que el Mariscal Espoz y Mina, con cara de honda satisfacción, está ya a punto de dar inicio a aquel crimen. Mira entonces hacia el castillo, y en una de las ventanas le parece ver a un hombre delgado, pálido, vestido con una especie de traje talar de color azul oscuro y tocado con un curioso birrete de color rojo, que le hace señas desde allí arriba.

Y grita, grita desesperado que hay un hombre en aquella ventana, que vayan a buscarlo antes de prender el fuego. Pero nadie más que él parece poder verlo, y se ríen de él, y Espoz y Mina da orden de que le hagan callar para que todos puedan disfrutar del espectáculo purificador del fuego, así que un culatazo en el estómago le hace caer al suelo, y entre las piernas de los soldados sigue viendo a aquel hombre en la ventana pidiéndole que se acerque, que vaya donde está él...

Y corre, corre como un desesperado hacia el castillo en llamas, esquivando los disparos que el mariscal ordena que se hagan contra el fugitivo. Y cuando logra refugiarse en el palacio, sigue corriendo hacia donde vio aquella figura, y ve entonces como ante el empuje del incendio, van cediendo las techumbres de tantas habitaciones doradas, cómo se cuartean y ennegrecen los frescos que mostraban el esplendor de la dinastía Evreux, cómo se deshacen los tapices bordados por Colin Bataille para Carlos III el Noble, y cómo los naranjos plantados por doña Leonor de Castilla arden como la yesca.

Pero ha conseguido llegar, a riesgo de su propia vida, a la estancia donde aquel hombre, que no sabe si es real o fruto de su imaginación, le está esperando. Al contrario que el semblante del Mariscal, siempre ensombrecido por la soberbia y la brutalidad, el del joven resulta afable, aun con un punto de tristeza en sus ojos. Así le habla:

-Se me ha permitido salir un instante del lugar de gloria que habito para oponerme una última vez a los malvados designios de quien me engendró. No puedo salvar ya este palacio donde fui feliz tanto tiempo, pero sí que puedo defender mi memoria y la de mis antepasados. Tras esa alacena, en un hueco excavado en la pared, yace oculto un libro que yo mismo escondí hace cuatro siglos. Es la Crónica completa de los Reyes de Navarra, incluyendo el Cuarto libro que mi padre ordenó destruir. No queda ya ninguna otra copia. Os la confío a vos para que todo el mundo conozca la verdad y desprecie para siempre la figura de aquél que usurpó el reino.

En el sitio exacto que se le ha indicado, encuentra Nicolás el libro, envuelto en una bolsa de piel con un triple lazo de oro repujado en ella. Mira entonces hacia la puerta por la que entró en la sala, totalmente sellada por las llamas, e implora ayuda a la misteriosa figura, que, guiándole por el dédalo de habitaciones, acaba mostrándole la entrada a un pasadizo secreto.

-Seguid por él, y acabaréis al otro lado del muro. Y recordad: sois ahora el depositario de un legado que muchos intentarán ocultar y otros muchos destruir. Os agradezco vuestro valor, porque pesada carga es ésta que os entrego, pero pensad que nunca estaréis sólo en este empeño. Cuando estéis más desesperado, invocadme con este anillo de doce lazos de plata que os entrego, y encontraré la manera de ayudaros. Lo juro...

Y mientras corre hacia abajo por la escalera de caracol, que por estar tallada entre los recios sillares, resiste todavía los embates del fuego, mira hacia atrás por última vez, y contempla al joven que se despide agitando su mano, mientras su figura se desvanece entre el humo...

A través de una estrecha saetera que da luz al pasadizo, ve también al Mariscal Espoz y Mina, que ríe diabolicamente, iluminado por las tremendas llamas que consumen el palacio.

-Si tuviese un fusil, en este mismo momento acababa tu carrera, Espoz maldito...-piensa contrariado el secretario-. Pero no hay tiempo para reflexiones, así que sigue bajando vertiginosamente hasta que alcanza la libertad prometida, dejando atrás la inmensa hoguera que devora el castillo de Olite. Y puede en pocas horas ponerse a salvo en Pamplona, donde denuncia ante la gendarmería la barbarie del Mariscal Espoz para que toda Europa se avergüence.

Y le da igual que le llamen afrancesado y le acusen de traidor, y que su cabeza sea puesta a precio en todos los pueblos de Navarra que domina el Corso Terrestre, porque lleva siempre consigo la memoria de otro que fue tildado de traidor y cuya cabeza fue también puesta a precio, y con eso le basta...

Y dónde se guarda ahora ese sagrado libro, es cosa que merecerá otras serias y jugosas averiguaciones...



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 10 de diciembre de 2010

MUCHAS FELICIDADES




Los ratos que le dejan libre el continuo cavilar sobre cómo hacer más daño a su archienemigo Carlos V de Francia y cómo mantener a distancia a Enrique II de Castilla, el rey don Carlos II de Navarra los emplea en mejorar el estado de su reino. Y por eso hace ya tiempo que sopesa la necesidad de que una tierra dotada de tan evidentes talentos, donde las luces de la inteligencia brillan deslumbrantes cual tempraneras canas en la bruna cabeza de un jovenzuelo, cuente también con un Estudio General o Universidad que contribuya a recolectarlos, evitando así su fuga a otros países donde es posible que haya más sabiduría, pero desde luego no más ingenio...

Piensa en un principio erigir tan noble institución en Ujué, al amparo de Santa María y sobre todo del castillo que la defiende, pero finalmente se impone la lógica de situarla en lugar más céntrico y bien poblado, y es por eso que Pamplona, capital y lugar señalado por el Fuero para que los reyes presten su juramento a todo el pueblo de Navarra, acaba siendo la escogida por el monarca para su magno proyecto.

Mucho le insiste su capellán para que otorgue el privilegio de la fundación a las órdenes dominica o cisterciense, pero don Carlos se muestra refractario a semejante demanda. Así le habla:

-Que creen en buena hora tan sagradas instituciones las universidades que les plazca, que cuantas más sean, mejor le irá a nuestra república. Pero la universidad que yo he de fundar con las rentas obtenidas de los impuestos de todos los navarros, no ha de ser regida sino por representantes de la Corona, pues al fin y al cabo un rey no es sino la representación última de su pueblo, y será la Cámara de Comptos, que acabo de crear, la que fiscalice diligentemente sus gastos y sus ingresos...
No, capellán, de mis siempre exhaustos cofres no saldrá dinero más que para el Estudio General que levantaré a la vera del río Sadar, justo enfrente del campo de torneos donde el equipo que lleva por divisa mis colores, suele hacer perder la paciencia y la cordura a sus seguidores...

-Pues deberéis ir pensando en reclutar a insignes profesores y licenciados en las distintas ramas del conocimiento, Majestad, que ellos son sin duda la piedra angular de dichos organismos...

-Sí, ellos son sin duda importantes, padre prior, aunque a los alumnos que deben sufrirlos, suele bastarles con que no sean muy pesados, por eso juzgo aún más esencial hacerse con quienes habrán de procurarles asistencia y decoro en su labor: los muy prestigiosos P.A.S.

-¿Os referís al Personal de Ayudas y Supervisión, señor?

-Nada de eso, so-borrico. Al Personal de Administración y Servicios quería aludir con esas siglas.

-Pero seleccionarlo no será asunto fácil, Alteza. Precisamente hay en mi convento especialistas en preparar unas sencillas pruebas que delimitan muy precisamente el intelecto de quien a ellas se someten. Y aquí traigo conmigo una recién confeccionada...

Don Carlos toma el larguísimo pergamino y pregunta cuánto tiempo se concede al reo, perdón, al examinando, para completar semejante estafermo. Mucho se sorprende al escuchar que sólamente una hora marcada por un reloj de arena. Pero aún así se atreve a someterse él mismo a tan intrincado ejercicio, cosa nada común entre mandatarios y barandas de institución alguna. Ante él se despliegan preguntas tales como:

"Si el jardín del castillo de Olite es de forma oval, cual tonsura de monje, y alberga su circunferencia 12 robadas de pasto, y plantamos cada cinco codos navarros un esqueje de peral para delimitarlo, ¿cuántos manzanos serán necesarios para llevar a cabo tal faena?"

-¿Mas cómo será posible juntar manzanas con peras? -se pregunta atormentado el soberano de Navarra, mientras ve como los granos caen inexorablemente de una esfera a otra del reloj. Decide entonces intentar resolver alguna otra de las preguntas:

"Decidnos, en la siguiente serie numérica: IV, CLVII, MCM, MMDCCLVIII... ¿Cuál será la cifra que ocupe el quinto lugar?"

"Si un navío sale desde Tudela con destino hacia Albania, y otra embarcación abandona la Normandía navarra para dirigirse al infiel puerto de Tremecén, ¿dónde se cruzarán ambas si una galera aragonesa apresa a la primera nave en Alguer, y una tormenta dificulta el paso del estrecho de Antequera a la segunda?"

Y suda el rey como cuando luchaba a brazo partido contra los levantiscos y bergantes "Jacques", pues no comprende a qué demente puede habérsele ocurrido que una nave tudelana arribe alguna vez a Albania, y porque ve además que el tiempo se le termina, y todas las demás preguntas son tan liosas como las ya expuestas, incluidas unas que muestran diversas y coloridas vidrieras de iglesia, practicamente iguales unas a otras, pero con una pequeña diferencia que no hay forma humana de encontrar...

-¡Tiempo, tiempo, Majestad! -grita el taimado abad al caer el último grano de arena.

-¡Desde luego que es tiempo, señor fraile! ¡Es tiempo de ordenar que vos y todos los que hayan tenido algo que ver con la elaboración de esta satánica prueba, seáis llevados a las mazmorras más lóbregas del castillo de Monreal, de donde no saldréis hasta que hayáis resuelto sin un sólo fallo al menos cien exámenes como el que yo he padecido! ¡Generaciones futuras de opositores bendecírán mi memoria por pagaros con la misma moneda que vos y vuestros lunáticos colaboradores habéis otorgado a tantos pobres y estudiosos inocentes! ¡Guardias, que se cumpla mi mandato, y que les den a todos al llegar a la fortaleza una buena tunda de azotes: cincuenta con varas de manzano, y otros cincuenta con varas de peral, para que vean que sí que es cierto que con sus elucubraciones se aprenden cosas muy útiles!

Ya sin las interrupciones del escarmentado clérigo, son pregonadas la fecha y el tenor de las auténticas pruebas, que el propio rey, acompañado por sus hermanos Luis y Juana, juzgará de acuerdo exclusivamente a los criterios de mérito y capacidad de cada uno de los presentados, que son tantos que llenan las cuatro alas del clausto de la catedral...

Y ahora es el cuestionario mucho más puesto en razón, pues ha de responderse a preguntas como quién fue el primer rey de Navarra, cuál es la capital de la merindad de las montañas o qué población está en medio de Elcano, Ibiricu y Egüés. En definitiva, nada que un buen súbdito no deba conocer si vive en este reino.

Y para cuando se corrigen los resultados, ya están construidos casi todos los departamentos del flamante y nuevo Estudio General. Y cada uno de ellos tiene en sus puertas, para distinguirse unos de otros, una clase de árbol diferente, exceptuando los malhadados perales y manzanos, que el rey no quiere ya ver ni en pintura.

Y entre las felices aprobadas en el ahora sí ecuánime exámen, hay una dama de rizados cabellos, muy inteligente y bella, a quien el rey ordena vigilar la entrada del Edificio llamado "De los Tejos", otorgándole además el privilegio de poder usar el venenoso y letal fruto de tan nobles árboles, si acaso el rector, los decanos o los revoltosos estudiantes, no hacen caso alguna vez de sus siempre sagaces indicaciones. Se conoce pues que mucho confía en ella el señor de Navarra...

Y hay a la noche, para celebrar el magno acontecimiento de la fundación de tan necesaria Universidad, y también el de la elección del muy ilustre Personal de Administración y Servicios, fiesta grande en una Carpa gigante acondicionada a tal efecto. Y está el prado habilitado para el estacionamiento de carros ciertamente abarrotado, aunque no lo suficientemente como para que, contra todas las leyes de la lógica y de la física, el señor esposo de la noble dama de los Tejos no encuentre un hueco justo al lado de la puerta de acceso al recinto, que es cosa de mucho admirar esta habilidad suya para hallar sitio en cualquier momento y lugar...

Y buenos vinos, de muy renombrada marcas, se beben allá, y hay también deliciosas raciones de pisto, y los dos hijos de tan entrañable pareja lanzan a la multitud centenares de empanadillas de bonito, bien empleando la táctica 6:0 -todos los lanzadores en primera línea-, bien la 3:3 -tres lanzadores en primera línea y otros tres en segunda-, o bien la 5:1 mixta -dos exteriores, dos laterales, un central y un avanzado en defensa individual- con las que consiguen que lleguen muy rápidamente tan sabrosas viandas a toda la concurrencia y sobre todo a don Carlos, que llevado sin duda por su saciada magnificencia, ordena ahora que no se den ya a los prisioneros de Monreal cincuenta y cincuenta tandas de palos, sino tan sólo veinticinco y veinticinco, que una cosa es ser generoso, y otra perdonar todas las afrentas cometidas durante años por ese execrable gremio de supuestos conocedores de la inteligencia que cada cuál lleva en su caletre...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 7 de diciembre de 2010

SEGUIREMOS INFORMANDO...


Es Cirauqui villa muy principal del reino de Navarra y del camino que, siguiendo las estrellas, lleva a Compostela. Pueblo cuajado de hermosas y nobilísimas casonas y con la iglesia de San Román sirviéndole de corona. Y hay en la portada de este templo una figura que muestra la postura que adoptan muchos inocentes peregrinos en el preciso instante en el que les es presentada la factura de ciertos albergues que, olvidando la cristiana ley de la caridad, se abandonan al lucro más indecente...

Justamente a investigar tamaños abusos, ha enviado el príncipe don Carlos a dos de sus mejores agentes para inspeccionar la merindad de Estella, que no le parece cosa puesta en razón que cuando vuelvan a sus países de origen, cuenten los santiagueros que padecieron en Navarra mal servicio y aun latrocinio más que cierto.

Y empezar por Cirauqui ha sido decisión muy acertada, no porque allí sus comerciantes se dediquen a tan condenables actuaciones, sino porque como quedó dicho, es lugar muy hermoso y digno de visita, donde aquellos romanos que anduvieron también por Ujué, dejaron una calzada y un puente de muy notable fábrica. Y aunque dicen que aquellos señores andaban en falda corta por todos los sitios, no está el día para imitarles la costumbre, sino para iniciar las indagaciones que les ha encomendado el príncipe.

Y como le suele acontecer al protagonista de esta historia, que parece como si el demonio le guiase en estas ocasiones, resulta que el primer establecimiento al que entran buscando cobijo, está presidido por una camisola con los odiados colores de los señores de Haro. Y al verla allí expuesta, se enfrían repentinamente las hirvientes infusiones y hasta pierden sabor las otrora dulces coronillas, si bien estos síntomas no son percibidos en absoluto por su compañera, que es mucho más práctica y no se inquieta lo más mínimo por estos asuntos de banderas y torneos. Y bien tranquila que vive sin tan absurdas preocupaciones...

Y vueltos de nuevo al camino, la emprenden ahora hacia el valle de Yerri, cuya puerta de entrada no está muy clara, y Alloz mejor es por aquí, o Alloz mejor no, pero el caso es que hay que estar muy atentos, pues son las carreteras muy estrechas por aquellos lares y hay que andar con cuidado para no atropellar a los muchos peregrinos que se dirigen hacia la ermita de Santa Catalina de Azcona, donde pueden alcanzarse un millar de indulgencias plenarias contemplando uno de los capiteles más bellos tallados en este reino, que presenta a dos iracundos caballeros combatiendo fieramente por el amor de una atribulada y algo coqueta dama. Y sabe el viajero el secreto que encierran esas figuras, y así como se lo desvela en ese momento a su compañera, que es también mujer por la que merece la pena emprender batallas, promete descubrírselo en un futuro próximo a quien en estos asuntos ande también interesado...

Tras ser muy bien abastecidos de viandas por los señores de Dulanz en Abarzuza, es el monasterio de Iranzu, que parece una gran embarcación avanzando entre la niebla, la siguiente parada. Más como no es día de fiesta, no está encendida la gigantesca chimenea, que parecen los monjes muy mirados para los gastos que no consideran absolutamente necesarios, y por eso hace bastante frío en el nada iluminado conjunto.

Junto a todas las puertas de las distintas estancias hay un cepillo con un cartel que advierte que, al sentir en su interior el peso de las monedas, encenderá automáticamente una multitud de palmatorias. Pero tras introducir maravedíes, coronas y torneses de todos los tamaños, siguen la sala capitular y la iglesia tan oscuras como al principio, así que juran los dos viajeros que han de contarle al príncipe como despluman estos malhadados frailes a sus visitantes, y malo será que no acaben unos cuantos de ellos recogiendo bellotas en Montejurra, para que aprendan que la Orden de San Benito no ampara la estafa eléctrica en ninguno de los artículos de su Regla Monástica...

Y como sería un crimen no visitar Estella estando tan cerca, ponen rumbo hacia la ciudad del Ega, a la que llegan recién entrada la noche. Y aunque ya se lo imaginaban, comprueban que, como siempre, no hay sitio para aparcar junto a la estación de diligencias, y han de dar por tanto vueltas y más vueltas hasta poder dejar el carro no muy cerca del centro de la villa, más no les importa porque siempre es un placer pasear por la antigua Lizarra y llegarse hasta la muy surtida librería Clarín, donde hojear un volumen tras otro es siempre provechoso ejercicio, hasta el punto de que los caudales que sobrevivieron a la rapiña de los cistercienses de Iranzu, son invertidos raudamente en varios tomos de más que agradable lectura.

Está la calle mayor de lo más concurrida cuando deciden subir hasta San Miguel, cuya plaza está a esas horas desierta. Saludan allí al atareado arcángel, que no les devuelve el gesto, no por hacer gala de mala educación, sino por no perder de vista al taimado dragón que mantiene muy bien picado a sus pies. Mucho se solazan también con las historias de los demás santicos esculpidos en la portada, y en el interior, a la luz de las candelas, expresan sus respetos a don Martín Périz de Eulate y a su mujer doña Toda Sanchez que, muy elegantemente ataviados, observan al maestro pintor que está a punto de terminar el retablo de Santa Elena que poco ha ambos le encargaron. Y es cierto que a quien ha visto los frescos que con el mismo tema ejecutó unos años después don Piero della Francesca en Arezzo, estas tablas de Estella no pueden parecerle sino pálido reflejo, más también es justo reconocer que nada puede objetar al respecto quien sólo sabe dibujar retratos, y eso únicamente si para ello emplea las arábigas cifras del seis y el cuatro...

Y hora es ya de volver a Pamplona para rendir cuentas de las pesquisas al príncipe, pues como era de prever, hace ya rato que los fondos que aquél les entregó para llevar a cabo decorosamente su labor se agotaron. Y aunque es de natural confiado y bondadoso, no va a ser nada fácil conseguir que don Carlos se crea que los culpables de tal desfalco fueron únicamente los voraces benedictinos, y no la prolongada estancia en cierta taberna de la Rúa. Y ya veremos si alguna vez vuelve a encargar una misión a pareja tan diletante...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010