23 de julio de 2009
La incontenible lengua de fuego viene abriendo un pasillo voraz desde Alzorriz, y amenaza con arrasar todos los pueblos que se acogen desde siempre al abrigo de la peña de Izaga, súbitamente cercada por las llamas.
La propia ermita de San Miguel, allá en lo alto, desde la que habitualmente se contempla las vistas más claras de Navarra, está ahora rodeada por el humo negro de la desolación.
Hay en su interior dos santicos. Uno, “el amo”, es el que pasa todo el año allí arriba, el otro, “el criadico”, sólo le acompaña durante los calurosos estíos, pues por ser más pequeño, no aguanta tan bien el frío como su colega residente. En esta situación tan apurada, no hay miedo de que nadie pueda verlos, que están todas las gentes del valle ocupadas en salvarlo, así que rompen las dos figuras la quietud de siglos y despliegan sus anquilosadas alas porque no han de quedarse quietos mientras su casa se quema.
El San Miguel más grande, acostumbrado de siempre a mandar, que para eso es el amo, ordena al San Miguel más pequeño:
-A ti te dejo al cargo de nuestro santuario, yo me ocuparé de que el incendio no se cebe con los pueblos, que para eso tengo las alas más grandes...
Y salen los dos volando, nada importa saber por dónde, que basta con saber que nunca han necesitado los ángeles de ganzúas o de llaves. Uno baja velozmente a interponerse entre el fuego y los concejos de Zuazu y Reta, y el otro, siempre tan bien mandado, permanece sobre el templo, mirando temeroso hacia el norte.
El primero poco a poco va consiguiendo su objetivo, y mientras el batir de su ala derecha consigue detener las llamas agitando los girasoles que rodean Zuazu, el de su ala izquierda –siempre un poco más torpe, desde aquella lesión mal curada que le provocó una lanzada del demonio Belial- no puede contener casi hasta el último momento las que ya lamen las primeras casas de Reta. Cuando finalmente lo logra –totalmente exhausto por tan terrible esfuerzo-, mira hacia arriba y observa aterrado que su románica mansión está a punto de ser engullida por el fuego…
Y es que las pequeñas alas del San Miguel encargado de su defensa no tienen suficiente fuerza de empuje como para llevar a cabo en solitario semejante empeño, y su agotado señor no puede ayudarle ahora, ni darle la orden precisa que bastaría con cumplir sumisamente. No. Esta vez todo depende de él…
Así que se quita el pesado peto metálico que le atenaza el torso, y que no le deja maniobrar en condiciones, y abre el Manual Angélico que todas estas criaturas celestiales llevan siempre consigo. Y allí lee que un ángel, en caso de letal peligro, puede pedir la ayuda de sus semejantes más próximos. Llama por tanto urgentemente a San Miguel de Lerruz, que reposa allá, junto a Idoate, y que en un vuelo se presenta a su lado, e invoca asimismo a San Miguel de Liberri y a San Miguel de Monreal, que aunque estos dos últimos ya no tienen ermita ni castillo que cuidar, dice el libro que los ángeles se mantienen siempre en guardia sobre los lugares que en la antigüedad les dedicaron. Y efectivamente no tardan en llegar.
Y juntos por fin los cuatro, cada uno se sitúa sobre la iglesia, cubriendo el punto cardinal que su anfitrión les indica, de tal forma que al poco rato las llamas que mordían la basílica caen derrotadas ante el impulso arcangélico.
A pesar de su hazaña, caen los cuatro de rodillas cuando se presenta ante ellos el dueño de aquellas cumbres, cuyas alas y armadura vienen tiznadas por el carbón y los tizones que pueblan los aires tras el incendio, y es que son los ángeles muy respetuosos de todas las jerarquías. Pero es precisamente él quien, levantando al criadico, se arrodilla ahora ante su sirviente para reconocerle su sabia estrategia y para agradecerle que aún sigan teniendo casa…
Y todo esto lo he contado por ser hoy, 29 de septiembre, el día del Señor San Miguel, a quien tengo buena ley.
Y también porque leí en el Diario de Noticias del 24 de julio de 2009, día siguiente al del fatal incendio, estas justísimas palabras:
En boca de la teniente alcalde del valle, sonaba así la queja: "Menos mal que San Miguel nos echó tres capotes y que los agricultores de todo el valle se portaron de manera increíble. Me siento muy orgullosa de la gente del valle, somos 60 kilómetros cuadrados con 180 habitantes, pero no vamos a dejar de luchar ahora que se ha visto lo que ha pasado. Somos muy guerreros y, aunque hayamos perdido un trozo del alma, no vamos a dejar que Izaga muera".
© Mikel Zuza Viniegra, 2010