lunes, 8 de noviembre de 2010

EN EL FOSO DE LOS LEONES



Es la villa de Bilbao hito señero y principal del señorío de Vizcaya, y sede también del equipo de torneo que los odiados señores de Haro alientan y protegen como su joya más preciada.

Carlos y Agnes, príncipes de Viana, han viajado hasta allí de incógnito, pues ha llegado a sus oídos que en el extraordinario castillo que en medio de la ciudad se alza, se acumulan por breve plazo muchas pinturas confeccionadas en la tierra natal de la infanta, rescatadas del naufragio de un barco flamenco que encalló hace pocos días en Machichaco. Y ella, aunque muy hecha ya a la vida en la corte navarra, quiere contemplar todas aquellas maravillas, pues a ratos siente nostalgia de los lugares donde transcurrió su infancia y de las gentes que en ellos vivían.

Indudablemente es el palacio en cuestión digno de verse, y aunque Carlos prefiere la cálida piedra del de Olite al frío acero bilbaíno, no puede negar que su arquitecto merece todos los elogios y parabienes, al contrario que el autor del cercano edificio que, por su forma y aspecto –un cubo gris y anodino- se comprende enseguida que es obra de cierto arquitecto al que los propios príncipes desterraron de Navarra después de que con una desatinada intervención, destrozase su residencia pamplonesa en la Navarrería…

El caso es que está la entrada al recinto muy vigilada, y como los Haro apresarían muy gustosos a Carlos y Agnes si supieran que se encuentran en pleno corazón de sus dominios, han de hacerse pasar los dos por carboneros y entrar por la puerta trasera. El interior es aún más fastuoso que el interior, y es que es aquel espacio tan inmenso, que no lo llenaría ni toda la arena del Sinaí. Hay otros cuadros y esculturas allí además de los que han ido a ver, pero se les antojan poca cosa ante las dimensiones de las quebradas paredes metálicas que les sirven de continente.

Ni siquiera les resulta sencillo orientarse en medio de todos aquellos monumentos desperdigados por los amplísimos salones. Casi se marean dando vueltas y más vueltas en sinuosos laberintos confeccionados con lo que parecen ser miles de oxidadas armaduras, hasta que encuentran la salida y la dirección correcta para poder ver las tablas pintadas por los paisanos de la princesa. Ambos echan en falta unos carteles que indiquen la trayectoria, pero es característica muy señalada de los habitantes de esta ciudad hacerlo todo a lo grande…

Ha merecido el viaje la pena, pues son aquellas pinturas realmente hermosas, y además va doña Agnes desgranando sus recuerdos a la vista de muchas de ellas: los ríos helados en los que patinaba, las casas de rojo ladrillo y empinadas cubiertas, los tulipanes que adornaban todas las mesas, los campesinos descansando de sus labores en las tabernas, los ricos burgueses posando para la posteridad, presumiendo de lo conseguido tras toda una vida de arduo trabajo, los minuciosos bodegones con rebosantes copas de transparente y pulido cristal…
Creen haber visto ya todos los lienzos cuando inesperadamente, tras una gruesa cortina azul, divisan uno precioso, mucho más aún que los otros que tanto les han gustado. Aparece en él representado un joven y apuesto geógrafo desempeñando su oficio, con un compás en la mano y expresión muy concentrada. La luz lateral que le ilumina, y con él a toda su habitación, decorada con detallistas cartografías, está tan bien reflejada que parece como si aquel cuadro contuviese dentro de sí toda la fuerza del sol de mediodía.

Tentados están Carlos y Agnes de sacarlo de su marco, enrollar la tela y guardarla dentro del falso saco de carbón que llevan a la espalda, pero el camino hasta la frontera de su reino es largo y, además, eso sería comportarse igual que los señores de Haro cuando reclutan a caballeros navarros para su equipo, y por tanto tras admirarlo un buen rato, abandonan aquel brillante castillo por la misma puerta por la que entraron, y aún tienen ocasión de asombrarse a la salida con otras rarezas como una araña gigante y un perro lleno de flores, mucho más insulsas sin duda que las que pueblan los verdes jardines del palacio de Tafalla…

Y como no es cosa de echarse de nuevo a los caminos sin hacer acopio de fuerzas, se lanzan a recorrer las calles en busca de un lugar donde poder comer algo de fundamento, pues es esta villa pródiga en tabernas de muchos y variados estilos, e incluso encuentran una decorada con hermosos azulejos y marqueterías moriscas, que además lleva el nombre de la capital de su reino, por lo que la estancia en ella es de muy agradable reposar. A pesar de ello, no da sosiego a Carlos que en todas ellas abunden los pretenciosos colores de los Haro y las imágenes de muchos caballeros que bajo esa divisa participaron en las conquistas de algunos triunfos pretéritos, y es que aunque sus seguidores parezcan no admitirlo, bien sabe el príncipe que todas aquellas victorias debieron producirse allá por los tiempos de don Carlomán. Y aún le duele más que sea su propia hermana, Leonor, quien patrocine los últimos años a este equipo, que en su sobreveste lleva su nombre impreso para que todo el mundo lo sepa. Y como está casada con el poderoso conde de Foix, que dispone de muchas más rentas que las que la corona navarra puede dedicar para que el equipo de Pamplona pueda competir en igualdad de condiciones, saltan chispas siempre que se enfrentan en duro y heroico combate…

Pero como no son estos asuntos deportivos cosa en que la princesa tenga interés alguno, hora es de hacer de tripas corazón y capear la tormenta rojiblanca dando buena cuenta de una rica sopa de pescado y un estupendo bacalao, que es aquella tierra lugar providencial para cocinar peces tan salados. Y después, para bajar el condumio, pasean por las abigarradas Zazpi kaleak, que son a saber: Somera, Artekale, Tendería, Belostikale, Carnicería Vieja, Barrenkale y Barrenkale Barrena.

Y es que a pesar de lo ya expuesto, es aquella ciudad muy hermosa, aunque no tanto como Agnes con las gotas de sirimiri perlando sus cabellos, como si fueran los esplendentes puntos que señalaban las ciudades en los mapas del geógrafo aquel del cuadro…







© Mikel Zuza Viniegra, 2010