lunes, 20 de septiembre de 2010

UN REY DE NAVARRA DEBE CUMPLIR SIEMPRE SU PALABRA

¿Recordáis cómo pesan en la conciencia las promesas no cumplidas, las que sabemos que ya nunca podremos llevar a cabo?

31 de diciembre de 1386

Carlos II de Navarra está agonizando en su palacio de la Navarrería de Pamplona. Mañana, a más tardar, deberá rendir cuentas a Dios, y siendo consciente de ello, no le atormentan los recuerdos de todas las veces que engañó a sus iguales, los reyes de Castilla, de Francia o de Inglaterra. Al contrario, sigue orgulloso de su proceder, porque con la dedicación de un acróbata, consiguió siempre salvar al reino de todos los peligros que lo acechaban. Está bien: casi siempre. Pero con los menguados recursos de los que ha dispuesto, nadie hubiera reinado mejor que él.

Sí, por supuesto que engañó a los otros reyes, y ellos a su vez le traicionaron a él, porque gobernar y mentir es siempre una misma cosa. Y como sabe que todos lo hicieron, no se arrepiente ni de uno solo de sus enredos, si sirvieron para conjurar una amenaza de invasión, de la pérdida de un par de castillos estratégicos o para terminar con las razzias de bandidos en las fronteras. No, ahora que está a punto de morir, en su memoria únicamente anida el recuerdo de la gentil María de Sarrance, dama de honor de su hermana, la princesa Agnes de Navarra…

¿Quién hubiera podido imaginar entonces que su cuñado, el siempre soberbio Gastón Febus, habría de prestar oídos a Yvain, uno de sus numerosos bastardos, que buscando nada más que su medro personal fue capaz de inventarse que Carlos había querido envenenarle utilizando para ello a su sobrino, el joven Gastón, heredero legítimo de su padre?

Pero le creyó, y llevado de su legendaria cólera ordenó encerrar en las mazmorras del castillo de Pau a su propio hijo, y también llevar a su mujer Agnes, sólo con las ropas que llevase puestas, a la frontera del Bearne con Navarra, donde Miguel de Orendáin, capitán de la Guardia Real y hombre de confianza de Carlos, tuvo que luchar a brazo partido para salvarle la vida, pues ella se negaba a abandonar a su hijo en las manos de aquel loco.

Y por Dios que era todo mentira, pues si Carlos hubiese querido, hubiera podido matarle de mil maneras más astutas que implicando a su hermana y a su sobrino. Pero las circunstancias habían llegado tan lejos, que si la guerra entre ambos países no había estallado ya era solamente en atención a la situación del joven príncipe Gastón, a quien su padre, y da dolor escribirlo, amenazaba con matar si veía un solo estandarte navarro asomar por las crestas del pirineo…

A ninguno de los servidores de la princesa Agnes se le permitió acompañar a su señora, Naturalmente a María de Sarrances tampoco. Y no sólo eso, sino que puestos en tormento muchos de ellos para intentar confirmar una conjuración que sólo existía en la imaginación del señor del Bearne, uno de los mayordomos de palacio, descoyuntado su cuerpo y su entendimiento por las torturas, denunció a María como cómplice principal del rey de Navarra, pues muchas veces les había visto juntos cuando el soberano venía a visitar a su hermana Agnes.

Hecho jirones su cuerpo por los latigazos, los verdugos proceden a calentar al rojo vivo el hierro con el que marcarán la frente de María con la T mayúscula de los traidores. Pero sólo pueden sacar de ella una única frase que repite una y otra vez:

-Volverá a por mí, él me dijo que un rey de Navarra debe cumplir siempre su palabra…

Y Gastón de Bearne ruge de rabia al oírla, y ordena a los jueces, que tiemblan de miedo ante su iracundo señor, que la condenen a la hoguera, por bruja y envenenadora. Y mientras se prepara la pira en el patio del castillo, envía un mensajero a su cuñado, para que conozca las últimas palabras de su amante.

Y llegado el heraldo a Pamplona, ha de salvarle Miguel de Orendáin la vida, pues el rey quiere hacerle pagar tanta bellaquería, olvidando el salvoconducto del que gozan todos los correos. Ya se está colocando Carlos su armadura, dispuesto a salir a Pau a la carrera, cuando se presenta en el salón su hermana Agnes con un puñal en la mano. Entre grandes llantos habla de esta forma, arrodillada ante su hermano:

-Quitadme la vida ahora con este cuchillo, porque si acudís en defensa de doña María, Gastón matará a mi hijo sin dudarlo, y yo no podré soportarlo. Si estimáis en algo vuestra propia sangre y el honor de nuestra familia, permaneced en el reino. Un rey puede tener muchas amantes, pero yo no tengo más hijo que aquél que permanece en las mazmorras de su padre…

Y Carlos duda, conmovido por las certeras palabras de Agnes, que se equivoca al considerar a María una amante pasajera, pues sólo él sabe que desde la muerte de su esposa, la reina Juana, vivió triste y preso de la melancolía hasta el preciso momento en que conoció a María. Esa misma María que confía ciegamente en que cumplirá la palabra que le dio de que volvería a por ella al Bearne. Y es que un rey de Navarra debe cumplir siempre su palabra…

En medio del castillo de Pau, el fuego lo enciende el propio Gastón, y mientras arroja la antorcha a la pira donde está atada doña María, le dice con toda la inquina de la es capaz:

-La próxima vez aprenderéis a no confiar en la palabra de un rey de Navarra. Lástima que para vos no habrá ya próxima vez…

En ese mismo momento, Carlos, desde la torre de San Llorente, la más alta de la capital, otea el horizonte con las manos crispadas sobre las almenas. El feroz viento del noreste parece traerle los gritos de María al otro lado de las montañas, y Dios sabe que se arrojaría de aquella altura ahora mismo por haber cedido a las súplicas de su hermana, y siente tal dolor en su interior, que le parece que su corazón ha quedado partido en dos.

Han pasado 17 años ya de todo aquello, y ni un solo día ha dejado de Carlos de pensar en María y en la palabra empeñada. Y le duele más aún, porque el malvado Gastón acabó cumpliendo su amenaza y asesinó a su propio hijo en uno de sus arranques de furia. De tal modo que su hermana, que vive desde entonces acogida en el palacio de Estella, perdió la razón, y él perdió a María.

Pero el fin de su vida se acerca, siente que no pasará de esta noche, y don García de Eugui, su confesor, que ha acudido a ungir su frente con los santos oleos, únicamente puede entenderle una frase, que el monarca repite como una oración:

-Volveré. Un rey de Navarra siempre debe cumplir su palabra…

9 de septiembre de 2010

Miguel Orendáin, cabo de la Policía Foral, mira el reloj en el salpicadero del furgón especialmente acondicionado que conduce por la serpenteante carretera que lleva de Roncesvalles hacia San Juan de Pie de Puerto. Maldice su suerte: tenía el día libre, pero el sargento encargado de llevar a cabo esta misión ha enfermado de repente, y le ha tocado a él sustituirle urgentemente. Tan rápido ha sido todo que no ha podido avisar a Marta de que ha tenido que dejar a Eneko y Martín con su abuela, que no está la pobre como para aguantar muchos trotes. Cuando llegue a su destino volverá a llamarla. Mira que le tiene dicho que recargue el móvil, pero no hay manera…

No puede descuidarse mucho, la hora de entrega se echa encima, y aún no ha llegado a la autopista, pero tampoco es cuestión de pisar demasiado el acelerador, no vaya a ser que provoque un incidente internacional con algún gendarme. ¡Cómo se pondrá Marta cuando sepa que tiene que ir a recoger a los críos a la otra punta de la ciudad! Igual es hasta bueno estar al otro lado de la frontera…

Con las prisas ni siquiera ha preguntado qué es lo que transporta. Sólo sabe que ha de entregarlo en el castillo de Pau, y que ha de hacerlo justo dentro de diez minutos. Precisamente los mandos, desde Pamplona, se lo están recordando en ese mismo instante por la radio, pero antes de que pueda responderles, su móvil vibra en el bolsillo. ¡Seguro que es Marta, pero ahora no puedo hablar!

Al fin, con cierto chirrido de ruedas como clarín anunciador, ha llegado ante la imponente mole palacial. No está nada mal, quizás sería bonito organizar una excursión familiar por esta zona, cuando a su mujer se le pase el enfado, claro…

Al otro lado del patio, en la escalera de la puerta principal, le está esperando el comité de recepción, y parecen nerviosos, así que lo mejor será acabar cuanto antes. Abre las puertas traseras del furgón y se sorprende cuando lo único que ve es una pequeña caja de madera en forma de cubo. Esperaba algo mucho más pesado, la verdad. Suelta rápidamente las cuerdas de sujección y levanta el cajón, que es aún más ligero de lo que pensaba. Atusa un poco su uniforme y se coloca bien la txapela roja antes de empezar a cruzar el patio a buen paso y, justo en ese preciso momento, el móvil vuelve a sonar. No sabe muy bien qué hacer, pero el patio es grande, y cree que le dará tiempo a explicarle lo sucedido a su mujer antes de llegar a la escalera, además la caja no pesa nada…

En cuanto descuelga el teléfono, una catarata de pronombres interrogativos resuenan en su oído con la voz de Marta:

-¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién?

Y con el sofoco de intentar contestar tanta pregunta, no ve Miguel que los adoquines del pavimento no son todos de la misma altura, como cualquier estudiante de primero de arquitectura recomendaría, sino que muchas de las piezas sobresalen tanto como los abrojos con los que soldados de a pie derribaban a los caballeros de sus monturas, de tal forma que su pie derecho tropieza con tal fuerza con uno de aquellos pedruscos, que salen volando por los aires teléfono y cajón mientras él cae con estrépito.

Al golpear el cajón el suelo, la madera se astilla, y lo que parece ser un pequeño recipiente de cristal sale dando tumbos hasta que con el último rebote, cae en el lugar exacto donde, 641 años antes, fue quemada la gentil dama María de Sarrance.

Y entonces la vasija de cristal se rompe y el corazón de Carlos II de Navarra cumple por fin su palabra entre los gritos y aspavientos de los profesores desde la escalera, de Marta desde el móvil destrozado, y del cabo Miguel Orendáin, que acaso por el fuerte golpe que se ha dado en la cabeza, sólo repite una y otra vez:

-He vuelto. Un rey de Navarra siempre debe cumplir su palabra…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010