martes, 26 de octubre de 2010

LOS VIEJOS OLVIDAN...



Olite, 5 de noviembre de 1415

Sopla fuerte el cierzo allá afuera, y por mucho que los criados se afanan en mantener caldeada la habitación reponiendo los troncos en las amplias chimeneas, el rey no puede quitarse de encima el frío que le cala hasta los huesos. Desde que hace unos meses falleció la reina Leonor, siente como si la muerte se hubiera enseñoreado del castillo, y él mismo ha contribuido a ello encargando a su maestro de obras, el flamenco Jehan de Lomme, un sepulcro magnífico, como nunca otro rey de Navarra haya tenido jamás.

Primero ha hecho tallar el semblante de su esposa, que el artista ha tenido que realizar únicamente en base a la descripción que de ella hizo el soberano. Y luego el propio Carlos ha posado durante agotadoras jornadas para que su retrato sea lo más fidedigno posible. Precisamente en medio de una de esas sesiones oye sonar la trompeta del guardia de la torre de la Atalaya, anunciando que llegan mensajeros. Por la ventana distingue las flores del lis que surcan la bandera del legado que cabalga hacia el castillo.

-Podéis continuar con vuestra labor, Jehan. Yo iré mientras tanto a recibir al visitante en el salón de audiencias, pues si ve vuestra maravillosa obra, cuando vuelva a París explicará a su señor hasta el mínimo detalle de mi tumba, y éste ordenará copiarla con esmero para no ser menos que yo. Le conozco demasiado bien, es un resentido…

La corona cuelga de uno de los reposabrazos del trono. Se la coloca sin ceremonia alguna antes de sentarse, y después ordena que entre el viajero, que es efectivamente un heraldo de la corte francesa, que dice llamarse “Montjoie”. Así habla ante el boquiabierto Consejo Real de Navarra:

-Sabed, Majestad y señores todos, como hace apenas diez días, festividad de los Santos Crispín y Crispiniano, junto a la aldea de Azincourt, quiso Dios enviar un castigo ejemplar contra el orgulloso reino de Francia, que envanecido del poder alcanzado por sus nobles se creía invencible. Pero bastó una sola batalla para deshacer a la flor y nata de la caballería. Y no fueron otros caballeros como ellos quienes lo lograron, porque los ingleses no tenían apenas monturas, y era su número cinco veces inferior al de nuestras tropas, sino su bárbaro populacho, armado con largos arcos de madera de tejo, que una y otra vez enviaron lluvias de mortíferas saetas sobre nuestras líneas, hasta que al atardecer más de nueve mil franceses yacieron muertos sobre el campo.

Y sabed también que el comandante de los ingleses fue su propio rey, el magnífico soberano Enrique, o Harry, como ellos le llaman. Y que cuando todos sus lugartenientes le intimaban a rendirse, les animó con tan bellas y atinadas palabras, que os digo que ni aquel Alejandro arengando a sus macedonios pudo igualársele, pues tocó el aterrado corazón de soldados tan aguerridos como Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury o Gloucester, diciéndoles que no quería ni un solo hombre más con él de aquellos que en ese momento dormían tranquilos en Inglaterra, pues cuantos menos fueran, más Gloria les tocaría para repartir, y de esta manera serían sus nombres recordados por las generaciones futuras hasta el fin de los tiempos, y todos brindarían por ellos con copas rebosantes cuando llegase cada año la fiesta de San Crispín...

Y fuese por mediación de santo tan poderoso, o por el legítimo deseo de Nuestro Señor Jesucristo de castigar nuestra soberbia, el hecho cierto y milagroso es que apenas 15 caballeros ingleses perecieron en la refriega, y ahora es dueño el príncipe Harry no sólo de su brumosa isla allende los mares, sino también de la dulce Francia, y ha sido ya concertado su matrimonio con la princesa Catalina, de tal forma que el heredero que les llegue, reinará sobre ambos territorios, que al fin alcanzarán la paz tras tantos años de luchas y combates.
Esto es todo lo que me ordena comunicaros mi señor el rey Carlos VI de Francia, vuestro amado primo.

Y manda entonces el rey de Navarra, no en vano apodado “el Noble”, que sea conducido el emisario a la estancia más confortable del imponente castillo, para que pueda descansar tras llevar a cabo la misión encomendada. Y cuando queda solo en la cámara regia, piensa don Carlos que, si su padre hubiera jugado mejor sus cartas y hubiese alcanzado el trono francés, como por derecho le correspondía, ahora sería él mismo quien hubiera tenido que enfrentarse al gallardo e invencible rey inglés, hijastro por cierto de su hermana Juana, casada con el anterior rey de Inglaterra, el muy valeroso señor Enrique IV de Lancaster. Y al darse cuenta de semejante posibilidad, se alegra por primera vez en muchos meses, pues comprende entonces que vale mucho más gobernar pacíficamente un reino pequeño como Navarra, que andar peleando toda la vida por uno más grande pero imposible de administrar. Y se asoma a la ventana para contemplar las cercanas torres de Santa María, de San Pedro y también la del Chapitel, que mecen con sus campanadas las horas de su tranquila corte.

Y en esa paz doméstica y serena, no siente ya envidia ninguna ni del ambicioso inglés ni del petulante francés. Y sí, puede que allá arriba, en Ujué, el corazón de su belicoso padre palpite de indignación ante semejante desenlace, mas él ya tuvo su oportunidad de regir Navarra, y sólo la Historia podrá juzgar quien lo hizo mejor, si el padre o el hijo…

Y fue esto escrito la noche del día de San Crispín y San Crispiniano, 25 de octubre de 2010, 595 aniversario de la muy famosa y ejemplar batalla de Azincourt.




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 21 de octubre de 2010

AGITADO Y NO MEZCLADO



Tierra Santa, octubre de 1238

El ejército navarro lleva bloqueado casi un mes en el último puesto avanzado que la milicia del Hospital de San Juan de Jerusalén posee en el desierto occidental de Siria. El agua y los víveres están acabándose, y la guarnición comienza a padecer una enfermedad cuyos síntomas principales son la caída del pelo a mechones, violentas hemorragias y una súbita hinchazón de las encías, que se esponjan de tal forma que los dientes acaban por desprenderse de su anclaje…

Los médicos no saben muy bien a qué dolencia se enfrentan, al menos hasta que el hermano Lorenzo, sargento de los hospitalarios con más de veinte años de servicio en ultramar, les hace entender que si no consiguen pronto fruta y hortalizas frescas, todos morirán sin remedio. Él ha visto ya casos parecidos como para saberlo bien…

Lo malo es cómo conseguir aquel remedio vegetal en medio del erial de arena en el que se encuentran. Cristianos nativos han oído hablar de que, cabalgando un día hacia donde sale el sol, se halla la mítica fortaleza de Alamut, la sede de la mortal secta de los Hashishin, los Asesinos, ciegamente fiel a su líder, al que todos conocen como el “Viejo de la montaña”. Y que allí, en sus maravillosos jardines, crecen manzanas y peras de tal calidad que una sola de ellas basta para alimentar y sanar a toda una escuadra…

Y hacia allá que parte al alba el rey Teobaldo, pues nunca ha considerado honorable enviar a otro a cumplir la tarea que él mismo pueda llevar a cabo. Sólo trae consigo a su caballo Jasón, su espada, su escudo, y un saco donde traer los frutos que sus tropas necesitan. Sí que ha consentido en vestir las negras ropas de los seguidores de Hassan Al-Sabbah, y en aprender unas pocas frases de la algarabía que aquellos utilizan.

Al amanecer del siguiente día, la leyenda se hace realidad ante sus ojos, y un inexpugnable monte, en cuya cima refulgen las nieves eternas que envuelven el dorado castillo de los Asesinos, se alza ante sus ojos. Tras ocultar su montura comienza la penosa ascensión hacia la cumbre, y sólo su pericia guerrera le hace evitar a los centinelas del Viejo. La camisa acolchada y la cota de malla que le ahogaban en el desierto, le dan calor ahora que lleva ya un buen rato pisando escarcha. Cuando alcanza la poterna, que tiene alzado el blindado rastrillo, intenta recordar la contraseña que ha de dar al guardia. Así le habla:

- Alá, ez da Hura beste jainkorik!

Y a medida que las palabras salen de su boca se da cuenta de que ha empleado la lengua de Navarra en el saludo, y no la arábiga como le habían indicado que hiciese. Y lamenta su mala cabeza, pues muchas veces, debido a los nervios, le sucede emplear una lengua cuando le correspondería hablar otra, pues además de esas dos conoce el latín, la langue d'oil y el romance navarro. Así que acaba velozmente con la incomprensión del vigía recitando la aleya en el mismo idioma del profeta:

-¡Alá, no hay dios sino Él!

Y cuando con esa invocación traspasa los gruesos muros, queda asombrado porque en aquel recóndito lugar rodeado de nieve, puedan crecer árboles tan fecundos, cuyas ramas se doblan por el peso de sus frutos. Pero hay demasiada gente en aquel Edén como para intentar cogerlos ahora. Así que descansa en el jardín mientras aguarda a la cercana hora de la oración, que el ascético y anciano Hassan preside en un salón de paredes de jaspe, sentado en un trono de oro macizo. Los adeptos no levantan la cabeza del suelo mientras escuchan su prédica:

-¡Cuidado! Os avisamos.
Somos los mismos que cuando empezamos.
Gentes ignorantes que antes nos tenían miedo,
cogen confianzas que nunca les dimos.
¡Cobardes!, que van de valientes,
hablando de nosotros mal ante la gente.
Vuestro entorno huele a podrido,
Vuestras palabras, son ladridos…

Y entonces todos comienzan a gritar:

-¡Hash, hash, hash!

Y una embriagadora humareda como de incienso se extiende de repente por la estancia, provocando el alboroto, las risas y las aclamaciones de todos los presentes.

Precisamente ese momento de locura general es el que Teobaldo aprovecha para volver al ahora vacío jardín y comenzar a recolectar todas las peras y manzanas que su alforja es capaz de albergar. Pero nada escapa al ojo del Viejo de la Montaña, que tiene prohibido a sus hombres tocar aquellos árboles, así que haciéndolos callar enérgicamente, los lanza en persecución de Teobaldo, que ya corre como el diablo hacia la puerta.

De un fuerte tajo de su espada corta la soga que sostiene el rastrillo, que cae vertiginosamente mientras el rey se lanza al suelo para franquearlo. Cuando casi está al otro lado, se desprende de su cabeza el turbante que cubre la diadema real de Navarra, que recupera en el último instante, cuando ya el portón roza el suelo y está a punto de atrapar su brazo.

Se incorpora y sigue corriendo, con el tiempo justo de mirar hacia atrás y ver que los asesinos están saltando los muros para intentar darle caza, animados quizás por aquel extraño incienso cuyos efectos desconoce. Teobaldo sabe que no tardarán en alcanzarle si no adopta alguna medida desesperada, y recuerda entonces el adiestramiento que recibió en las más altas montañas de su reino por parte de los agentes del rey de Inglaterra, aquellos que tienen licencia para matar…

Así que suelta las bridas que sujetan su escudo a la espalda, y el carbunclo dorado de navarra y la banda de plata de Champaña brillan fugazmente antes de ser arrojados al suelo cubierto de nieve. De un salto toma impulso y comienza a deslizarse sobre el broquel ladera abajo, mientras oye las maldiciones a sus espaldas. Y no mentiremos si decimos que varias veces estuvo Teobaldo a punto de despeñarse por las quebradas de aquella infernal montaña de Alamut, pero quién sabe si por la especial predilección que su dinastía tuvo siempre por los ángeles del cielo, todos esos brincos acabaron de buena manera, hasta alcanzar el punto donde Jasón esperaba a su señor, quien, picando espuelas, volvió al campamento navarro a toda velocidad, donde fue recibido como soberano tan ilustre merecía.

Y cuentan quienes pueden atestiguarlo, que esas frutas curaron a todos los enfermos, incluso a los que ya habían perdido la esperanza de sanar, y que sus semillas fueron traídas por el rey a Navarra, que ya dice el príncipe de Viana en su Crónica que: “mucho amaba Teobaldo I la buena fruta”.


Lo que no recuerdo bien si dice el príncipe es que también se trajo su antepasado las semillas de aquellos insólitos inciensos del Viejo de la Montaña, y que las plantó en los jardines reales de Olite. Y eso que don Carlos debió conocerlas, pues en sus tiempos todavía crecían muy verdes y frondosas en aquellos mismos vergeles…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

VAMOS DE PASEO

Mediodía del 16 de octubre del año de Gracia de 1239

El tibio sol de octubre lleva toda la mañana luchando contra los negros nubarrones que tratan de apoderarse de la cumbre de Izaga cuando el rey don Teobaldo y todo su séquito se ponen en marcha desde la fuerte torre de Mendinueta, para recorrer el hermoso valle de Lónguida.

Todas las banderas señoriales, tejidas en hilo de seda, son desplegadas al viento. Y va la primera la del rey de Navarra, partida con la divisa de Champaña, y le siguen a pocos pasos las de los doce ricoshombres del reino, es a saber: los Aibar, los Almoravid, los Baztán, los Guevara, los Subiza, los Lete, los Vidaurre, los Rada, los Cascante, los Urroz, los Monteagudo y el rampante león de gules de los Mauleón. Y van después las de las buenas villas y los concejos, y detrás de tanto estandarte los caballeros y villanos que quieran ir a recuperar la Tierra Santa de manos de los sarracenos.

Y para que a muchos caballeros y ruanos remolones no se les olvide tan sagrado llamamiento, ha decidido el rey salir a buscarlos él mismo. Así que deja atrás Urroz, que tiempo habrá luego de volver a lugar tan bien dispuesto, y se dirige hacia Liberri, que es muy bello palacio, y hace sonar a su puerta todas las trompetas, para que su dueño tome la cruz y les siga. Y muy bien engualdrapado su caballo, efectivamente se les une, mientras su dama le despide llorosa desde las recias almenas. Y de ahí llegan muy pronto a Villaveta, donde recogen a muchos más, incluidos a los de Zuza, palacio que dormita allá, al otro lado del Irati.

Y pasan todos por Aós, y se llegan hasta Ayanz, que no tiene en este momento caballero que enviar a conquistar Jerusalén, pues murió su señor defendiendo la frontera contra los aragoneses, y es muy niño aún el heredero, que sostiene entre sus brazos la viuda doña María, a la que canta unos lais don Teobaldo por ver de consolarla un tanto…

Y aparece luego en el camino la noble villa de Murillo, con su sin par palacio de ladrillo rojo salpicado de espejeante azulejería, y casi sin detenerse ante tanta maravilla, cruzan todos el río por un puente que se cimbrea como la cola de los gardachos en manos de los mocetes, y en un decir Jesús están en Larrangoz, donde su señor les tiene preparados ascéticos manjares y dulce jugo de pacharán, que es planta que abunda por aquellos contornos; Y aunque el rey sabe que no son buena cosa los licores cuando se ha de seguir camino, no puede por menos que probar tan rico néctar antes de alabar el retrato que el caballero ha hecho tallar de sí mismo en la iglesica del lugar, que le gusta hasta el punto de maldecir con muchos y variados castigos infernales a quien en el futuro se atreva a intentar destruirlo. Y tal y como aparece reflejado en la portada, sale de su palacio el caballero, con su brillante cota de malla, y un gran escudo adornado con la cruz de la que podrán presumir quienes acudan a Palestina.

Y quien sabe si por el efecto del rojo jarabe, o porque es el soberano de los navarros muy dado a tales excesos, se lanza don Teobaldo a entonar una canción que dice:

-Señores, sabed que quien no venga ahora a la tierra donde Dios vivió y murió, y quien no tome la cruz de Ultramar, difícilmente irá al Paraíso. Quien sienta dentro de sí piedad y recuerdo del Altísimo, debe soñar con vengar al Señor todopoderoso, liberando su tierra y su país.
¡Quédense aquí todos los perezosos y falsos, que no aman a Dios, ni el bien, ni el honor ni la gloria!


Y es muy celebrada la composición por todos los asistentes, aunque sean las gentes de estos valles poco dadas a la poesía, menos el señor de Zuazu, que es más amigo de libros que de cruzadas, y por eso no tiene la menor intención de acompañarles, lo cual no le impide reconocer la calidad literaria de las trovas que compone su soberano.

Y deciden entonces peregrinar al cercano y famoso santuario de Santa Fe, a que los monjes de Conques les den comida y cobijo. Y de camino van sumándose al colorido cortejo todas las hojas que el otoño arranca a los árboles que bordean los senderos. Y las que aún tienen algo de savia en sus venas y no pueden seguirles por el aire, alfombran su paso para que las herraduras de plata de los caballos no se desgasten hasta llegar por lo menos al puerto cristiano de Acre.

Es aquél lugar de Eparoz de una belleza tan grande, que todos quedan maravillados, a pesar de que los frailes no se hallan en el monasterio, y han dejado además el hórreo donde guardan las viandas cerrado y bien cerrado...

Pero no es el hambre tanta como para conseguir que no se regocijen todos con la sosegada tranquilidad del claustro, y como para que don Teobaldo no repare en el tosco rostro de las dos damas con corona cinceladas en la portada del templo. Y como está la reina delante, no puede dejar de comparar su semblante con el de aquellas otras, y le parece que sale con ella ganando, cosa en la que está la princesa también muy de acuerdo.

Y es hora ya de desandar lo andado, que si el espíritu se contenta solo con lo bello, el cuerpo necesita alimento más sólido y material. Así que es Ecay su próximo destino, que hay allí hospedería conocida por su muy buen yantar, y después, como están a las puertas de Aoiz, es en el pintiparado molino de tan ilustre localidad donde se toman las infusiones y licores que siempre han de poner el broche de oro a las comidas señaladas.

Y de vuelta a casa, aún se empeña el señor de Urroz en que se visite su villa, que hay allí también mucho que ver, y no es la menor joya que allí puede contemplarse el equipo de torneo que lleva por bandera los colores txuribeltza de los templarios, muy célebre por no dar nunca sus encuentros por perdidos. Y es efectivamente tanto el arrojo de esos once caballeros, que siente el rey que tiene que homenajearlos con otra de sus famosas composiciones, así que se sube a la piedra de Roldán y desde allí empieza a cantar:

-Una villa de renombre, se conoce por Urroz,
unos cuantos habitantes y un equipo campeón.
Es verdad que es un modesto, un club sin gran pretensión,
y por eso lo llevamos más en todo el corazón…


Y no tardan todos los presentes, entre grandes vítores y saltos, en responder:

-Txuribeltza!!! Presente la afición,
la calavera ríe y remoja el garganchón.
Blanki-negros al césped, patateros oi!, oi!, oi!
Txuribeltza!!! Txuribeltza!!!


Y dicen las crónicas que se agotó aquella noche todo el pacharán que había en la villa, pues el que había aportado el señor de Larrángoz se había terminado mucho antes de llegar a la población donde el ilustre club Urroztarra concierta una cita con la victoria cada quince días…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 5 de octubre de 2010

CIN-CUENTO: ALLÍ ME ENCUENTRO EN LA GLORIA...



Y menos pensando éste es el cuento número cincuenta que escribo en el blog, por lo tanto es el Cin-Cuento, así que me he agenciado a don Antonio Machado para que me ayude en tan entrañable conmemoración…

Ciudad de Soria, 27 de mayo de 1375

Todo está listo ya para la boda que se celebrará esta tarde entre la infanta Leonor de Castilla y el príncipe Carlos de Navarra. Un ejército de sirvientes ha aderezado ya el jardín rodeado por las pandas del claustro de la iglesia de San Pedro, y parece como si las arpías, los centauros, los dragones y todos los demás extraños seres tallados en sus capiteles fuesen los invitados principales a la ceremonia.

El padre del novio, siempre prudente, ha preferido no salir de su reino, temeroso de alguna emboscada del que pronto se convertirá en su consuegro, y ha despedido a su primogénito en la puente de Tudela, con mucho acompañamiento de ministriles y trompetas, que los esponsales de un descendiente en recta línea de San Luis de Francia, bien lo merecen.

Mientras espera a su prometido, la princesa, que es de mucho madrugar, acude a visitar al sabio alfaquí del barrio de la morería soriana. Mucha fama tiene éste de ser capaz de leer los destinos que cada persona ha de labrarse en este mundo, y por eso Leonor le ha encargado que confeccione un amuleto que haga que todas las fortunas recaigan sobre su matrimonio.

Y es por eso que el venerable Ismail lleva toda la noche tejiendo con sus propias manos una pequeña rodela hecha con lanas de cinco tonos. Es a saber:

El círculo más exterior es morado, como la bandera de Castilla, y simboliza a la princesa, que cuando sea madre concederá futuro y alegría a su dinastía. La siguiente órbita es de color rojo, que significa tanto el de la bandera del país del esposo como el de las heridas y problemas que todos los hombres han de afrontar a lo largo de su vida. A continuación viene la púrpura, pues son ambos contrayentes hijos de reyes, y reyes serán ellos y sus descendientes cuando Alá lo disponga. Luego vienen las hebras blancas como la leche, que marcan el luto para los seguidores del profeta, y eso es porque aunque sean los novios gente muy principal, han de recordar que la muerte nos alcanza a todos y a nadie perdona, ni al mendigo ni al rey. El centro del talismán es para el verde purísimo que Dios concedió únicamente a las montañas más altas, a los mares más profundos y a los ojos de Leonor, que cuando parpadean le recuerdan a Ismail el ondear al viento de las triunfantes banderas del Islam, aunque ella, por ser cristiana, no lo sepa y él jamás se atreva a decírselo, por el respeto debido a una princesa, aunque sea infiel.

Y cuando su obra está terminada, recita sobre ella el anciano varias suras del Corán, para que el demonio no lance su poder contra la flamante pareja. Y se niega a cobrar nada a la infanta por su trabajo, a la que desea toda la felicidad que su corazón pueda albergar. Y cuando Leonor vuelve a su palacio con tan sin par escarapela, escucha a los heraldos anunciar la llegada de Carlos a la ciudad, donde es recibido por las autoridades con un magno convite delante de la iglesia de Santa María la Mayor, y no faltan en él los torreznillos, que son unos tocinos muy convenientemente fritos, que aunque por ser de cerdo hacen perder el agrado a moros y judíos, quitan el sentido a los cristianos, porque ciertamente son bien sabrosos y apetecibles. Y muy conforme le parece todo aquello al príncipe navarro, que es conducido por la concurridísima calle Collado, donde parece pasear toda la gente que dentro de aquellas murallas habita, hasta el Casino de la Amistad, donde los más notables ciudadanos tienen su asiento habitual, y allí le es ofrecido también otro aperitivo, y de allá pasa la regia comitiva a la cercana taberna de vinos Lázaro, donde además de un rico bacalao y unos frutos secos traídos del otro lado del mar que diz que se llaman cacahuetes, prueba la limonada, que es un vino mezclado con zumo de limón y otras especias que tienen los sorianos costumbre de mezclar cuando la Semana Santa. Y con tan especial brebaje aún en el paladar, salen todos a contemplar los despojos que dejó Roma de un pueblo que allí vivió antes incluso de los días de Nuestro Señor Jesucristo, y Carlos deposita ante las piedras numantinas una corona de acebo traída desde Navarra, que por ser un reino muy pequeño, comprende bien a quienes tienen el valor de enfrentarse –aunque sea sin esperanza- a los que son mucho más poderosos…

Y ya es hora de retirarse a su posada a descansar antes de la boda, pues ve el príncipe que es aquella ciudad muy bella y dispuesta a toda clase de bienes, y prefiere no tentar a la Providencia…

A las seis, toda la corte castellana y los acompañantes navarros rodean a la feliz pareja que, recién pronunciados los votos nupciales ante el obispo, queda sola junto al pozo, mientras los invitados pasan al salón donde se celebrará el banquete.

Carlos quiere entonces decirle algo, pero Leonor le pide que calle y escuche al viento que corre por entre las tracerías, que les trae ecos de olmos viejos, hendidos por el rayo, a los que con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes les habrán salido. Ese mismo sol que les acaricia ahora mientras permanecen en silencio…

Y cuando termina la fiesta, todo el séquito emprende el regreso hacia Navarra, y Carlos y Leonor viajan en palanquín, desde el cual, al descorrer la cortina, pueden

volver a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria.

Álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
que con ellos siempre irán, pues su corazón los lleva…


Y ella apoya su cabeza en el hombro de él, que querría para no lastimarla que el duro hueso se convirtiera en esponjoso musgo del que cubre las hayas de Aralar o en mullido cojín relleno de plumas de ansarón de Zolina, menos suaves de todas formas que la trenza de Leonor, que le acaricia la barbilla y de la que pende una preciosa rueda de lana de cinco colores, que a Carlos le parece presagio de todo tipo de venturas...




© Mikel Zuza Viniegra, 2010