Cuenta la Crónica de Leyre que en el año 976, el severo abad
don Munio, harto de la mala caligrafía que exhibían los novicios, les impuso
como castigo que copiasen todo el Fuero Juzgo, códice que, además de ser pesado
por las leyes que contenía, lo era también por lo grueso de su volumen.
Pasaban los jóvenes monjes las jornadas copiando cada
capítula hasta que les dolían los dedos, porque ninguno se atrevía a desairar
al abad. Pero tanta página dio como resultado que se agotasen todas las vitelas
disponibles en el monasterio.
Se obtenía este material puliendo la piel de becerros recién
nacidos, y muy pronto no quedó ni uno en los alrededores de Leyre, pues tenía
don Munio la jurisdicción sobre la hacienda de todos los moradores, y exigió
que fuesen llevados todos los becerros disponibles a la cuadra de los frailes.
Y asegura la Crónica que tan sólo Alodia de Unanua se negó a
participar en semejante hecatombe, y que contestó a don Munio que no le daría
ni uno sólo de sus pequeños becerros para que los convirtieran en libros de
leyes, que como todo el mundo sabe luego no lee nadie. Y dijo más todavía, pues
anunció que apelaría al rey Sancho II (apodado "Abarca"), para
impedir que tal sacrificio siguiera llevándose a cabo.
Muy tranquilo quedó el abad ante este desafío por parte de
Alodia, pues sabía muy bien que al rey le gustaba mucho leer, y no se opondría
a que el monasterio produjese muchos libros, aunque fuesen de leyes. Pero no
podía sospechar que Alodia sabía que a don Sancho lo que más le gustaba leer
eran las historias de la Biblia, y que ella misma se las sabía también de
memoria. Así que acogiéndose a la Justicia Real, citó a don Sancho, al abad, y
a sus respectivos acompañamientos justo para dentro de dos meses: la mañana del
día 28 de noviembre.
Y llegados todos ellos a su dominio, les situó en un estrado
muy alto, delante del prado recién segado, y fue haciendo salir del corral,
para sorpresa y maravilla de los allí congregados, a todos los becerros en
perfecta fila, uno detrás de otro. Llevaban cada uno en su lomo escritos en
letras muy grandes fragmentos de las Sagradas Escrituras, que era a lo que
Alodia se había dedicado los últimos sesenta días, empleando -según aseguró al
monarca- sólo pigmentos naturales que se disolverían con la lluvia,
convenciendo de esta manera a don Sancho Abarca de que no hacía falta matar
animales para obtener libros -nunca mejor dicho- hermosos y vivos.
Pero no todos los ternericos seguían la fila, sino que
algunos se quedaban ramoneando la jugosa hierba, y otros, bien fuera por
timidez o por cabezonería, se negaban a avanzar, permitiendo que les
adelantasen sus hermanos, de tal forma que la historia que llevaban escrita
variaba una y otra vez, sin que los lectores pudieran apartar la vista de tan
hipnótico y mutante texto.
Aprendieron así que Moisés lo mismo bajaba que subía al
Sinaí, hablando con Isaac, que había escapado del puñal de su padre. Aunque al
rato volvía a estar otra vez dispuesto a la degollina, según avanzase o no el
becerro que tenía escrito ese fragmento concreto en su piel. Y también que
Cristo resucitó y fue después crucificado mientras los pastores cantaban
villancicos, y que al tercer día huyó a Egipto con sus padres, mientras los
Reyes Magos conversaban con el rey Salomón y la reina de Saba. O también que
las Doce Tribus de Israel eran sólo Ocho, porque las otras cuatro preferían
estar echadas a la sombra en lugar de seguir su orden en la fila, de suerte que
quienes las sustituían llevaban escrita la historia de la creación del Mundo,
que Dios no había hecho (al parecer) en siete días, sino tan sólo en tres,
porque los otros cuatro se negaban a dar un paso más.
-¡Herejía! -Estalló don Munio a voz en grito, acusando a
Alodia de manipular las Escrituras-. Pero don Sancho II estaba entusiasmado por
aquella nueva manera de explicar la doctrina cristiana, mucho más entretenida
que la que le hacían sufrir todos aquellos aburridísimos monjes. Así que
declaró que el dominio de Alodia de Unanua quedaba bajo su protección, no
pudiendo ser sacrificado ni uno solo de sus becerros, ni tampoco los de los
predios vecinos, que siempre encontrarían allí seguro refugio.
A don Munio lo condenó a pasar lo que le quedase de vida
leyendo exclusivamente el Fuero Juzgo, como un triste notario. En cambio a
Alodia la nombró Señora de la Escritura Automática y Surrealista, cuyo
propósito es vencer la censura que se ejerce sobre el inconsciente, merced a
unos actos creativos no programados y sin sentido inmediato para la
consciencia, que escapan a la voluntad del autor.
RETRATO DE ANDRÉ BRETON, por Victor Brauner |
Muchos siglos después, en la primera mitad del XX, André
Breton y los surrealistas, paseando por la orilla del Sena, encontraron, en los
puestos de libros viejos de los bouquinistes, una copia de la Crónica de Leyre,
y en ella la historia de Alodia, a la que tomaron desde entonces como ejemplo
fundacional y vivificante de su movimiento literario, considerando que, de tal
forma, el yo del poeta podría manifestarse libre de cualquier represión,
dejando crecer el poder creador del hombre fuera de cualquier influjo
castrante, aunque en el París de su época ya no hubiese vitelas ni becerros,
pero sí -afortunadamente- cada vez más personas tan maravillosas como Alodia...
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018