jueves, 16 de septiembre de 2010

OIRÉIS CANTAR HERMOSO...



3 de agosto de 1459

Hace cuatro días que la embarcación donde viaja el príncipe de Viana abandonó el puerto de Palermo. No lo hizo por propia voluntad, sino por mandato expreso de Juan II, que, temeroso de las simpatías que en la siempre levantisca Sicilia pueda concitar su hijo, le ha ordenado que se presente en Mallorca cuanto antes.

Su padre, como de costumbre, exagera. No ha sido el embelesado pueblo siciliano quien le ha despedido en el muelle, sino una legión de acreedores con sus cartas de pago en la mano, exigiendo cobrar todo lo adeudado.

¿Qué esperaban? Fue educado en la idea de que un príncipe, además de serlo, debe también parecerlo, y eso no resulta nada fácil cuando no se tiene dinero y se han de vender cargos honoríficos en su inexistente corte para seguir manteniendo en pie una causa que se derrumba por todas partes, tanto en Navarra como en Aragón.

Ahora toca mendigar ante una nueva asamblea: la de los diputados de Cerdeña, cuya sede, en el castillo de Cagliari, brilla al potente sol mediterráneo mientras la galera de Carlos se aproxima a la costa.

Y, efectivamente, habla ante las Cortes Sardas. Eso se le da bien, y si le aseguraran que van a concederle el subsidio que les demanda, hasta cantaría y bailaría para ellos, como un juglar itinerante, que es en lo que realmente se ha convertido desde que salió de su tierra hace ya tres años...

Cuando termina su parlamento, la Cámara le solicita que les deje reflexionar sobre su petición, y el príncipe, a quien debieran besar la mano, por ser el legítimo heredero de todos estos estados, únicamente puede humillarse y abandonar el palacio hasta que el Senado decida.

La ciudad bulle de vida a su alrededor, pero tras su penúltima actuación, Carlos no está de humor para disfrutarla. Ahora que se acerca el anochecer, prefiere bajar hasta la playa que los lugareños llaman “il Poetto”, ¿y qué mejor lugar para él, mucho más poeta que príncipe, según dice siempre su padre?

Camina por el larguísimo arenal mientras deja que las pequeñas olas salpiquen sus pies. No puede dejar de pensar que aquel mar -del que, queriendo expresar el dominio aragonés, cuentan que hasta los peces llevan grabadas en sus escamas las barras rojas y doradas de su escudo-, le pertenece por derecho de nacimiento y que, sin embargo, ha de peregrinar en busca de limosna por todos los reinos que forman aquella corona. Y piensa entonces que está ya harto de todo aquello: de combatir contra un enemigo que tiene todos los triunfos en la mano, de ser siempre la eterna promesa, de perseguir tronos que nunca podrá alcanzar…

Así que rebusca en su bolsa los sellos reales de Aragón y de Navarra, que le pesan como si fueran de mármol, y los lanza al agua con toda la fuerza de la que es capaz su brazo. Y cuando los ve hundirse, se deja caer en la orilla, completamente liberado.

Pero al poco, una cantarina voz, que parece detener el tiempo con su bella cadencia, le saca de su ensimismamiento:

-¿Es ésto vuestro? –le dice una mujer completamente desnuda que trae en su mano los sellos recién arrojados.

Ella lleva el pelo corto, su piel morena está perlada por miles de gotas, huele a sal, y parece caminar con cierta dificultad. Pero vuelve a reiterar su pregunta:

-¿Es esto vuestro?

-Lo era –responde todavía sorprendido-, pero ahora es vuestro puesto que lo habéis encontrado en el mar.

-Yo no los quiero. Además, ya tengo uno parecido –dice señalando un medallón que lleva colgando del cuello, mientras entrega a Carlos los que lleva en la mano.

-¿Esto de ir desnudas es una costumbre de todas las mujeres de esta isla o es un asunto exclusivamente vuestro? –le interpela un tanto azorado...

Ella ríe mientras se sienta a su lado y se cubre con la capa del príncipe. Y le enseña el collar, aunque debe ponérselo muy cerca de los ojos para que él deje de mirar con la boca abierta otras joyas naturales que saltan más a la vista...
Carlos lee la leyenda que bordea el emblema: “Ludovicus, Princeps Navarrae, et Albaniae Victor”. Extrañado, pregunta a la misteriosa dama dónde ha comprado aquella antigüedad.

-Me la dio él mismo la noche que le conocí, en la bahía de Nápoles. Él también lanzó al agua el sello que le confería su autoridad, y yo se lo devolví, igual que a vos. Pero hace mucho tiempo de eso…

-Y tanto que hace mucho tiempo, como que don Luis fue el hermano favorito de mi bisabuelo el rey don Carlos, que Dios haya. Me parece que pretendéis reíros de mí…

-El tiempo es como el mar: unas veces se muestra tranquilo e inerme, y otras furioso e invencible. Yo vengo del punto justo donde se encuentran esa calma y esa tormenta, aunque vos no podáis entenderlo. Tampoco lo entendió don Luis, pero habrá de bastaros con saber que estoy aquí para lograr que reconsideréis vuestra decisión, como también conseguí que lo hiciera vuestro antepasado.
Sí, Carlos. Él también se sentía desafortunado, pobre, sin sitio y sin honor, pero la gloria de la conquista le aguardaba en las costas de la indómita Albania, y así se lo hice ver.

-O sea que lo mío viene de familia, ¿no es eso? ¿Y quién os creéis que sois vos para aconsejarme lo que debo o no debo hacer con mi vida, señora? Francamente, no creo que una pescadora coja pueda solucionar los problemas de un rey.

-¡Soy reina allí de donde vengo, presuntuoso principito! Y esta “coja” puede aventajaros a vos y a vuestro barco en cuanto me introduzca de nuevo en el mar… ¡Más os valdría dejar de autocompadeceros y pensar en los que en Navarra o en Cataluña mueren por vos y por lo que representáis, confiando en que vuestro gobierno deshaga alguna vez todos los entuertos que ha causado el de vuestro padre. No tenéis derecho a abandonarlos, cada cual ha de cumplir su destino, y el vuestro es ser el rey de Aragón y de Navarra. Al menos debéis intentarlo, sino por vos mismo, por ellos…

-Me gustabas más como pescadora que como reina, pero no dejas de tener razón, así que puedes sosegar tu genio, porque te juro que volveré a mantener mi causa, por más perdida que a todos parezca. Al fin y al cabo, ser lo bueno por conocer siempre será mejor que encarnar lo malo conocido…

Y tanto hablar ha dado sed a la pareja, así que compran unas redomas de buen vino sardo a un vendedor ambulante, y entre botellas de “Cannonau”, de “Malvasia”, de “Nasco”, y de un licor de mirto de muy agradable sabor que allí y sólo allí se fabrica, va pasando la noche en interesante conversación y gustosos amoríos, que sólo a ellos dos conciernen, aunque al lector curioso y avisado le bastará con saber que entre abrazo y abrazo, a Carlos le parece ver el escudo de Aragón tatuado sobre el tobillo de tan sin par señora…

Y cuando sale el sol, es hora de que los amantes se despidan. Así que Carlos le pregunta si la volverá a ver, y ella le responde que sí: que dentro de apenas dos años volverán a verse en las playas de Barcelona, que es ciudad de las más importantes que baña aquel mar. Y promete también al príncipe que su travesía hasta allí será tranquila, pues ella hará que el viento “Scirocco”, que envuelve siempre a Cerdeña desde el sudeste, empuje velozmente a su velero, y que el viento "Maestrale", que sopla desde el noroeste, permanezca calmo y sin fuerzas que oponerle. Y él le entrega a cambio el sello real de Navarra, para que acompañe en su cuello a la solitaria insignia de don Luis.

Y cuando la ve dirigirse hacia el agua, piensa que por la sal que andando tiene, y la luz que hay en su cara, bien se ve que… Y justo en ese momento llegan sus servidores para anunciarle que los nobles de la isla han decidido no entregarle dinero alguno, así que ordena que aparejen su barco y zarpa hacia Mallorca, no sin otear de cuando en cuando el mar, por si puede verla otra vez antes de aquella cita de Barcelona, que demasiado bien sabe lo que significa, pues, aunque no le haya dicho nada a ella, sabe mucho de Historia, y sabe por tanto que don Luis murió en las costas de Durazzo, capital de la inhóspita Albania. Y envidia su suerte si lo hizo en brazos de mujer tan especial. Pero es que también conoce de sobra, por múltiples experiencias propias, que conviene no aburrir a mujer alguna –sea su condición terrestre o ultramarina-, hablándoles sólo de Historia.

Y esto era a muchos grados de marea al sur de Algheró...

© Mikel Zuza Viniegra, 2010