lunes, 30 de enero de 2012

REVIVAL


Castillo de Loches, Turena (Francia), principios de junio de 1194

El príncipe Sancho de Navarra está preparando su marcha del campamento que cerca el castillo. Ayer noche recibió la triste noticia de que su padre, el rey Sancho, conocido por todos como "el Sabio", falleció hace una semana en su palacio de Tudela. Siguiendo la costumbre concedió al mensajero que le trajo las insignias regias una bolsa repleta de monedas de plata.

Es ya el nuevo señor de Navarra, y ha de cumplir por eso mismo todos los tratados y acuerdos firmados anteriormente por su predecesor. Y dentro de ellos, los más importantes sin duda son los que le atan a Inglaterra y a su rey Ricardo, el esposo de su hermana Berenguela. Varias veces ya, incluso cuando aquél estaba preso en Austria, defendio los territorios ingleses de las asechanzas del rey Felipe de Francia. Y esta vez no iba a ser diferente. Pero lo cierto es que llegó a Loches como despreocupado príncipe, y ahora habrá de abandonar la imponente fortaleza convertido ya, al menos en apariencia, en prudente hombre de gobierno.


Y eso no termina de gustarle, porque no conoce otra vida que la de campaña, ni más razón que la que puede defender con la maza o con la espada en la mano. Y es ya sin duda el caballero más temido de su tiempo, pues a duras penas le alcanzan todos los demás el pecho, exceptuando precisamente a Ricardo, que de todas maneras no sería tampoco un enemigo serio si acaso hubieran de enfrentarse en combate real.

Y mientras recoge cuidadosamente toda la panoplia de sus armas, oye como golpetea la tibia lluvia primaveral sobre el techo de su tienda. Y ese es el único sonido que se escucha en derredor, pues están los navarros de luto por su difunto señor. Mas en la parte inglesa, como tantas otras veces, comienzan a escucharse esas canciones que a Sancho, después de muchos años de escucharlas, tanto le gustan. Así que baja el almófar de malla que cubre su cabeza y sale al exterior y mientras la escucha va siguiendo hasta su origen aquella maravillosa música, pues le parece que ésta ha de ser sin duda alguna la mejor tonada que ninguno de esos bardos sajones haya escrito jamás:

"Someone told me long ago
There's a calm before the storm,
I know; It's been comin' for some time.
When it's over, so they say,
It'll rain a sunny day,
I know; Shinin' down like water.

I want to know, have you ever seen the rain?
I want to know, have you ever seen the rain
Comin' down on a sunny day?

Yesterday, and days before,
Sun is cold and rain is hard,
I know; Been that way for all my time.
'Til forever, on it goes
Through the circle, fast and slow,
I know; It can't stop, I wonder.

Yeah!"


Y cuando llega ante quien acaba de cantar aquella dulce melodía, mucho le agradece en su propia lengua haber alegrado su apesadumbrado corazón con ella. Y John Fogerty se llama aquel soldado-cantante. Y el rey Sancho le promete muchos sanchetes de los nuevos que habrá de acuñar en su próxima coronación, si le sigue hasta Pamplona y pasa en su corte una temporada, interpretando todas esas hermosas baladas. Y John se muestra muy de acuerdo, si su señor Ricardo así se lo permite, a él y a sus otros tres compañeros, con los que al parecer forma una banda de juglares de lo más dispuesta, que al nombre de The Creedence responde.

Y puestos ya en marcha hacia Navarra, solicita el rey a su canciller don Ferrando Pérez de Funes que haga la traducción de aquel son que le tiene robado el alma. Y ha de hacerla por tanto el clérigo a prisa y corriendo y desde su puesto en una de las muy poco cómodas carretas de la intendencia regia, por eso cuando Sancho recibe el pergamino, ha de esforzarse para comprender aquella letra tan símilar en su rareza a la de los médicos y boticarios. Pero lo que lee es tan de su gusto como lo fue la música, así que mucho se regocija pensando en lo bueno que será que las fiestas tras su proclamación sean amenizadas por aquellos ingleses de talento tan cierto, y en lo hermoso que será escucharlos mientras choca alegremente con sus amigos las copas rebosantes de vino en aquel su palacio de la Navarrería...

"Alguien me dijo hace mucho tiempo
que la calma precede a la tormenta,
¡Lo sé! Lleva pasándome algún tiempo.
Cuando se acabe, eso dicen,
lloverá en un día soleado,
¡Lo sé! resplandeciendo como el agua.

Quiero saber si ¿has visto alguna vez la lluvia?
Quiero saber si ¿has visto alguna vez la lluvia
brillando en un día soleado?

Ayer y los días anteriores
el sol fue frío y la lluvia cayó fuerte,
¡Lo sé! Ha sido así durante toda mi vida.
Ha sido así por siempre.
Me pregunto si estos ciclos rápidos o lentos,
se detendrán alguna vez...
"

http://www.youtube.com/watch?v=Ou7P0QX25IY


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

viernes, 27 de enero de 2012

CALENDARIO 2012



Está ya disponible el calendario de mesa de la Asociación de Amigos de la Catedral de Pamplona, cuyos textos este año he escrito yo, y que trata sobre las representaciones de elementos guerreros y caballerescos en dicho lugar. Lleva por título "LA EDAD DE LA CABALLERÍA EN LA CATEDRAL DE PAMPLONA".

También le he añadido un cuento sobre el capitel del torneo que hay en el claustro. Se titula "El juicio del rey Teobaldo."



Las preciosas fotos son de José Carlos Cordovilla.

La tirada es muy reducida, así que si el tema os interesa, únicamente está a la venta en la propia catedral, en la cabina de visitas turísticas de la fachada principal, en horario de 10 de la mañana a 5 de la tarde.

martes, 24 de enero de 2012

CORAZÓN DE PIEDRA II



Catalina no les esperaba tan sonriente como acostumbraba, sino con un semblante triste y preocupado. Con gesto doliente les señaló los papeles desplegados sobre una mesa próxima. Los dos caballeros los contemplaron en silencio: eran los planos de construcción de una nueva capilla para la virgen del Camino, que iba a ir situada sobre los terrenos que ocupaba el claustro. El muro sobre el que campeaban Belial y su infernal montura Lucifer sería derribado para abrir el acceso, todo el templo sería encalado y la ventana por la que entraba aquel rayo de sol misterioso, tapiada, pues a juicio del canónigo Iturbide, que firmaba el proyecto, y cuya picuda letra recorría todo el borde inferior del plano: “molestaría con sus luces de colores la contemplación y seriedad que en todo santuario que se llame católico, se debe procurar”. Y en letra más pequeña añadía: “convendría sustituir el bulto de Santa Catalina, que no muestra más arte que ese tan pobre que los antiguos eran capaces de realizar, por otro más al gusto de los tiempos, que yo mismo pagaré de mi bolsillo…”

-¿Y quién es este cretino? –gritaron Jorge y Belial al unísono.

-Es quien va a acabar con nosotros tres –sollozó Catalina, escondiendo el rostro entre sus manos-. Mañana mismo comienzan las obras…

Aquella noche fue la única en la que Belial pudo por fin derrotar a Jorge, a quien Catalina había pedido previamente que se dejase ganar. Pero no hubo burlas por su parte, pues sabía que al día siguiente dejaría de existir. Se dieron la mano porque como Jorge dijo, “habían sido siempre más amigos que rivales”. Y aunque es bien cierto que entre viejos amigos no puede haber celos, prefirió Jorge mirar para otro lado mientras Catalina daba un postrer beso de la victoria a Belial, pues ambos sabían que no es nunca poco consuelo para un caballero condenado a muerte el reconocimiento de una dama tan señalada. Después, tirando de las riendas de Lucifer, y mientras retornaba por última vez a su muro, se despidió para siempre de ellos con una leve y silenciosa inclinación de cabeza...

El alba sorprendió a los amantes uno en los brazos del otro, en el mismo jardín del claustro donde tantas noches habían pasado juntos.

-¿Qué crees que harán contigo, Catalina?

-El canónigo me quería demoler, pero el capellán de la cofradía era más partidario de enterrarme en algún lugar de la nueva capilla. Dijo que es lo que se suele hacer con las imágenes viejas…

-¡Tú no eres vieja, ni he de dejar que nadie te destruya! –tronó Jorge, mientras ambos volvían al templo. Aristarco ya le esperaba al pie de las escaleras.
Se miraron a los ojos y sellaron su despedida, que ninguno de los dos sabía cuánto tiempo duraría, mientras lágrimas de piedra corrían por sus rostros. El caballero las recogió del suelo y las guardó en su arzón prometiéndose a sí mismo hacer con ellas un collar para Catalina, y regalárselo la próxima vez que volvieran a encontrarse.

No hubo tiempo para más, pero esta vez Jorge, aunque de nuevo en su lugar, no volvió a caer en su sueño de siglos, sino que con un titánico esfuerzo, se mantuvo despierto rogando a aquél que le había permitido derrotar al dragón hacía tanto tiempo, que le concediese unas pocas horas más de vida, sólo las necesarias para salvar a su amada. Y entonces un rayo de sol, aunque jamás había ocurrido antes a esa hora tan temprana de la mañana, entró por la ventana y se deslizó por la figura del caballero, que supo que su muda plegaria había sido escuchada.
Los obreros comenzaron a llegar, y fueron instalando grandes andamios a lo largo de la nave, hasta que llegaron a la altura de Belial, cuya efigie fue desapareciendo bajo sus mazas hasta perecer por completo.

A eso de las diez de la mañana llegó el canónigo Itúrbide, que se mostró muy complacido porque aquel “espantajo” ya no estuviese en la Iglesia. Ordenó que le aproximasen la mesa de los planos donde él estaba: enfrente del muro que iba a desaparecer por completo y justo debajo de Jorge. Entonces advirtió que los obreros del andamio junto a la vidriera estaban esperando sus órdenes:

-¡Podéis empezar a tapiar la ventana! –gritó el clérigo-. Y cuando terminéis esa labor retirad la estatua de Santa Catalina a la sacristía de los beneficiados, que ya decidiremos con tiempo qué hacer con ella…


Fueron sus últimas palabras, pues un enorme bloque de piedra, situado precisamente bajo la pata levantada de Aristarco, se desprendió yendo a caer sobre el canónigo, que murió en ese mismo instante. Si alguno de los obreros hubiese puesto sus ojos en las alturas en lugar de en el suelo, hubiese podido ver a Jorge pasando su mano por el cuello de su caballo, con una sonrisa en su rostro.

Toda la ciudad quedó sobrecogida por el suceso, pero las obras no se interrumpieron, pues Itúrbide había dejado las mandas precisas ordenadas en su testamento con tal fin. Cuando la ventana fue completamente tapiada, el gigantesco caballero de piedra se sintió morir para siempre…





-No es fácil comprender qué podían perseguir aquellos hombres del barroco al cegar las ventanas de la nave mayor –explicó Miguel Mondela, jefe de las obras de restauración de la iglesia de San Cernin de Pamplona, a una gavilla de alumnos de arquitectura que se arracimaban a su alrededor en el andamio instalado junto a esas mismas ventanas-. Pero lo que sí puedo decirles es que lo que era bueno en 1758, no tiene necesariamente que serlo en la actualidad, así que tras los meses que nos ha costado retirar todo el revoque con el que taparon la piedra originaria, hoy, dos de septiembre de 2007, por fin les ha llegado el turno a los ventanales. Si me permiten, yo mismo haré los honores –dijo mientras comenzaba a golpear con una maza los vanos tapiados de las grandes ventanas que en su momento habían albergado flamantes vidrieras.

Los trabajos concluían a las siete de la tarde, y para esa hora la ventana, totalmente limpia y cubierta por un plástico transparente, volvía a iluminar la nave como siempre lo había hecho. El sol, poniéndose tras las crestas del valle de Goñi, aún dejó escapar un rayo que fue a posarse sobre el pétreo caballero de San Cernin, otra vez despierto tras un cuarto de milenio inerte.

-¡Adelante, Aristarco, vamos a buscarla! –gritó Jorge mientras en lugar de descender por el coro, hacía saltar a su caballo hasta el suelo de la nave-. En la capilla donde siempre había estado Catalina, ahora había otra imagen, puede que de la misma santa, pero mucho más fea y engreída, pues ni siquiera se dignaba mirarle a la cara –pensó Jorge.

-¡Catalina, Catalina, estoy vivo otra vez! ¿Dónde estás? -preguntó con la angustia de quien teme haber perdido a quien ama...

-Estoy aquí –se oyó una voz velada, lejana.

-¿Dónde? –respondió nervioso el caballero.

-Aquí, al fondo de la nueva capilla.

Los cascos de Aristarco resonaron por la nave de lo que antes fue el jardín del claustro y por fin, a los pies de uno de los pilares que sostenía la bóveda, Jorge volvió a oír nítidamente la voz de Catalina, que salía de debajo de una de las tablas de roble que formaban el suelo.

-¿Estás ahí, Catalina?

-Sí. Les dio pena destrozarme y me enterraron aquí. Cuando hace un rato volví a sentir la sensación que nos embargaba cuando estábamos juntos, supe que hoy debía ser tres de septiembre.

-Os sacaré ahora mismo de esa fosa –gritó mientras ordenaba a Aristarco que golpease con sus patas traseras la plancha de madera, que se partió en dos trozos a la tercera coz que el caballo soltó. Jorge retiró los pedazos y, apartando una capa de telarañas y polvo, volvió a contemplar tantos años después el rostro de Catalina.

-Debo estar horrible…

-¿Bromeas? Nunca me habías parecido tan hermosa. Si el pobre Belial pudiese verte ahora...

Y no, ya no había claustro, ni se podía observar la bóveda celeste desde allí, totalmente cubierta ahora por una cúpula de extraño gusto artístico. Pero como los amantes largo tiempo separados no necesitan más estrellas que los ojos de quien tanto añoraron, no echaron de menos Jorge y Catalina la luz de los astros nocturnos, pues todo el mundo sabe que hay ocasiones en que la oscuridad no es sinónimo de miedo…

-Llevo casi tres siglos queriendo regalarte esto –le dijo Jorge sacando de su escarcela una maravillosa gargantilla que no tardó en anudar al cuello de Catalina.

-No habrá habido nunca lágrimas mejor empleadas, Jorge-agradeció ella el gesto mientras miraba su reflejo en la pila de agua bendita.

A la mañana siguiente, los restauradores no podían dar crédito a lo que veían: un gran sillar había caído de la bóveda y al fracturar una de las maderas que formaban el suelo de la capilla, había dejado a la vista una Santa Catalina que Mondela conjeturó debió ser realizada a finales del siglo XIV. Por su gran tamaño y peso, les llevó toda la mañana agrandar el agujero y sacarla de allí, pero cuando la incorporaron y la limpiaron, vieron que estaba intacta, y que llevaba un collar con piedras talladas en forma de lágrima. Incluso especularon con la posibilidad de que fuese la misma que Carlos III el Noble había regalado a la Cofradía que allí se reunía. Le colocaron unas ruedas y la llevaron a la vacía nave de San Cernin, justo debajo del relieve del gigantesco caballero que hay sobre el muro izquierdo...

-Cuando esté completamente restaurada, quizás convenga llevársela de aquí y exponerla permanentemente en el Museo de Navarra –expuso en voz alta el arquitecto jefe.

La pata de Aristarco comenzó entonces a moverse con intención de dejar caer otra piedra de nuevo, pero en ese preciso momento Jorge oyó decir a Mondela:

-Aunque será mejor que permanezca en el lugar para el que fue pensada. Además: hace buena pareja con el San Jorge de ahí arriba, ¿no creéis?



Fotografía extraída del blog: http://arte-historia-curiosidades.blogspot.com/2011/09/el-cruzado-de-san-cernin-pamplona.html

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

martes, 17 de enero de 2012

CORAZÓN DE PIEDRA I


Fotografia obtenida del blog: http://mariano-sinues-del-val.suite101.net/el-caballero-cruzado-de-san-cernin-a30911

No recordaba cómo empezó todo, ni siquiera si lo había sabido alguna vez. Tan sólo tenía claro que la noche de cada tres de septiembre, únicamente esa noche, Dios sabría el por qué, el postrer rayo de sol recorría de izquierda a derecha la vidriera que bañaba con su luz el muro izquierdo de la nave mayor, incrustando de gemas lejanas su armadura y la gualdrapa de su caballo, gracias al pálido reflejo de los cristales emplomados de colores.

A su tibio contacto, el gigantesco caballero resucitaba de su sarcófago de piedra y, poco a poco, sin que las escasas beatas que recitaban sus oraciones allá abajo se diesen cuenta, iba estirando sus agarrotados miembros, atrapados en la misma posición durante doce meses, y también los de su montura, el fiel Aristarco, al que a duras penas podía contener, tirando muy fuerte de sus riendas, en su fugaz retorno a la vida.

Luego, cuando las últimas velas se apagaban, y no quedaba más luz encendida que la que oscilaba en la lámpara del sagrario, y los fieles ya habían salido del templo para volver a sus casas en la Rúa Mayor o en las Tecenderías, él sabía que podía descender a la nave, primero siguiendo la dirección que la mano diestra de Dios le señalaba implacable, y luego atravesando el coro para bajar peldaño a peldaño los escalones.

Llegados a su destino, jinete y montura doblaban reverencialmente sus cabezas ante el altar mayor y, tras una breve plegaria, volvían sobre sus pasos dando la espalda a la pared que les aprisionaba durante el resto del año, para acabar mirando justo al muro contrario, donde se abría la gran puerta al claustro de la Iglesia del Señor San Cernin de Pamplona, sobre la que otro caballero de piedra, casi gemelo de su oponente, aunque marchando en dirección contraria, ostentaba en su bandera y en el escudo con que cubría su cuerpo, tres horribles y enormes sapos negros: las armas del Demonio...


-Es la noche señalada, innoble Belial –gritó con su pétrea voz el caballero desde el suelo de la nave-. Id desperezando también a vuestro corcel, el bestial Lucifer. Yo, Jorge de Nicomedia, defensor de Cristo, os lo ordeno.



Y a tan sagrada invocación respondían los sombríos caballo y caballero dando la vuelta y llegándose al coro, hasta que el sonido de cascos retumbaba sobre los peldaños y ambos se encontraban frente a frente con sus adversarios.

-Esta vez no os lo pondré tan sencillo como hace un año, Jorge maldito. Si no llego a tropezar con la tumba de los Cruzat, os hubiese derrotado al fin.

-No me pareció que me concedieseis tantas facilidades, señor Belial. Si no fuésemos de piedra, creo que alguna vez saldríamos malparados de nuestros combates. En cualquier caso mi valedor es y será siempre más poderoso que el vuestro. A él me encomiendo, como cuando derroté al dragón y liberé a la princesa.

-Sois muy presuntuoso, porque, por su ínfimo tamaño, aquel “dragón” a duras penas podría considerarse un lagarto, y la que llamáis “princesa”, era tan fea y corcovada, que el rey su padre quiso quitársela de encima endosándosela al primer incauto que cayese en su trampa dragonera, que casualmente fuisteis vos, tan ingenuo como de costumbre…

-Cada año contáis la historia con más detalle, señor Belial –rió Jorge-. Pero la realidad es que vencí al dragón entonces, y que tengo varias cicatrices bajo la cota de malla para demostrarlo. Y ahora os venceré también a vos, como llevo haciendo desde que nos esculpieron a los dos, allá por el año de gracia de 1297. A mí con los mismos aguerridos rasgos y atavíos del buen rey Teobaldo II, y a vos con los de su archienemigo el sultán de Túnez. Y quiso Dios que cobrásemos vida cada 3 de septiembre para su mayor alabanza y gloria. Desde entonces hemos luchado 93 veces ya, y jamás habéis podido derrotarme. Pero me agrada que sigáis creyendo que podréis conseguirlo alguna vez: le da interés al duelo, que por cierto va siendo hora de que comience ya, aunque no haya princesa a quien liberar...

Cada uno se dirigió entonces a su lugar. Jorge, al lado del altar, y Belial, al lado contrario. A una señal de la Dextera Domini, los caballeros se acometieron atronando la nave con sus gritos de guerra.

En una primera embestida, las lanzas pasaron cerca de sus cuerpos, pero no llegaron a impactar, así que volvieron grupas y se enfrentaron de nuevo, pero esta vez la lanza adornada con la cruz fue a incrustarse en el escudo de los tres sapos, haciendo que Belial cayese violentamente al suelo.

-Parece que deberéis esperar vuestra oportunidad un año más, aunque reconozco que vais mejorando con la edad, porque ahora ya conseguís resistirme un asalto –dijo Jorge mientras descabalgaba y ayudaba a levantarse a su enemigo.

-¡No necesito vuestra ayuda para nada! –gruñó el caballero sombrío agitando su cabeza-. Os juro que la próxima vez seréis vos quien muerda el polvo.
-Esperaré impaciente hasta que podáis cumplir vuestra palabra, aunque sé bien que los de vuestra clase jamás lo hacen, y únicamente maquinan para lograr que caigan más almas en vuestro plato de la balanza. Mas apresurémonos en regresar a nuestros muros, que pronto el sacristán comenzará a preparar el templo para la primera misa.

Mientras Belial y Lucifer comenzaban a subir las escaleras del coro, Jorge reparó en un pasquín colocado sobre uno de los pilares. Leyó:

“Mañana será entronizada en su capilla la nueva efigie de Santa Catalina de Alejandría, gracias a los desvelos de su Santa Cofradía”.

-Interesante noticia –pensó mientras picaba espuelas para que Aristarco comenzase también el ascenso-. Cuando ya estaba situado en su muro, se despidió de su rival, que le observaba de reojo, con un “hasta el año que viene”, cuyos ecos rebotaron en las bóvedas que ya empezaban a iluminarse con los primeros rayos de sol.

Pasó un nuevo año, y como cada tres de septiembre, los dos caballeros volvieron a encontrarse en la silenciosa nave. Pero esta vez ambos se sorprendieron con la cantidad de velas que ardían ante la imponente figura de piedra de una bella dama coronada, con una pequeña rueda dentada en su mano izquierda, y una espada en la derecha con la que mantenía prisionero a un pequeño reyezuelo situado a sus pies.

Imagen de Santa Catalina de Beroiz, hoy en el Museo Diocesano de Pamplona

-Somos Jorge y Belial ¿Podéis hablar también vos, señora mía? –interrogó el caballero a la nueva habitante de su pequeño mundo.

-Puedo. Y me maravilla que vosotros también podáis hacerlo, pues cuando esta noche noté como las luces del último rayo de sol bañaban vuestra silueta, y sentí como la vida nacía en mi interior, observé que ninguna de las demás estatuas que nos acompañan tenía el mismo don, y tuve miedo de no poder hablar con nadie…

-Siendo mujer, no poder abrir la boca habría sido mayor castigo que los que mi amo imagina continuamente para los pecadores que caen en sus dominios –observó Belial irónico.

-No hagáis caso a este torpe remedo de gentilhombre, Catalina –terció galante Jorge-. No está acostumbrado a tratar con damas, al contrario que yo, que frecuentaba a princesas desde mi más temprana juventud allá en Palestina.

-Yo soy egipcia, no están nuestras patrias tan lejanas. Seguro que cuando nos conozcamos nos llevaremos bien.

Y así fue. Cada vez que la cita anual convocaba a los tres personajes, Jorge, que seguía venciendo sin dificultad a su oponente, ofrecía el triunfo a Catalina, que previamente le había anudado su pañuelo en el brazo que empuñaba la lanza. Después, Catalina les refería cómo había transcurrido el año, y les hablaba de las cosas que le solicitaba la gente en sus silenciosos rezos, y de como siempre que podía ayudaba a quien de forma tal se lo pedía. Y también les contaba cómo era el Rey de Navarra, y cómo vestían sus hijas, las bellísimas princesas Juana, María y Blanca, cuando iban a visitarle en su capilla...

Y muchas noches salían al jardín del claustro, donde mientras Belial cuidaba de los caballos, dándoles de beber en el pozo central, Jorge y Catalina conversaban sentados en una de las crujías, cantando las alambicadas canciones de sus lejanas tierras natales de oriente, o simplemente juntando sus bocas de piedra a la brillante luz de la misma luna llena que iluminaba los amores del resto de los habitantes de Pamplona.

Al principio Belial no estuvo muy conforme con su papel, pero tuvo que aceptar que, como le dijo Jorge una vez:

-Es inútil darle demasiadas vueltas, amigo: son siempre las mujeres quienes eligen.

Y los años fueron pasando, aunque quizás no a la misma velocidad para todos, porque quien sabe si es lo mismo un año para los hombres que para las figuras talladas en piedra. Hasta que llegó la noche terrible del tres de septiembre de 1758… (Continuará)


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

martes, 10 de enero de 2012

BACIO LA MANO


Ciudad de Palermo, Sicilia, enero de 1460

Acaba de amanecer cuando los guardias que custodian el portón del palacio real perciben a un jinete lanzado a toda velocidad que está subiendo la calle. Ya van a cruzar sus lanzas ante él, cuando, bajando su capucha, descubren sorprendidos que es el príncipe de Viana quien les reclama paso libre. Su caballo viene tan sudado que resulta evidente que la carrera ha sido larga, y efectivamente, en cuanto don Carlos desmonta, el pobre animal se desploma reventado en medio del patio.

-Alteza, me teníais muy preocupado. Conviene que en palacio estemos siempre informados de vuestro paradero...

-De mis actividades diurnas siempre os doy buena nota, don Galcerán, dejadme al menos disfrutar de las nocturnas en completa libertad.

-Tengo muy presente vuestra prosapia regia, don Carlos, pero permitidme reiteraros una vez más que no estáis en Navarra, sino en Sicilia, y que son las costumbres de esta tierra muy diferentes a áquellas a las que estábais naturalmente habituado.

-El amor es igual en cualquier lugar del mundo.

-El amor puede ser, alteza, pero las aventuras galantes a las que os entregáis cada noche no acrecientan precisamente el número de vuestros partidarios, pues hay ya demasiados padres, hermanos o maridos que se consideran damnificados por vuestra remarcable pasión por las mujeres sicilianas...

-Ellas no parecen quejarse. Y si alguna acaba engendrando un hijo de príncipe, gracias podrán dar al Cielo por semejante honor, y desde ahora tienen mi permiso para usar el apellido Navarra como timbre de gloria que ha de perdurar en esta isla por los siglos de los siglos...

-Veo que no puedo haceros entender lo equivocado de vuestro proceder, y tan sólo espero que no hayáis de lamentarlo muy pronto. Decidme al menos dónde habéis pasado esta noche...

-En el lecho de una bellísima doncella de piel y cabello tan brunos como el resto de sus congéneres de esta ínsula. Constanza se llamaba, y lo que me parece más difícil es recordar el nombre de su villa. Esperad, era algo parecido al de uno de los lugares que componen mi principado. Corellone. Sí, eso es: Corellone.

-¿No querréis decir Corleone?



-Sí, podría ser. Ya sabéis que no termino de dominar estos nombres italianos. ¿Pero por qué se ha demudado tan repentinamente la color de vuestro rostro?

-¿Recordáis el apellido de la muchacha?

-Sí, algo así como "Andolini".

-¡Madre mía! ¿La hija de don Vito Andolini?

-¡Sí, y ese bellaco se atrevió a afearme mi conducta, y hasta pretendía que me casara con su hija allí mismo! Claro que ya llevó lo suyo...

-¿Qué le habéis hecho?

-Como no atendía a razones, y además no paraba de lanzar terribles improperios en su incomprensible dialecto, ordené a mi escolta ahorcarle en un árbol cercano. Un príncipe no tiene por qué aguantar los insultos de ningún villano. Pero aún así tuvo suerte de que las ramas de estas latitudes sean mucho más febles que las de los robles de Navarra, de tal forma que se quebró aquella de la que pendía y cayó con mucho estrépito al suelo. Le quedará para siempre como recuerdo la soga marcada en su cuello. Y precisamente el brutal abrazo de esa cuerda, le ha dejado también un tono de voz gutural, muy adecuado a personaje tan insolente, que aún cuando me acerqué para perdonarle la vida, tuvo la osadía de darme un beso, y no en cualquier parte, sino en mi boca. Y mientras lo hacía me decía: "Carlos, me destrozaste el corazón." ¿Pero qué os ocurre, don Galcerán, por qué os mesáis los cabellos de esa manera tan inusitada?

-¿Pero no comprendéis lo que habéis hecho, insensato? Mirad que os lo advertí, pero resulta claro que vuestra fama de juicioso se diluye cuando la sangre se os concentra por debajo de la cintura. Id inmediatamente a recoger todo lo que queráis conservar que quepa en las alforjas de un caballo. Os aseguro que si no abandonáis Sicilia cuanto antes, la corona de Navarra se quedará sin más heredero que los muy numerosos que habéis ido sembrando por estos valles.

-¿Habéis enloquecido? Soy el príncipe de Viana y de Gerona, primogénito de Navarra y de Aragón. ¿Por qué debería tener miedo de las amenazas de un patán siciliano?

-Porque ese al que vos consideráis un patán, habrá dado ya a estas horas orden de acabar con vuestra vida, y porque hay diez veces más sicilianos a sus órdenes que a las nuestras. Y apartáos ahora mismo de las ventanas, que sus partidarios siempre tienen buena puntería...

-¿Y ese mensaje que acaba de llegar?

-Lo que suponía. Desgraciadamente es para vos, alteza. Y viene firmado por don Vito. Os lo leeré mientras preparáis todo para partir:

-“Vinísteis a Corleone como un ladrón. Exigiendo sin ningún respeto, no como un amigo. Ni siquiera me llamásteis padrino. Y os digo que la amistad lo es todo. La amistad vale más que el talento. Vale más que el gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia...

Si hubiéseis mantenido mi amistad, los que os maltrataron lo habrían pagado con creces. Porque cuando uno de mis amigos se crea enemigos, yo los convierto en mis enemigos, y a ese acaban temiéndole...

Pero ahora os hare una oferta que no podréis rechazar..."

-¡Lo haré ahorcar otra vez, y en esta ocasión me aseguraré de que la rama no se rompa!

-De lo único que tenéis que aseguraros es de vestir la armadura más templada con la que contéis. El puerto queda cerca de palacio, pero por el camino han de llovernos flechas, estoy convencido...

-¡Cuando sea rey prometo que volveré a limpiar de chusma esta condenada isla!

-¡Huy, dicen que llevan intentando hacerlo desde tiempos de los emperadores romanos, y ni bárbaros, ni moros, ni normandos, ni franceses ni ahora los aragoneses han conseguido avance alguno al respecto! Si salís hoy con vida de Palermo, os recomiendo que no volváis nunca aquí ni siquiera para heredar. Y bajad ya la celada de vuestro yelmo, que no les resulte fácil acertaros...

-Oh, mirad ahí delante, don Galcerán. Qué hermosa procesión sube por esa calle. Hay que reconocer que estos sicilianos saben organizar estas cosas. Y mirad cómo levantan todos esos frailes a la vez sus cruces...

-¡No son cruces, destalentado príncipe, sino ballestas! Galopad como el demonio, pues sólo él puede sacarnos con bien de este laberinto.

-Aquí, detrás de este enorme tonel estaremos a salvo. Qué curioso, esos otros frailes están acercando sus cirios al suelo. Y saltan muchas chispas cuando lo hacen. Hasta parece que siguen un camino concreto...

-¡Pues claro que lo siguen, calamidad, como que esta cuba detrás de la que nos hemos refugiado está llena de pólvora! ¡Corred, o quedará de nosotros menos de lo que quedó del obispo San Zenith de Dalmacia, al que los paganos obligaron a pasar por un rallador de queso!

-¡Qué tremenda explosión ha resonado detrás nuestro!¡Pero ahí está ya el puerto, puedo ver a las tejedoras de redes con sus largas agujas!

-¡Será mejor que os quitéis el casco, alteza, porque sin duda os está impidiendo ver bien todos los peligros que nos rodean! ¡No son tejedoras, ni llevan agujas, sino afiladísimos cuchillos, pues son el mayor grupo de degolladores que don Vito haya podido reunir! Pero ya que hablábais de redes, ¡coged ese extremo, yo agarraré el otro, y cuando este bien tensa arrojémosla sobre esa turba que viene hacia nosotros! Luego corred con todo vuestro ánimo y subid a la galera real. Es nuestra única esperanza...

-¡Bien pensado, don Galcerán! ¡Todo ha salido bien y ya nos alejamos de ese maldito lugar!

-No sé qué deciros, alteza. En aquella torre parece que brilla algo...

-Serán las campanas, que repican por nuestra marcha...

-¿Qué campanas? Es una forma alargada. ¡Es un cañón! ¡Al suelo!

-¡Malditos bellacos, casi nos aciertan! ¡Os arrancaré la piel a tiras, haré que viertan vinagre y sal sobre vuestras heridas, y después os arrojaré a todos al Etna para que os friáis en vuestra propia sangre!

-He de reconoer que imaginación para el mal no os falta, alteza. ¿Y cuándo pensáis hacerles todo eso?

-¡Cuando sea rey! ¡Ya lo veréis, ya...!


http://www.youtube.com/watch?v=JCOaI06zAvg&feature=related


© Mikel Zuza Viniegra, 2012

jueves, 5 de enero de 2012

EPIFANÍA


Aoiz, diciembre de 1479

Ha cruzado a toda prisa el reino doña Magdalena, pues saliendo desde Olite ha pasado por Sangüesa y por Lumbier, hasta arribar al punto convenido para la cita.

Y no es un momento cualquiera el que se aproxima, que cree la regente que, "mediando la gracia divinal, la paz e reposo de Navarra será tratada e concluida e firmada en esta villa de Aoiz, et que aqui serán fenescidas e acabadas las disensiones, guerras e males que trenta años et más duraron en él. "

Para lograrlo ha hecho firmar una inesperada concordia al feroz Luis de Beaumont, conde de Lerín y al mariscal Felipe de Navarra, que abanderan cada uno su parcialidad, sin respetar el primero ni treguas ni mandatos regios de ningún tipo. Mas el hecho cierto es que ambos, bien por interés propio, bien por cansancio de tanta estéril lucha, se han avenido a darse un abrazo de paz bajo la mirada de Francisco Febo, el nuevo rey niño, que apenas cuenta diez años.

Y allá esperan madre e hijo la llegada de ambos caballeros, si es que así puede denominarse a quien jamás respeta su palabra, pero por el bien de su pueblo ha aceptado la princesa las exageradas peticiones del conde, y entre ellas la de ser restablecido en sus honores y pensiones, la devolución de su cargo de condestable, la restitución de las plazas de Curten y Guiche, en Ultrapuertos, la cesión de Viana y de los castillos de Irulegi y Peña Bullona, la posesión plena de Monjardín y de Larraga, además de la de San Martín, Ujué y Sada, el derecho a recaudar en su propio provecho los cuarteles y alcabalas en sus dominios, el mando de una compañía de cien lanzas, pagadas por el tesoro de Navarra, la dispensa de la obligación de recibir guarniciones reales en sus villas y fortalezas, la exención de comparecer personalmente ante la justicia real, y por último, que no se nombre ningún lugarteniente por parte del rey de Navarra que no sea adepto a don Luis.

A cambio de todo ello, el conde ha jurado aceptar la prohibición bajo pena de muerte de volver a usar las denominaciones de Beaumonteses y Agramonteses, si bien los cargos y empleos en la administración se repartirán por igual entre los pertenecientes a dichas banderías...

Avisan al fin las trompetas de que llegan por oriente los dos emplazados, y se aproxima también un mensajero inesperado que anuncia la sorpresiva llegada de una embajada del emir de Granada, que quiere cumplimentar también al nuevo rey de Navarra.

Y han puesto en el trono del joven don Francisco, muchos cojines de tafetán para que parezca más alto mientras departe con sus más importantes súbditos, aunque doña Magdalena no le quita el ojo de encima, por si acaso.

Y el primero en arrodillarse ante el niño es don Luis de Beaumont, cuya abigarrada vestimenta muestra las rojas armas de Navarra, mezcladas con los rombos azules y amarillos de los Beaumont. Los años y sus muchas traiciones han hecho que su larga barba sea ya de color blanco. Muchas palabras muy bien intencionadas, y jamás oídas antes en su boca, emplea para congraciarse con el monarca, y aún para que no queden dudas, una maravillosa flauta labrada en oro, marfil y hueso, le ofrece como regalo.



Besa luego la mano del soberano don Felipe de Navarra, con tan colorido tabardo como su predecesor, sólo que ahora son leones de plata afrontados y no rombos, los que acompañan a las armas reales. Y como es más joven que el conde, por eso mantiene su barba el color castaño. Y entrega al niño, para no ser menos, un album recopilatorio con las canciones de un juglar italiano que andando el tiempo seguro que le han de gustar mucho. Battiato lleva por nombre, y "Fleurs II" es el título de su obra.



Y sólo falta ya el embajador granadino por agasajar al muchacho, y va saludando a todos los presentes con gestos muy exagerados, como gusta hacer a los siervos del profeta en estas multitudinarias ocasiones. Y cuando está ya haciendo una reverencia muy alambicada ante su Majestad, oye proferir muy feas y deshonestas palabras sobre el color de su piel al conde de Lerín, que quizás ha pensado que por ser extranjero no entenderá su exabrupto.

Pero nada más incorporarse, y antes de que el taimado Navarro pueda seguir con sus chanzas, recibe por parte del sarraceno tan tremendo puñetazo en la barbilla, que cae rodando por el suelo como una alfombra. Y cuando el capitán Alfaro sale en defensa de su desmadejado señor, obtiene también como premio a sus peloteriles desvelos un formidable guantazo que lo derriba mucho antes de que nadie pueda llegar contar hasta diez.

Y mucho reconfortan tales acciones a la hasta ahora casi siempre derrotada facción agramontesa, porque además el conde llevaba mucho tiempo mereciéndose un correctivo similar. E incluso la propia doña Magdalena valora si no ofrecer a aquél titán el mando de las tropas reales, pero don Ibrahima de Bakayoko, que así dice llamarse el adusto granadino, rechaza galantemente el ofrecimiento, pues ya dio palabra en su tierra de servir únicamente a su emir.





Y antes de ponerse de nuevo en camino hacia la Alhambra, lo que deposita en manos del niño es un libro escrito hace cuatro siglos por Abu l-Abbas Ahmad ibn Abd Allah ibn Hurayra al-Absi al-Acma al-Tutili, que como su nombre indica nació en Tudela, aunque desgraciadamente para él no pudo saber cuán hermosa es tal ciudad, porque era ciego. Pero fue tan navarro como el que más, así que muy justo es que el rey actual de esos dominios sepa de su existencia. Y cuando Francisco abre al azar el preciosamente encuadernado volumen, lee:

"¿Cómo puedo ser paciente, si hay tristeza en los rasgos,
y la caravana con las delicadas doncellas en medio del desierto
se ha desvanecido?


Llegaron el día del encuentro, vestidas de terciopelo,
blanca la piel de sus rostros, negros los cabellos y las pupilas.
¡Oh, enamorado de aquello que, de conseguirlo, te otorgaría la esperanza!"


Y pues la paz se cree definitivamente alcanzada, hay gran fiesta esa noche en la villa, a la que doña Magdalena ha concedido el derecho de asiento en cortes para recordar siempre que fue allí y no en ningún otro lugar del reino donde nació por fin la armonía. Y también ha nombrado a sus vecinos ruanos, francos y exentos de toda servidumbre, y ha dispuesto que tengan a partir de ahora almirante perpetuo o anual, según lo prefieran. Y ha ordenado que lleve el municipio por armas heráldicas tres espadas bajo una corona, para representar a aquellos tres visitantes que inclinaron su cabeza ante el rey niño. Aunque sucede que en muchos de los escudos tallados, una de aquellas espadas se ha acabado cayendo por efecto del tiempo, y por eso mucha gente cree que son sólo dos las espadas. Pero yo insistiré en que fueron tres, aunque el mismísimo Menéndez Pidal quiera rebatírmelo.



Y no se me olvida tampoco que concedió igualmente la regente el privilegio de organizar mercado el primer jueves de cada mes, cosa que hasta el día de hoy se viene produciendo. Así que quien compre allá tres pares de calcetines por un euro, o unas bragas de cuello vuelto o pícara puntilla, estará conmemorando en realidad la Paz perpetua que logró en la famosa villa de Aoiz la princesa doña Magdalena.

Feliz noche de Reyes a todos los que hayáis sido buenos.


A los que no lo hayáis sido, espero que vuestro Bakayoko particular os acabe encontrando...



© Mikel Zuza Viniegra, 2012