viernes, 24 de septiembre de 2010

LOS FRUTOS DE LA LIBERTAD



23 de septiembre de 1461

Los médicos recogen sus instrumentos, pues ya nada pueden hacer por el príncipe de Viana, que agoniza en su habitación del Palau Reial de Barcelona. Quieren ocupar su lugar los clérigos que, con pocas esperanzas, imploran con sus ruidosas salmodias la misericordia divina.

Carlos, desde el lecho, ordena con un hilo de voz que los saquen de allí. Lo que tenga que decirle a Dios se lo dirá muy pronto y a la cara, aunque confía en que Dios también le explique unas cuantas cosas…

Todo el salón está lleno de los preciosos objetos que ha ido acumulando a lo largo de los años: los tapices con las historias de los reyes de Bretaña, los ajedreces hechos en madera y hueso, los libros mil y una veces leídos mientras estuvo cautivo, las armaduras con las que justó en los torneos y peleó en las batallas, las cartas de las mujeres que le amaron, y el cuerno de unicornio, cuyo color varió del blanco purísimo al negro más profundo cuando Carlos bebió del vino del Priorat que su madrastra le envió como regalo pacificador. Pero ahora, ya casi sin tiempo para reposar la vista en una sola de aquellas maravillas, sólo pide que le acerquen el anteojo que compró en Sicilia, y aunque mucho le ruegan que no se levante, viste sus mejores galas antes de desplomarse en una silla que tiene tallado en su respaldo el triple lazo, símbolo de los reyes de Navarra…

No suelta el catalejo mientras los criados resoplan para cumplir su mandato: que le suban con silla y todo al piso más elevado de la torre que corona el palacio. Todos creen que el pobre manifiesta ya los delirios previos a la muerte, pero él sabe muy bien lo que busca…

Busca el mar. Las azules aguas que se extienden más allá de la ciudad, y que desde aquella atalaya se pueden contemplar, por encima de las torres de la catedral, de las del muy bello templo de Santa María y de los mástiles más altos de las naos atracadas en el puerto. El mismo mar que él recorrió de este a oeste hace tanto y tan poco tiempo a la vez. Nápoles, Palermo, Monreale, Cagliari, Mallorca y por fin, Barcelona, allí donde todo va a terminar…

Se incorpora para apoyarse pesadamente en la almena, y gradúa trabajosamente las lentes, casi incapaz de luchar ya contra el velo de muerte que nubla su mirada. Pero a pesar de ello observa el mar con la determinación de quien conoce su destino, revisando ansioso desde levante hasta poniente, hasta que logra distinguirla allí al fondo: tan morena y hermosa como cuando la conoció hace dos años, en las playas de Cerdeña…

Sí, es ella. Sus brazos emergen de entre las aguas para indicarle que le espera, que ha venido para cumplir la palabra que le dio hace dos años. Los últimos rayos del sol se reflejan en el sello real de Navarra que lleva colgado al cuello, y el príncipe devuelve la señal con el cristal de aumento que le ha permitido verla por última vez.

-Ya voy, señora mía, sólo será un momento –dice mientras se derrumba de nuevo en la silla.
Entre quienes le observan apesadumbrados, distingue a Martín de Elcoaz, que le ha servido fielmente desde que tiene memoria. Carlos le indica que se acerque y le habla así:

-Esto se acaba, Martín. Sé que los regidores de la ciudad tienen la intención de abrir mi cuerpo en cuanto fallezca para averiguar si me han envenenado. Da igual, donde yo voy no necesito saberlo. Pero quiero pedirte un último favor: guarda mi corazón y llévalo a Navarra. Juré volver algún día y no quiero que mi último minuto en la Tierra sea para lamentar que no pude mantener mi promesa.

-Dadlo por hecho, señor.

-Levantadme otra vez, os lo ruego. Queda una última cosa por hacer.

Y vuelve a dirigir el anteojo hacia el punto donde ella le aguarda, y justo en el mismo momento en que una brillante cola de pez se sumerge en el mar, él se hunde en el frío océano de la muerte.

Cabalga Martín con su valiosa carga envuelta en la seda roja y azul que indica la divisa de la Casa Real de Navarra. Cruza todo el reino de Aragón al galope y casi sin detenerse, pues teme las emboscadas de los esbirros del rey don Juan. Prefiere usar los caminos secundarios, que le permiten llegar a su país al abrigo de cualquier asechanza, y la puerta de su tierra, llegando a ella desde el oriente, es el castillo de Peña, muy cerca de Sangüesa. Mas no sabe Martín que aquella fortaleza ha sido tomada por el cruel agramontés mosén Pierres de Peralta, que cuando las primeras luces del alba le aseguran el acierto, dispara su ballesta desde el matacán y acaba con el espía al que sus hombres venían siguiendo desde Barcelona. Ni siquiera se entretiene en enterrar a su víctima. Ya se ocuparán de él los buitres –cavila mientras a uña de caballo abandona aquel agreste lugar.

Así que no hay nadie que pueda ver lo que al poco rato allí ocurre. Y es que una impresionante águila real vuela majestuosa alrededor del cadáver de Martín, impidiendo que las bestias carroñeras se acerquen a él. A su lado está el corazón del príncipe, que acomoda entre sus fuertes garras para emprender el vuelo. Cuando aún no está demasiado alta, arranca un trozo con el pico y lo suelta sobre el castillo, y nace en aquel mismo momento un acebo de frutos muy rojos. Sigue el viaje la rapaz, y arroja otro pedazo en Leguin, donde brota una fuente de aguas cristalinas. Y hace lo mismo en Pamplona, donde surge un endrino sin espinas y con bayas muy azules, y en Estella, donde florece un zumaque muy colorado, y en Tudela, donde germina una morera repleta de añiles, y en Olite, donde crece una vid cargada de uvas de piel violeta y mosto bermejo. Y el último fragmento del corazón lo lleva la emplumada mensajera hasta las verdes montañas que bajan de Roncesvalles a Ultrapuertos, y donde lo deja caer, un orgulloso roble marca que hasta allí llega Navarra. Y el águila se refugia a descansar entre sus ramas, esperando el momento en que alguien recoja todos esos frutos, y continúe la lucha contra la tiranía que inició el príncipe de Viana al enfrentarse a su padre.

Y fue escrito todo esto, como homenaje y recuerdo a su persona, la noche del mismo día que murió don Carlos, hace hoy 549 años.

Laus Deo.

© Mikel Zuza Viniegra, 2010