jueves, 27 de agosto de 2015

HEREJES

Afirma el padre Vera Idoate en su obra fundamental sobre las Cruzadas, que llegada al Asia Menor la expedición navarra comandada por don Teobaldo I, dieron con la entrada de un extraño valle donde los emperadores de Constantinopla llevaban confinando desde tiempo inmemorial a los que se desviaban del dogma oficial.

Muchos carteles en griego, en latín y aún en árabe advertían del peligro de sobrepasar aquellos confines, pero como no era el rey hombre que se arredrara fácilmente, ordenó  a su ejército que rodease la misteriosa  cuenca mientras él, acompañado únicamente por su lugarteniente Jimeno de Orisoain, se introducía a buen paso por el angosto desfiladero.

Fueron los primeros en salirles al paso los Paulanitas, que seguían las enseñanzas de Paulo Samosateno, que entre muchos otros dislates teológicos, defendían con ardor que las mujeres pudiesen cantar en las iglesias. Poco más adelante se las vieron con los Recabitas, que tenían prohibido beber vino y edificar casa ninguna. Esto ya empezó a causar ciertas discrepancias entre ambos viajeros, que se acrecentaron al llegar a los predios dominados por los Origenistas, que acataban los mandamientos dictados por Orígenes de Egipto, sobre todo aquellos relativos a la consideración del matrimonio como una invención diabólica y a la posibilidad por tanto de dar rienda suelta a las pasiones más abominables fuera de tan horrenda institución.

La duda anidaba ya en el corazón y el entendimiento de los dos extranjeros, que aún tuvieron que enfrentar los argumentos de los Ofitas, que adoraban a Jesucristo bajo la forma de una monstruosa serpiente a la que alimentaban con la carne de sus enemigos, cosa que no preocupaba a los Gnósticos, que aborrecían el ayuno y se regalaban cuanto podían en comidas, baños y perfumes, además de compartir a las mujeres y acostumbrar a rezar desnudos, en señal de libertad. Los Hidroparastas comulgaban no obstante con los postulados de Taciano, y eran llamados así porque no ponían en el cáliz más que agua sola. ¿Y qué decir de los Hilobienos, cuya filosofía los obligaba a retirarse a los bosques para dedicarse a contemplar mejor la naturaleza? Pues que coincidían casi plenamente en ese deseo con los Gimnosofistas cuyo nombre proviene de dos palabras griegas que significan filósofo y desnudo, pues la mayor parte del tiempo iban sin ropa, salvo algunos de ellos que se cubrían con cortezas de árbol.

El valle llegaba a su fin cuando toparon con los Estoicos, corriente filosófica fundada por Zenón de Atenas en el pórtico más cercano a las sedes de la Academia y del Liceo. De esa puerta o galería –llamada en griego “stoa”- tomaron sus discípulos el nombre de Estoicos, que ponían la virtud por encima de todas las cosas con un rigorismo tal, que no admitían distinción alguna entre faltas leves o graves, pues ambas eran sinónimo de debilidad.

Y asiéndose desesperadamente los dos confusos transeúntes  a esa postrera enseñanza, abandonaron aquél paradójico recinto discutiendo entre ellos sobre la validez y pertinencia de las doctrinas en las que acababan de ser instruidos. Cada uno defendía una u otra según hubiera resultado más convencido, y no sería nada extraño que fuera en esos momentos cuando naciese el sofisma que defiende que siempre habrá tres opiniones donde se junten dos navarros. 


Y esto es así porque se olvida demasiado frecuentemente una de las enseñanzas fundamentales del buen Zenón de Atenas: “la naturaleza nos dio dos oídos y una sola boca para indicarnos así que debemos escuchar más  y hablar menos…"


Y esta, como quien no quiere la cosa, pero a la vez queriéndola mucho, es la crónica número 300 de este blog. Eso no la convierte ni en más especial ni en menos que las otras 299, pero es cierto que hay ya mucho donde elegir, y que el curioso o la curiosa tiene muchas historias reunidas para entretenerse, muchas más de las que uno pensó jamás que llegaría a escribir...



© Mikel Zuza Viniegra, 2015  

lunes, 24 de agosto de 2015

CITRUS BIGARADIA


A cualquiera que acostumbre a leer mis crónicas no le sorprenderá que una vez más vuelva a hablar de un árbol, porque ya lo he hecho muchas otras veces y porque, evidentemente, me gustan mucho los árboles y las leyendas que los rodean.

Así que me disponía yo a continuar mi relato sobre la mitad del Bosquecillo que no apareció en la entrada anterior, cuando del fondo de la memoria me vino el recuerdo de este otro ejemplar. Y como alguien muy especial me pidió que contara su historia, y las promesas hay que cumplirlas, hoy os hablaré de un árbol verdaderamente regio. Tanto como para haber nacido en el palacio de Olite, pero haber muerto más de cuatro siglos después en el de Versalles...


Era el rey don Carlos III el Noble muy amante de los árboles y los arbustos, sobre todo de los frutales. Hizo pues traer desde las más altas montañas de su reino, allá en el Roncal, hasta su residencia de Olite ciertos fresales, árboles y otras plantas. Y para replantarlos en su jardín ordenó arrancar del huerto del convento de Santiago de Pamplona "aurelles y gessemines", así como más de cuatrocientos "maçanales" que hizo traer desde Salvatierra de Bearne.

Y no sólo en el de Olite, que también en su palacio de Tafalla quiso instalar un jardín en el que poder retirarse de cuando en cuando de sus pesadas labores de gobierno. Para aquel lugar encargó al recibidor de Tierra Estella que le enviase "buenos fruytales jouenes, inxertados, es a saber de peras francesas de San Reble Langoix, de cerezales e de duraznales, los meiores que auer se podrán... et nos los imbiat con dilligencia a nuestra dicta villa de Tafailla en la primera mengoa de la luna, porque luego sean plantados..."

Pero las especies autóctonas no le parecían suficiente, así que contrató al hortelano catalán Gil Pert Dezganches, para que plantase en Olite "ciertos árboles fruytales et yerbas de buenos odores". También Xement Fort y Pedro Xemeniz de Cabanillas se encargaron de podar  las parras  y plantar cada año melones, calabazas, "bothiesas", berenjenas, lechugas y yerbas de buen "odor". Pero había visto también en sus viajes por el levante unos árboles que alegraban la vista tanto como el olfato y el gusto: los exóticos -y por aquel entonces rarísimos tan al norte- toronjales o naranjos. Así que envió a su fiel servidor Juan de Bordas hasta Tortosa, hermosa ciudad de Cataluña, para que adquiriese cierto número de ellos, que fueron trasladados en una barca hasta Zaragoza por Pericón Vinacha, barquero de aquella población, y por Lop de Almoravit, barquero tudelano, desde allí hasta su ciudad natal.

Ya en Olite, todos esos plantones arraigaron durante años hasta  formar un jardín -por supuesto a cubierto de los vientos del norte- que cuidaba el maestro valenciano Matheu En Serra, al cual la infanta primogénita concedió la nada desdeñable cifra de cien libras anuales para su mantenimiento. Por su parte don Carlos III, complacido por su trabajo, le añadió de gracia especial siete libras y cinco sueldos más, el día en que por primera vez vio cómo había quedado el maravilloso patio de los toronjales...

Y mucho se había preocupado el rey de que todos aquellos hermosos árboles traídos desde Tortosa diesen fruto dulce, jugoso y abundante cada año, de tal forma que nunca faltaban a su mesa en verano las naranjas más deliciosas y apetecibles, que volvían locas de contento a las pequeñas infantas. Mas no a la reina doña Leonor, que llevaba ya muchos años alejada de Navarra, pues tenía contra su marido varias y dolorosas quejas que no le dejaban convivir con él. Es de saber que las que hizo públicas fueron que las rentas que le había asignado su esposo eran tan mezquinas, que debían vivir tanto ella como sus hijas las infantas casi de la caridad. Pero también que una vez, estando muy enferma, mandó don Carlos a su médico personal para que le asistiese, y que éste  le había suministrado unas yerbas que la pusieron a las puertas de la muerte, sin que el rey hiciese luego nada por averiguar si habían intentando -como ella firmemente creía- envenenarla.

Pero sólo unos pocos sabían que la verdadera razón por la que doña Leonor vivía en la corte castellana de su hermano Juan I eran los celos, pues don Carlos estaba enamorado de doña María Miguel de Esparza, con la que hasta había tenido a don Lancelot, el hijo varón que ella todavía no había podido darle.

Siete años, entre 1388 y 1395, pasó doña Leonor separada pues de su marido, y aún hubieran sido muchos más si no hubiera muerto su hermano, y su sobrino Enrique III, el nuevo rey castellano, no la hubiese obligado a abandonar definitivamente su corte, aunque lo cierto es que nunca dejó don Carlos de reclamar su vuelta, y que desde su retorno ambos convivieron como si nada hubiese ocurrido.

No había más que un vetusto palacio en Olite cuando Leonor se marchó, por eso encontrarse ahora la maravilla arquitectónica que su marido había ido construyendo en su ausencia, también ayudó a que ella -que al fin y al cabo se había criado en el impresionante alcázar de Segovia- encontrase mucho más acogedora la corte de Navarra. Y lo que más le gustó fueron los preciosos jardines repletos de flores y frutas, sobre todo esas sabrosas naranjas que tanto gustaban a sus hijas, y a las que ella misma se estaba también aficionando...

Pudo comprobar entonces que, efectivamente, todos los toronjales daban exclusivamente fruto dulce y empalagoso, aunque no lo suficiente como para hacerle olvidar del todo el motivo de su antiguo exilio, pues lo mismo que no había lujoso palacio cuando se fue, no había tampoco entonces cinco hijos bastardos del rey correteando por los pasillos, y eso le dolía por dentro tanto como antaño, aunque fingiese en público que no le importaba, y aunque cuidase de ellos tanto como de sus propias hijas, las infantas Juana, Blanca y María.

Pero una tarde en la que compartía merienda con todos ellos, el dulzor de la naranja que comía fue volviéndose acre en su boca, pues se dio cuenta de que realmente no soportaba la presencia del engreído Lancelot, del estúpido Godofredo, de la pasmada Juana, del cuellicorto Francisco o del insufrible Pascual, así que les ordenó a todos salir de la sala, y cuando se quedó sola cinco grandes lagrimones -uno por cada prueba de que don Carlos la había engañado con otra mujer- rodaron por sus mejillas hasta ir a caer sobre las cinco pepitas de la naranja cuyos restos yacían en el plato de oro con las armas grabadas del rey.

Recogió pues con mucho cuidado esas cinco semillas y se las entregó esa misma tarde a don Matheu En Serra con el encargo de que las plantase en un cajón hasta que brotase un árbol que sólo ella podría cuidar, pues sólo ella sabía cuál era su origen. Y nació una planta tan hermosa que hasta don Carlos la envidiaba, pero Leonor jamás le permitió que se acercase a ella ni comer de sus frutos, pues de todos los toronjales de Olite, este era el único que daba naranjas de sabor entre ácido y amargo, como lo es el de las lágrimas de una reina. Y es que las naranjas de raza bigarrada (Citrus Bigaradia) son las que permiten cocinar las salsas más apreciadas y elaborar los mejores perfumes, esos que nunca olvida quien pudo sentirlos en el cuello de la mujer amada.

Tumba de Leonor I y Carlos III en la catedral de Pamplona
Crónica de la provincia de Navarra, por Julio Nombela, año 1868
Mientras Leonor vivió, ningún otro árbol fue tratado con más esmero, tanto que cuando ella enfermó en Pamplona, pudo el rey atender su último deseo y traerle desde Olite el plantón con el árbol de las cinco lágrimas, que fue colocado a su muerte en el jardín del palacio de la Navarrería, donde fue robusteciéndose hasta que en 1499, cuando ya tenía casi un siglo, la reina doña Catalina I de Navarra, que no sabía nada de toda esta historia que venimos narrando, decidió regalárselo a su prima hermana Ana de Bretaña, con motivo de su boda con el rey Luis XII de Francia.

Escudo de los reyes de Navarra en la tumba de los duques 
Francisco de Bretaña y Margarita de Foix, padres de Ana de Bretaña.
Catedral de Nantes, año 1507
Fue este el primer naranjo que se conoció en esos reinos, y como al estar sobre un cajón podía trasladarse sin demasiada dificultad, acabó colocado en el jardín del palacio de Chantelle, que pertenecía entonces al Gran Condestable de Francia, Carlos de Borbón. Por eso el árbol pasó a denominarse de esa forma, aún cuando tras enemistarse con el rey, todas sus propiedades fueron embargadas. Y en el acta de confiscación figuraba la siguiente descripción "un naranjo de cinco ramas, proveniente de Pamplona. Esas cinco ramas brotaban de cinco árboles primitivos cuyo tronco se ha ido soldando por aproximación".

En 1532 fue por tanto llevado a los jardines del palacio de Fontainebleau por orden del mismo Francisco I, y allá estuvo hasta el año 1687, cuando Luis XIV -llamado "Rey Sol", y que era al fin y al cabo también rey de Navarra- comenzó a construir el lujosísimo palacio de Versalles, y dentro de sus fastuosos jardines, el famoso arquitecto Mansard diseñó l'Orangerie para acoger a este árbol que contaba ya con casi trescientos años de edad. Para entonces ya era conocido como "Gran Borbón", y allí estuvo hasta su muerte en el año 1894, donde tras cuatro siglos de vida, no pudo superar un crudísimo invierno parisino.

Moneda Navarra de Luis XIV
Acuñada en Saint Palais, año 1657

Estado actual de l'Orangerie del palacio de Versalles, con los naranjos en cajas

Según el famoso botánico Pierre Antoine Poiteau, que lo describió en 1818 para su libro "Histoire Naturelle des Orangers", había alcanzado más de siete metros de altura y su copa tenía una circunferencia de 16 metros. Su tronco extraordinariamente corto y triangular, se dividía al poco de salir de la tierra en tres ramas, dos de las cuales se subdividían y formaban un total de cinco grandes ramas que se elevaban y alejaban unas de las otras dando forma a la copa del árbol. Según el autor, aquel mismo año estaba lleno de flores, por lo que al siguiente se dio una fértil cosecha de más de mil naranjas.

De lo que no habló el riguroso Poiteau en su ascético tratado, es de que muchos visitantes de Versalles recogían con devoción las citadas naranjas del Gran Borbón, pues comiéndolas con mimo (pidiéndoles perdón por tener que arrancar su áspera piel para hacerlo), todas las penas de amor se aliviaban como por ensalmo.

Y no sé a qué esperamos en Navarra para iniciar  investigaciones tendentes a averiguar si quedan esquejes de este paisano nuestro que puedan ser replantados en la verdadera capital del reino (Olite), y en la que se empeña en mantener ese título oficial sin derecho ninguno (Pamplona), porque estoy seguro de que hacen mucha falta también por estos pagos esas benditas naranjas de doña Leonor...

Naranja y flor del Gran Borbón
Histoire Naturelle des Orangers, de A. Poiteau, año 1818

El Gran Borbón en l'Orangerie de Versalles.
Apunte del natural por Freeman para la revista
Le Magasin pittoresque, año 1857


© Mikel Zuza Viniegra, 2015




miércoles, 19 de agosto de 2015

HISTORIA DE UN RINCÓN SIN IMPORTANCIA


Hay lugares en la ciudad que, de tanto vivirlos, se nos aparecen inequívocamente cotidianos, rutinarios, anodinos. Pensamos que es imposible que allí haya ocurrido nunca nada, y que los pasos con que los medimos prácticamente a diario son los que dan verdadero color a ese monótono entramado urbano. Al fin y al cabo, una calle es sólo una calle...

Y en verdad, ¿puede haber algo más aburrido que esperar a que el semáforo se ponga en verde contemplando este grisáceo panorama?


¿O girando sólo un poco la cabeza, este otro aún más escatológico, con su enladrillado evacuatorio?


¿Cómo creer hoy día que precisamente ahí pudo pasar algo verdaderamente importante alguna vez, si hoy día es la aúténtica "Zona Cero" del aburrimiento pamplonés? Pues ya se imaginará cualquiera que me vaya leyendo desde hace unos cuantos años que acudiendo a la Historia, cuyo estudio no suele llevar aparejado muchas alegrías, más allá de poder ahorrarse el magro pago que un guía de turismo exige a quienes quieran compartir sus conocimientos.

Pero es que tratándose de Pamplona, mirar lo que queda, sabiendo también lo que hubo, da muchas más ganas de cruzar el paso de cebra de la fotografía en rojo a ver si un trolebús te lleva por delante, que de aguardar prudentemente al disco verde mientras disfrutas del panorama...

Porque por empezar por algún lado, ese emplasto de principios del siglo XX que hoy sirve de fachada a la que sin duda es la iglesia más fea de la cristiandad occidental (y estaría por apostar que también de la oriental) no estuvo siempre ahí, sino que antes hubo una airosa torre del siglo XIII, la más alta de Pamplona durante centenares de años. Hasta que los castellanos primero -en 1512- y el general O'Donnell después -en 1841- se encargaron de rebajarla en una cuarta parte de su altura original. De esa manera llegó a 1901, cuando cayó no en manos, sino a manos del arquitecto-estrella de la época: Florencio Ansoleaga. Tenía pensado para sustituirla una fachada muy original, como todas las suyas, más que nada porque todas sus obras son exactamente iguales, como puede comprobarse comparando este engendro con otros suyos como las Salesas o San Agustín. Nada, que al gachó le gustaba el estilo neorrománico, y no paró de verterlo por todos las calles de la ciudad donde le permitieron hacerlo. Tampoco lo tenía muy difícil: era el arquitecto municipal...

El caso es que, como digo, decidió sustituir una torre gótica -una de las pocas supervivientes además de la muralla medieval- por el estilo neorrománico que a él tanto le gustaba. Tanto, que hasta su panteón en el cementerio de Pamplona es -¡caramba, qué sorpresa!- "igualico, igualico al defunto de su agüelico". Pues si un desalmado dijo de Vivaldi que no es que hubiera compuesto seiscientos conciertos, sino que había compuesto seiscientas veces el mismo concierto, ¿qué podríamos decir de don Florencio, que sí que levantó seiscientas veces el mismo adefesio, perdón, quise decir "edificio"?

Pues desde luego que la torre  que había antes de que él le diese el finiquito era mucho más hermosa que la que él perpetró -el anónimo maestro de obras del siglo XIII no lo tenía muy complicado, admitámoslo-. Quienes hayan tenido la fortuna de viajar por la Toscana, podrán hacerse una idea cabal de lo que debió ser la Pamplona Medieval, con al menos una docena de torres-aguja surcando el aire. Y las más elevadas fueron las dos de San Cernin y la de San Lorenzo, oséase: las que defendían al burgo de San Cernin de sus belicosos vecinos de San Nicolás y la Navarrería, que naturalmente tampoco se quedaron atrás a la hora de levantar torres... Pero la que destacaba desde cualquier punto de la ciudad, el rascacielos medieval pamplonés por excelencia, siempre fue la de San Lorenzo. Por eso mismo la lamentable entente Cisneros-O'Donnell-Ansoleaga se aplicó con denuedo y en distintas épocas a demolerla hasta los cimientos.

San Gimignano


Aunque también tuvo sus defensores, y de mucha categoría, pues nada menos que Victor Hugo, todo un mindundi en esto del gusto estético, escribió esto sobre ella en 1843:

"Una torre magnífica, cuadrada, de ladrillos sin revoque (de sillarejo debió decir), de lineas sencillas y altaneras, domina el paseo plantado de árboles (la Taconera). Es el siglo XIII modificado por el gusto árabe (¿?) , como en Alemania o Lombardía ha sido modificado por el gusto bizantino. Una portada estilo Felipe IV (era borrominesca) completa ricamente la parte inferior, que sin ella quedaría un poco desnuda. Esta portada, que no tiene nada de chillón ni excesivo, ha sido una adición feliz. Es casi de estilo rococó. 

Esta torre majestuosa es un campanario. La vieja iglesia a la que estaba adherida desapareció. ¿Quien la ha destruido? ¿Habrá sido incendiada en alguno de los numerosos sitio que ha sufrido Pamplona?  

Me estaba diciendo esto, y un ángulo del campanario, donde hay una brecha profunda que parece haber sido causada por las bombas confirmaba en mi espíritu esta sospecha. Sin embargo, he empujado una puerta al pie de la torre y me he encontrado en una iglesia con aspecto de horrible buen gusto, del estilo más sencillo y más pobre, de un género semejante al de la Madeleine de París. Esto me ha dejado perplejo. ¿Será posible que para construir esta vulgaridad, decorada de triglifos y archivoltas, se haya demolido la vieja iglesia del siglo XIII?

La "buena escuela" desgraciadamente ha penetrado hasta en España, y esta "proeza" sería digna de ella, que ha desfigurado las viejas ciudades más que todos los asedios y todos los incendios. Preferiría una granizada de bombas sobre un monumento a un arquitecto de la buena escuela. ¡POR COMPASIÓN, BOMBARDEAD LOS EDIFICIOS ANTIGUOS, PERO NO LOS RESTAURÉIS! LA BOMBA SÓLO ES BRUTAL, PERO LOS ARQUITECTOS DE RENOMBRE SON INVARIABLEMENTE ESTÚPIDOS! La catedral de Saint Dennis acaba de ser restaurada y ya no es Saint Dennis; pero el Partenón ha sido bombardeado y sigue siendo el Partenón..."

Evidentemente este juicio de don Victor, junto el que a los pocos días escribió también de forma absolutamente demoledora sobre la fachada de la catedral de Pamplona son para mí como el Credo. Ese Credo que jamás enseñarán en las facultades de arquitectura, y en la que está a la vera del río Sadar, menos todavía que en ninguna otra, para nuestra desgracia, pues si estuviera situada en la orilla del lago Baikal yo no diría nada. Bueno, sí: que aún me parecería que estaba demasiado cerca...

Bien, como podemos ver, un arquitecto de la "buena escuela" tan de libro como lo fue Ansoleaga no podía tomarse las palabras de Victor Hugo más que como un reto: si él dice que esto es hermoso, yo lo echaré abajo. Y no le faltaron aplausos unánimes en la ciudad, eso seguro.

¿Pero a qué se refería el escritor francés con eso de "la brecha causada por las bombas"? Pues al bombardeo que la ciudad de Pamplona sufrió desde la Ciudadela que supuestamente debía defenderla -aunque desde su construcción, naturalmente, para lo único que sirvió fue para tenerla bien sujeta- dos años antes de su visita, en 1841.

En esa fecha el general O'Donnell se encerró en la fortaleza y se sublevó contra el gobierno del general Espartero. Como nadie en Pamplona estaba demasiado preocupado por semejante querella, el rebelde decidió cañonear desde su abrigada posición al resto de barrios. Mostró en ese empeño una puntería verdaderamente estupenda para contra el arte medieval, pues además de que muchos obuses fueron a caer en pleno claustro gótico de la catedral -su fachada, como si Ventura Rodriguez tuviese un pacto con el demonio se salvó una vez más-, una de cuyas alas resultó bastante afectada, donde sí hizo tiro al blanco fue contra la elevada torre de San Lorenzo de la que venimos hablando, pues desde allí se defendían los soldados que se mantenían leales al gobierno de Espartero. La torre quedó tan afectada, que apenas diez años después el Ayuntamiento tuvo que derribar su tercio superior ante el peligro de derrumbe que corría. Y de esa forma llegó al siglo XX Cambalache...


Ataque desde la Ciudadela. Pintura de M. Sanz y Benito. Año 1841
Archivo Municipal
Bueno, no exactamente de esa misma forma, porque como ya nos ha explicado Victor Hugo, en 1752 se le añadió una portada "borrominesca", que ciertamente casaba bastante bien con la adusta construcción medieval. Su autor fue el maestro Juan Miguel de Goyeneta, que hizo bastante obra en la Pamplona de aquellos años pero que no ha tenido suerte a la hora de su conservación, porque fue por ejemplo el autor de la Casa Consistorial, derribada por completo en 1952. Autor de toda ella,sí, excepto de la fachada que hoy sirve de telón de fondo al txupinazo -hay quien si no se tirara el cohete desde allí, ni se fijaría en su existencia-, porque el diseño goyenetesco gustó tan poco a los munícipes que prefirieron encargársela a José Zay Lorda, que hemos de reconocer  que hizo un buen trabajo.

Fachada "borrominesca" de Juan Miguel  de Goyeneta
Año 1752. Foto anterior a 1895
El caso es que el amigo Goyeneta añadió la puerta a la torre del siglo XIII, y que Ansoleaga se llevó las dos por delante el año 1901. Por supuesto no desmontó la portada, que tan fácil hubiera sido luego colocar en otro lugar, porque como de costumbre en estos engreídos arquitectos de la "buena escuela", le debió parecer que todo lo anterior a él no merecía la pena. Pero amigos, a esas alturas de evolución tecnológica ya existía -¡maldita sea su estampa- la fotografía, y por eso podemos saber cómo eran exactamente la torre y la portada. Y las comparaciones son, como siempre en estos casos, verdaderamente odiosas...

Al menos el San Lorenzo que la coronaba consiguió huir, si no de la parrilla donde lo asaron los romanos, sí del lamentable  destino del resto de la fachada, y se refugió en el pasillo que desde la calle San Francisco da entrada a la capilla de San Fermín, donde hoy día todavía podréis verlo (si a algún párroco no le ha dado ya por encargar una "mejora" a algún arquitecto "modellllno", claro está)



Pero lo mismo que O'Donnell tiraba bombas desde la Ciudadela (y no digo que sea mal oficio ese, porque me imagino yo pudiendo cañonear desde allí el Baluarte de Mangado, y vamos, que pagaría lo que fuese, aunque de sobra sé que en una hipotética y espero que lejana guerra nuclear, lo único que sobreviviría serían las cucarachas, Jordi Hurtado y ese catafalco mitad neo-tumba de Lenin, mitad bunker de hormigón indestructible que el perfecto sucesor de Ansoleaga levantó a la mayor gloria de la fealdad más horrísona y negra, aderezada con granito de Zimbawue), yo os bombardeo ahora mismo con fotografías de aquella torre, cortesía casi todas ellas del gran don José Joaquín Arazuri...


Año 1879-80
Año 1888
Sic transit Gloria Mundi... (sobre todo en Pamplona)
Año 1901

Torre y puerta de San Lorenzo en la muralla medieval,
según J. J. Martinena 

Pero ¿y si giramos un poco la cabeza hacia la derecha? Pues hoy en día nos encontraremos con un urinario construido en el año 1938 por Victor Eusa -otro que tal-, a la sazón arquitecto municipal y por aquellos mismos y malhadados años, miembro de la Junta Carlista en plena Guerra Civil. Vamos, otro que no tenía quién le soplase el ego (supongo que hacerlo conllevaba además el riesgo más que probable de fusilamiento al amanecer), aunque su rompedor diseño mingitorial -para la Pamplona de aquellos años- trajo consigo que también se conociese su obra como la "mezquita de Ben-A-Mear". A otros, de gustos más orientalistas, les pareció más bien una pagoda...


Y para mear y no echar gota, efectivamente, es saber que para levantar semejante joya de aquel arte que el emperador Vespasiano dijo que "non olet", no les supuso ningún problema de conciencia talar un árbol de quinientos años de edad, como nos cuenta el escritor y periodista Angel María Pascual:

Artículo de A. M. Pacual en Arriba España
3 de julio de 1938
  
Aunque por mucho que admire su forma de escribir (y no sé si sería capaz yo de expresar cuánto lo hago), no ocultaré lo que me choca y sobre todo lo que me duele que Pascual mostrase tan honrosa preocupación por un árbol, y no hiciese lo mismo -al menos públicamente- por los cientos de navarros que justo por esas mismas fechas sus correligionarios asesinaban en los cementerios y las cunetas. A veces, desgraciadamente, reivindicar la Belleza no es bastante.

Pero volvamos a los árboles, que son al fin y al cabo símbolo de vida (salvo quizás en Pamplona, donde ahora que lo pienso han sido casi siempre sinónimo de enfermedad: la excusa perfecta para echarlos abajo, tuviesen la edad que tuviesen), y contemplemos las fotografías que atestiguan que efectivamente, aparte de que muy raras veces se ha edificado nada bueno bañando sus cimientos en orina, era en esa zona del Bosquecillo donde justamente se hallaban los árboles más antiguos de Pamplona (y más que hubieran llegado a ser, si los hubiesen dejado en paz). Aunque quién sabe, quizás los promotores de la "pagoda" estaban ya en esa edad crítica en que la próstata no te deja ver el bosque... 

A uno de ellos trepaba frecuentemente un Pío Baroja de doce años, que vivía precisamente en la misma calle donde justo un siglo después lo haría servidor de todos ustedes:

"En esta época de la vida de Pamplona, había entre los chicos, los más cultos, entusiasmo por dos novelas: el "Robinson Crusoe", y "La isla miseriosa". Uno de los amigos con quien solía yo divagar sobre estas novelas era un chico enfermizo, llamado Eugenio Setoain, nacido en Burguete. Soñábamos con islas desiertas, con hacer pilas eléctricas... Iba yo muchas veces, al anochecer, al paseo de la Taconera, me subía al árbol del Cuco y fumaba en pipa, lo que me mareaba, y soñaba en una isla desierta, sueño que igualmente me mareaba..."

Probablemente este fuese el árbol del Cuco, al que trepaba Pío Baroja.
La foto es de  hacia 1860. Fue derribado hacia 1885

Foto del año 1932 del árbol que sería derribado para
construir en su lugar el urinario de Eusa en 1938

En Pamplona nunca se aprende.
Ültimo de los grandes olmos del Bosquecillo.
 Derribado en 1951 para instalar una marquesina

Momento de la tala.
Parece que, como de costumbre, estaba muy enfermo.

El hundimiento...

Fue probablemente junto a esos árboles, prácticamente recién nacidos por aquel año de 1512, donde el duque de Alba amenazó a los regidores de la ciudad con el saqueo más brutal si no le entregaban Pamplona. No digo que ese fuera más motivo para haberlos salvado del hacha que su simple y benéfica supervivencia, que los había convertido en los seres vivos más longevos de la ciudad, pero sí que me gustaría volver a sacar a colación a Angel María Pascual, porque sobre este particular sí que dejó escritas cosas bien sensatas -sin que naturalmente nadie le hiciera ni caso, incluso en tiempos bien recientes, como cualquiera que siguiese el desdichado asunto del parking de la Plaza del Castillo podrá corroborar-. Así, esta glosa suya del 3/12/1946:

"...Aquí la piedad por las cosas antiguas que rodearon el vivir de nuestros antepasados es un capricho inexistente. A los caciques no les sirven de nada. Tampoco influyen en las cotizaciones de bolsa... ¿Que aquí vivió un santo?, ¿que aquí cayó otro?, ¿que es un trozo bello de arquitectura, de historia, simplemente de paisaje, de tipismo? ¡Al suelo!"

O esta otra del 20/12/1946:

"...mal gusto en una ciudad donde reinó como dueño absoluto y donde era señal de buena cabeza el burlarse de todo el que pensaba que un rincón de ladrillo ungido de encanto por el sol de los siglos, o un árbol viejo y frondoso, o un trozo de la muralla, valían más que el debe y el haber de los libros de cuentas".

Conste, de todas maneras, que yo veo un claro ejemplo de Justicia Poética en que el campamento donde se asentó don Fadrique Alvarez de Toledo el 25 de julio de 1512, sea hoy bacina (o badina, quédese cada cual con la acepción que prefiera) por donde corren las aguas menores y mayores. Hay heráldicas parlantes que definen estupendamente a su poseedor...

Y paro aquí estas disquisiciones, que quizás continúe en otra ocasión si me da por echar la vista hacia atrás, y no sólo temporalmente, quiero decir. Porque estuvo allí mismo también el convento de Santa Olalla, que albergaba una obra de arte singularísima entre sus muros. Y está ahora el crucero más antiguo que se conserva en la ciudad. Y donde nunca debió haber un monstruoso hotel, hubo también árboles tan grandes como aquellos de los que he hablado. Tan grandes como para que sus ramas soportasen el peso de los ahorcados, sobre todo el de aquellos dos desdichados que robaron el ángel de Aralar en 1687. Y no digo que no sea el fin que merecen los ladrones de arte, como cierto belga, de haber vivido en aquellos tiempos, hubiera experimentado en propio cuello...

Así que recapitulemos: teníamos una torre medieval del siglo XIII con su portada barroca, que encantó a Victor Hugo, y unos árboles enormes que subyugaron a Baroja o a Pascual. ¿Y qué tenemos ahora? Una fachada de iglesia horrenda y exactamente igual a muchas otras en su estricta y mediocre fealdad, y un orinal gigante con ínfulas de templo oriental. Es evidente que hemos salido ganando... ¡Progreso! gritarán algunos. Pero yo casi prefiero proporcionarles un slogan más socorrido para que lo graben en el dintel de entrada: "¡Cistíticos del mundo, uníos!". De todas maneras, y por añadir una última cita, aquí va una de mi recién descubierto Luis Andrés Bredlow:

"Lo que más a las claras distingue nuestro mundo moderno y desarrollado de lo que pudo haber en cualquier tiempo pasado es su abrumadora y ubicua fealdad. Y lo más clamoroso, la infinita monotonía y desolación de lo que no pueden llamarse ya sin escarnio "casas" o "ciudades": por todos lados la misma tristeza rectangular, la misma estolidez prefabricada, el mismo caos planificado, el mismo vacío de vida repleto de automóviles y demás mercancía." 

Y es que estoy tan de acuerdo con las opiniones artísticas de Victor Hugo, y hubiera trepado yo tan a gusto a fumar en pipa al árbol de Baroja, que hasta estoy por pensar que me aqueja un caso agudo de reencarnación literaria, porque al fin y al cabo, yo estoy también allí desde hace casi los mismos años ya que ellos. Y no, desde luego jamás me pareció que fuera un lugar donde nunca hubiese pasado nada. Por eso debe ser que salgo tan serio...

Completamente perdido sin árboles gigantes ni torres del siglo XIII...


  

© Mikel Zuza Viniegra, 2015
  


martes, 11 de agosto de 2015

BADA EZ PADA


-¿Y qué se me hace a mí que hayáis empeñado vuestra palabra, padre? Vos mejor que yo debierais saber que quienes nos sitian no la habrán de respetar.

-Luis, hijo mío, bien se ve que por vuestra corta edad no habéis tenido sobre vos la pesadísima carga que supone conservar la vida de cada hombre que el rey os haya confiado. Afuera hay diez mil castellanos, entre estos muros sólo doscientos navarros. ¿Qué hubiérais hecho en mi lugar?

-Mil veces hubiese preferido que muriésemos todos aquí antes de veros entregar la espada de nuestra familia al virrey Miranda y al maldito conde de Lerín. ¿Habéis olvidado acaso que no hace ni doscientos años que uno de los nuestros pudo ser rey de Navarra? Deshonráis su memoria y la de todos los Medrano que hemos llegado al mundo después de él.

-¿A mí queréis darme lecciones de historia familiar, Luis? Recordad vos más bien que él, junto al leal caballero Corbarán de Lete fue quien guardó el trono para el legítimo rey, igual que estamos haciendo nosotros aquí, aunque seamos ya los últimos en mantener la fidelidad proscrita . ¿De qué creéis que le valdría al rey don Enrique que todos muriésemos aquí hoy? Al contrario: capitulando muchos de nuestros compañeros podrán seguir luchando por la libertad del reino, eso podéis tenerlo por seguro. Además, todo es igual, se nos acabó el tiempo: he dado orden de abrir el portón y ahí entran ya los emisarios del virrey, y el primero de ellos el maldito conde, siempre presto a lamer la bota de su amo...

-¿Podrán, decís? ¿Qué va a ocurrir entonces con nosotros dos?

-El perdón del emperador no alcanza al comandante de la fortaleza, ni tampoco a su familia...

-¡Pues entonces rendid vos vuestra espada si os place, padre, que os juro que yo he de romper la mía en la cornamenta de ese traidor de Lerín! ¡Aquí, hideputa: al fin has entrado en Maya pero de aquí has de bajar al infierno!

-¿Y con esa espada ropera pretendes mandarme allá, estúpido? ¿Quién te la dio, el de Labrit, que duerme caliente en Pau mientras vosotros morís aquí por él sin que se digne venir a ayudaros? ¡Esta sí que es una verdadera espada: me la entregó el emperador Carlos en persona! Y como no merece la pena dañarla chocándola con la vuestra, mis hombres se bastarán para reduciros, pero esa espada no volveréis a empuñarla, lo  juro. Ni vos ni nadie, que yo mismo la voy a romper ahora mismo contra las piedras de este maldito castillo, antes de que todas ellas rueden colina abajo, porque no ha de quedar ni el más mísero recuerdo de este lugar, eso os lo garantizo. ¿Veis que fácilmente la he partido por la mitad, igual que hizo el virrey con vuestra loca resistencia? Y ahora arrojaré sus pedazos a ese torreón hundido. Vedla volar: os aseguro que lo hará mucho más lejos que vuestro padre y vos. ¡No habrá nunca gloria ninguna para los rebeldes!

-Pero sí que habrá siempre fama honrosa y perdurable  para los leales...



La espada que guardaba Amaiur. Artículo en el Gara del 11 de agosto de 2015


"Viendo esto don Jaime Velaz de Medrano, comandante de la plaza, y considerando bien la grande falta de víveres y de toda esperanza de socorro, y, sobre todo, compadecido de tantos nobles caballeros, cuyas vidas, que merecían ser inmortales, quedaban expuestas al vengativo acero beaumontés, trató de capitular. Y conviniendo todos en ello, menos su hijo don Luis Velaz, que hizo sus protestas, se rindieron al virrey, salvas las vidas, por prisioneros de guerra. Mas don Luis no quiso entregar la espada, sino que se defendió con ella contra todos los que le querían prender, hasta que, rodeado de ellos, quedó también prisionero. Esto fue el 19 de julio de 1522, y luego, sin dilación, fue arrasada aquella fortaleza..." ANALES DE NAVARRA, escritos por el Padre Alesón. TOMO VII, capítulo 38... 



© Mikel Zuza Viniegra, 2015
  

martes, 4 de agosto de 2015

BONE FOY

 Pocas veces se tiene la oportunidad de convertir un sueño en realidad. No entiendo la escritura sino como otra forma de sueño, y en ese sentido colaborar a que Carlos III el Noble, Blanca de Navarra o el príncipe de Viana -protagonistas de la mayoría de los relatos con los que os aburro- retornasen fugazmente a casa, no puedo considerarlo más que como un sueño que al fin se ha cumplido. 

Porque el palacio de Olite fue su casa, igual que ahora lo es de todos los que se maravillan contemplando lo que de su pasado esplendor nos ha llegado. Pretendí evocarlo con mi relato, que ha servido de base para el minucioso, estupendo y hermoso trabajo que Gabriela Barrio ha llevado a cabo para la exposición "LA CORTE DE OLITE POR TEA EN LA AZOTEA", que se ha desarrollado del 17 de julio al 2 de agosto pasados. 

Una vez me definieron como el último defensor vivo del príncipe Charles d'Evreux y Trastamara. Y más allá de la completa locura que ello supone, la verdad es que sí, puedo afirmar que seis siglos después continúo identificándome con una causa a la que mi admirado Alvaro Mutis también se aferró con uñas y dientes al escribir: "¡Yo fui amigo del príncipe de Viana, respeten la más alta miseria, la corona de los insalvables!"

Durante quince días todos estos personajes han vuelto a habitar el palacio que ordenaron levantar, y lo han hecho recordando una ceremonia caballeresca que tuvo lugar entre sus muros muchas veces, según podréis leer en la historia escrita por mí que os adjunto. Y no podría yo haber pedido nada que me hiciese sentir más agradecido.

Y es que no en vano dejó escrito el califa Abderramán III: 


"Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de sus altos designios, ha de ser con la lengua de las edificaciones. ¿No ves cómo han permanecido las pirámides y a cuántos reyes que no construyeron nada  los borraron las vicisitudes de los tiempos?"



 Y suscribió también el rey Carlos III el Noble de Navarra:

 «Como nos, por servicio et placer nuestro et de nuestros sucesores et herederos del Reyno de
Nauarra, hayamos principiado a construir et edificar un nuevo palacio muy
insigne, de la quoal obra et construcción esperamos que nuestro Senyor Dios sea servido. 

Et no solamente nuestra dicha villa, sino también todo nuestro dicho Reyno sea honrado et ennoblecido, pues en la quoal dicha construcción, con continua meditacion pensamos, a fin que ella sea de tal forma que de nos perpetuamente quede memoria...».



Palacio Real de Olite, primavera de 1425


Anda la corte alborotada, que al fin y al cabo no entrega el rey don Carlos III todos los días collares de su orden de Bone foy. Al contrario, hace muchos años que no se celebraba esta ceremonia, y si ha accedido a repetirla con todos los fastos de antaño, ha sido debido a los constantes ruegos de su hija doña Blanca y de su nieto, el príncipe de Viana, que jamás pudieron presenciarla. 

Y está el salón de audiencias decorado con estandartes, banderolas y gallardetes con todas las divisas de la Casa Real de Navarra: las hojas de castaño, los lebreles blancos, y los triples lazos que identifican a la dinastía de Evreux, que felizmente reina desde hace casi cien años ya. El viejo corazón de don Carlos se alegra ante tanta y vertiginosa actividad, y se preocupa él mismo de que todo esté en su sitio, sobre todo los collares que habrá de repartir entre lo más granado de sus caballeros, para que allá donde sus andantes pasos les lleven a partir de ahora, puedan representar con orgullo al reino de Navarra. 

Todo está listo ya, así que ordena don Carlos que vayan a buscar a su hija y a su nieto para que puedan los tres juntos ocupar sus sitiales de honor. Cuando por fin llegan a su presencia, les coloca con mucho cuidado un collar tan lujoso como el suyo: con eslabones de oro en forma de hojas de castaño, rematado por un lebrel blanco de fino esmalte. Los que recibirán los nuevos miembros de la orden son iguales, sólo que los suyos son de plata.
Así habla muy serio el rey a su hija, mientras ambos contemplan como el niño juega con su fiel perro Dinadán: 


-Blanca, hija mía, muy pronto habrás de ser tú quien dirija, no sólo este tipo de solemnidades, sino también el reino. Y cuando así ocurra, quiero que sepas rodearte de buenos consejeros de gobierno, como hice yo. Entre los caballeros que hoy tomarán el manto de mi orden, uno destaca sobre todos pese a su juventud: don Martín de Suescun. Estupendos han sido los servicios que ha prestado ya a la Corona, y serán mejores aún a medida que vaya madurando. Pero habéis de saber que lo noto últimamente triste y huidizo, sin la alegría que antes derrochaba por doquier. ¿Sabéis acaso qué le ocurre?

-Debéis ser vos, padre mío, el único que no está enterado de lo que le sucede, pues todo el mundo conoce en Olite las cuitas de don Martín y de doña Isabel de Asiain, mi dama de compañía. Recordad que fueron educados desde muy niños en nuestra corte, y que eran ya entonces inseparables, así que no es raro que entre ambos naciese un amor profundo que estaba a punto ya de hacer sonar las campanas de boda cuando, por esas dificultades que a veces se complace en poner Cupido en el camino de los enamorados, surgieron tontas desavenencias entre ellos. Le pareció a ella que él miraba demasiado a doña Beatriz, la hija de vuestro canciller. Y él creyó ver demasiadas galanterías en el trato de ella con el embajador inglés. Discutieron pues por semejantes nimiedades. Y desde entonces se rehúyen los dos por los pasillos y las estancias de este palacio, descuidan sus obligaciones y ninguno de los dos levanta cabeza. Y es gran lástima, pues doña Isabel es tan hábil consejera como don Martín.

-Pues tendremos que hacer algo para arreglar esta situación, ¿no creéis? Que no puede el reino de Navarra prescindir de damas y caballeros tan esforzados…


-¿Y qué se os ocurre que podamos hacer, padre mío?

-Quizás si a la vez  que le entrego el collar le nombro embajador de Navarra en la lejanísima corte del rey de Armenia, su corazón se delate ante la perspectiva de perderla para siempre…
-Y si no ocurre así, yo dejaré caer, como quien no quiere la cosa, que es mi voluntad que ingrese de inmediato doña Isabel en el convento de clausura de las Clarisas de Estella. Si de esta forma no logramos que vuelvan a unirse, malos componedores estaremos hechos vos y yo…

-¡Pues sea! Demos comienzo a la ceremonia, que observo por esta mirilla que los caballeros aguardan impacientes en la antesala, muy bien ataviados con las capas verdes con vueltas rojas en el cuello y en las mangas. Y ved como destacan sobre su espalda  las doradas hojas de castaño de nuestra divisa.

-Si os parece, ordenaré a Navarra, el rey de nuestros heraldos –al que veo ataviado con el tabardo que lleva nuestras armas bordadas- que abra ya las puertas y vaya nombrando a los congregados. Haré llamar también a doña Isabel para tenerla a mi lado, y pediré a don Guillen de Ursua, nuestro juglar favorito, que comience a interpretar uno de esos cantares de gesta que tanto os gustan, padre mío…

Y es el primer caballero en ser llamado a formar parte de la orden de Bone foy, el citado Martín de Suescun, que arrodillado ante el rey escucha cuales serán a partir de ahora sus obligaciones: obedecer a su soberano en todo, servirle de buena fe, respetando la palabra dada en todo momento, de manera que nunca se rompa la confianza entre ambos.
Cuando el heraldo calla pregunta don Carlos: 

-¿Estáis dispuesto a cumplir este juramento, don Martín?

-Lo estoy.

-Pues entonces, por San Miguel y San Jorge, santos patrones de los caballeros, os nombro caballero de la Real Orden de Bone foy. Y para que no olvidéis vuestra promesa,  os entrego  este collar de mi divisa, que a partir de ahora podéis lucir con orgullo. 

-Gracias, alteza. Espero ansioso vuestra primera orden.

-Es mi voluntad y deseo que partáis de inmediato como enviado mío a la corte de Armenia. 
 Tan lejana, que no aparece en muchos mapas. Me representaréis allí como embajador hasta que no se os ordene regresar.  Quizás pasen años…

Y se clavan esas palabras de don Carlos en los corazones de don Martín y doña Isabel como si fueran espadas. Pero ninguno de los dos expresa la menor protesta. Se miran entonces desconcertados el rey y doña Blanca, y hasta el juglar ha dejado de tocar esperando que uno de los amantes dé el primer paso. Pero como continúan ambos con las cabezas bajas mirando al suelo, es la princesa quien rompe el silencio: 

-No sólo al rey debe servir un buen caballero: también a Dios. Y lo que vale para un caballero vale para una dama igual, porque muy sabiamente no rige en este reino de Navarra ninguna ley que impida gobernar a las mujeres, así que cuando suceda –espero que en un futuro aún muy lejano- a mi padre en el trono, seré yo quien otorgue estos collares a mis vasallos. Y si hay reina, justo es que haya también damas a su lado, así que quiero hacer entrega yo también de uno de estos honrosísimos collares a la mejor de todas ellas: la aquí presente doña Isabel de Asiain. Venid, arrodillaos ante mí. ¿Juráis que obedeceréis siempre mis órdenes, como soberana vuestra que un día seré?

-Lo juro. ¿Cuál es vuestro primer mandato?

-Es mi voluntad y deseo que os apartéis del mundo e ingreséis mañana mismo en el convento de clausura de las Clarisas de Estella, de dónde nunca más volveréis a salir.

Y ahora sí, se miran angustiados los jóvenes amantes. Martín ofrece su mano a Isabel y ambos se levantan al unísono, procediendo a quitarse el uno al otro el collar que les acaban de imponer el rey y la princesa. Respetuosamente, pero con firme voz, así hablan para que todos puedan escucharles:

-Triste cosa es romper un juramento apenas pronunciado, pero más vergonzoso sería para nuestra recién obtenida condición de caballero y dama de vuestra Orden, callar ahora y escapar esta noche por la puerta de atrás de este palacio. 

-Sabed todos –prosigue doña Isabel- como Martín y yo nos amamos desde que éramos unos mocetes, y que no aceptaré yo por tanto que él se vaya a Armenia, pues lo más lejos que pienso dejarle ir es hasta Tafalla, y eso sólo si me promete volver pronto. Y sé también por eso mismo que él no admitirá jamás que yo sea monja, ni en Estella ni en ningún otro sitio. Así que si nos obligáis a cumplir la palabra ante vuestras altezas empeñada, no habrá esta noche celebración, sino quizás funerales, pues preferimos arrojarnos juntos desde la torre de la Joyosa Guarda que vivir separados. 

-¡Y mirad que os ha costado reaccionar! –exclama jubiloso el rey. No sabíamos la princesa y yo qué más  malvados mandatos inventar para lograr que olvidaseis vuestras querellas. 

-Desde luego que sí, padre, que ya los veía yo también viajando hacia Armenia e ingresando resignadamente en el convento. Mucha caballerosidad es la que ambos han demostrado no mintiéndonos ni a nosotros ni al resto de caballeros de la Orden de Bone foy, así que creo hablar en nombre de mi padre y de mi hijo, que grandes enseñanzas sacará de este día para cuando él mismo sea rey, si afirmo que a partir de hoy mismo desobedecer órdenes insensatas –aunque provengan del propio soberano- no habrá de ser en Navarra motivo de persecución, sino de reconocimiento. Volved a poneros pues vuestros collares, y que sepa todo el mundo que los reyes de Navarra sólo inclinan su cabeza en este mundo ante el amor verdadero.



Y por estos y otros muchos acontecimientos que podríamos también relatar, fueron don Carlos III, su hija doña Blanca y su nieto el príncipe de Viana muy queridos por las gentes. Y dejaron tan buena memoria, que incluso hoy en día se dibuja una sonrisa en la cara de quienes los recuerdan. Y no es eso poco elogio para un gobernante... 


© Mikel Zuza Viniegra, 2015