miércoles, 26 de noviembre de 2014

PUEBLO


Pedroso, La Rioja, 7 de noviembre de 1498

-Señor don García Martínez de Lequeitio: se os contrató para que tallaseis la portada de la iglesia. Os comprometisteis a terminarla en cinco meses y va ya para un año que vivís entre nosotros, sin que vuestra obra avance significativamente. ¿Habré de dar la razón a quienes entonces me pedían que escogiese a don Lope de Navarrete? Y no farfulléis en vuestra lengua vascuence, que aunque no os entienda sé por el tono que empleáis que no me estáis llamando precisamente algo bueno…

-Señor párroco don Santiago: lo mismo que yo no me meto en vuestras misas, no sois vos quien para afearme cuestiones artísticas de las que nada entendéis.

-¿Que no soy quién? ¡Soy el que os paga vuestra generosa soldada, y quiero hechos, no palabras! ¿Olvidáis que según cómo os desempeñaseis en este trabajo me había ofrecido yo a recomendaros al capataz de obras de la catedral de Calahorra, que ahora mismo se está construyendo? ¿Y qué queréis que le diga? ¿Qué os pasáis el día no subido al andamio, sino de la mano de una feligresa escandalizando con vuestra conducta a toda la población?

-¿A la población, decís? ¿No será más bien vos quien se escandaliza? Pero no por lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer, que además no es asunto vuestro, sino porque la suciedad ya estaba dentro de vuestra desgreñada cabeza.

-¡La próxima vez que os vea juntos en la carrera he de soltaros a mi mastín para que os muerda!




-¡Milagro, milagro! Será la primera vez que veamos a un dragón paseando atado a un perro...

-¿Os atrevéis a insultarme llamándome dragón?


-¡En este caso el insultado es claramente el dragón, señor párroco!

-¡Basta! ¡O acabáis de una vez la portada, o haré que esa desvergonzada, esa auténtica anfisbena, sea recluida inmediatamente y a perpetuidad en el monasterio de Cañas!
   

-¿Anfisbena? ¿El monstruo de dos cabezas? ¿Ella? Habéis debido perder sin duda el escaso juicio que teníais…

-¿Lo veis? ¡Os tiene hechizado con su forma de danzar!

-¿Y a quién no? Recuerdo la primera vez que la vi. Era la romería y ella bailaba más ligera que un pájaro en el medio de la plaza. Y qué guapa era… La más guapa de todas sin duda.

-Lo recuerdo bien. Y también cómo danzasteis entonces con ella, y lo mucho que os reíais los dos, fomentando así las murmuraciones...


-Lo que me parece es que es a vos a quien os gustaría bailar y reír con ella…

-¿Pero qué decís, insensato?

 -Lo que os digo es que terminaré la portada cuanto antes, sí. Pero sólo para poder librarme de vos de una vez.

-No os conviene apostar por ello, don García…

Y ella bailaba y bailaba, y él tallaba y tallaba, hasta que la puerta de la iglesia de San Salvador quedó terminada. Y se veían en ella muchas de las cosas de las que habían hablado el cura y el maestro escultor.



Y gustó tanto cómo había quedado que subían de muchas partes a verla. Desde Villavelayo, desde Ezcaray, desde Briones y desde más lejos incluso. Y quedó también el abad de San Millán maravillado por el arte de García, hasta el punto de proponerle que tallase la puerta del monasterio que en Yuso estaban entonces construyendo.

Le ofreció mucho oro por ello, pero el maestro sólo le pidió una cosa: que se llevase de fraile a don Santiago y no lo dejase salir de su monasterio nunca más. A cambio él haría esa puerta completamente gratis.

Y esas fueron las dos únicas obras que labró en su vida, que ningún estudioso podrá hallar ninguna otra por mucho que se empeñe, pues don García Martínez de Lequeitio marchó a Pedroso y vivió allí desde entonces con aquella que bailaba más ligera que un pájaro en medio de la plaza, durante la romería. 

E iban siempre de la mano por el camino del Patrocinio. Y el monte San Lorenzo, más allá de la peña de Tobía, se colocaba en los inviernos su mejor gorro de lana blanca para saludarles al pasar.



Y yo también la vi danzar, así que le debía esta historia desde hace mucho, mucho tiempo…


Behin batean Pedroson,             Una vez, en Pedroso,
erromeria zen                              durante la romería,
Hantxe ikusi nuen                        vi a una chica
Neskatxa bat plazan.                   en la plaza.     

Txoria baino ere,                          Bailaba más ligera
Arinago dantzan.                          que un pájaro.
Huraxe bai polita,                          ¡Y qué guapa era!
Hain politik bazan!                         ¡La más guapa de todas!



La canción original es de John Denver, y la 
versión en euskera de Egan.



©Mikel Zuza Viniegra, 2014

martes, 18 de noviembre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA V: REFLEJO


Tristan de Irulegi era completamente feliz. Tenía una esposa y dos hijos que le amaban, y su carácter entre despreocupado y alegre hacía también que le estimasen sus criados y todos aquellos que debían tratar con él.

Cinco fuertes robles a la derecha del camino indicaban a los siempre bienvenidos viajeros que llegaban a su palacio, un recio caserón de piedra con una torre almenada en el lado izquierdo. 

Y precisamente uno de esos viajeros fue quien trajo la maldición.

Al principio no pareció más que otro de esos desfallecidos peregrinos que nadie entiende cómo han podido llegar tan lejos si no es porque deben llevar consigo una fe tan inquebrantable que eso les permite dar un paso más tras el que parecía el último. Sin embargo la fe –aunque entonces no pudieran sospecharlo siquiera- no podía nada contra la enfermedad que anidaba en las entrañas de aquél moribundo.

Desde el oriente más lejano, dicen que en barcos de comerciantes genoveses, había llegado una plaga que se había cobrado ya centenares de miles de vidas mientras avanzaba vertiginosa hacia el oeste. Y ya estaba en Irulegi…

La primera en morir fue su hija más pequeña. Después murió su esposa, y finalmente su hijo mayor. Aterrados, o bien notándose ya enfermos, los criados y siervos huyeron a la campiña. Sólo Tristán quedó pues para enterrar a su familia.

Pero no lo hizo inmediatamente, si no que esperó a que a él también le alcanzara la muerte. Y así, como sumido en un sombrío letargo, le hallaron los hombres que el rey Carlos había enviado para conocer el alcance de la enfermedad.

Ellos fueron quienes, al marcharse, le dejaron un mapa con el que podría orientarse para buscar refugio en la capital, que no quedaba lejos. Pero Tristán no parecía ya capaz de ver nada en aquel plano. Nada que no fuese el nombre de Irulegi que, sorprendentemente, se repetía en dos ocasiones.

El suyo no quedaba lejos de Pamplona, efectivamente, pero el otro Irulegi aparecía marcado en Ultrapuertos, al otro lado de las altas montañas que dividían en dos el reino.


Y a Tristán, con la cordura que sólo los locos pueden sentir, le dio por pensar que si en su Irulegi todo había terminado, su vida no podría continuar en otro lugar que no fuese aquel Irulegi de más allá de los puertos. Y hacia allá se dirigió sin detenerse a comer más que las frutas del bosque, a beber de arroyos de montaña casi congelados y a dormir muy pocas veces bajo techado.

Y no pareció darse cuenta tampoco de los terribles estragos que la enfermedad había causado por todos los lugares por donde fue cruzando. Incluso en ese Irulegi al que por fin iba acercándose. Y vio entonces cinco fuertes robles a la izquierda del camino, que indicaban a los siempre bienvenidos viajeros que llegaban al palacio, un recio caserón de piedra con una torre almenada en el lado derecho.

Pero no había más signos de vida en el recinto que un par de soldados en la puerta que el rey Carlos había enviado para impedir el saqueo. Y según ambos contaron al recién llegado, la dueña -María de Irulegi- había sobrevivido a su hijo menor, a su marido y a su hija mayor, y se había quedado allí a esperar la muerte hasta que ellos mismos la encontraron en tan lamentable estado que decidieron llevarla a que se recuperara en el castillo de San Juan. 
Pero por el camino había escapado de la carreta, llevándose únicamente un mapa consigo. 

Y Tristán comprendió entonces que María sólo había podido buscar refugio en el Irulegi al otro lado de las altas montañas, y hacia allá volvió a emprender viaje. 

Y hay quien dice que ambos siguen hoy en día cruzando esos mismos montes hacia el norte y hacia el sur sin encontrarse nunca, como si pagasen la antigua maldición que supone romper un espejo…





© Mikel Zuza Viniegra, abril de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA IV: LITERATURA


Miguel de Soracoiz no aprendió nunca a leer, porque desde muy niño su único libro fue el arado. Pero no perdió tampoco nunca la oportunidad de escuchar a cualquier juglar que, camino de Santiago adelante, cruzase cerca de su pueblo.

Y de todas las historias que aquellos cansados y especiales peregrinos contaban a cambio de un poco de pan y una jarra de vino, las que más le gustaban eran aquellas que narraban las increíbles aventuras que vivieron los caballeros que siguieron al rey Sancho para luchar en las Navas.

Por ejemplo don Antón de Napal, del que se decía que era tan gordo que había agotado el hierro de todas las minas al tejer la cota de malla con la que procuraba proteger su descomunal cuerpo. O don Pedro de Larumbe, que era tan pequeño que para no perderse en el interior de su armadura debía sujetar brazos y piernas desde dentro con unas cuerdas, igual y aun mejor que los titiriteros, pues tenía tan controlado ese complicado juego de tirar y recoger extremidades que más de un enemigo perdió su cabeza mientras –muy imprudentemente- se reía de la extraña forma de moverse de su adversario.

Pero sin duda su preferida era la de don Lope de Gardalain, cuya desusada táctica era al parecer dejarse rodear por seis, siete u ocho contrincantes y, cuando ya los tenía a todos a la distancia justa de su acero, ponerse a girar sobre sí mismo como un demonio, de tal modo que las cabezas iban cayendo a su alrededor como por ensalmo. No en vano su espada llevaba el nombre de “Segadora”, lo cual le convertía a ojos de Miguel en una especie de colega de oficio, pues no en vano él pasaba toda la jornada manejando una hoz con la mano derecha y con la mano izquierda protegida por la zoqueta, como si empuñase un escudo o, aún mejor, una lujosa adarga.


Sí: al tórrido sol de julio cada espiga se le figuraba un moro con turbante coronado, cada apretada gavilla un montón de infieles que enviar al Infierno; así que una noche recogió todos sus aperos de labranza y se los llevó al herrero, que a cambio de un saco de trigo los fundió en su fragua para derramar luego el metal al rojo vivo en un tosco molde de espada comprado a algún soldado necesitado en el mercado de Puente la Reina.

Cierto que era bastante pesada y no tan brillante como las que alguna vez había visto blandir a la guardia real, pero a él se le antojaba la mejor espada del mundo, y mucho más merecedora del nombre de “segadora” que aquella otra de don Lope, pues al fin y al cabo su tajo sí que estaba formado por el de las hoces, las azadas y los dalles más afilados de las que pudo disponer.

Se veía tan capaz de cambiar el tallo de las espigas por el cuello de los almohades, que no tardó en imaginar también a uno de esos juglares que tanto le gustaba escuchar, enhebrando los fantásticos hechos de armas del caballero-labrador, que de maitines a vísperas había pasado de doblar su espalda en el surco, a hacer abrevar en sangre enemiga a su aún inexistente montura.

Tan absorto andaba en sus ensoñaciones que no se dio cuenta de que era rodeado por cuatro caballeros de aquellos que nunca salen en las canciones y que son gran mayoría dentro de su oficio y estado: los ladrones de cosechas como la recién terminada de recoger en Soracoiz.

Cuando al fin se apercibió de lo que ocurría, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo a toda la velocidad que sus gastadas alpargatas le permitían, girando y girando mientras blandía a la vez su espada segadora de negro y pesado hierro, que se partió por la mitad en cuanto una de las de brillante acero de los merodeadores la golpeó con fuerza.

Las otras tres se clavaron al unísono en su cuerpo mientras en su cabeza resonaban, por última vez, las fabulosas historias de los juglares...




© Mikel Zuza Viniegra, abril de 2014