lunes, 27 de agosto de 2012

SE HAN VISTO BANDERAS


Prisión del fuerte de San Cristóbal, Pamplona, 15 de agosto de 1936

La escasa potencia de la bombilla que cuelga del techo no consigue iluminar más que el centro de la habitación. Y por eso los únicos muebles, un teléfono, una mesa y dos sillas afrontadas, se sitúan bajo su mortecino halo. Más allá, apenas se adivinan las paredes que limitan la pequeña estancia.

No hay ventanas, ni rendijas que dejen pasar la luz natural. Lo que ocurre en la sala de interrogatorios no importa afuera, y dentro, lo único que importa es obtener información. Tampoco importa el cómo, cada oficial tiene su propio estilo. Y el del capitán Barace es metódicamente brutal: golpes por todo el cuerpo, nunca en la cara o en los brazos. Podrán sacar de aquella celda al prisionero medio muerto, pero con la camisa y el pantalón bien abrochados, nadie podrá decir qué le ha pasado a aquél guiñapo.

Unos aguantan más, otros menos. El de hoy es de los primeros, y no le sorprende, porque lo conoce desde niño. Fueron juntos a la escuela, jugaron cientos de veces en las calles del pueblo hasta que, en algún momento, las ideas acabaron por  imponerse a los sentimientos. Esa debe ser también  la premisa fundamental de un buen investigador: dejar completamente de lado los sentimientos, aprovechar el mínimo resquicio para conseguir el dato que el Alto Mando precisa, aplastar cualquier atisbo de resistencia del posible informador. Y en esas está ahora mismo...

La paliza ha sido considerable, pero el preso continúa sin soltar prenda. Tan sólo canta. Con el escaso aire que le queda en los pulmones hace brotar una y otra vez las estrofas de un poema que el capitán conoce bien porque en su pueblo lo recitaban todas las viejas: "el cantar del señor de Sancho Abarca":

-"No salvó a sus hijos y a su dama,
y perdió así vida, honor y fama..."

-Jodó, maestrico, ya recordaba que ese cuento te tenía sorbido el seso desde que éramos críos. Hasta le dedicaste un largo capítulo de tu aburridísima tesis doctoral sobre leyendas populares. Sí, no pongas esa cara de sorprendido, he seguido tu carrera en la distancia, hasta llegar a ser el maestro de la escuela a la que fuimos de pequeños. Pero no te conformaste con eso, y además de embuchar en las cabezas de nuestros jóvenes todas esas tonterías sacadas de las novelas de caballería, tuviste que acabar relacionándote con toda esa canalla marxista del sindicato de labradores. En esas clases nocturnas que les dabas debías haberles hablado más de Sanchoabarca y menos de Moscú, y ahora quizás no te verías en esta situación...

-Los que son como tú siempre encuentran una excusa para hacer "limpieza". Ya se te habría ocurrido otra razón para traerme aquí...

-Vaya, yo pensaba que te habías quedado atontao con esa cantinela del caballero, pero ya veo que no te he debido dar lo suficientemente fuerte. Es una pena que no tengas aquí esa espada con la que enseñabas a los chavales cómo luchaban los caballeros medievales ¿eh, maestrico? ¡Y mira que te hubiese gustado ser uno de aquellos guerreros cubiertos de metal, ¿Eh? Te has empeñado toda tu vida en saber todo lo posible sobre ellos, pero eso nunca fue suficiente para ti, ¿verdad? Apuesto a que me partirías en dos con esa tizona si pudieras, ¿no es cierto? Pues despierta, imbécil, ahora las cosas se arreglan con cojones y con pistolas, y tú no tienes ninguna de las dos cosas, así que dime: ¿dónde se esconden tus amigos?

-"Hasta que el romero no florezca pasado abril,
regresará el caballero cien veces, quinientas, mil..."


-Lo que desde luego puedes tener por seguro es que vas a acabar igual que ese caballero tuyo del demonio. Según tu libro, era el tenente del castillo de Sanchoabarca en julio de 1512. Se negó a rendirlo a las tropas del arzobispo de Zaragoza, el hijo bastardo de Fernando el Católico. El rey ordenó entonces que desplegaran sus enseñas  y tomasen la fortaleza a sangre y fuego. Como la resistencia fue feroz, no hubo tampoco piedad: la dama y sus hijos fueron degollados delante del caballero,  y como el cuerpo de éste no apareció -supongo que lo arrojarían a uno de aquellos barrancos-, algún soñador como tú urdió esa memez de que cada noche de la virgen de agosto su fantasma volvía para cobrar venganza. Enternecedor, para quien tenga ternura, pero desgraciadamente para ti no es mi caso. Dime ya donde se refugian todos esos elementos o no pasarás de esta noche...

-"Nadie el día de la virgen de agosto olvidará,
ni esa noche a Sancho Abarca acercarse osará..."


-Perfecto, tú lo has querido. Esta tarde hay procesión y desfile en Pamplona, y no me resultará fácil conseguir transporte, pero te juro que voy a requisar el camión más grande que encuentre para poner esta misma noche a ti y al mayor número posible de los tiparracos que se pudren en esta prisión, delante de los paredones de los corrales de Bea, justo debajo de tu querido castillo de Sancho Abarca. Dos soldados y yo nos bastaremos para vigilaros durante el traslado, porque el "fin de fiesta" se lo reservo a unos amigos falangistas de Ejea. Precisamente su escuadra recibe hoy mismo sus estandartes y pertrechos nuevos. ¿Sonríes, eh? Ya veremos si sigues haciéndolo cuando dentro de unas horas tengas sus fusiles apuntándote al pecho...



...Maldita sea, mira dónde te han traído tus fantasías. Tan sólo a esto: a acabar en medio de este erial y a arrastrar a la muerte a un puñado desgraciados como tú. Ellos morirán por los que tú, de momento, has salvado. Las balas acabarán por fin con esa sensación que siempre tuviste de vivir fuera de tu tiempo,de estar esperando que ocurra algo sin saber bien qué. Ahí llegan los camisas azules, se nota que disfrutan con esto. Ellos ganan siempre...

-¡Deja tus pensamientos, maestrico, que para lo que te queda en el convento...! Ahora os vais a portar todos bien, y vais a colocaros justo delante de ese muro. Naturalmente tú en el centro de la fila, para que no haya error posible. ¿Ya te has fijado en los muchachos? No te podrás quejar, todos tan bien dispuestos y marciales, con su yugo y sus flechas tan bien bordados. Tiene que dar gloria ser fusilado por ellos. Se lo podrás contar a tu caballero, que por cierto, parece que se retrasa, ¿no te parece?

Ya tienes los fusiles enfrente. Y no, no te quedan ganas de sonreír. Pero las recuperas cuando ves aparecer tras el pelotón -repentinamente, como salido de la nada-, a un jinete incuestionablemente ataviado como un caballero de principios del siglo XVI: cubierto de una armadura completa, con su casco bien cerrado y dos grandes espadas colgando del arzón delantero de su montura. Y oyes como se ríe el capitán Barace:

-¿Era este teatro lo que nos tenías preparado, maestrico? ¿Uno de los tuyos disfrazado de fantoche para asustarnos y que salieramos corriendo por la Bardena? Pues lo siento, pero como te dije, ahora las cosas se arreglan con pistolas. ¡Disparad a ese espantajo! ¡A discreción! ¡Dejadlo como un colador!

-Y resuenan los tiros como truenos que desangran el aire, pero el caballero no se detiene, porque lo atraviesan sin que su espectral cuerpo oponga resistencia alguna. Y los cargadores se van vaciando uno por uno, mientras el caballero está ya justo delante de los camisas azules. Y mueve su cabeza frente a ellos, y tú sabes bien por qué: no es fácil mirar a través de las estrechas rendijas de un yelmo. Sí. El caballero está cerciorándose de que los camisas azules llevan en su pecho el mismo emblema que aquellos soldados que hace más de cuatrocientos años mataron a su familia.  Y cuando está seguro extrae de su vaina una de las impresionantes espadas, cuya hoja brilla a la luz de la luna de la noche de la virgen de agosto. Y comienza a segar vertiginosamente brazos, piernas y cabezas entre atroces alaridos de dolor y de espanto.

Y al poco rato ves que de aquel pelotón de ejecución sólo el capitán Barace queda vivo y que, preso sin duda de la locura o del miedo acomete al caballero con la lanza que sostiene la bandera del Yugo y las Flechas. Es un combate temerario y por tanto breve. El descuartizado cuerpo del oficial yace a los pies del jinete, que anda entretenido en romper en mil pedazos la odiada enseña.

El momento ha llegado y lo sabes, así que sin perder tiempo te diriges a los sobrecogidos hombres que iban a ser fusilados. Recoged los fusiles -les dices-, Francia queda lejos, lo mejor será que intentéis llegar al frente aragonés. Y sobre todo olvidad lo que habéis visto esta noche. Nadie os creería y os tomarían por locos, aunque estemos rodeados de locos que se creen cuerdos.

-¿Pero y tú? -te preguntan.

-No puedo acompañaros. Hace mucho tiempo que tengo un asunto pendiente y creo que ya es hora de que lo afronte.

Y cuando, no sin mirar por última vez la inquietante y silenciosa figura del jinete que acaba de salvarles la vida, todos se internan a la carrera en el campo que les rodea, ambos se sitúan por fin frente a frente. Y entonces el caballero levanta la visera de su casco dejando ver su rostro, que resulta ser exactamente el mismo que el del maestro, quien, muy en el fondo, lo había sabido desde siempre. Igual que ha sabido siempre qué es lo único que va a pedirle el caballero:

-Yo te he ayudado. Ayúdame ahora tú a mí.


Y ve allí al fondo, por el camino que sube al castillo de Sancho Abarca, una luz muy intensa que parece atraerlos con su fulgor, así que sube al caballo, saca de la vaina la otra espada y la blande en el aire porque la siente como suya. Y sabe también que tienen una familia que salvar. Y cuando ese resplandor está a punto de tragárselos, aún le da tiempo a ver que una mata de romero que crece junto a la senda acaba de florecer. Y sonríe.


Los dos sonríen...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

Las fotos de Sancho Abarca están sacadas del blog: El toledano errante




  

martes, 21 de agosto de 2012

TORRES


Mazmorras de Jauregizarrea, Arraiotz, 21 de agosto de 1611

Va ya para cinco meses que Sabadina de Zozaia, María de Zubiria, María Martín de Elizagiberea, María de Mendi, María de Arozarena, María de Aldekoa y Catalina de Gortari permanecen encerradas en aquel lóbrego aposento, acusadas de brujería. Hubo otra más: Graciana de Barrenetxea, pero acaba de morir, fruto de los tormentos a los que periódicamente las someten el señor del propio palacio donde se hallan prisioneras, el señor del palacio de Zubiría, el párroco, don Miguel de Laurnaga, y el jurado don Joanes de Perochena,

-Señoras mías: todas vimos como sacaron el cuerpo de Graciana a escondidas, y hoy nos hemos enterado de como la enterraron en secreto en terreno sagrado, prueba de que al fin y al cabo no la consideraban bruja. Si no hacemos algo para remediarlo, nosotras seremos las siguientes.

-¡Si nos vemos en esta tesitura es por vuestra culpa! Vos eráis la encargada de vigilar que nadie se acercase a nuestras reuniones, y en lugar de estar alerta permitísteis que aquellos niños lo viesen todo. Naturalmente no tardaron en contárselo a quienes ahora, con vistas a ganarse el favor del abad de Urdax y de su siniestro notario el señor de Narvarte, ambos representantes de la Inquisición en este valle de Baztán, nos torturan sin miramiento alguno. ¿Y ahora venís a decirnos que tenemos que hacer algo? ¿Y qué queréis que hagamos? ¿Qué les demostremos fehacientemente que aquello de lo que nos acusan es cierto? ¿Que prendamos nosotras mismas la pira que nos espera en Logroño, sede del Santo Tribunal?

-Acepto  mi responsabilidad, pero eso no cambia ya nada. Nos mantienen atadas con cadenas, nos sumergen en agua fría, no vemos la luz del día sino por ese pequeño agujero en la pared. A vos, Sabadina, y también a vuestra hija, os mantuvieron atadas a una pesada viga, de tal forma que no podíais moveros sino juntas y a un tiempo. A mí misma me encerraron con los cerdos en la pocilga...
Pero ya les hemos consentido bastante. Si decirles que no somos brujas no ha servido de nada, quizás actuar como esperan sí que surta efecto.

-¿Has perdido el juicio? ¿Quieres que todas sigamos el triste camino de Graciana?

-Si no hacemos nada, será bien pronto cuando nos veremos igual que ella: muertas y enterradas. Nada podemos solas, pero unidas podremos llevar a cabo la magia que nos salve.

-¿Y en cuál habéis pensado?, porque os recuerdo que era Graciana la única que conocía los arcanos mayores de estas ciencias...

-Pero todas le ayudamos a practicar esos hechizos muchas veces, así que creo que podremos recuperarlos sin demasiada dificultad, aunque desafortunadamente ella ya no esté. Y el que más nos conviene ahora mismo emplear es el que nos haga cambiar de forma: primero adoptaré la de un ratón, para poder salir de esta prisión y, una vez fuera, la del señor de este palacio. De esa guisa iré a buscar al señor de Zubiría, y le insultaré lo más gravemente que se me ocurra. Haré todo lo posible para que se maten entre ellos. Luego os liberaré, y será el turno de Laurnaga y de Perotxena. Si jugamos bien nuestras cartas, quizás consigamos que Arraiotz quede para siempre al margen de esta terrible persecución...

Y todas unen sus manos y forman un círculo alrededor de aquella que les ha propuesto tan desesperado plan. Y comienzan a oírse extrañísimas jaculatorias en la lengua ancestral de todas ellas, y al llegar a la novena invocación, María de Elizgibela se ha transformado en un ratón, cuyo exigüo tamaño le permite escapar por el  agujero por donde sus captores introducen la comida en el calabozo. Y por esa misma rendija, todas pueden también ver como, una vez llegado al prado, la diminuta bestezuela se convierte de pronto en el maldito señor de Jauregizarrea, siempre vestido de color negro, excepto su inmaculada golilla de seda blanca, sobre la que se alza una enjuta cabeza cuyos ojos inyectados de odio dan verdadero miedo.

Y el remedo de caballero toma prestamente el camino del cercano palacio de Zubiría. Y cuando llega ante su puerta, la golpea violentamente dando fuertes gritos:


-¡Escúchame, Antón de Zubiría, maldito! Eres el último fruto de la asquerosa raza que ha apestado durante generaciones esta casa con el perverso aroma de los judaizantes. ¡Da la cara, perro sarnoso, y muere a manos de un verdadero cristiano viejo!

Y Antón, que no puede dar crédito a lo que está oyendo desde su cama -pues ha reconocido perfectamente la voz de don Joanes, el anciano señor de Jauregizarrea-, se asoma indignado a la ventana, y cruza los mayores denuestos con quien ha venido a ultrajarlo a su propia casa. Y desde allí arriba le promete que en menos de lo que cuesta rezar un credo irá a buscarlo a su torre, o al mismo Infierno si es preciso para lavar semejante afrenta.

Y entonces, cuando Antón ha vuelto dentro para vestirse y coger su espada, vuelve el supuesto don Joanes a transformarse en un ratón, que espera a que el de Zubiría enfile hacía Jauregizarrea para seguirle a distancia. Y cuando, fuera de sí, llega ante las puertas de la vieja torre donde cree que ha vuelto a refugiarse quien acaba de vilipendiarlo, da grandes voces para que aquél pueda oírlo:

-¡Aquí estamos como pedías, solos mi espada y yo! ¡Baja, viejo del demonio, y te demostraremos la limpieza de nuestra sangre vertiendo la tuya, tan inmunda!

-¿Es que te has vuelto loco, Antón? -le dice don Joanes mientras abre la puerta. Pero antes de que pueda decir nada más, siente la espada de su vecino clavarse profundamente en su vientre, y aunque se siente morir, por puro instinto de supervivencia agarra el cuchillo que cuelga siempre del dintel de piedra, y con su último movimiento en este mundo, lo hunde en el pecho del señor de Zubiría. En un suspiro, los dos yacen muertos en el zaguán...

Y Maria, que lo ha visto todo, recupera su forma original y los arrastra prontamente, y no sin mucho esfuerzo, adentro de la torre. Y cierra la puerta utilizando el mazo de llaves que acaba de arrancar del cinturón del último señor de Jauregizarrea, para que ningún ojo indiscreto pueda volver a denunciarlas, ahora que son completamente libres de nuevo.

Y esa misma noche, tras arrojar los cuerpos de los dos orgullosos jauntxos al hediondo aljibe de la torre, meditan cuidadosamente todas ellas qué hacer con sus otros dos enemigos: el párroco y el jurado. Y a Catalina de Gortari, que siempre fue la más imaginativa, se le ocurre "aprovechar" que al día siguiente todo el pueblo se reunirá en la puerta de la iglesia para la procesión de penitentes que la Suprema Inquisición ha organizado. Y, efectivamente, cuando llega la hora de esa santa reunión, todas las gentes, con el abad de Urdax y su notario a la cabeza, quedan horrorizados al contemplar en el corral situado justo al lado del templo, a Laurnaga y a Perotxena, ganados sin duda para la causa de Belcebú, en violento ayuntamiento carnal con sendas ovejas muy lanudas. Y aunque ellos juran y perjuran que no saben ni recuerdan cómo han podido llegar allí, los soldados del Santo Tribunal no tardan en encadenarlos para que le cuenten con todo lujo de detalles sus nauseabundas prácticas al Inquisidor General, allá en la lejana ciudad de Logroño.    

Y como en medio de todo aquel sorprendido cortejo, han adoptado María y Catalina de nuevo el aspecto de los fenecidos señores de Zubiría y Jauregizarrea, y se muestran más ofendidos que nadie por la inmoral conducta del párroco y del jurado, no tarda en encargarles el abad de Urdax que sean precisamente ellos dos quienes se preocupen de guardar la honra y felicidad del pueblo de Arraiotz, cosa que ambos aceptan con la mayor alegría.

Y dicen que desde entonces se vivió en aquel lugar en medio de la mayor paz y alegría, pues la Inquisición no volvió a molestar nunca jamás a sus habitantes, que no sospecharon nunca estar bajo el gobierno de aquellas damas a las que habían acusado de brujería, ya que uno de los primeros decretos de los dos palacianos fue absolverlas de tan absurdas imputaciones.

Y como es cosa comúnmente sabida que son las mujeres mucho más inteligentes que los hombres, no tomaban el aspecto de aquellos dos botarates más que cuando no les quedaba más remedio, o cuando recibían la visita del Abad de Urdax y de su fanático ayudante, que alguna vez estuvieron también muy cerca de aparecer en comprometida cópula ovina delante de todo el mundo. Y si así no les ocurrió, fue únicamente porque demostraron estas señoras tener mucha más compasión que la que manifestaron nunca todos aquellos estúpidos perseguidores de mujeres.

Y el caso es que, aún hoy en día , créase o no en brujas, es cosa muy placentera acercarse a contemplar estos dos hermosísimos palacios de Arraiotz. Y si se hace cuando está cerca ya de caer el sol, y en buena compañía, no se cambiaría aquel paraje y aquel preciso momento ni por todos los peines de oro que atesoran las lamias de Xorroxin...

Dibujo extraído del blog: Viajes Morrocotudos

© Mikel Zuza Viniegra, 2012





sábado, 11 de agosto de 2012

LO QUE TÚ VALES


Castillo de Tudela, madrugada del 10 de enero de 1191

-Berenguela, no puedes imaginar los cientos de veces que he pedido al cielo que el rey de Francia obligase de una vez a Ricardo a cumplir la palabra de matrimonio que dio a su hermana Aelis. Y ahora, tras cinco largos años de negociaciones, con esa bruja de Leonor de Aquitania aldragueando siempre a tu alrededor, dentro de unas horas te alejarás definitivamente de mí.

-Cuidado con lo que dices, Pedro, porque esa que tu llamas "bruja" es la madre de mi prometido. Sabías desde el principio que este momento llegaría. Una princesa de Navarra no tiene vida propia, su vida es solamente una pieza de ajedrez más en el tablero de la política universal. A mí me ha tocado en suerte sellar la alianza de mi padre con Inglaterra, y lo que yo piense, y sobre todo lo que yo sienta al respecto, carece de importancia.

Todo este tiempo hemos estado jugando con fuego, y debo reconocer que tú bastante más que yo, que a lo sumo hubiera acabado mis días encerrada en un convento si hubiesen descubierto que el capitán de la guardia real se había excedido en sus atribuciones...

-Escuchándote, se diría que para ti todo esto no ha sido más que un mero trámite burocrático...

-Sabes que no es cierto. Pero mañana, cuando comience a cruzar el puente sobre el Ebro, ya nada volverá a ser lo mismo para mí. Al llegar a la primera torre seguiré siendo la inconsciente infanta que tú conociste, pero cuando atraviese la tercera, seré ya para siempre la reina de Inglaterra. Es mejor que me vaya haciendo a la idea. ¿No crees?


-¿Pero no has oído lo que se dice de tu novio? Y no me refiero únicamente a la volubilidad de su carácter, o a la bárbara crueldad que muestra contra los vencidos, sino sobre todo a...

-¡No te diré otra vez que tengas cuidado con lo que hablas! Conozco todos esos rumores, incluido el que no te he dejado pronunciar en voz alta. Y te diré que, si acaso llego a confirmarlos algún triste día, lo tomaré como un castigo merecido que Dios me envía por nuestro común pecado, Pedro. Y no me importa: estoy muy segura de que podré vivir con ello.

-Pero aún hay tiempo, Berenguela. Todo el mundo duerme, podemos huir juntos...

-¿Huir? ¿A dónde? ¿No te das cuenta de que si escapamos, el prestigio de mi padre, y por extensión el de Navarra quedará destruido? Mi familia ha mantenido durante siglos el frágil equilibrio que permite que nuestro reino no haya sido aún engullido por sus poderosos vecinos. Pero si ahora desairase al rey de Inglaterra, éste consideraría con toda razón que no tenía ya sentido alguno mantener la alianza, y entonces Castilla y Aragón no tardarían en invadirnos a sangre y fuego. ¿Me pides que nos fuguemos y que cierre mis ojos para no ver las espadas cortando cabezas, y que tape mis oídos para no oír los gritos de las viudas? Me conoces demasiado bien para pensar que olvidaría de una manera tan lamentable mis obligaciones como princesa de Navarra. Pronto no seremos más que un recuerdo el uno para el otro. De nosotros dos depende que ese recuerdo sea agradable o doloroso...

-No me importa ningún reino de la tierra, ni siquiera el nuestro, si debo renunciar a ti por salvaguardarlo. ¿Crees acaso que Ricardo renunciaría al suyo por ti?

-No. Seguro que no lo haría. Por eso precisamente debo casarme con él: porque defiende a ultranza lo que estima que le pertenece, y no teniendo heredero legítimo mi hermano Sancho, muy probablemente considerará a Navarra también como suya, lo que  mantendrá a raya a nuestros enemigos. Y ahora te ruego que me dejes descansar, mañana debo iniciar un largo viaje. ¿Vendrás a despedirme?

-¿Para qué? Está visto que un simple soldado no puede entender los designios diplomáticos de las cancillerías. Debe bastarle con obedecerlos ciegamente.

Y a la mañana siguiente con su padre el rey Sancho a su derecha, y su hermano el príncipe heredero a la izquierda, y con el resto de sus hermanos: Fernando, Blanca y Constanza guardándoles las espaldas, se pone en marcha la comitiva en cuanto se abre la puerta ferreña que clausura el castillo. Y recorren las principales rúas de Tudela para que todo el mundo pueda despedir a su princesa, y para que ella misma pueda ver por última vez el lugar donde ha nacido y vivido años tan felices. Y al llegar a la primera torre que custodia el puente, la familia real y el pueblo allá reunido se detienen para que sea Berenguela en solitario quien dé el paso hacia su nueva vida.


Y efectivamente, cuando atraviesa esa primera torre, a todos les parece que va más erguida sobre su caballo, y cuando pasa la segunda, que parece ya toda una reina, y cuando se dispone a superar la tercera, oye como desde el interior una voz que reconoce al instante le canta:

"En la Mar muchos corales,
y en la Tierra hay minas de oro,
y en la mar muchos corales.
Y entre la Tierra y la Mar,
No valen lo que tú vales..."

Y aunque dicen que las reinas no han de mostrar jamás sus emociones en público, los escoltas que la esperaban al otro lado del puente para llevarla a Aquitania, juraron luego a todo aquél que se lo preguntó que Berenguela, que no miró hacia atrás ni una sola vez, venía deshecha en llanto...


Dibujo nº 1: De Antonio Loperena, para el libro "La Tudela desconocida", de Luis María Marín Royo.

Dibujo nº 2: De Alberto Sola, para el libro "La Tudela desconocida", de Luis María Marín Royo.

© Mikel Zuza Viniegra, 2012 


viernes, 10 de agosto de 2012

hELLAS


Ducado de Atenas, Grecia, 9 de agosto de 1380


Rompe el sello de cera, despliega el muy bien doblado documento y lee:

"Nos, Carlos, por la Gracia de Dios, Rey de Navarra y conde de Evreux, a vos: Juan de Urtubia, antiguo servidor de mi muy caro hermano Luis en Albania. Salud.

Habiendo sido informado de vuestros éxitos militares por esas fronteras ignotas del imperio de Constantinopla, y animado por el recuerdo de vuestra siempre leal actuación en nuestras tierras de Normandía, que fue sin duda primer paso para esta conquista de Grecia en la que os hallais inmerso, y teniendo también muy presente el testimonio de mi chambelán, don Pierres de Laxaga, que durante un tiempo fue compañero vuestro en ese honroso empeño, me atrevo a solicitaros ayuda para paliar la tribulación en la que me hallo.

Sucede que pronto cumpliré ya más de treinta años en el trono de mis antepasados, y que el imparable transcurrir del tiempo no sólo ha dejado atrás el ímpetu de mi juventud, sino que ataca mi cuerpo con inmisericordes achaques, cada vez más evidentes. Entre todos ellos es el mal del olvido el que más parece amenazar mi desventurada cabeza, que si antaño era capaz de dominar completamente las artes de la retórica y de la dialéctica, hasta el punto de haber sido capaz de subyugar a toda la población de la ciudad de París, reunida para escucharme en el Pré-aux-Clercs, junto a los muros de Saint Germain, donde al decir de muchos cronistas hablé "moult sagement et bellement", apenas puede retener ahora los rudimentos más sencillos de un simple discurso. 


Y si no puedo recuperar esa perdida elocuencia que tuve, me temo que mi reino estará definitivamente perdido, pues bien conocéis por experiencia propia que las escasas rentas que nos proporciona nos impiden organizar un ejército tan poderoso que imponga respeto a nuestros enemigos, ya sean éstos franceses o castellanos. 

Es por eso que mi citado chambelán don Pierres, movido por su afán de servicio a la corona, ha unos días que nos dijo que, estando él en vuestra compañía, allá en esas tierras de Grecia, oyó hablar a un ermitaño sobre una isla cuyas piedras, de color muy blanco, tienen la maravillosa propiedad de mejorar al instante la oratoria, aumentando a la vez la inteligencia que permite  hacer crecer enormemente el poder de persuasión que sólo las palabras bien pensadas y mejor dichas poseen. Y ello es posible porque parece ser que vivió muchos años en aquella ínsula, cuando toda la Grecia estaba llena de eruditos, el que muchos de ellos consideraban el sabio más grande que hubiera conocido el mundo, cuyo nombre fue Protágoras de Abdera. Y como su fama atrajo a muchos alumnos, que pagaron muy bien sus enseñanzas, pudo en su ancianidad retirarse a aquel paraiso llamado Naxos, en cuyas playas daba largos paseos mientras recitaba en voz alta sus excelsos pensamientos. Y tantas veces al día -durante muchos años-, debió hacerlo, que las piedras que acogían y rodeaban sus doctas caminatas, obtuvieron la rara cualidad que ya os he mencionado.


Así pues, si estimáis en algo la fidelidad que hace tanto tiempo me ofrecisteis, quisiera pediros que enviéis a esa isla de Naxos a uno de vuestros mejores caballeros para que me consiga varias de esas mágicas piedras, que vos podréis hacerme llegar fácilmente a través de los correos de la Orden Hospitalaria de San Juan.

Os prometo que sabré daros grandes muestras de mi agradecimiento si cumplís mi deseo..."

 Pliega cuidadosamente Juan de Urtubia la real carta, y mientras entorna la mirada frente a la dorada luz del sol, que lucha a brazo partido por imponerse al azul turquesa del mar griego, intenta recordar el momento en el que puso sus manos entre las del rey Carlos II de Navarra para ser nombrado caballero. No hace tantos años de ello, pero apenas recuerda el rostro de aquel lejano monarca, ni tampoco el verdor salpicado de casas de piedra de su tierra natal. Significan ya tan poca cosa frente a estos edificios ciclópeos de mármol blanco que ahora le rodean...

Pero sí que recuerda lo poco que valen las promesas de aquél rey, y le parece sarcástico que ahora le pida que envíe a "uno de sus mejores caballeros" a buscar unas piedras más allá del horizonte. Precisamente él, que aprovechó la recluta de hombres para la conquista de Albania, para librar a Navarra de toda la escoria de asesinos y ladrones que pudo encontrar.

No, no tiene "caballeros" para enviar en busca de quimeras, pero ahora él mismo, Juan de Urtubia, es tan señor en Atenas como lo es Carlos II en Navarra, así que en atención debida más a su palabra de caballero que a una supuesta lealtad a su antiguo señor, en vez de coger las piedras que cubren la calle más miserable de la ciudad, cumplirá lo solicitado y enviará a uno de sus hombres a esa ignota isla de Naxos. Pero no a uno de los mejores, naturalmente, sino a uno de los escasos supervivientes de esa cruel chusma expulsada de Navarra. Al peor de todos ellos: un criminal llamado Sancho de Marlain, apodado "Bestia salvaje", pues en nada se diferencia de ellas. Su entendimiento es nulo y apenas sabe hablar. Tampoco se le conoce sentimiento alguno, pues sólo sabe matar y quebrar todas las leyes humanas o divinas.

De hecho ahora está en capilla para ser ejecutado por haber matado a sus compañeros de guardia por una pendencia de juego. Así que por lanzarlo al mar en una barquichuela, explicándole su regia misión -que es materialmente imposible que entienda-, la Compañía Navarra en Grecia no perderá gran cosa.

Y lo llevan atado al bote, y lo empujan mar adentro. Y en el último momento el señor de Urtubia siente pena de aquel pobre animal y corta sus ligaduras con la espada, y la arroja dentro de la barca, para que al menos tenga una mínima oportunidad, allá donde los Dioses que tanto abundan por estas tierras quieran (o no) llevarlo. En cualquier caso, mucha más lástima le dan los habitantes del lugar donde este sangriento desgraciado llegue a desembarcar...


Y contra toda lógica, el siempre caprichoso viento del Egeo mantiene recto el rumbo de la frágil embarcación, de tal manera que, sin que su pasajero deba realizar el más mínimo esfuerzo,  va dejando atrás  el rosario de islas tras la que se esconde Naxos, que comienza a verse allá al fondo, pues es la más grande de todas ellas. Y en ese preciso momento se desata repentinamente una gran tempestad, que agita el esquife como si fuera una cáscara de nuez hasta que se rompe en mil pedazos.

Y cuando el viajero comienza a hundirse irremisiblemente, una ola gigante venida de lo más profundo del mar, recoge su cuerpo y lo arroja brutalmente a la playa donde, al golpearse la cabeza contra las piedras, queda completamente inconsciente...


Y al despertar se ve rodeado por varias personas, así que rápidamente se incorpora y saca de la vaina su espada. Parece que va a utilizarla contra ellos, pero sorprendentemente la arroja lejos de él y les habla. Les habla sin parar.

Y les dice, en su misma lengua, para que puedan entenderle:

-"πάντων χρημάτων μέτρον ἔστὶν ἄνθρωπος, τῶν δὲ μὲν οντῶν ὡς ἔστιν, τῶν δὲ οὐκ ὄντων ὠς οὐκ ἔστιν."

Esto es: "El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son porque son, de las que no son porque no son. Pues al fin y al cabo, nada es bueno o malo, verdadero o falso, de una forma categórica, y cada persona es, por tanto, su propia autoridad última..."

Y no sabe de dónde le ha venido tal pensamiento, cuya certeza todo su auditorio admite. Lo que sabe es que por primera vez en su vida comprende un razonamiento, y sabe igualmente que ya nada  volverá a ser igual.

Y hay entre aquél círculo que le rodea una mujer que debe ser como aquellas que hace más de mil años atrajeron a Protágoras a este apacible lugar. Ayanthe se llama, que quiere decir Flor en griego. Y su pelo mojado cubre muy graciosamente sus ojos negros y el perfil de su rostro, de nariz tan recta y labios tan finos como los de las estatuas de Palas Atenea, la diosa de la Sabiduría. Y comienza Sancho a pensar que el famoso filósofo equivocó su postulado, y en realidad es la mujer quien marca la medida de todas las cosas.

Y si llegaron tan renombradas piedras a  manos de Carlos II, es cosa que no se sabe, aunque si finalmente no fue así, es algo que siempre deberá lamentar este reino de Navarra, pues la inteligencia es siempre regalo inestimable...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012