miércoles, 29 de septiembre de 2010

PUES EN LA CORTE DEL CIELO...




23 de julio de 2009

La incontenible lengua de fuego viene abriendo un pasillo voraz desde Alzorriz, y amenaza con arrasar todos los pueblos que se acogen desde siempre al abrigo de la peña de Izaga, súbitamente cercada por las llamas.

La propia ermita de San Miguel, allá en lo alto, desde la que habitualmente se contempla las vistas más claras de Navarra, está ahora rodeada por el humo negro de la desolación.

Hay en su interior dos santicos. Uno, “el amo”, es el que pasa todo el año allí arriba, el otro, “el criadico”, sólo le acompaña durante los calurosos estíos, pues por ser más pequeño, no aguanta tan bien el frío como su colega residente. En esta situación tan apurada, no hay miedo de que nadie pueda verlos, que están todas las gentes del valle ocupadas en salvarlo, así que rompen las dos figuras la quietud de siglos y despliegan sus anquilosadas alas porque no han de quedarse quietos mientras su casa se quema.

El San Miguel más grande, acostumbrado de siempre a mandar, que para eso es el amo, ordena al San Miguel más pequeño:

-A ti te dejo al cargo de nuestro santuario, yo me ocuparé de que el incendio no se cebe con los pueblos, que para eso tengo las alas más grandes...

Y salen los dos volando, nada importa saber por dónde, que basta con saber que nunca han necesitado los ángeles de ganzúas o de llaves. Uno baja velozmente a interponerse entre el fuego y los concejos de Zuazu y Reta, y el otro, siempre tan bien mandado, permanece sobre el templo, mirando temeroso hacia el norte.

El primero poco a poco va consiguiendo su objetivo, y mientras el batir de su ala derecha consigue detener las llamas agitando los girasoles que rodean Zuazu, el de su ala izquierda –siempre un poco más torpe, desde aquella lesión mal curada que le provocó una lanzada del demonio Belial- no puede contener casi hasta el último momento las que ya lamen las primeras casas de Reta. Cuando finalmente lo logra –totalmente exhausto por tan terrible esfuerzo-, mira hacia arriba y observa aterrado que su románica mansión está a punto de ser engullida por el fuego…

Y es que las pequeñas alas del San Miguel encargado de su defensa no tienen suficiente fuerza de empuje como para llevar a cabo en solitario semejante empeño, y su agotado señor no puede ayudarle ahora, ni darle la orden precisa que bastaría con cumplir sumisamente. No. Esta vez todo depende de él…

Así que se quita el pesado peto metálico que le atenaza el torso, y que no le deja maniobrar en condiciones, y abre el Manual Angélico que todas estas criaturas celestiales llevan siempre consigo. Y allí lee que un ángel, en caso de letal peligro, puede pedir la ayuda de sus semejantes más próximos. Llama por tanto urgentemente a San Miguel de Lerruz, que reposa allá, junto a Idoate, y que en un vuelo se presenta a su lado, e invoca asimismo a San Miguel de Liberri y a San Miguel de Monreal, que aunque estos dos últimos ya no tienen ermita ni castillo que cuidar, dice el libro que los ángeles se mantienen siempre en guardia sobre los lugares que en la antigüedad les dedicaron. Y efectivamente no tardan en llegar.
Y juntos por fin los cuatro, cada uno se sitúa sobre la iglesia, cubriendo el punto cardinal que su anfitrión les indica, de tal forma que al poco rato las llamas que mordían la basílica caen derrotadas ante el impulso arcangélico.

A pesar de su hazaña, caen los cuatro de rodillas cuando se presenta ante ellos el dueño de aquellas cumbres, cuyas alas y armadura vienen tiznadas por el carbón y los tizones que pueblan los aires tras el incendio, y es que son los ángeles muy respetuosos de todas las jerarquías. Pero es precisamente él quien, levantando al criadico, se arrodilla ahora ante su sirviente para reconocerle su sabia estrategia y para agradecerle que aún sigan teniendo casa…

Y todo esto lo he contado por ser hoy, 29 de septiembre, el día del Señor San Miguel, a quien tengo buena ley.
Y también porque leí en el Diario de Noticias del 24 de julio de 2009, día siguiente al del fatal incendio, estas justísimas palabras:


En boca de la teniente alcalde del valle, sonaba así la queja: "Menos mal que San Miguel nos echó tres capotes y que los agricultores de todo el valle se portaron de manera increíble. Me siento muy orgullosa de la gente del valle, somos 60 kilómetros cuadrados con 180 habitantes, pero no vamos a dejar de luchar ahora que se ha visto lo que ha pasado. Somos muy guerreros y, aunque hayamos perdido un trozo del alma, no vamos a dejar que Izaga muera".



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 26 de septiembre de 2010

EN LA CABEZA DE UN ALFILER



Verano del año del Señor 1289

Quien ha de reinar un día con el nombre de Teobaldo III, pero al que todos siguen llamando “Teobaldico”, acaba de cumplir 16 años y parece haber heredado el ingenio y la curiosidad del primero de los de su estirpe en Navarra, pues pasa las largas tardes de estío rodeado de libros en la muy bien surtida biblioteca del castillo de Tiebas.

Precisamente hoy ha escogido para solazarse uno que trajo aquél desde un ignoto monasterio en las montañas del Tauro, cuando acudió a defender los Santos Lugares como caballero cruzado. Así que asciende ahora a la torre, en cuya terraza están aparejados ya un sillón y un amplio quitasol para que nada moleste la lectura del príncipe. Pero antes de sentarse se asoma a las almenas -aunque con mucho cuidado, pues no sabe muy bien por qué, pero desde siempre ha tenido cierta prevención a morar en lugares muy altos-, y desde allí, con las blancas murallas que forman las canteras de Alaiz a su espalda, saluda con la mano a las muy bellas e ilustres pasajeras que por el Camino Real van en carruaje a Tafalla. Y esta Compañía de Diligencias presta su viajante servicio porque su padre, el rey Enrique I, otorgó la concesión a un Conde al que tenía mucho aprecio, y éste a su vez se la cedió a su amada esposa, o séase: a la Conda…

Tiene el libro aspecto de ser muy antiguo y lleva este título en su portada:


“Tratado del nombre de todos los ángeles que bajaron de los cielos y permanecen en la memoria de los hombres".

Al abrirlo, reconoce la pulcra letra de su abuelo, que en pocas líneas le cuenta cómo llegó obra tan insigne a sus manos. Y es que las tropas navarras acertaron a pasar por el monasterio de San Gregorio Nacianceno, lugar muy fuerte de la Capadocia, justo en el preciso momento en que era sitiado por el sultán de los turcos, y tramada la batalla entre ambos ejércitos, cuando ya los monjes iban a capitular, el rey Teobaldo pudo por fin poner en fuga a los enemigos de la verdadera fe.

En agradecimiento, el abad le permitió escoger el libro que quisiese de la atestada librería que los monjes habían conseguido reunir desde los tiempos del quinto emperador Constantino. Y el navarro escogió el ya mencionado tratado angélico, pues quería saber más de las costumbres y poderíos de tan asombrosas criaturas. Y es por todo esto que el libro ahora está en Tiebas, y no en el oriente bizantino…

Abre al azar Teobaldico el volumen, que está cuajado de portentosos dibujos de ángeles voladores, andarines y submarinos. Descubre de esta manera que algunos de ellos, los más cercanos al trono de Dios, sólo pueden volar hacia atrás, para no darle nunca la espalda a Nuestro Señor, y así no cesar jamás en su eterna adoración. Y aprende que en lo que dura un parpadeo humano, un ángel poco entrenado puede subir y bajar de la tierra al cielo hasta cien veces, y que así como cada uno de ellos tiene asignada la guardia de una persona concreta, otros defienden a los árboles, de tal forma que sus alas adoptan la forma de las hojas de cada especie, así que las hay de línea oblonga, para proteger a los castaños, puntiagudas, como las del acebo e incluso las hay que desprenden el suave aroma de las sabinas con cada aleteo. Y dice el libro que esto explica por qué todas aquellas personas que corten árboles sin verdadera necesidad, habrán de vérselas con los ángeles el día del Juicio Universal. Y que no han de merecer entonces piedad alguna…

No es menos sorprendente la información sobre la armadura del señor San Miguel, que ningún otro puede llevar puesta excepto él. Sólo una vez intentó otro ángel arrebatársela, y en castigo a su desmedida soberbia permanece desde entonces encerrado en la cueva donde al beato Juan le fue revelado el Apocalipsis, de donde no saldrá mientras el príncipe de los ángeles no quiera.

Va empezando a soplar un frío airecillo que baja desde la sierra, pero está tan interesante la lectura que al infante le apena dejarla en aquel punto, así que se dice a sí mismo que sólo leerá una página más. Y resulta que en ella se cuentan las hazañas de un grupo de ángeles que en su época repartieron prodigios y maravillas sin cuento. Once fueron estos héroes, y a estos nombres respondieron:

Basauriel, famoso cancerbero de las puertas celestiales, Esparziel, Minael, Gabariel y Castañediel en la retaguardia, Bayoniel, Iriartiel y Dioniel en el centro de mando, y Echeverriel, Iriguibel y Martínmonreiel en la vanguardia atacante.

Y cerrando el libro, que ya casi no hay luz para distinguir un hilo blanco de otro negro como para seguir leyéndolo, piensa Teobaldico cuánto le hubiera gustado ver en acción a esos titanes...

Y las banderas rojas y azules de Navarra y de Champaña, ondean orgullosas al viento de Artederreta…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

sábado, 25 de septiembre de 2010

SOL Y SOMBRA



Albada del 10 de mayo de 1271
San Pedro de Gazaga, cabe Dicastillo…

Hora es ya de cumplir la palabra dada al buen rey Teobaldo II el Joven, allá en los desiertos de Túnez, de que pondría su espada regia sobre el altar de esta iglesia, donde fue armado caballero por su padre, Teobaldo I el Trovador.

El soberano murió en aquella campaña de ultramar, y la mayor parte del ejército navarro con él. De los supervivientes, sólo él, el caballero Pedro Iñiguez, sabe bien cuál es su cometido: llevar a buen término la promesa hecha al rey.

Así que ata su caballo a la puerta, y a tientas, se introduce en la umbría soledad pétrea del templo. El rosetón de la cabecera deja entrever ya el sol naciente, y el del hastial, a la luna que termina su jornada. Desenvuelve entonces la espada, y saca brillo a la hoja con el paño que la cubre. Se coloca en el centro exacto de la nave, allí donde los rayos de los dos astros se combinan, y la eleva hacia lo alto para que ambos la bañen con su celestial influjo.

Y a esa luz y a esa sombra, pues de de las dos etéreas sustancias se llena tan mágico espacio, refulgen las joyas engastadas en su empuñadura. A saber: una fina taracea con las armas de Champaña y de Navarra en el pomo, una por cada lado; un diente del mártir San Lupo de Troyes en la base; un denario de oro acuñado por Poncio Pilatos -adquirido por el primer Teobaldo en Palestina-, en el arriaz derecho, y un sello con extraña e ininteligible escritura alrededor en el gavilán izquierdo, que el segundo Teobaldo encontró entre las arenas de Cartago, y diz que perteneció al gran soldado Aníbal, que en muchos aprietos puso a Roma y a su imperio…

Y la afilada hoja que tanta gloria ha dado al reino, refleja también la luz solar al este, y la pálida oscuridad al oeste. Y a ese embrujo va iluminándose la fábrica entera con luces que no han visto nunca los humanos, excepto quizás algún santo que anduviera en comunicación con los ángeles que van alumbrando los pasos de Dios. Y cobran las bóvedas tal brillo, que las cabezas de piedra que sostienen las claves, mudas desde que las tallaron, abren sus bocas y, con el ansia de quien no sabe cuándo podrá volver a hablar, comienzan a alabar a la regia dinastía:

-Teobaldus Reges Navarrorum, Campaniae et Brie Comes Palatini, Requiem Aeternam dona eis, Domine!

-Teobaldus Reges Navarrorum, Campaniae et Brie Comes Palatini, Requiem Aeternam dona eis, Domine!

-Teobaldus Reges Navarrorum, Campaniae et Brie Comes Palatini, Requiem Aeternam dona eis, Domine!


Y mientras resuena cada vez más fuerte tan asombrosa coral, se arrodilla Pedro ante el altar y deposita sobre él la espada de su señor. Y en la base opuesta a la del diente de San Lupo comienza a formarse un prodigioso esmalte, que muestra a la luna y el sol recién unidos en aquel lugar de Gazaga.

Cuenta desde entonces la espada de los Teobaldos con esa nueva alhaja en su haber, bendecida además por las profundas y rocosas gargantas de Gazaga que, mudas de nueva, vuelven a sostener calladamente sus crucerías. Y sin demorar su partida más que para santiguarse, sale Pedro hasta donde dejó su caballo, y puede ver que las espigas de trigo que rodean la iglesia, a pesar de ser aún primavera, han madurado de tal manera que están prestas ya para ser segadas, y se promete a sí mismo que volverá para hacerse con una hogaza del pan que con ellas se obtenga, pues no es cosa de desdeñar tanta señal del cielo junta...

Galopa pues Pedro hacia Irache, que allí es donde el nuevo monarca, Enrique I, ha de recoger la espada para coronarse luego ante Santa María de Pamplona. Y al entregarla al abad, hace también donación a cenobio tan importante de aquel mágico lugar junto a Dicastillo, en el que tantas maravillas acaba de contemplar.


“Y quien quiera que osare impedir o molestar esta donación, incurra para siempre en el furor y la maldición de Dios omnipotente y de la gloriosa Virgen María, su Madre…”

Y hay sobre esta portentosa espada muchas otras historias que contar, que si Dios y las cabezas parlantes de Gazaga quieren, se irán relatando en este desconocido libro…




© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 24 de septiembre de 2010

LOS FRUTOS DE LA LIBERTAD



23 de septiembre de 1461

Los médicos recogen sus instrumentos, pues ya nada pueden hacer por el príncipe de Viana, que agoniza en su habitación del Palau Reial de Barcelona. Quieren ocupar su lugar los clérigos que, con pocas esperanzas, imploran con sus ruidosas salmodias la misericordia divina.

Carlos, desde el lecho, ordena con un hilo de voz que los saquen de allí. Lo que tenga que decirle a Dios se lo dirá muy pronto y a la cara, aunque confía en que Dios también le explique unas cuantas cosas…

Todo el salón está lleno de los preciosos objetos que ha ido acumulando a lo largo de los años: los tapices con las historias de los reyes de Bretaña, los ajedreces hechos en madera y hueso, los libros mil y una veces leídos mientras estuvo cautivo, las armaduras con las que justó en los torneos y peleó en las batallas, las cartas de las mujeres que le amaron, y el cuerno de unicornio, cuyo color varió del blanco purísimo al negro más profundo cuando Carlos bebió del vino del Priorat que su madrastra le envió como regalo pacificador. Pero ahora, ya casi sin tiempo para reposar la vista en una sola de aquellas maravillas, sólo pide que le acerquen el anteojo que compró en Sicilia, y aunque mucho le ruegan que no se levante, viste sus mejores galas antes de desplomarse en una silla que tiene tallado en su respaldo el triple lazo, símbolo de los reyes de Navarra…

No suelta el catalejo mientras los criados resoplan para cumplir su mandato: que le suban con silla y todo al piso más elevado de la torre que corona el palacio. Todos creen que el pobre manifiesta ya los delirios previos a la muerte, pero él sabe muy bien lo que busca…

Busca el mar. Las azules aguas que se extienden más allá de la ciudad, y que desde aquella atalaya se pueden contemplar, por encima de las torres de la catedral, de las del muy bello templo de Santa María y de los mástiles más altos de las naos atracadas en el puerto. El mismo mar que él recorrió de este a oeste hace tanto y tan poco tiempo a la vez. Nápoles, Palermo, Monreale, Cagliari, Mallorca y por fin, Barcelona, allí donde todo va a terminar…

Se incorpora para apoyarse pesadamente en la almena, y gradúa trabajosamente las lentes, casi incapaz de luchar ya contra el velo de muerte que nubla su mirada. Pero a pesar de ello observa el mar con la determinación de quien conoce su destino, revisando ansioso desde levante hasta poniente, hasta que logra distinguirla allí al fondo: tan morena y hermosa como cuando la conoció hace dos años, en las playas de Cerdeña…

Sí, es ella. Sus brazos emergen de entre las aguas para indicarle que le espera, que ha venido para cumplir la palabra que le dio hace dos años. Los últimos rayos del sol se reflejan en el sello real de Navarra que lleva colgado al cuello, y el príncipe devuelve la señal con el cristal de aumento que le ha permitido verla por última vez.

-Ya voy, señora mía, sólo será un momento –dice mientras se derrumba de nuevo en la silla.
Entre quienes le observan apesadumbrados, distingue a Martín de Elcoaz, que le ha servido fielmente desde que tiene memoria. Carlos le indica que se acerque y le habla así:

-Esto se acaba, Martín. Sé que los regidores de la ciudad tienen la intención de abrir mi cuerpo en cuanto fallezca para averiguar si me han envenenado. Da igual, donde yo voy no necesito saberlo. Pero quiero pedirte un último favor: guarda mi corazón y llévalo a Navarra. Juré volver algún día y no quiero que mi último minuto en la Tierra sea para lamentar que no pude mantener mi promesa.

-Dadlo por hecho, señor.

-Levantadme otra vez, os lo ruego. Queda una última cosa por hacer.

Y vuelve a dirigir el anteojo hacia el punto donde ella le aguarda, y justo en el mismo momento en que una brillante cola de pez se sumerge en el mar, él se hunde en el frío océano de la muerte.

Cabalga Martín con su valiosa carga envuelta en la seda roja y azul que indica la divisa de la Casa Real de Navarra. Cruza todo el reino de Aragón al galope y casi sin detenerse, pues teme las emboscadas de los esbirros del rey don Juan. Prefiere usar los caminos secundarios, que le permiten llegar a su país al abrigo de cualquier asechanza, y la puerta de su tierra, llegando a ella desde el oriente, es el castillo de Peña, muy cerca de Sangüesa. Mas no sabe Martín que aquella fortaleza ha sido tomada por el cruel agramontés mosén Pierres de Peralta, que cuando las primeras luces del alba le aseguran el acierto, dispara su ballesta desde el matacán y acaba con el espía al que sus hombres venían siguiendo desde Barcelona. Ni siquiera se entretiene en enterrar a su víctima. Ya se ocuparán de él los buitres –cavila mientras a uña de caballo abandona aquel agreste lugar.

Así que no hay nadie que pueda ver lo que al poco rato allí ocurre. Y es que una impresionante águila real vuela majestuosa alrededor del cadáver de Martín, impidiendo que las bestias carroñeras se acerquen a él. A su lado está el corazón del príncipe, que acomoda entre sus fuertes garras para emprender el vuelo. Cuando aún no está demasiado alta, arranca un trozo con el pico y lo suelta sobre el castillo, y nace en aquel mismo momento un acebo de frutos muy rojos. Sigue el viaje la rapaz, y arroja otro pedazo en Leguin, donde brota una fuente de aguas cristalinas. Y hace lo mismo en Pamplona, donde surge un endrino sin espinas y con bayas muy azules, y en Estella, donde florece un zumaque muy colorado, y en Tudela, donde germina una morera repleta de añiles, y en Olite, donde crece una vid cargada de uvas de piel violeta y mosto bermejo. Y el último fragmento del corazón lo lleva la emplumada mensajera hasta las verdes montañas que bajan de Roncesvalles a Ultrapuertos, y donde lo deja caer, un orgulloso roble marca que hasta allí llega Navarra. Y el águila se refugia a descansar entre sus ramas, esperando el momento en que alguien recoja todos esos frutos, y continúe la lucha contra la tiranía que inició el príncipe de Viana al enfrentarse a su padre.

Y fue escrito todo esto, como homenaje y recuerdo a su persona, la noche del mismo día que murió don Carlos, hace hoy 549 años.

Laus Deo.

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 22 de septiembre de 2010

DOS PAÍSES EN LA MOCHILA



Enero del año del Señor 1135

García Ramírez, junto a los ilustres don Fermín Valencia y don Marco Antonio Sanz de Acedo, cabalgan desde Pamplona hacia Vadoluengo, donde han de reunirse con otros tres caballeros aragoneses para acordar un tratado que selle la paz entre ambos reinos, que hasta hace apenas unos meses permanecieron unidos bajo el gobierno del rey Alfonso. Pero el inaceptable testamento de éste, que legaba todos sus dominios a las sagradas órdenes militares del Temple, del Hospital y del Santo Sepulcro, hizo que los nobles de ambos estados buscaran un señor propio al que seguir en batalla. Los pamploneses escogieron a García, y los de Aragón a Ramiro, hermano del soberano fallecido, pero también monje profeso en San Ponce de Thomieres…

La lucha parecía inevitable hasta que uno y otro llegaron al compromiso de que el monje “adoptara” al guerrero. Los dos conservarían sus respectivos reinos, pero Ramiro tendría el poder sobre el pueblo, y García mandaría a los caballeros en la guerra. Ese es el pacto que se debe suscribir hoy, muy cerca de Sangüesa…

Se llaman los caballeros aragoneses: don Joaquín de Carbonell, don Eduardo de Paz y don José Antonio de Labordeta. Es éste quien recibe a García Ramírez, pues le conoce de mucho tiempo atrás, cuando el ahora rey de Pamplona era sólo un niño allá en Monzón, y él era su maestro y quien le enseñaba todo lo que un hombre debe saber para bregar en la vida.

-Habéis elegido mal vuestro bando, señor de Labordeta –le saluda burlón el monarca-. No puedo creer que con lo combativo que sois, prefiráis obedecer a un fraile que a un guerrero…

-Soy aragonés antes que nada. Y vos también, aunque ahora hayáis escogido ser cabeza de ratón antes que cola de león. Y por eso mismo sabéis que:

“Somos
igual que nuestra tierra,
suaves como la arcilla,
duros del roquedal…”


Y es bien cierto que no simpatizo con los santurrones de hábito raído y tonsura en la cabeza, pero Ramiro me ha pedido que lleve el estandarte de Aragón, y os juro que no habrá quien me lo arranque de la mano, así que no os recomiendo intentarlo. Por todo esto que os cuento, quizás seáis vos quien deba cambiar de bando, que no entiendo por qué habéis aceptado separar a las tierras y a las gentes de Pamplona de la unión con Aragón…

-Pues para poner en práctica la principal lección que de vos mismo aprendí. ¿Recordáis?:

“Que sea como un viento
que arranque los matojos
surgiendo la verdad,
y limpie los caminos
de siglos de destrozos
contra la libertad.”


-Y buena cosa será para Navarra que siempre tengáis esa enseñanza en mente, señor don García. Lo que nunca adiviné en aquellos años son vuestras actuales veleidades guerreras…

-¿Olvidáis que por mis venas corre la sangre del Cid Campeador, el mejor hombre que jamás ciñó espada?

-No he olvidado a vuestra madre, no. Bien majica que era doña Cristina. Aún no entiendo qué pudo ver en vuestro padre, porque yo era mucho más guapo. Aunque también recuerdo la copla, y aunque yo no dé importancia al nacimiento de las personas, pues para mí todas son iguales, resulta evidente que don Rodrigo Díaz de Vivar sí que se lo daba. ¿Os acordáis de cuando la cantábamos juntos?:

“Ved cómo aumenta la honra del que en buena hora nació,
cuando señoras son sus hijas de Navarra y Aragón.
Hoy los reyes de España sus parientes son,
a todos alcanza honra, por el que en buena hora nació…”


-Seguís teniendo un vozarrón estupendo, don Jose Antonio, y estaría verdaderamente complacido si lo utilizaseis para cantar las glorias de mis antepasados, los reyes de Pamplona.

-A esos no les han de faltar nunca cantantes, no os preocupéis, pero ya sabéis que yo prefiero otro tipo de canciones menos lisonjeras, así que no me pidáis que cambie ahora, que soy ya viejo para hacerlo. Y vamos a lo nuestro, que es evitar que acabemos todos dándonos de garrotazos por un quítame allá esa aldea, ese río o ese mallo. Busquemos, en definitiva:

“Tiempos
que traigan en su entraña
esa gran utopía
que es la fraternidad.”

-¿Y con qué territorios os conformaríais?

-“Polvo, niebla, viento y sol,
y donde hay agua una huerta.
Al norte los Pirineos:
esta tierra es Aragón.”


-Y yo no os lo niego, pero Tudela ha de quedar en mi reino, que si yo la perdiera, mi mujer Margarita no me lo perdonaría jamás, pues no en vano tan hermosa ciudad es propiedad suya…

-Gran perla perderemos entonces, pero si es por conseguir la paz, aún os ofreceremos también la ilustre villa de Sangüesa, para que vuestro reino quede bien defendido por el Este. Pero eso sí: nosotros nos quedamos con Uncastillo, Sos y Ejea, que somos generosos, pero no tontos...

-¿Quién podría rechazar acuedo tan extraordinario? Por mi parte nuestras diferencias quedan zanjadas para siempre. Sosieguen de una vez los pueblos y llegue por fin la paz a las dos riberas del río Aragón.

-Veo que os enseñé bien cuando eráis mocé, y me enorgullezco de ello.
Sí, ya casi las estoy oyendo:

“Sonarán las campanas
desde los campanarios,
y los campos desiertos
volverán a granar
unas espigas altas
dispuestas para el pan.”


Nos dice la Historia que Aragón y Navarra volvieron a enzarzarse en disputas estériles muchas otras veces, mas a quien esto escribe le parece que nada semejante hubiera ocurrido de haber muchas más personas como Jose Antonio Labordeta al frente de los casi siempre turbios intereses políticos. Y eso que seguir su ejemplo es bien fácil, basta con recordar que:

-“Aunque me voy no me voy,
aunque me voy no me ausento.
Aunque me voy de persona,
me quedo de pensamiento...”


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

lunes, 20 de septiembre de 2010

UN REY DE NAVARRA DEBE CUMPLIR SIEMPRE SU PALABRA

¿Recordáis cómo pesan en la conciencia las promesas no cumplidas, las que sabemos que ya nunca podremos llevar a cabo?

31 de diciembre de 1386

Carlos II de Navarra está agonizando en su palacio de la Navarrería de Pamplona. Mañana, a más tardar, deberá rendir cuentas a Dios, y siendo consciente de ello, no le atormentan los recuerdos de todas las veces que engañó a sus iguales, los reyes de Castilla, de Francia o de Inglaterra. Al contrario, sigue orgulloso de su proceder, porque con la dedicación de un acróbata, consiguió siempre salvar al reino de todos los peligros que lo acechaban. Está bien: casi siempre. Pero con los menguados recursos de los que ha dispuesto, nadie hubiera reinado mejor que él.

Sí, por supuesto que engañó a los otros reyes, y ellos a su vez le traicionaron a él, porque gobernar y mentir es siempre una misma cosa. Y como sabe que todos lo hicieron, no se arrepiente ni de uno solo de sus enredos, si sirvieron para conjurar una amenaza de invasión, de la pérdida de un par de castillos estratégicos o para terminar con las razzias de bandidos en las fronteras. No, ahora que está a punto de morir, en su memoria únicamente anida el recuerdo de la gentil María de Sarrance, dama de honor de su hermana, la princesa Agnes de Navarra…

¿Quién hubiera podido imaginar entonces que su cuñado, el siempre soberbio Gastón Febus, habría de prestar oídos a Yvain, uno de sus numerosos bastardos, que buscando nada más que su medro personal fue capaz de inventarse que Carlos había querido envenenarle utilizando para ello a su sobrino, el joven Gastón, heredero legítimo de su padre?

Pero le creyó, y llevado de su legendaria cólera ordenó encerrar en las mazmorras del castillo de Pau a su propio hijo, y también llevar a su mujer Agnes, sólo con las ropas que llevase puestas, a la frontera del Bearne con Navarra, donde Miguel de Orendáin, capitán de la Guardia Real y hombre de confianza de Carlos, tuvo que luchar a brazo partido para salvarle la vida, pues ella se negaba a abandonar a su hijo en las manos de aquel loco.

Y por Dios que era todo mentira, pues si Carlos hubiese querido, hubiera podido matarle de mil maneras más astutas que implicando a su hermana y a su sobrino. Pero las circunstancias habían llegado tan lejos, que si la guerra entre ambos países no había estallado ya era solamente en atención a la situación del joven príncipe Gastón, a quien su padre, y da dolor escribirlo, amenazaba con matar si veía un solo estandarte navarro asomar por las crestas del pirineo…

A ninguno de los servidores de la princesa Agnes se le permitió acompañar a su señora, Naturalmente a María de Sarrances tampoco. Y no sólo eso, sino que puestos en tormento muchos de ellos para intentar confirmar una conjuración que sólo existía en la imaginación del señor del Bearne, uno de los mayordomos de palacio, descoyuntado su cuerpo y su entendimiento por las torturas, denunció a María como cómplice principal del rey de Navarra, pues muchas veces les había visto juntos cuando el soberano venía a visitar a su hermana Agnes.

Hecho jirones su cuerpo por los latigazos, los verdugos proceden a calentar al rojo vivo el hierro con el que marcarán la frente de María con la T mayúscula de los traidores. Pero sólo pueden sacar de ella una única frase que repite una y otra vez:

-Volverá a por mí, él me dijo que un rey de Navarra debe cumplir siempre su palabra…

Y Gastón de Bearne ruge de rabia al oírla, y ordena a los jueces, que tiemblan de miedo ante su iracundo señor, que la condenen a la hoguera, por bruja y envenenadora. Y mientras se prepara la pira en el patio del castillo, envía un mensajero a su cuñado, para que conozca las últimas palabras de su amante.

Y llegado el heraldo a Pamplona, ha de salvarle Miguel de Orendáin la vida, pues el rey quiere hacerle pagar tanta bellaquería, olvidando el salvoconducto del que gozan todos los correos. Ya se está colocando Carlos su armadura, dispuesto a salir a Pau a la carrera, cuando se presenta en el salón su hermana Agnes con un puñal en la mano. Entre grandes llantos habla de esta forma, arrodillada ante su hermano:

-Quitadme la vida ahora con este cuchillo, porque si acudís en defensa de doña María, Gastón matará a mi hijo sin dudarlo, y yo no podré soportarlo. Si estimáis en algo vuestra propia sangre y el honor de nuestra familia, permaneced en el reino. Un rey puede tener muchas amantes, pero yo no tengo más hijo que aquél que permanece en las mazmorras de su padre…

Y Carlos duda, conmovido por las certeras palabras de Agnes, que se equivoca al considerar a María una amante pasajera, pues sólo él sabe que desde la muerte de su esposa, la reina Juana, vivió triste y preso de la melancolía hasta el preciso momento en que conoció a María. Esa misma María que confía ciegamente en que cumplirá la palabra que le dio de que volvería a por ella al Bearne. Y es que un rey de Navarra debe cumplir siempre su palabra…

En medio del castillo de Pau, el fuego lo enciende el propio Gastón, y mientras arroja la antorcha a la pira donde está atada doña María, le dice con toda la inquina de la es capaz:

-La próxima vez aprenderéis a no confiar en la palabra de un rey de Navarra. Lástima que para vos no habrá ya próxima vez…

En ese mismo momento, Carlos, desde la torre de San Llorente, la más alta de la capital, otea el horizonte con las manos crispadas sobre las almenas. El feroz viento del noreste parece traerle los gritos de María al otro lado de las montañas, y Dios sabe que se arrojaría de aquella altura ahora mismo por haber cedido a las súplicas de su hermana, y siente tal dolor en su interior, que le parece que su corazón ha quedado partido en dos.

Han pasado 17 años ya de todo aquello, y ni un solo día ha dejado de Carlos de pensar en María y en la palabra empeñada. Y le duele más aún, porque el malvado Gastón acabó cumpliendo su amenaza y asesinó a su propio hijo en uno de sus arranques de furia. De tal modo que su hermana, que vive desde entonces acogida en el palacio de Estella, perdió la razón, y él perdió a María.

Pero el fin de su vida se acerca, siente que no pasará de esta noche, y don García de Eugui, su confesor, que ha acudido a ungir su frente con los santos oleos, únicamente puede entenderle una frase, que el monarca repite como una oración:

-Volveré. Un rey de Navarra siempre debe cumplir su palabra…

9 de septiembre de 2010

Miguel Orendáin, cabo de la Policía Foral, mira el reloj en el salpicadero del furgón especialmente acondicionado que conduce por la serpenteante carretera que lleva de Roncesvalles hacia San Juan de Pie de Puerto. Maldice su suerte: tenía el día libre, pero el sargento encargado de llevar a cabo esta misión ha enfermado de repente, y le ha tocado a él sustituirle urgentemente. Tan rápido ha sido todo que no ha podido avisar a Marta de que ha tenido que dejar a Eneko y Martín con su abuela, que no está la pobre como para aguantar muchos trotes. Cuando llegue a su destino volverá a llamarla. Mira que le tiene dicho que recargue el móvil, pero no hay manera…

No puede descuidarse mucho, la hora de entrega se echa encima, y aún no ha llegado a la autopista, pero tampoco es cuestión de pisar demasiado el acelerador, no vaya a ser que provoque un incidente internacional con algún gendarme. ¡Cómo se pondrá Marta cuando sepa que tiene que ir a recoger a los críos a la otra punta de la ciudad! Igual es hasta bueno estar al otro lado de la frontera…

Con las prisas ni siquiera ha preguntado qué es lo que transporta. Sólo sabe que ha de entregarlo en el castillo de Pau, y que ha de hacerlo justo dentro de diez minutos. Precisamente los mandos, desde Pamplona, se lo están recordando en ese mismo instante por la radio, pero antes de que pueda responderles, su móvil vibra en el bolsillo. ¡Seguro que es Marta, pero ahora no puedo hablar!

Al fin, con cierto chirrido de ruedas como clarín anunciador, ha llegado ante la imponente mole palacial. No está nada mal, quizás sería bonito organizar una excursión familiar por esta zona, cuando a su mujer se le pase el enfado, claro…

Al otro lado del patio, en la escalera de la puerta principal, le está esperando el comité de recepción, y parecen nerviosos, así que lo mejor será acabar cuanto antes. Abre las puertas traseras del furgón y se sorprende cuando lo único que ve es una pequeña caja de madera en forma de cubo. Esperaba algo mucho más pesado, la verdad. Suelta rápidamente las cuerdas de sujección y levanta el cajón, que es aún más ligero de lo que pensaba. Atusa un poco su uniforme y se coloca bien la txapela roja antes de empezar a cruzar el patio a buen paso y, justo en ese preciso momento, el móvil vuelve a sonar. No sabe muy bien qué hacer, pero el patio es grande, y cree que le dará tiempo a explicarle lo sucedido a su mujer antes de llegar a la escalera, además la caja no pesa nada…

En cuanto descuelga el teléfono, una catarata de pronombres interrogativos resuenan en su oído con la voz de Marta:

-¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién?

Y con el sofoco de intentar contestar tanta pregunta, no ve Miguel que los adoquines del pavimento no son todos de la misma altura, como cualquier estudiante de primero de arquitectura recomendaría, sino que muchas de las piezas sobresalen tanto como los abrojos con los que soldados de a pie derribaban a los caballeros de sus monturas, de tal forma que su pie derecho tropieza con tal fuerza con uno de aquellos pedruscos, que salen volando por los aires teléfono y cajón mientras él cae con estrépito.

Al golpear el cajón el suelo, la madera se astilla, y lo que parece ser un pequeño recipiente de cristal sale dando tumbos hasta que con el último rebote, cae en el lugar exacto donde, 641 años antes, fue quemada la gentil dama María de Sarrance.

Y entonces la vasija de cristal se rompe y el corazón de Carlos II de Navarra cumple por fin su palabra entre los gritos y aspavientos de los profesores desde la escalera, de Marta desde el móvil destrozado, y del cabo Miguel Orendáin, que acaso por el fuerte golpe que se ha dado en la cabeza, sólo repite una y otra vez:

-He vuelto. Un rey de Navarra siempre debe cumplir su palabra…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 16 de septiembre de 2010

OIRÉIS CANTAR HERMOSO...



3 de agosto de 1459

Hace cuatro días que la embarcación donde viaja el príncipe de Viana abandonó el puerto de Palermo. No lo hizo por propia voluntad, sino por mandato expreso de Juan II, que, temeroso de las simpatías que en la siempre levantisca Sicilia pueda concitar su hijo, le ha ordenado que se presente en Mallorca cuanto antes.

Su padre, como de costumbre, exagera. No ha sido el embelesado pueblo siciliano quien le ha despedido en el muelle, sino una legión de acreedores con sus cartas de pago en la mano, exigiendo cobrar todo lo adeudado.

¿Qué esperaban? Fue educado en la idea de que un príncipe, además de serlo, debe también parecerlo, y eso no resulta nada fácil cuando no se tiene dinero y se han de vender cargos honoríficos en su inexistente corte para seguir manteniendo en pie una causa que se derrumba por todas partes, tanto en Navarra como en Aragón.

Ahora toca mendigar ante una nueva asamblea: la de los diputados de Cerdeña, cuya sede, en el castillo de Cagliari, brilla al potente sol mediterráneo mientras la galera de Carlos se aproxima a la costa.

Y, efectivamente, habla ante las Cortes Sardas. Eso se le da bien, y si le aseguraran que van a concederle el subsidio que les demanda, hasta cantaría y bailaría para ellos, como un juglar itinerante, que es en lo que realmente se ha convertido desde que salió de su tierra hace ya tres años...

Cuando termina su parlamento, la Cámara le solicita que les deje reflexionar sobre su petición, y el príncipe, a quien debieran besar la mano, por ser el legítimo heredero de todos estos estados, únicamente puede humillarse y abandonar el palacio hasta que el Senado decida.

La ciudad bulle de vida a su alrededor, pero tras su penúltima actuación, Carlos no está de humor para disfrutarla. Ahora que se acerca el anochecer, prefiere bajar hasta la playa que los lugareños llaman “il Poetto”, ¿y qué mejor lugar para él, mucho más poeta que príncipe, según dice siempre su padre?

Camina por el larguísimo arenal mientras deja que las pequeñas olas salpiquen sus pies. No puede dejar de pensar que aquel mar -del que, queriendo expresar el dominio aragonés, cuentan que hasta los peces llevan grabadas en sus escamas las barras rojas y doradas de su escudo-, le pertenece por derecho de nacimiento y que, sin embargo, ha de peregrinar en busca de limosna por todos los reinos que forman aquella corona. Y piensa entonces que está ya harto de todo aquello: de combatir contra un enemigo que tiene todos los triunfos en la mano, de ser siempre la eterna promesa, de perseguir tronos que nunca podrá alcanzar…

Así que rebusca en su bolsa los sellos reales de Aragón y de Navarra, que le pesan como si fueran de mármol, y los lanza al agua con toda la fuerza de la que es capaz su brazo. Y cuando los ve hundirse, se deja caer en la orilla, completamente liberado.

Pero al poco, una cantarina voz, que parece detener el tiempo con su bella cadencia, le saca de su ensimismamiento:

-¿Es ésto vuestro? –le dice una mujer completamente desnuda que trae en su mano los sellos recién arrojados.

Ella lleva el pelo corto, su piel morena está perlada por miles de gotas, huele a sal, y parece caminar con cierta dificultad. Pero vuelve a reiterar su pregunta:

-¿Es esto vuestro?

-Lo era –responde todavía sorprendido-, pero ahora es vuestro puesto que lo habéis encontrado en el mar.

-Yo no los quiero. Además, ya tengo uno parecido –dice señalando un medallón que lleva colgando del cuello, mientras entrega a Carlos los que lleva en la mano.

-¿Esto de ir desnudas es una costumbre de todas las mujeres de esta isla o es un asunto exclusivamente vuestro? –le interpela un tanto azorado...

Ella ríe mientras se sienta a su lado y se cubre con la capa del príncipe. Y le enseña el collar, aunque debe ponérselo muy cerca de los ojos para que él deje de mirar con la boca abierta otras joyas naturales que saltan más a la vista...
Carlos lee la leyenda que bordea el emblema: “Ludovicus, Princeps Navarrae, et Albaniae Victor”. Extrañado, pregunta a la misteriosa dama dónde ha comprado aquella antigüedad.

-Me la dio él mismo la noche que le conocí, en la bahía de Nápoles. Él también lanzó al agua el sello que le confería su autoridad, y yo se lo devolví, igual que a vos. Pero hace mucho tiempo de eso…

-Y tanto que hace mucho tiempo, como que don Luis fue el hermano favorito de mi bisabuelo el rey don Carlos, que Dios haya. Me parece que pretendéis reíros de mí…

-El tiempo es como el mar: unas veces se muestra tranquilo e inerme, y otras furioso e invencible. Yo vengo del punto justo donde se encuentran esa calma y esa tormenta, aunque vos no podáis entenderlo. Tampoco lo entendió don Luis, pero habrá de bastaros con saber que estoy aquí para lograr que reconsideréis vuestra decisión, como también conseguí que lo hiciera vuestro antepasado.
Sí, Carlos. Él también se sentía desafortunado, pobre, sin sitio y sin honor, pero la gloria de la conquista le aguardaba en las costas de la indómita Albania, y así se lo hice ver.

-O sea que lo mío viene de familia, ¿no es eso? ¿Y quién os creéis que sois vos para aconsejarme lo que debo o no debo hacer con mi vida, señora? Francamente, no creo que una pescadora coja pueda solucionar los problemas de un rey.

-¡Soy reina allí de donde vengo, presuntuoso principito! Y esta “coja” puede aventajaros a vos y a vuestro barco en cuanto me introduzca de nuevo en el mar… ¡Más os valdría dejar de autocompadeceros y pensar en los que en Navarra o en Cataluña mueren por vos y por lo que representáis, confiando en que vuestro gobierno deshaga alguna vez todos los entuertos que ha causado el de vuestro padre. No tenéis derecho a abandonarlos, cada cual ha de cumplir su destino, y el vuestro es ser el rey de Aragón y de Navarra. Al menos debéis intentarlo, sino por vos mismo, por ellos…

-Me gustabas más como pescadora que como reina, pero no dejas de tener razón, así que puedes sosegar tu genio, porque te juro que volveré a mantener mi causa, por más perdida que a todos parezca. Al fin y al cabo, ser lo bueno por conocer siempre será mejor que encarnar lo malo conocido…

Y tanto hablar ha dado sed a la pareja, así que compran unas redomas de buen vino sardo a un vendedor ambulante, y entre botellas de “Cannonau”, de “Malvasia”, de “Nasco”, y de un licor de mirto de muy agradable sabor que allí y sólo allí se fabrica, va pasando la noche en interesante conversación y gustosos amoríos, que sólo a ellos dos conciernen, aunque al lector curioso y avisado le bastará con saber que entre abrazo y abrazo, a Carlos le parece ver el escudo de Aragón tatuado sobre el tobillo de tan sin par señora…

Y cuando sale el sol, es hora de que los amantes se despidan. Así que Carlos le pregunta si la volverá a ver, y ella le responde que sí: que dentro de apenas dos años volverán a verse en las playas de Barcelona, que es ciudad de las más importantes que baña aquel mar. Y promete también al príncipe que su travesía hasta allí será tranquila, pues ella hará que el viento “Scirocco”, que envuelve siempre a Cerdeña desde el sudeste, empuje velozmente a su velero, y que el viento "Maestrale", que sopla desde el noroeste, permanezca calmo y sin fuerzas que oponerle. Y él le entrega a cambio el sello real de Navarra, para que acompañe en su cuello a la solitaria insignia de don Luis.

Y cuando la ve dirigirse hacia el agua, piensa que por la sal que andando tiene, y la luz que hay en su cara, bien se ve que… Y justo en ese momento llegan sus servidores para anunciarle que los nobles de la isla han decidido no entregarle dinero alguno, así que ordena que aparejen su barco y zarpa hacia Mallorca, no sin otear de cuando en cuando el mar, por si puede verla otra vez antes de aquella cita de Barcelona, que demasiado bien sabe lo que significa, pues, aunque no le haya dicho nada a ella, sabe mucho de Historia, y sabe por tanto que don Luis murió en las costas de Durazzo, capital de la inhóspita Albania. Y envidia su suerte si lo hizo en brazos de mujer tan especial. Pero es que también conoce de sobra, por múltiples experiencias propias, que conviene no aburrir a mujer alguna –sea su condición terrestre o ultramarina-, hablándoles sólo de Historia.

Y esto era a muchos grados de marea al sur de Algheró...

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 12 de septiembre de 2010

FANTASIANT



Ha de hacer Carlos de Viana una parada en la plaza de San Martín, que nota que los zapatos que ayer mismo compró en la tienda que el señor Albizu tiene en la plaza de San Juan de Estella, le vienen pequeños. Pega todavía fuerte el sol septembreño, así que aprovecha para refrescarse en la fuente de la mona, cuyos cuatro caños hacen borbotear el agua en la pileta.

Sí, será mejor cambiarlos por otros un número mayor, piensa mientras cruza el puente del azucarero para retornar a la ciudad. De paso se acomoda en el morral el libro de mosén March que vio esta mañana en la librería Clarín y no pudo resistirse a comprar, pues no en vano es don Ausias uno de los mejores poetas del momento, y es además también uno de sus más leales súbditos, pues otro de los títulos que ostenta el príncipe es el de duque de Gandía, ciudad donde el valenciano vive y compone todos sus versos.

En la Rúa Mayor, los ricos aromas que salen del obrador de "La Mallorquina" le hacen caer una vez más en el dulce pecado de la gula, y es que nunca puede pasar por allá sin probar unos sanchicos o un buen trozo de tarta de San Andrés. Y ya que esta calle abunda en comercios señalados, no le parece bien no escoger un vestido a la última moda de Borgoña en “Selecciones Armañanzas”, que mucho ha de agradecer el detalle su querida esposa Agnes.

Con los nuevos zapatos se siente mucho más cómodo, sí señor, así que se dirige muy contento al Florida a tomarse un aperitivo, un vino aromatizado con hierbas al que se aficionó en sus viajes por Italia con los señores Martini y Peruzzi.

Y entre unas cosas y otras, ve que la clepsidra marca casi ya la hora convenida. Y es que, como quedó dicho, es don Ausias March tan buen vasallo que le ha enviado desde su soleada Gandía, a más de varios cestos de hermosas toronjas, toda una representación de ministrers escogidos entre los mejores de su capilla. Y al frente de todos ellos viene el muy virtuoso artista don Carles de Magraner, al que es cosa de mucha maravilla y regocijo poder escuchar en aqueste reino de Navarra.

Las pastas y los vinos -piensa un tanto sofocado-, pesaban menos sobre el mostrador que subiendo las escaleras de San Miguel, que es donde va a darse el concierto, y donde ya le espera Agnes sentada en sitial de honor, como a tales príncipes corresponde.

Y muy pronto empiezan a sonar tan lindos aires, que hasta las bóvedas de piedra del templo parecen ahuecarse con tan bella música, compuesta para acompañar los versos de don Ausías:

-“El mal que amor promete no conviene
pensar que el esfuerzo humano lo sufriese;
Pues amo el daño que de amor me viene,
sentid que haría el bien si me viniese;
La cuenta en que mi alma os tuvo y tiene,
mi lengua os lo diría si pudiese;
Y es mi afición tan alta soberana,
que casi os juzgo más que por humana.”


Y le parece a la princesa de Viana que esos versos le suenan un tanto, y aún más los siguientes que va desgranando la capilla de ministrers:

-“Amar yo tibiamente es baja cosa,
que los extremos son aquí excelentes;
El poco amor ni cansa ni reposa,
ni causan mal ni bien sus accidentes;
El que se extrema es fuerza tan sabrosa
que nunca jamás mira inconvenientes;
Cada uno tiene de estos su camino,
y el medio de los dos jamás lo atino.“


Y no le caben dudas cuando oye los últimos:

-“Parece esto misterio a alguna gente,
mas quien Arnaut Daniel mirar quisiere,
y en otros de aquel tiempo, claramente
verá quien es amor y cómo hiere;
Mi dama en rostro, en habla, en continente
muy claro da a entender que no me quiere;
Si le estoy cerca, estoy desatinado,
y muestro aborrecerla de turbado.”


Y es que todos estos serventesios ya los había leído ella, pero no en los libros del buen don Ausías, sino en las cartas que le envió Carlos a Kleves cuando se concertó su matrimonio. De manera que entiende que el príncipe hizo pasar como salidas de su caletre todas estas maravillas que en realidad pertenecían al del poeta valenciano.

Y duda si reprochárselo o no a su marido, porque al fin y al cabo son estos maravillosos versos escuela de amadores y espejo de enamorados, y si Carlos pensó que con ellos lograría conquistarla, anduvo muy certero en tal elección, pues consiguió su objetivo. Así que, al terminar el concierto, se le queda mirando a los ojos mientras el público aplaude el desempeño de los ministrers, y el príncipe, que comprende enseguida la expresión burlona de su esposa, se acerca a su oído y con gesto sonriente le dice:

-No os maraville, señora, que sabéis bien que soy mucho mejor historiador que poeta, y es de necios querer superar a un maestro no teniendo arte para ello.
Pero no penséis que es plagio, no, sino a lo sumo mera "intertextualidad"…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 9 de septiembre de 2010

CAMBIO DE LOOK



Hace un lustro ya que Esteban de Idoate asumió la regencia de Navarra y en todo ese tiempo apenas ha recibido noticias de Blanca, que permanece en algún lugar de la gélida Escandinavia.

Es cierto que cada año, para la fiesta que conmemora el aniversario de la coronación del primero de los Teobaldos, la reina ausente le envía una carta, y también que el capitán la lee y la relee buscando hallar una clave oculta más allá de las instrucciones políticas o de las quejas sobre el clima extremo del lugar donde vive. Pero nunca encuentra nada que le permita albergar la más mínima esperanza de que ella regresará algún día. A pesar de ello guarda esos cinco mensajes siempre muy cerca de sí, pues los siente como si fuesen las cinco últimas golondrinas que se resisten a emigrar ante la llegada del crudo invierno.

En una de esas cartas, Blanca le habla del nuevo estilo arquitectónico que se va extendiendo por todas partes. Según ella las bóvedas apuntan más y más hacia el cielo, los muros se adelgazan e incluso se rasgan para dar paso a la luz y desterrar de esa forma las tinieblas infinitas del arte anterior, haciendo que el espíritu ascienda hacia lo alto por aquellos rayos de sol teñidos de colores que las vidrieras filtran…

Pero no cree Esteban tener el ánimo para tanta luz y tan poca piedra, pues nació y ha vivido siempre saltando entre castillos rocosos y, si acaso alguna vez necesita emplear su tiempo en rezos y plegarias, prefiere hacerlo en la penumbra de las pequeñas iglesias de su valle natal, donde apenas se distingue más luz que la oscilante de la lamparilla al fondo de la nave. Las cuitas que tengamos Dios y yo –piensa- nadie más tiene por qué saberlas…

Sin embargo ha entendido la recomendación, pues recuerda bien que Blanca jamás ordena, sino que le basta con sugerir lo que debe hacerse en cada momento. Y ese es un gran privilegio que han tenido siempre las princesas de Navarra y aún las que, no recibiendo el tratamiento de alteza, habitan entre estas mugas. Y no está el capitán por la labor de acabar con tal costumbre, que ha sido soldado y sabe que no conviene emprender batallas perdidas de antemano.

Así que hace llamar a todos los mazoneros disponibles, y envía a cada uno de ellos a un lugar diferente del reino, con el mandato expreso de que construyan iglesias y palacios en el nuevo estilo. Sólo Izagaondoa y la Valdorba quedarán fuera de este decreto, pues no le parece puesto en razón deshacer los edificios donde Blanca y él pasaron su infancia, y cree que ella, que tiene en la espalda tres hermosos lunares justo en la misma disposición triangular que los castillos de Leguin, Monreal e Irulegi adoptan en el mapa, pensaría igual y no querría cambiar nada de aquellas comarcas.

En poco tiempo Navarra entera queda cubierta por un blanco manto de templos y de castillos ojivales. Todos en perfecto orden de revista por si su soberana decide inspeccionarlos aunque, mientras eso no ocurra, es Esteban quien procede a visitarlos y a maravillarse con alguna de las arriesgadas fábricas levantadas por el talento de los canteros. Pero sólo en una de ellas, la de Larumbe, rompe su habitual mutismo y pide hablar con el maestro que está tallando aquellas singulares figuras del pórtico. Oiréis lo que le dice:

-He contemplado prácticamente todas las obras que la reina pidió que se pusieran en marcha, y puedo aseguraros que la vuestra no se parece a ninguna de ellas. Y como lo excepcional es lo que perdura para siempre en la memoria, quiero pediros que nos esculpáis a Blanca y a mí en uno de los capiteles que os restan por completar. Quisiera que nos representaseis como cuando nos solazábamos en los jardines llenos de lirios del palacio de Mendinueta, sentados con las piernas cruzadas jugando a ser reyes moros, yo con mi barba y ella con su largo pelo moreno. Cuando parecía que siempre estaríamos juntos…

Al callar el último cincel, envía el capitán una paloma hacia Thule con un único mensaje: “Siempre como tú desees”. Y cuando la ve desaparecer volando hacia el norte, invita al maestro a compartir con él uno de aquellos famosos mejunjes suyos con enebro y nieve que, si no quitan las penas del corazón, al menos las templan bastante.

Y silba el viento entre los árboles, y repiquetea el río allá abajo…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

domingo, 5 de septiembre de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS VI: ARITMÉTICA ELEMENTAL



Prefiere consultar una y otra vez los tratados, aunque conozca sus teorías de memoria, pues al fin y al cabo él mismo es quien las ha escrito. Y es que el encargo del cardenal hace días que le tiene absorto...

Es cierto que, sin falsas modestias, puede considerarse a sí mismo como uno de los mejores matemáticos que jamás haya existido -sería de tontos negar lo evidente-, pero ahora se enfrenta a un reto nunca alcanzado anteriormente por ningún otro científico: desarrollar la fórmula exacta e infalible que, al ponerse en práctica, consiga la paz perpetua entre aquellos hombres que se hallen sumidos en la oscuridad de la guerra.

Y no le ha importado simultanear esta titánica misión con su trabajo en la capilla mayor de los franciscanos de Arezzo. Al contrario, se ha ayudado de los cálculos aritméticos que su despierta mente ejecuta sin cesar, para plasmar con el mayor realismo posible las escenas sobre la leyenda de la Vera Cruz, que los Bacci le encargaron hace ya varios años. Y es que sus frescos se basan tanto en la ciencia matemática, que los cuerpos en ellos representados –iluminados por el brillante sol de la Toscana- quedan perfectamente asimilados a volúmenes geométricos regulares, y sometidos a la implacable ley de la perspectiva. Y parece haberlo logrado, pues quienes los contemplan experimentan en su interior un gozo y un anhelo tal de concordia -aunque algunos muestren las escenas de batalla más sangrientas-, que en verdad puede afirmarse que desde tiempos del griego Apeles, jamás artista alguno había alcanzado semejante perfección.

Y desde luego que es el cardenal la clave de todo el asunto: de la búsqueda de la paz, y de los frescos que Piero está a punto de terminar.

Ivan Bessarión, el príncipe de la Iglesia Romana, “el de la barba partida”, que sin embargo nació arrullado por los monocordes cantos ortodoxos de la bizantina ciudad de Trapisonda. Él fue el primero en darse cuenta de que el Imperio tenía las horas contadas, y el que más se esforzó por poner fin al cisma que desde 1054 separaba a las iglesias hermanas. Lo hizo con tanto ahínco que el Papa Eugenio IV acabó nombrándolo cardenal, pero sus esfuerzos diplomáticos no consiguieron amansar al sultán otomano, que en 1453 conquistó Constantinopla.

Han pasado ocho años de esa fatídica fecha, y un nuevo pontífice ocupa el trono de San Pedro. Eneas Silvio Piccolomini es su nombre, y como humanista y bibliófilo reconocido, admira fervientemente la labor intelectual del cardenal Bessarión, que ha salvado centenares de preciosos libros griegos de perecer en las hogueras turcas. Ambos están de acuerdo en organizar una amplia coalición de países cristianos que recupere de manos de Mohamed II la tierra natal de Iván y, para conseguirlo, juntos elaboran una estrategia cuyo pilar fundamental serán los cómputos imaginados por ese pintor nacido en el Borgo de San Sepolcro.

Otros en la antigüedad buscaron inútilmente la manera de convertir el plomo en oro, pero Eneas e Iván no buscan la riqueza, sino la paz, y al Santo Padre es a quien le corresponde dar el primer paso en ese sentido…

Sí, lo han estudiado con mucho detenimiento, llegando a la conclusión de que antes de bregar contra el turco, las fórmulas de Piero deberán demostrar su eficacia en un campo de operaciones más pequeño: el reino de Navarra, que se debate en luchas intestinas desde hace casi una década. Precisamente, como si la Providencia les señalase el camino, el obispado de Pamplona está vacante, así que el Papa no tarda en adjudicárselo a Bessarion, cuya primera medida es enviar a su vicario Juan de Michaelibus a templar los ánimos de los belicosos navarros. Y viaja con él un joven aprendiz del taller de Piero, con el mandato de que dibuje al carboncillo, y en el menor plazo de tiempo posible, los rostros de todos los protagonistas de aquella sangrienta contienda. Y mientras llegan aquellos retratos, Bessarión se refugia en su biblioteca para conocer más datos de la diócesis que le ha tocado regir y, si Dios quiere, pacificar…

Y en los libros comprende la naturaleza del enfrentamiento entre Juan II, que usurpa la corona apoyado por la facción Agramontesa, y su hijo Carlos de Viana, que reivindica su condición de auténtico rey de Navarra, sostenido por sus partidarios Beamonteses, y de su propia mano escribe un informe para que Piero di Benedetto dei Franceschi, más conocido como Piero della Francesca, pueda con esos datos, y con las efigies trazadas por su discípulo, comenzar a realizar una pintura que ponga fin a la guerra de Navarra.

Y es por todo lo ya relatado que el artista lee y relee sus propias obras: el “Trattato d’Abaco”, el “De prospectiva pingendi” y, sobre todo, el “Libellus de quinque corporibus regularibus”. Y cuando está verdaderamente seguro del resultado que quiere obtener, comienza a preparar un políptico igual a los que trajo a Italia el maestro flamenco Roger Van der Weyden, pues no hay otra manera de que su pintura llegue a Pamplona. Y realiza su trabajo en la propia capilla Bacci, rodeado de las impresionantes y aún inacabadas figuras del emperador Heraclio combatiendo contra el persa Cosroes, del rey Salomón –con los rasgos del sabio Bessarión- recibiendo a la reina de Saba, de Santa Elena y sus damas de honor adorando a la Santa Cruz, del César Constantino soñando con el ángel de la victoria en Ponte Milvio…

Y muy pronto las desnudas tablas laterales, más pequeñas que las interiores, que a su vez son más pequeñas que la central, van poblándose con las imágenes simétricas de los nobles beamonteses y agramonteses, encabezados por el prior Juan de Beaumont unos, y los otros por mosén Pierres de Peralta, y todos detrás de quien cada uno considera legítimo soberano. El príncipe de Viana, al que Piero conoció en Florencia, en casa del maestro Uccello, tiene ese rostro de los acostumbrados a soñar despiertos, y aparece a lomos de su caballo de guerra, que responde al nombre de “Volador”, y va enjaezado con los colores rojos y azules de la casa real navarra. A don Juan lo muestra vestido con muy rica armadura, y las hebras de plata que puntean sus sienes y su barba no indican vejez, sino terca determinación. La escena principal está dedicada a mostrar la batalla fundacional del reino de Navarra, aquella rota de Roncesvalles que recogen todos los cantares de gesta, y cuya gloriosa memoria pertenece a ambas facciones, para que no pueda haber disputa posible. Está pintada con tal maestría, que dan ganas de enjugar con pañuelos las sangrantes heridas de los guerreros, de acariciar las crines de las monturas, y de sostener las banderas de Navarra que flamean al viento de las verdes montañas que enmarcan la composición, coronada por otra tabla triangular en la que aparece Cristo atado a la columna, flagelado por dos sayones, cuyas ropas muestran las armas de Agramont y de Beaumont. Y una mujer llora tendida en el suelo, y el sumo sacerdote, con su barba partida, levanta los brazos pidiendo que pare aquel atroz suplicio. Y en esta última tabla Nuestro Señor representa a Navarra, atormentada por las dos banderías, y la mujer que llora es la imagen del exhausto pueblo navarro, y el sumo sacerdote es trasunto del cardenal Bessarión, llamado a cambiar tal orden de cosas.

Y cuando queda satisfecho de su labor, da Piero la pincelada final a aquella maravilla, que totalmente desplegada y abierta, tiene forma de pirámide, la figura geométrica que permite que todas las miradas converjan en un solo punto, justo aquel que marca la inalterable ley de la perspectiva…

Un mes después la galera papal viaja hacia Barcelona, con la pintura bien protegida en su bodega. Desde allí una nutrida escolta tiene orden de conducirla a toda prisa a Navarra, donde ha de ser colocada en el altar mayor de la catedral de Pamplona, el lugar donde los reyes deben jurar el Fuero. Junto con el cuadro, Juan de Michaelibus recibe la bula pontificia que le otorga la facultad de excomulgar a quien se niegue a acudir a la capital para contemplarlo. A pesar de ello, siguen aún abiertas las negociaciones para que Juan II permita a su hijo retornar a Navarra desde el exilio, y el rey ya ha avisado que él está demasiado ocupado como para viajar a conocer una simple pintura como tantas otras que hay en sus reinos.

Los demás caballeros caracterizados en el cuadro, muchos de ellos presentes en la catedral exclusivamente gracias al salvoconducto papal, sí que quedan sorprendidos cuando Michaelibus descorre el cerrojo con las armas del cardenal Bessarión y pueden ver ante sus ojos aquel portento, que todos ponderan más como obra de dioses que de hombres, y cada uno se reconoce a sí mismo en su retrato, y todos se reconocen únicamente como navarros en el épico combate de Roncesvalles allí figurado. Y hasta Juan de Beaumont y mosén Pierres de Peralta se abrazan como hermanos que llevaran largo tiempo sin verse, y Juan de Michaelibus da gracias a Dios porque piensa que, efectivamente, el arte de Piero della Francesca es mucho más divino que humano.

Y no tarda en saberse en Roma el éxito de la misión, que Eneas e Iván sueñan ya con extender a la perdida Constantinopla. Pero antes que a Roma, llegan a la corte de Juan II de Aragón las noticias sobre el misterioso ascendiente que ese cuadro ejerce a la vez entre partidarios y adversarios suyos, y el astuto rey juzga que no le conviene en absoluto que se extienda esa influencia por sus dominios, así que ordena a sus esbirros más obedientes que destruyan esa pintura cuanto antes. Y escoge precisamente a esos, porque sabe bien que la obediencia ciega, acrítica, es el mayor apoyo de los necios.

Así que aprovechando las fiestas que celebran la paz por toda la ciudad, una noche se introducen en la catedral y vacían el aceite de sus candiles sobre la pintura. Cuando hasta la última gota ha sido vertida, el capitán Alfredo de Astiz, que es el más cerril y repugnante de los hombres del rey, enciende una vela y la acerca a las tablas, que no tardan en arder como la yesca. Desde su habitación en el dormitorio de los canónigos, a Michaelibus le parece ver una luz extraña en la catedral, y cuando entra en el templo queda aterrado por el furor del fuego que envuelve el cuadro, que a duras penas, y a costa de dolorosas quemaduras en los brazos y en la cara, puede apagar cubriéndolo con un telón arrancado de la capilla más próxima. Cuando la última llama se extingue, el vicario queda desolado: sólo se ha salvado la tabla del coronamiento, aquella que muestra la flagelación de Cristo y que simboliza también el sufrimiento del reino.

La noticia corre pronto por los barrios de Pamplona, y prenden de nuevo las discordias entre quienes se acusan mutuamente de haber cometido semejante infamia. La guerra de Navarra vuelve a estallar aún más virulenta que antes y el Papa Pío II, cediendo ante las presiones de la Curia, releva a Bessarión de la sede episcopal de Pamplona. La oportunidad de la paz ha pasado, y el cardenal sabe de sobra que ya nunca más navegará por el cuerno de oro, ni volverá a pasear por las calles de Bizancio, ni rezará jamás en Santa Sofía. Al menos –piensa-, siempre le quedarán los prodigiosos frescos de Piero en la capilla Bacci de la iglesia de los franciscanos de Arezzo…

Quienes visitan hoy en día el Cincinnati Art Museum, en Ohio (Estados Unidos), pueden ver en la sala dedicada a la pintura europea una tabla triangular, atribuida a un seguidor de Piero della Francesca, cuyos colores están afectados por algún incendio antiguo, que no permite reconocer los escudos de los sayones que azotan cruelmente a Cristo. Parecen adivinarse también las figuras de una mujer y de un sacerdote con la barba partida…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010