martes, 15 de octubre de 2013

FETICHE


-Recuerdo la noche en que el brujo, ebrio y en trance por el licor del ayacumbe, puso sus ojos en blanco y señalándome gritó: "tú encontrarás al poderoso Qozora al otro lado del río donde mueren todos los ríos, donde el sol no tiene poder, y la lluvia no hace brotar la flor del Iracapará, y de esa forma nos salvarás a todos. Pues, de no hallarlo, toda clase de calamidades caerán sobre nosotros".

Mi madre, mi abuela, todas las mujeres lloraban. Temían que las fuertes mandíbulas de Qozora triturarían a un jovenzuelo como yo en cuanto me pusiera en camino.Pero mi padre, al despedirme, también me dijo que el valor de los hombres es el aire que respiran los dioses. Y entre nosotros, los arumbayas, ese coraje se demostraba con un signo bien visible: un gran corte en la oreja diestra. Y no lloré cuando el cuchillo del brujo, de un fuerte tajo, segó la mía, pues puedo asegurar que he sido más valiente que cualquiera de mis antepasados.

¿Cómo si no hubiera sobrevivido a tantas desdichas como me han acontecido? Sí, crucé ese gran río en el que mueren todos los ríos, pero no lo hice como hombre libre, sino en el vientre de una gran canoa, esclavizado por los hombres con barba que decían que venían del cielo, pues nadie, ni siquiera los de las tribus más ignotas los reconocían.

Pero no es buena cosa llegar al cielo encadenados y maltratados y, así, muchos de los apresados murieron durante el viaje mientras yo rezaba humildemente a Qozora para que me mantuviese con vida hasta que lograse encontrarlo.

Cada amo que sufrí fue mucho peor que el anterior, hasta que la crueldad de don Diego superó la de todos los que había conocido. Y no, en estos reinos no tenía poder el sol. Al contrario: durante lunas y más lunas gobiernan las tinieblas y el frío terrible que se incrusta en lo más profundo de los huesos. El mismo frío que no deja brotar la flor del iracapará.

Pero entonces -cuando para ellos corría el año 1521- el malvado don Diego se alistó para castigar a sangre y fuego la rebelión de un lugar llamado Navarra. Y no escatimó allí ninguna de sus habituales ruindades, razón por la cual su rey le premió adjudicándole tierras y dominios arrebatadas a sus legítimos dueños. Así llegamos a Arce.



Y en estos palacios, rodeados de un verdor tan parecido y a la vez tan diferente a aquél en el que transcurrió mi niñez, fue donde -refugiado junto a otros dioses bajo el tejado- te encontré, poderoso Qozora. Quizás este sempiterno frío te hizo encarnarte en piedra y no en la cálida madera de birubí en la que habitabas en nuestra aldea. Pero sí: eras tú. Con tus mismos dientes enormes y tu misma fiera expresión que paralizaba a los enemigos.

Sí, te encontré y practiqué a escondidas tu culto, fingiendo que respetaba los dioses a los que estaba dedicado tu nuevo hogar. Mi amo estaba contento: presumía de que su indio mostraba más devoción que un fraile. Y siguió igual de contento hasta que una noche rebané su cuello con su propia espada y corrí a salpicarte con su sangre para que te apiadases del pueblo arumbaya, tal y como el brujo me había indicado.

Y escapé de allí, libre de nuevo, y por tu misericordiosa mediación encontré a otro valeroso miembro de nuestra fraternidad guerrera, pues en un cruce de caminos, metido en una jaula como yo mismo cuando crucé el gran río, un hombre sin oreja derecha y sin nariz -lo que indicaba sin duda su elevada posición- me pidió que lo liberara, y me prometió que, si lo hacía, nunca me faltaría ayuda entre los de su gremio, pues él también se había dado cuenta de que me faltaba una oreja.

Y con él, y con otros muchos como él, he matado desde entonces a quien se lo merecía y a quien no. Ellos sólo lo hicieron buscando el dorado metal que llevaban los muertos en los bolsillos. Yo por ofrendarte más sangre, y porque ese oro me permitiera embarcar otra vez en una gran canoa, para volver a orillas del río Badurayal y poder decir así a los arumbayas que están salvados, pues al fin te encontré y honré tu memoria, oh, glorioso Qozora, allí donde el sol no tiene poder y la lluvia no hace brotar la flor del Iracapará...



© Mikel Zuza Viniegra, 2013




lunes, 7 de octubre de 2013

GIGANTES


Palacio Real de Barcelona, 19 de enero de 1479


-El viejo no termina de morir. Ha vivido tantos años ya que parece mentira que todavía se agarre tan encarnizadamente a este mundo.

-Curiosa forma de tratar la agonía de vuestro padre, príncipe Fernando.

-La misma que él adoptaría y la misma que él me enseñó, Moncada, no lo dudes. Sin sentimentalismos ni gestos vacuos. Ya cumplió los ochenta, y ahí lo tenéis, sumido en ese extraño sopor del que probablemente ya no saldrá más.

-No sé, alteza, lleva todo el día musitando incongruencias y agitándose en su lecho, parece estar sufriendo una espantosa pesadilla...

-Un rey, aunque sólo sea por el cargo que ocupa, tiene siempre muchos más pecados que purgar. Los de don Juan, mi padre, no serán pocos tras tantas décadas de gobierno...

-Pero para vos fue un buen padre.

-Sin duda el mejor. Puedo aseguraros que estoy hecho a su imagen y semejanza, así que cuando a mí me llegue el mismo momento por el que él está pasando ahora, no dudo que tendré también muchas cosas de las que dar cuenta al Cielo. Pero mientras tanto haré -igual que él- lo que me plazca en la Tierra, sin sujetarme a más ley o derecho que la que más me convenga. Y salgamos ya de esta fúnebre alcoba, que aquí ya no hacemos nada. Que las cuitas que mi padre y Dios tengan, las ventilen ellos dos solos...

-¡Juan, Juan!

-¿Quién sois?

-Soy el rey Carlos III el Noble de Navarra. En otro tiempo fui vuestro suegro. ¿Recordais?

-¡Pero estáis muerto!

-Igual que mañana lo estaréis vos mismo. Y como no estamos en el mismo lugar en el que os esperan ya, hemos venido para atormentarte en tus últimas horas.

-¿Quiénes?

-No vengo solo. Mi progenie -esa que con tanta saña os complacísteis en exterminar- me acompaña.

-Vos gobernasteis a vuestra manera, yo a la mía.

-Pero faltasteis a vuestra palabra dada. Recordad las capitulaciones de boda con mi hija doña Blanca:

"Si de este matrimonio nacen hijos, el mayor heredará el reino de Navarra y todas las rentas y señoríos que el infante don Juan tenga o pueda tener por mayorazgo en Castilla y Aragón. Este primogénito, dentro del año de su nacimiento será enviado a Navarra para que sea criado aquí, conforme a las costumbres de esta tierra.
Si la reina doña Blanca muere sin hijos, el infante don Juan, que llega como EXTRANJERO -como su marido por el derecho a ella perteneciente- a la sucesión y herencia de este reino, por causa y razón del derecho de la dicha doña Blanca, él se apartará realmente y de hecho del dicho reino de Navarra y del dicho ducado de Nemours, los cuales irán a parar a quien el rey Carlos el Noble hubiese indicado en su testamento, por derecho de herencia legítima.
El compromiso entre el rey Carlos y los Tres Estados de las Cortes fija que no se reconocerá por herederos más que a la dicha señora reina doña Blanca o al dicho señor infante don Juan -durante el dicho matrimonio- y terminado éste, únicamente a los descendientes de éstos..."

-¡No fui rey por casarme con vuestra hija, sino por la Gracia de Dios, no tenía derecho por tanto a renunciar a mi dignidad regia!

-¿Derecho? ¿Y cuándo os preocupó a vos el Derecho o la Razón? Jurasteis que vuestro primogénito sería el rey de Navarra y no lo cumplísteis. Mañana comenzareis a pagar vuestra terrible deuda.


-Y no sólo mintió entonces, padre mío. También lo hizo en la sagrada ceremonia de nuestra coronación en la catedral de Pamplona. ¿Recuerdas, Juan?:

"Nosotros, los Tres Estados del reino de Navarra, os juramos como rey a vos, don Juan, por el derecho que a vos pertenece por causa de la reina doña Blanca, nuestra reina y señora, propietaria del dicho reino de Navarra, y a vos, doña Blanca, como nuestra reina y señora natural..."

-¿Blanca, tú también vienes a torturarme? ¡La mujer debe obedecer en todo a su marido, lo dicen las sagradas escrituras!

-¿Ahora te acuerdas de la Biblia, Juan? ¿Qué derecho tienes a reprocharme nada a mí, que incluso en flagrante contrafuero rogué a nuestro hijo que no tomase el título de rey de Navarra -que le correspondía por derecho y herencia legítima- si no conseguía antes tu aquiescencia?

-"¡Honrarás a tu padre!" ¡Sólo me atuve a lo que el mismo Dios ordena en sus Mandamientos!

-Mañana podrás alegar tus excusas ante él, Juan. Y comenzarás a pagar tu terrible deuda.

-¡No, no. Piedad, piedad!

-¿La misma que conmigo demostraste, padre?

-¡¡¡¡¡Tú, Carlos!!!! Hasta en mi agonía me persigues...

-Tú perpetraste la mía durante años, ¿te acuerdas? Te negaste a abandonar el trono de Navarra cuando murió mi madre doña Blanca. A pesar de semejante afrenta y de que yo era el auténtico rey, acepté actuar simplemente como tu lugarteniente durante años, hasta que insultaste -no sólo a mí- sino a todo el reino casándote con Juana Enriquez y enviándola para que ella gobernase Navarra en mi lugar.

-¡Cuando un rey ordena, todos, hasta sus hijos, deben obedecer!

-¿Ciegamente? ¿Incluso cuando conduce con su necedad y testarudez a sus súbditos al precipicio? No, padre. Nunca lo entendiste. Pero a partir de mañana tendrás mucho, mucho tiempo para hacerlo.

-¿Y tú, no vas recordarme algún otro juramente que incumplí?

-Sí, padre. Realmente pasaste tu vida prometiendo mucho, pero sin cumplir jamás nada. No hay tiempo ya para repasar la lista completa de tus falsedades y mentiras. Bastará pues con clavar la tapa de tu ataúd con las palabras certeras de mi hermana Blanca, a la que perseguiste con tanta inquina como a mí mismo. Ella te conocía tan bien como yo y no  tenía necesidad alguna de exagerar, pues sabía que acabarías también matándola. Recuerda:

"Sepan todos las innumerables violencias a las que nuestro padre don Juan nos ha sometido a mi difunto hermano Carlos y a mí misma. Él ha sido el principal perseguidor y destructor de nuestro honor, herencia y derechos. Suplico a Dios Nuestro Señor que le quiera perdonar aqueste tan grave caso y pecado contra mí -que soy su carne propia- cometido, y quiera iluminar su entendimiento, de manera que caiga en su error y haga verdadera penitencia..."

-¡Bah, llantos de mujer.Nadie les hizo caso!

-En el lugar al que vas no habrá mujer que llore por ti, padre.

-¡Juana, Juana lo hará!

-Ella os espera allí, es cierto. Pero tiene otros muchos motivos por los que llorar, y vos los conocéis muy bien. No, padre. Mañana comenzarás a pagar tu terrible deuda. Y lo harás completamente solo.

-¿Pero por qué vuestras figuras están aumentando y engrandeciéndose de tan descomunal manera ante mis ojos?


-Porque crece de día en día nuestro buen recuerdo y nuestra ilustre memoria entre los navarros, que no nos olvidan, mientras que a vos os desprecian y os despreciarán mientras dure el mundo. No sois para ellos más que la funesta sombra que dejan los tiranos. Mañana celebrarán vuestra muerte por las calles, y correrá el vino, y los mocetes desfilarán con los gigantes que ornan todas las fiestas en este reino de Navarra, y comenzarán a cobrarse de una vez la terrible deuda que les dejasteis...


Por casualidad descubrí el otro día estos tres fantásticos gigantes que pertenecen a la tudelana Comparsa Perrinche. Y, salvando mi devoción por los que Tadeo Amorena fabricó hace 150 años para la ciudad de Pamplona, aseguro que no los hay más hermosos en toda Navarra. Su autor, Aitor Calleja Unzu, es un auténtico artista, que tomando como modelo la efigie de Carlos el Noble en la catedral de Pamplona, la de doña Blanca en el claustro de Santa María de Olite, y el retrato más conocido del príncipe de Viana, ha construido unas figuras espléndidas y verdaderamente imponentes, que harán sin duda las delicias de la chiquillería tudelana . Y Juan II no ha merecido ser representado ni como un triste cabezudo. SIC SEMPER TYRANNIS.

GIGANTES DEL REINO DE LA COMPARSA PERRINCHE

© Mikel Zuza Viniegra, 2013