martes, 30 de noviembre de 2010

EL ÚLTIMO PRESENTE DE CÉSAR BORGIA



Viana, 11 de marzo de 1507

Está la taberna más concurrida que otras noches, que afuera ruge con fuerza la tempestad. Y en el salón, apenas iluminado por la oscilante luz de los candiles, todos se arraciman alrededor de Martín, que como en otras muchas ocasiones, les habla de lugares y personajes que jamás han visto y que probablemente nunca verán. Lo cierto es que la mayor parte de las veces, ni siquiera el propio contador de historias ha visto lo que les describe, aunque le sobre valor para imaginárselo...

-Dicen que César Borgia, ese caballero misterioso siempre vestido de negro que lleva cerca de un mes sin salir del campamento, violó a más de cincuentas doncellas, mató a quince cardenales e incendió treinta aldeas allá en Italia, donde todos le consideraban el Anticristo. El rey de Castilla lo encerró en el castillo de Medina, pero pactó con el demonio para escapar y refugiarse en Navarra, pues es cuñado de nuestro rey Juan...

-Cuidado con lo que decís, Martín. César es el capitán general del ejército real, y tiene espías en cada rincón de esta villa. El castillo se le resiste por el empecinamiento de los beaumonteses en no rendirse, así que cualquiera que le insulte podría ser considerado un traidor al soberano...

-No se falta cuando se dice la verdad.

-Juan, capítulo 18, versículo 38: "¿Y qué es la verdad?, preguntó Poncio Pilatos al Nazareno..."

Todos se volvieron hacia el lugar de donde había brotado aquella voz cavernosa. En el rincón más oscuro de la bodega, con una vela a su espalda, impidiendo que su cara pudiera observarse, un hombre embozado en una capa negra tamborileaba con sus dedos sobre la mugrienta mesa. Volvió a repetir su pregunta:

-¿Y qué es la verdad?

-Un clérigo no debería andar en la taberna a estas horas, -se atrevió a responder Martín.

-Vuestros escrúpulos eclesiásticos están a salvo, majadero. Ya no soy clérigo, aunque recuerdo las escrituras mejor que muchos de los que profesan religión. Pero veo que nadie sabe calmar mi curiosidad, así que me veré obligado a satisfacerla yo mismo. Sí, yo os diré qué es la verdad.
Y la verdad es que el Borgia ha ordenado que a todo aquel que sea encontrado en las tabernas al cumplirse la medianoche sea degollado. Dice que donde hacen falta cuantos más hombres mejor, es ante las murallas y no ante las botellas. Han sonado los cuartos hace un rato en Santa María, pronto entrarán sus tropas en este antro y convertirán el vino en sangre, milagro éste muy digno del Anticristo, según pienso...

Se produjo entonces una auténtica estampida de sobrios y de borrachos, intentando cada uno de ellos ser el primero en alcanzar la puerta de aquél cuchitril, hasta que en su interior sólo quedaron Martín y el misterioso lanzador de advertencias que, con un gesto de su enguantada mano, le pidió que se aproximara a su mesa...

-No sé quien sois, señor, pero si os envía don César para vigilar lo que se dice de él en el campamento, sabed que nada de lo que he dicho sobre él es muy distinto de lo que de él comentan en Castilla, Aragón, Francia o Italia.

-Tranquilizáos. Lo sé perfectamente, y no tenéis nada que temer por mi parte -dijo mientras encendía otra vela que, al iluminarle de frente, mostró su rostro cubierto por una máscara-. Y no os sorprenda este atuendo mío, que en mi vida el carnaval nunca termina...

-¿Pero quién sois vos?

-Te basta con saber que soy quien puede confirmar si lo que has dicho del Borgia es cierto o falso. Decías que forzó a cincuenta doncellas... Mentira, jamás hubo tantas vírgenes en Roma. Que mató a quince cardenales... Otro embuste más, que más del doble fueron a reunirse con el Creador gracias a César. Y decías que incendió treinta aldeas, ¿verdad? Pues eso también es una invención vuestra, porque no fueron aldeas, como las míserables que salpican este reino, sino ciudades amuralladas, bellas como las cortesanas florentinas, tan hermosas que tú no puedes ni soñarlas. Sí, todo eso hizo el Borgia, y sin necesidad de arrepentirse por ello, pues su padre, el representante de Cristo en la Tierra, le absolvió siempre de su culpa. Y eso fue así porque sus enemigos no eran mejores que él, muchos hasta le aventajaron en perversiones y malevolencia, pero nunca, jamás, lo hicieron en astucia...
¿Te santiguas, mi supersticioso amigo? ¿Crees que a César puede conjurársele, como a la terrible tormenta que azota este erial fronterizo? Deja que me ría, pobre imbécil: los mejores artistas del mundo, los que pintan y esculpen figuras que, de puro perfectas, parecen vivas, tomaron como modelo las facciones de César para representar a Nuestro Señor. Así que cada vez que te arrodilles ante un crucifijo, que contemples un retablo o que reces ante una Santa Faz, te estarás condenando, pues según lo que antes has dicho, Borgia es el Anticristo, aunque yo te diga que su hermosura inspiró a tantos hombres de talento.
Ahora no queda nada ya de todo eso. El mal que en Francia llaman "español", en Italia "francés" y en España "italiano", ha deformado de tal manera su rostro, que se avergüenza de enseñarlo y prefiere llevarlo siempre cubierto....

-¿Cómo vos, señor?

-Sí, justamente igual que yo. Y tampoco es verdad que pactara con el Diablo para huir del Castillo de Medina. Tan sólo lo hizo con el rey Juan de Labrit, y por eso ahora está aquí, en Navarra. Reino que, a quien que desfiló en triunfo por la Via Apia, no puede dejar de parecerle más que el esquinazo donde las arañas tejen su tela para atrapar a su presa. Y yo soy esa presa, lo sé bien. Porque sé bien qué es lo que busco...

Apuró el enmascarado la jarra de vino aguado que sostenía con su mano derecha, mientras con la izquierda desataba un tanto la gorguera de su jubón, lo suficiente como para dejar ver la camisa, de debajo de la cual extrajo un precioso medallón de plata y esmaltes que puso frente a los ojos de Martín.

-¿Te gusta? Fue realizado por uno de los mejores orfebres de Ferrara, que es como decir uno de los mejores de Italia. Hacía juego con unos pendientes de la misma forma y diseño, pero como ya nunca más he de ver a aquella que, al girar graciosamente su semblante, los hacía tintinear con la misma armonía con la que resuenan los coros de los ángeles, éste será el último regalo que hará el Borgia.
Un charlatán de taberna como tú, tendrá seguro un amor en algún rincón de este andrajoso lugar que es Navarra. No hace falta que me contestes, rufián, ni tengas miedo de que que yo pretenda arrebatártela. Ya no. Además, no he visto en los tres meses que llevo en este infierno ni una sola mujer que mereciera que volviese mi cabeza para admirarla...
Pero cuando le entregues esta joya, y reluzca en su pecho, y le cuentes que perteneció a César Borgia, e inventes las más fantásticas y calumniosas historias sobre mí para impresionarla, recuerda bien su simbolismo, pues tiene la forma de una caracola, que indica que por muchos mares que tenga que cruzar, nunca serán suficientes como para olvidar a quien os digo que posee los pendientes a juego; y el camino de cobre que serpentea en su interior formando un intrincado laberinto, significa que no hay vereda tan tortuosa como para impedirme volver a su lado; y los pequeños trozos de esmalte que adornan la pieza son de tres tonalidades: amarillo suave, como los trigales maduros de la Romaña y como los pergaminos firmados por mi padre el Papa, con los que legitimaba todos mis actos, hasta los más innobles. Y hay también fragmentos de color violeta, como los lirios del valle que ni el rey Salomón en toda su gloria podía igualar, y como el vestido que ella llevaba la última vez que la vi; y tiene también pequeñas y brillantes gotas rojas, como de sangre, porque toda la que derramé es la que me aleja ahora de ella para siempre. Recoge el medallón y haz feliz a quien ames, que nada más sacarás de este mundo, mi exagerado amigo. Y márchate ya, que donde yo voy no necesito compañía...

Poco antes del amanecer, vieron salir del campamento a César Borgia. Llevaba puesta su mejor armadura, la de hechura milanesa, aquella que en su peto traía grabada la divisa: "Aut Cesar", y en su espaldar: "Aut Nihil". Salió al galope, solo, con los relámpagos reflejándose en el metal que le cubría de la cabeza a los pies. Tan brillante, joven y fugaz como un cometa.

Sólamente llevaba consigo su espada y el estandarte del rey, pues era al fin y al cabo el Capitán General de los ejércitos navarros. Pero cuando trajeron su cuerpo de vuelta al Real, sobre el mismo honorífico pavés que se empleaba para alzar a los reyes de esta tierra, como a guerrero tan principal correspondía, ni siquiera eso le habían dejado encima sus asesinos.

Dicen que se lanzó contra una docena de ellos, y que antes de recibir la primera herida, fue capaz aún de matar a cuatro de ellos. Si lo hizo por hartura, por sentirse definitivamente derrotado o porque simplemente pensó que era capaz de vencerlos a todos, se llevó la explicación a la tumba...

El caso es que toda Viana pasó ante su cádaver, y pudo entonces ver Michelet que César tenía razón, pues con apenas un paño blanco cubriéndole la cintura, era talmente idéntico al Nazareno, y que hasta la lanzada mortal asestada por los fementidos traidores Garcés de Agreda y Pedro de Allo, le había entrado por el mismo costado que a Nuestro Señor.

Ordenó el buen rey Juan de Labrit que se hiciera un suntuoso sepulcro para su cuñado en Santa María, y oró ante él pidiendo que por fin aquél a quien todo el mundo temía, hubiese encontrado el reposo eterno.

Su medallón acabó, como él mismo había pronosticado, en el pecho de una dama navarra que, a pesar de su juicio tan severo sobre las nativas de este reino, hubiera seguro encantado al Borgia de haberla podido conocer, cosa que Martín agradece vivamente a los cielos que no llegase a ocurrir, pues era aquel caballero, aunque cruel y despiadado, fascinante y arrollador.

Y hasta hay quien dice que viajó el contador de historias a Ferrara para recuperar los famosos pendientes de los que César le había hablado, y así poder ofrecérselos también a la nueva dueña del medallón, pues era muy cumplidor don Martín.

Pero esa ya es otra historia...





© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 17 de noviembre de 2010

ESTANDO DE ROMERÍA...



Está Ujué tan batido por los vientos como suele acontecer en aquellos contornos, que son morada favorita del dios Eolo en todas las estaciones del año. Y está también tan precioso como siempre aquel lugar a la luz del desgarbado sol de otoño.

No ha sido malo el viaje, a pesar de que no hace tanto tiempo que quien guía el carro aprendió a hacerlo, y eso que el camino real estaba bastante concurrido, sobre todo a su paso por Tafalla, donde fue necesario amansar un tanto los caballos por ver de no atropellar a los despreocupados, que, no sabiendo lo que se les venía encima, cruzaban tranquilamente las calles. Y es que es el conductor de mucho dejar volar la imaginación, cosa funesta para esos menesteres, y no puede evitar apartar la vista del camino al pasar por el muy hermoso y colorido palacio de Tiebas o por la fortificada Santa María del Pópulo, en el apretujado caserío de San Martin de Unx, cosa que disgusta, y con mucha razón, a la señora de Linzoain, que a más de ser la otra viajera del carro, sabe guiarlos mucho mejor que su ocasional chófer.

El caso es que, advertidos del colapso de vehículos que siempre se produce junto al santuario, prefieren aparcarlo cabe el frontón, donde hay muchas matas y cardos que podrán los caballos degustar, pues no es su dueño muy amigo de gastar mucho en pienso compuesto, y apura las fuerzas de las pobres bestias hasta que sus estómagos están casi en la reserva. Ni qué decir tiene que el propio carro no ha recibido un lavado al menos desde que don Luis de Beaumont marchó a las Albanias, pero Dios provee en ese aspecto haciendo llover abundantemente en estas tierras, aunque no lo suficiente como para que no se adviertan en el polvo adherido a la parte trasera, alguna que otra jocosa inscripción hecha de muy mala fe por algún amante exaltado de la limpieza ...

Pronto empiezan los dos a trepar por las empinadas calles, y sale por las ventanas abiertas de muchas de las casas, aroma a garrapiñadas, que el conductor prefiere no catar desde que una vez, siendo pequeño, no es que cayera en una marmita llena de ellas, pero sí que se dio tal atracón, que nunca ha podido volver a mirarlas con los mismos ojos. Bueno, lo cierto es que no era tan pequeño, incluso puede que haga poco tiempo de tan estrambótico suceso, pero no estará de más recordar que nueve de cada diez galenos consultados, alaban lo sanos que son los frutos secos para el cuerpo y el alma. Si no advierten también de la cantidad recomendada, no podrán extrañarse luego de que haya quien se coma las almendras por saquetes de a cinco arrobas…

Mas no es esa la única tentación gastronómica que han de sortear los viajeros, pues nada más llegar a la plaza, les asalta el dulce sonido del pan al ser desmigado sobre las cacerolas bien untadicas en sebo, y aunque ella aguanta mejor el hambre, en el fondo ambos piensan, al ver caer en el guiso buenos trozos de tocino, que es una suerte seguir la fe de Cristo y no la de Mahoma, cuyos fieles tienen prohibidas esas ambrosías. Y pues la hora de comer no es llegada aún, pero no anda muy lejana, allá que va el guía a pedir mesa y asiento para dos, pero como no han mandado mensajero al alba, resulta que están todos los sitios ocupados, y es que esto de organizar los viajes no es algo que vaya mucho con el que se ciega por las garrapiñadas y por las sanjaimetas, que debían ser otros dulces que hacían en Ujué, aunque nadie tenga ya memoria de ellos, salvo dos o tres pobres encerrados en el hospital de los locos. Y si aún no lo están, deberían estarlo…

Antes de que las tripas comiencen a sonarles como tambor agujereado, las engañan los dos con dulces muy variados que el dueño del carro suele llevar siempre consigo. Y a quien le parezca mal esta costumbre, que recuerde que en ningún capítulo de los Santos Evangelios quedó escrito que Nuestro Señor no fuese laminero o que no comiera regalices y caramelos de selz. Sí, es cierto que tampoco dicen esas sagradas escrituras que lo hiciese alguna vez, pero este concreto detalle no tiene importancia alguna para lo que estamos relatando...

Así que con unos pocos regalices rojos –en honor sin duda al color divisa de los reyes de Navarra- en la faltriquera, llegan por fin a la bella portada de la iglesia, donde un gallo muy elegante recuerda a todos los que le miran, que aquel tímpano fue sufragado por quien a su lado ora eternamente ante Santa María, el muy noble y fiel obispo Robert Le Coq, que siguió en todas sus aventuras por Francia a don Carlos II, rey de Navarra. Y tan devoto se mostró de la real persona, que hasta emprendió por seguirle el duro camino del exilio, si bien no conviene olvidar que, de no haberlo hecho, el monarca francés lo hubiera hecho descabezar, que es costumbre al parecer muy francesa cuando de conjurar traidores se trata.

Y se embala el guía con estas y otras explicaciones, tanto que ya está la señora de Linzoain temerosa, cual si debiese cargar en brazos con una gruesa plancha de metal –que el vulgo conoce como “chapa”- por andar en compañía de aquel bergante, que no calla tampoco en el interior del templo, que de puro brillante parece recién construido.

Y le habla y le habla allí dentro de la sin par imagen cubierta de plata que preside la nave, de los escudos que su trono lleva insertados, de los que aparecen en las claves de las bóvedas, de las pinturas del coro, donde al parecer, pues está el acceso cerrado y ellos no pueden verlas, aparecen representados tres caballeros con gesto muy asustado, al darse de bruces con tres esqueletos de muy fatídica sonrisa.

Y objeta el novel conductor a la noble señora que lo acompaña, que no le parece nada puesto en razón haber rodeado las columnas que sostienen el sotocoro con cristales muy gruesos, para que se puedan ver sus basas, y no haber hecho lo mismo en la zona del altar, donde el canso parlante ha leído que aparecieron tumbas de aquellos señores romanos que hace siglos anduvieron por estos pagos, y que tuvieron la suerte de nacer sabiendo latín, pues es muy ardua tarea aprenderlo luego, sobre todo si es tu preceptor hombre necio y fatuo. Y siente también mucho el guía que el corazón del rey Carlos esté de tournée por el Bearne, pues le hubiera gustado mostrárselo a su acompañante.

Así que tras ofrendar dos cirios a Santa María, que tiene que pagar la señora de Linzoain -sin que esto vaya en desdoro de la generosidad del guía, pues lo que sucede es que fue éste esquilmado de todos sus febles carlines en el peaje de carros de Tiebas-, salen a recorrer el paseo de ronda, que es aquella gótica balconada la más bonita, no sólo de Navarra, sino de muchas otras naciones de la cristiandad. Y aún tienen tiempo los viajeros de ver otra puerta, menos artísitica que la principal, pero también muy bonita, y aparece en ella representado un lebrel que sostiene entre sus patas una flor de lys, y ello quiere representar que el rey de Navarra jugaba con el de Francia lo mismo que un perro de caza con su presa. O eso cuenta el desatado guía mientras la señora se lanza escaleras abajo para abandonar aquel fortificado recinto antes de que estalle la cabeza por tanto dato y tanta historia concentrada en tan poco espacio de tiempo…

Ambos han visto al llegar, justo al inicio del pueblo, una nueva posada donde hallan al fin honroso acomodo, y es bien cierto que comen allí como condes o duques, no faltando las migas en la carta de manjares a disposición de los viajeros. Y es aquella comida de la que conviene regar con abundante vino, pero por mor de tener que conducir el carro, y por miedo a encontrarse en el camino con los prebostes del rey, ha de conformarse el guía con dosis de cardelina, y es que dicen que un carro te da mucha libertad para ir a donde quieras, pero nadie te habla de la que te resta en lugares tan señalados como la mesa…

Y aún antes de abandonar Ujué, con las últimas horas de la tarde, tienen tiempo de visitar el amplísimo comercio que allí posee maese Urrutia, muy surtido de buenas pastas y de muchos otras delicadas viandas. Y compran allí dos cosas. Él una tableta de algo que llaman “chocolate”, y que diz que es dulce especia venida de lejanas tierras allende el mar, y ella un mágico ungüento hecho con aceite de oliva, que dicen que deja la piel tan suave como el terciopelo de Flandes, aunque quien esto suscribe jura y perjura que no le hacen falta tales pomadas a la señora de Linzoain para deslumbrar al personal con su belleza. Queda dicho.

Y es el viaje de vuelta a Pamplona también tranquilo, salvo alguna contadísima distracción del guía y cierta dificultad a la hora de aparcar “en recta lignea.” Y no cuentan tampoco las crónicas si le salieron a la dama arrugas de preocupación o canas de miedo, aunque no lo creemos, por ser mujer valiente y osada…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

EN EL FOSO DE LOS LEONES



Es la villa de Bilbao hito señero y principal del señorío de Vizcaya, y sede también del equipo de torneo que los odiados señores de Haro alientan y protegen como su joya más preciada.

Carlos y Agnes, príncipes de Viana, han viajado hasta allí de incógnito, pues ha llegado a sus oídos que en el extraordinario castillo que en medio de la ciudad se alza, se acumulan por breve plazo muchas pinturas confeccionadas en la tierra natal de la infanta, rescatadas del naufragio de un barco flamenco que encalló hace pocos días en Machichaco. Y ella, aunque muy hecha ya a la vida en la corte navarra, quiere contemplar todas aquellas maravillas, pues a ratos siente nostalgia de los lugares donde transcurrió su infancia y de las gentes que en ellos vivían.

Indudablemente es el palacio en cuestión digno de verse, y aunque Carlos prefiere la cálida piedra del de Olite al frío acero bilbaíno, no puede negar que su arquitecto merece todos los elogios y parabienes, al contrario que el autor del cercano edificio que, por su forma y aspecto –un cubo gris y anodino- se comprende enseguida que es obra de cierto arquitecto al que los propios príncipes desterraron de Navarra después de que con una desatinada intervención, destrozase su residencia pamplonesa en la Navarrería…

El caso es que está la entrada al recinto muy vigilada, y como los Haro apresarían muy gustosos a Carlos y Agnes si supieran que se encuentran en pleno corazón de sus dominios, han de hacerse pasar los dos por carboneros y entrar por la puerta trasera. El interior es aún más fastuoso que el interior, y es que es aquel espacio tan inmenso, que no lo llenaría ni toda la arena del Sinaí. Hay otros cuadros y esculturas allí además de los que han ido a ver, pero se les antojan poca cosa ante las dimensiones de las quebradas paredes metálicas que les sirven de continente.

Ni siquiera les resulta sencillo orientarse en medio de todos aquellos monumentos desperdigados por los amplísimos salones. Casi se marean dando vueltas y más vueltas en sinuosos laberintos confeccionados con lo que parecen ser miles de oxidadas armaduras, hasta que encuentran la salida y la dirección correcta para poder ver las tablas pintadas por los paisanos de la princesa. Ambos echan en falta unos carteles que indiquen la trayectoria, pero es característica muy señalada de los habitantes de esta ciudad hacerlo todo a lo grande…

Ha merecido el viaje la pena, pues son aquellas pinturas realmente hermosas, y además va doña Agnes desgranando sus recuerdos a la vista de muchas de ellas: los ríos helados en los que patinaba, las casas de rojo ladrillo y empinadas cubiertas, los tulipanes que adornaban todas las mesas, los campesinos descansando de sus labores en las tabernas, los ricos burgueses posando para la posteridad, presumiendo de lo conseguido tras toda una vida de arduo trabajo, los minuciosos bodegones con rebosantes copas de transparente y pulido cristal…
Creen haber visto ya todos los lienzos cuando inesperadamente, tras una gruesa cortina azul, divisan uno precioso, mucho más aún que los otros que tanto les han gustado. Aparece en él representado un joven y apuesto geógrafo desempeñando su oficio, con un compás en la mano y expresión muy concentrada. La luz lateral que le ilumina, y con él a toda su habitación, decorada con detallistas cartografías, está tan bien reflejada que parece como si aquel cuadro contuviese dentro de sí toda la fuerza del sol de mediodía.

Tentados están Carlos y Agnes de sacarlo de su marco, enrollar la tela y guardarla dentro del falso saco de carbón que llevan a la espalda, pero el camino hasta la frontera de su reino es largo y, además, eso sería comportarse igual que los señores de Haro cuando reclutan a caballeros navarros para su equipo, y por tanto tras admirarlo un buen rato, abandonan aquel brillante castillo por la misma puerta por la que entraron, y aún tienen ocasión de asombrarse a la salida con otras rarezas como una araña gigante y un perro lleno de flores, mucho más insulsas sin duda que las que pueblan los verdes jardines del palacio de Tafalla…

Y como no es cosa de echarse de nuevo a los caminos sin hacer acopio de fuerzas, se lanzan a recorrer las calles en busca de un lugar donde poder comer algo de fundamento, pues es esta villa pródiga en tabernas de muchos y variados estilos, e incluso encuentran una decorada con hermosos azulejos y marqueterías moriscas, que además lleva el nombre de la capital de su reino, por lo que la estancia en ella es de muy agradable reposar. A pesar de ello, no da sosiego a Carlos que en todas ellas abunden los pretenciosos colores de los Haro y las imágenes de muchos caballeros que bajo esa divisa participaron en las conquistas de algunos triunfos pretéritos, y es que aunque sus seguidores parezcan no admitirlo, bien sabe el príncipe que todas aquellas victorias debieron producirse allá por los tiempos de don Carlomán. Y aún le duele más que sea su propia hermana, Leonor, quien patrocine los últimos años a este equipo, que en su sobreveste lleva su nombre impreso para que todo el mundo lo sepa. Y como está casada con el poderoso conde de Foix, que dispone de muchas más rentas que las que la corona navarra puede dedicar para que el equipo de Pamplona pueda competir en igualdad de condiciones, saltan chispas siempre que se enfrentan en duro y heroico combate…

Pero como no son estos asuntos deportivos cosa en que la princesa tenga interés alguno, hora es de hacer de tripas corazón y capear la tormenta rojiblanca dando buena cuenta de una rica sopa de pescado y un estupendo bacalao, que es aquella tierra lugar providencial para cocinar peces tan salados. Y después, para bajar el condumio, pasean por las abigarradas Zazpi kaleak, que son a saber: Somera, Artekale, Tendería, Belostikale, Carnicería Vieja, Barrenkale y Barrenkale Barrena.

Y es que a pesar de lo ya expuesto, es aquella ciudad muy hermosa, aunque no tanto como Agnes con las gotas de sirimiri perlando sus cabellos, como si fueran los esplendentes puntos que señalaban las ciudades en los mapas del geógrafo aquel del cuadro…







© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

A LAS BARRICADAS...



Barcelona, martes 27 de julio de 1909

La huelga general convocada para protestar contra la movilización de reservistas para la guerra de Marruecos mantiene totalmente paralizada la ciudad desde ayer. Las barriadas, con la policía y el ejército acantonados en sus cuarteles, han amanecido en manos de Solidaritat Obrera, el poderoso sindicato anarquista. Y de repente, sin saber muy bien quien dio el primer grito, las gentes abandonan las barricadas y recorren las abarrotadas calles para lanzarse a incendiar los conventos y colegios religiosos.

Antes de arrojar las antorchas, reúnen en su interior los bancos, los retablos, los cuadros y todo lo que pueda hacer arder más rápidamente aquellas enormes construcciones. Sus moradores, monjas, frailes y legos, han sido desalojados previamente, porque lo que importa es poner de manifiesto la inaudita riqueza que allí se ha acumulado durante siglos, mientras el paupérrimo proletariado moría de hambre a su vera.

Alcanzan finalmente ante el monasterio de Valdonzella, que ha sido abandonado por sus dueñas hace muchas horas. El comité de huelga, seguido de una multitud ansiosa por saber qué esconde aquella clausura, va abriendo puerta tras puerta del inmenso edificio, y al llegar al armario que suponen custodia el tesoro de las monjas, fuerzan sus candados hasta que ante ellos resplandecen por fin el oro y la plata de innumerables cálices y relicarios…

Pasan de mano en mano para que todos puedan verlos, pero no acaban en la mesa de algún joyero poco escrupuloso, sino en la hoguera que ya brama en el coro, pues no en vano el comité se ha encargado de recordar que se fusilará a todo aquel a quien se le encuentre encima cualquier huella de superstición y oscurantismo, y también para demostrar a los odiados burgueses que la ideología anarquista no se vende por precio alguno.

Ya sólo queda en aquella alacena acorazada un último estuche que arrojar a las llamas. Pau Fuster y Quimet Domenech, que llevan la voz cantante del piquete, lo abren con muy poco cuidado y, ante sus ojos, aparece un antebrazo engastado en plata dorada, con cada uno de sus cinco dedos adornados por anillos de lujosa pedrería…
-¡Al fuego con toda esta porquería! –gritan enfurecidos-, pero Francesc Laixertell, que es estudiante en la facultad de Historia, repara en la leyenda y el escudo que recorren su base. Dice así:

Sanct Carles de Viana. “Tanto curo, quanto toco”.

-¡Alto! –grita-. Éste no podemos destruirlo…

-¿Y por qué no, si puede saberse?

-Porque este brazo perteneció a uno de los nuestros.

-Los nuestros nunca han tenido tantas joyas como ese despojo que te empeñas en salvar, Francesc.

-Los anillos son adornos de monja histérica, pero esta reliquia pertenece al príncipe de Viana, que luchó por la libertad de Cataluña y de Navarra combatiendo contra su padre, el tirano y déspota rey Juan, igual que nosotros peleamos ahora contra el autócrata Alfonso XIII. Él fue un precursor, un modelo para todos nosotros. Las estúpidas jerarquías católicas quisieron hacerle santo para diluir su ejemplo y apoderarse de su figura. Hasta llegaron a decir que podía hacer milagros y que el mero contacto de su mano sanaba como por ensalmo a enfermos incurables. Por eso cortaron un brazo de su cadáver los monjes de Poblet, el mismo brazo que hemos encontrado aquí, y que ahora volverá a guiar al pueblo, como antaño…

-Bueno, si Bakunin provenía de una familia noble, puedo creer que alguna vez existieron príncipes anarquistas. Quédate con esos huesos si quieres, a una mala siempre podremos hacer caldo con ellos. Pero todo lo demás: ¡al fuego!

Al poco de salir el último incendiario, se derrumba el abovedado techo, y el ruido que provoca el desplome oculta los primeros disparos de los “pacos”, los francotiradores que desde las ventanas de los edificios cercanos disparan contra los amotinados. De repente, Quimet siente que le estalla el pecho y cae estrepitosamente sobre el asfalto escupiendo sangre por su boca. Sus dos compañeros consiguen arrastrarle a duras penas hasta un callejón fuera del ángulo de tiro, pero se ve claramente que la herida es mortal de necesidad.

-Domenech, soy Laixertell. No hay ningún médico cerca, si no hacemos algo pronto vas a morir y no podemos permitirnos el lujo de perder a un libertario como tú, así que vamos a probar si la reliquia de Carles de Viana es o no efectiva…

-Llevo toda la vida huyendo de los santos y ahora que estoy a punto de morir, ¿me vas a hacer besar su estampa?

Pero Francesc ya le ha puesto el dorado brazo sobre el sangrante agujero. Y entonces, aunque los tres hombres presentes jamás reconocerían que “milagrosamente”, el relicario –en medio de un gran resplandor- atrae hacia sí la bala de plomo, y la herida cierra herméticamente tras ella, como si nunca hubiese existido…

-¡Era verdad lo de que “curaba cuanto tocaba”! –grita Francesc entusiasmado-. Ya os dije que Carles era uno de los nuestros…

Al año siguiente, tras la represión que siguió a la que la Historia conocerá como “Semana Trágica de Barcelona”, Solidaritat Obrera cambió su denominación por la de “Confederación Nacional del Trabajo”. Hay investigadores que dicen que su bandera, de colores rojo y azul oscuro, estaba inspirada en el escudo partido de Navarra y Evreux que figuraba en cierta joya medieval que siempre llevaban encima los fundadores de dicha agrupación, pero no es fácil demostrarlo. Lo que sí es cierto es que a pesar de los numerosos tiroteos que en años posteriores se dieron entre las fuerzas del orden y los manifestantes anarquistas, jamás hubo un muerto por herida de bala en las filas de éstos últimos, al menos en las protestas en las que alguno de esos tres fundadores se hallaba presente…

El 19 de noviembre de 1936, en plena guerra civil, cuando por vía telegráfica llegó a la capital catalana la noticia de que Buenaventura Durruti había recibido un disparo en Madrid, Francesc Laixertell -el último superviviente de nuestros tres protagonistas-, fue abatido por un francotirador en la plaça del Diamant, cuando se dirigía a buscar el relicario del príncipe de Viana para salvar la vida del legendario líder anarquista, pues sólo él sabía ya dónde se custodiaba tan preciada joya. Su muerte, además de traer aparejada la de Durruti, trajo también consigo la desaparición del último resto del compañero Carles Evreux.

A día de hoy, sigue sin conocerse su paradero…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010