lunes, 29 de enero de 2018

ESCRITURA AUTOMÁTICA


Cuenta la Crónica de Leyre que en el año 976, el severo abad don Munio, harto de la mala caligrafía que exhibían los novicios, les impuso como castigo que copiasen todo el Fuero Juzgo, códice que, además de ser pesado por las leyes que contenía, lo era también por lo grueso de su volumen.
Pasaban los jóvenes monjes las jornadas copiando cada capítula hasta que les dolían los dedos, porque ninguno se atrevía a desairar al abad. Pero tanta página dio como resultado que se agotasen todas las vitelas disponibles en el monasterio.

Se obtenía este material puliendo la piel de becerros recién nacidos, y muy pronto no quedó ni uno en los alrededores de Leyre, pues tenía don Munio la jurisdicción sobre la hacienda de todos los moradores, y exigió que fuesen llevados todos los becerros disponibles a la cuadra de los frailes.

Y asegura la Crónica que tan sólo Alodia de Unanua se negó a participar en semejante hecatombe, y que contestó a don Munio que no le daría ni uno sólo de sus pequeños becerros para que los convirtieran en libros de leyes, que como todo el mundo sabe luego no lee nadie. Y dijo más todavía, pues anunció que apelaría al rey Sancho II (apodado "Abarca"), para impedir que tal sacrificio siguiera llevándose a cabo.

Muy tranquilo quedó el abad ante este desafío por parte de Alodia, pues sabía muy bien que al rey le gustaba mucho leer, y no se opondría a que el monasterio produjese muchos libros, aunque fuesen de leyes. Pero no podía sospechar que Alodia sabía que a don Sancho lo que más le gustaba leer eran las historias de la Biblia, y que ella misma se las sabía también de memoria. Así que acogiéndose a la Justicia Real, citó a don Sancho, al abad, y a sus respectivos acompañamientos justo para dentro de dos meses: la mañana del día 28 de noviembre.

Y llegados todos ellos a su dominio, les situó en un estrado muy alto, delante del prado recién segado, y fue haciendo salir del corral, para sorpresa y maravilla de los allí congregados, a todos los becerros en perfecta fila, uno detrás de otro. Llevaban cada uno en su lomo escritos en letras muy grandes fragmentos de las Sagradas Escrituras, que era a lo que Alodia se había dedicado los últimos sesenta días, empleando -según aseguró al monarca- sólo pigmentos naturales que se disolverían con la lluvia, convenciendo de esta manera a don Sancho Abarca de que no hacía falta matar animales para obtener libros -nunca mejor dicho- hermosos y vivos.

Pero no todos los ternericos seguían la fila, sino que algunos se quedaban ramoneando la jugosa hierba, y otros, bien fuera por timidez o por cabezonería, se negaban a avanzar, permitiendo que les adelantasen sus hermanos, de tal forma que la historia que llevaban escrita variaba una y otra vez, sin que los lectores pudieran apartar la vista de tan hipnótico y mutante texto.

Aprendieron así que Moisés lo mismo bajaba que subía al Sinaí, hablando con Isaac, que había escapado del puñal de su padre. Aunque al rato volvía a estar otra vez dispuesto a la degollina, según avanzase o no el becerro que tenía escrito ese fragmento concreto en su piel. Y también que Cristo resucitó y fue después crucificado mientras los pastores cantaban villancicos, y que al tercer día huyó a Egipto con sus padres, mientras los Reyes Magos conversaban con el rey Salomón y la reina de Saba. O también que las Doce Tribus de Israel eran sólo Ocho, porque las otras cuatro preferían estar echadas a la sombra en lugar de seguir su orden en la fila, de suerte que quienes las sustituían llevaban escrita la historia de la creación del Mundo, que Dios no había hecho (al parecer) en siete días, sino tan sólo en tres, porque los otros cuatro se negaban a dar un paso más.

-¡Herejía! -Estalló don Munio a voz en grito, acusando a Alodia de manipular las Escrituras-. Pero don Sancho II estaba entusiasmado por aquella nueva manera de explicar la doctrina cristiana, mucho más entretenida que la que le hacían sufrir todos aquellos aburridísimos monjes. Así que declaró que el dominio de Alodia de Unanua quedaba bajo su protección, no pudiendo ser sacrificado ni uno solo de sus becerros, ni tampoco los de los predios vecinos, que siempre encontrarían allí seguro refugio.
A don Munio lo condenó a pasar lo que le quedase de vida leyendo exclusivamente el Fuero Juzgo, como un triste notario. En cambio a Alodia la nombró Señora de la Escritura Automática y Surrealista, cuyo propósito es vencer la censura que se ejerce sobre el inconsciente, merced a unos actos creativos no programados y sin sentido inmediato para la consciencia, que escapan a la voluntad del autor.

RETRATO DE ANDRÉ BRETON, por Victor Brauner
Muchos siglos después, en la primera mitad del XX, André Breton y los surrealistas, paseando por la orilla del Sena, encontraron, en los puestos de libros viejos de los bouquinistes, una copia de la Crónica de Leyre, y en ella la historia de Alodia, a la que tomaron desde entonces como ejemplo fundacional y vivificante de su movimiento literario, considerando que, de tal forma, el yo del poeta podría manifestarse libre de cualquier represión, dejando crecer el poder creador del hombre fuera de cualquier influjo castrante, aunque en el París de su época ya no hubiese vitelas ni becerros, pero sí -afortunadamente- cada vez más personas tan maravillosas como Alodia...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018






miércoles, 3 de enero de 2018

LA CAZA DEL PATXARÁN ROJO

Palacio Real de Pamplona, 2 de enero de 1378

-¡Despertad, Sire, está ocurriendo algo muy grave!

-¿Pero es que  no hay forma de dormir más de trece horas seguidas en este reino?

-¡Un heraldo del príncipe de Gales acaba de llegar, y dice que una nave rusa se acerca a la costa aquitana a toda velocidad!

-¿Rusa? ¿Pero dónde está Rusia? ¿No está allí donde dicen los bestiarios que viven los patagones y el Preste Juan? ¿Qué nos importa a nosotros una gente que ni siquiera sigue los sagrados mandamientos de la Iglesia de Roma?

-¡El mensajero dice que esa nave está equipada con una enorme bombarda, capaz de alcanzar Pamplona con sus proyectiles y dejarla convertida en polvo!

-¿Desde la costa aquitana? ¿No será que el príncipe Eduardo ha vuelto a abrir el barril de esa condenada bebida escocesa que me dio a probar cuando estuve con él en Libourne? Todavía me duele la cabeza al recordarlo...

-¡Sire, el enviado dice que no nos queda apenas tiempo!

-Está bien, hacedlo pasar.

-Majestad, soy Sir Jack Ryan, embajador plenipotenciario de mi señor, el príncipe Eduardo de Gales. Os supongo informado ya del motivo de mi presencia en vuestro reino...

-¿Y qué crédito puedo dar a esa razón, si me aseguráis que esos rusos cuentan con un arma capaz de alcanzar objetivos a tanta distancia? ¿Cómo voy a creerme semejante majadería? Y aunque la creyera, ¿que miedo puedo tener yo, si Navarra no ha tenido nunca problemas con Rusia?

-Porque la situación internacional ha variado por completo, Majestad: el rey de Francia, vuestro enemigo Carlos V, ha denegado el visado de entrada en su reino a una compañía de juglares que el Zar Leónidas le enviaba para su diversión y entretenimiento, pero los franceses han creído que en realidad venían para espiarles para nosotros, los ingleses, y ahora el Zar, desairado, amenaza con destruir toda Francia con su invencible bombarda.


-¿Destruir toda Francia? Que maravillosa perspectiva... ¡Si no me quieren como rey, que perezcan todos bajo las balas de cañón rusas!

-Disculpad, Sire, pero no creo que esa sea lo que la nave rusa pretenda en realidad. Opino que quieren desertar. Pero si Inglaterra los acoge, la furia del Zar vendrá contra nosotros. En cambio, mi señor Eduardo ha pensado que, si sois vos quien les da refugio en Navarra, Leónidas no podrá reprocharos nada, puesto que vuestro reino no tiene cuentas pendientes con Rusia. 

-¿Y cómo sabéis que esa nave quiere desertar y no hacer funcionar su bombarda?

-Porque su capitán no es ruso, sino lituano. Se llama Marko Ramius, aunque los rusos le llaman Vilnius Nastaniek (el maestro Vilnius). Si me proporcionáis un salvoconducto garantizado con vuestro sello real para él, para su tripulación, y para la compañía de juglares rechazada por los franceses, os aseguro que podremos evitar el conflicto. 

-La verdad es que ya estoy un poco aburrido de los juglares navarros, siempre que si la Txantrea barrio conflictivo, que si joder qué bien se vive en esta capital, que si nosotros los de La Única somos de buen corazón... Nada, está decidido: les otorgaré el salvoconducto que pedís. Por cierto, ¿no os habrá dado vuestro príncipe Eduardo alguna botella de ese brebaje escocés, estoy un poco aburrido también de tanto patxarán..

-¿Patxarán? ¿Y eso que es, Majestad?

-¿No sabéis lo que es el patxarán y decís que sois el consejero más avezado del Príncipe Negro?

-A mi señor Eduardo no le gusta que le llamen así...

-¿Cómo? ¡Sabed que soy Carlos II de Navarra, y que cuando vuestro señor no era más que un mocoso al que tenían que limpiarle los pañales, yo ya estaba combatiendo en Francia contra los reyes usurpadores, contra los Jacques, y contra todo el que ose llevarme la contraria, Sir Ryan!

-Como digáis, Majestad, pero please, firmad los salvoconductos ya, porque como me equivoque, Burdeos, París y Pamplona serán borrados del mapa.

-Mirad que si luego no me gustan los juglares esos...

-Os garantizo que os encantarán, Majestad, aunque son muchos. ¿Tenéis en Pamplona algún lugar donde puedan actuar tantos cantantes juntos? 

-¡Me ofende que lo pongáis en duda, Sir Ryan! Claro que lo tenemos, y además allí se sentirán como en casa, porque tengo entendido que nuestro Baluarte es calcado a la tumba de un famoso profeta ruso que está en la Plaza Roja de Moscú. Y os confieso que también es igual de feo, pero es que el arquitecto aprovechó mi ausencia en Francia para construirlo, y huyó en cuanto se entero de mi retorno, porque si lo llego a pillar yo...





En homenaje y recuerdo a que acudí yo ayer al catafalco pamplonés, y me di con su tremenda puerta en las narices, porque al Coro del Ejército Ruso, como si estuviéramos en plena Guerra Fría, le denegaron los visados de entrada y han tenido que suspender su gira. 
дерьмо!


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018