lunes, 19 de septiembre de 2011

MAGNÍFICOS



Aldea de Bienfaite, vizcondado de Orbec, Normandía navarra.
19 de septiembre de 1361

-Mi señor capitán don Ferrando de Ayanz, si no salimos ahora mismo de esta ratonera, las tropas del rey de Francia cerrarán definitivamente el cerco. Y sabéis que las manda ese maldito hijo de perra de "Coupe gorges", que ha devastado ya los territorios vecinos y ahora se dirige hacia aquí...

-Si no conociese de lo que sois capaz, diría que tenéis miedo de ese bellaco, mesir Beltrán de Salinas. Pero yo os he visto acometer contra seis franceses a la vez y salir victorioso, así que ¿qué os ocurre ahora?

-No lo sé. Puede que esté harto de luchar sin otra satisfacción que la de ver ondear ese trapo rojo en la torre de pueblos cuyo nombre ni siquiera puedo pronunciar, mientras sus habitantes huyen de nosotros tanto como de nuestros enemigos.

-Esa bandera roja a la que ofendéis con vuestro comentario, es la divisa de nuestro rey don Carlos II, y lo fue también de sus antecesores. Más hombres que los que probablemente entrarán algún día en el Cielo han muerto combatiendo por ella, y si en el campo de batalla ha llegado alguna vez a perderse, fue sustituida por las vendas de los heridos navarros en el frente, empapadas en su propia sangre, y puestas sobre sus lanzas para mostrar el camino a la retaguardia. Entiendo vuestro desánimo, pero allí donde el viento agite ese trapo rojo, allí está Navarra. Haréis bien en no olvidarlo, o ese tal Coupe gorges dejará de ser vuestro principal temor...

-Habláis bien, y eso os ha hecho escalar puestos en la administración del rey. Os felicito por ello, pero no tenéis necesidad de arengarme como si fuese yo un advenedizo reclutado a la fuerza. Si estoy en este infierno es por propia voluntad, y muchas francesas hoy no serían viudas si en vez de venir a servir a don Carlos me hubiera quedado en mi palacio de Salinas. La Gloria y las banderas están muy bien, pero por muy fuerte que ondeen nuestros colores en la torre de esa iglesia, la realidad es que nuestra "guarnición" se reduce a siete componentes, incluyéndonos a nosotros dos en la cuenta. ¿Creéis que con semejante fuerza podremos resistir a un adversario que puede solicitar todos los hombres de refresco que desee?

-Creo que al menos podemos intentarlo. ¿No estáis harto de huir una y otra vez de ellos? Esa iglesia en la que flamea nuetra bandera está llena de vasallos del rey de Navarra, mujeres y niños en su mayoría. ¿Vais a abandonarlos a su suerte?

-¿Y qué es lo que hace a esta aldea tan diferente de aquellas otras que no habéis osado defender, don Ferrando? ¿Creéis que en ellas no se produjeron saqueos, violaciones y todo tipo de villanías en cuanto nos fuimos? Es más, ¿cuántas aldeas exactamente igual de miserables que ésta han sido asaltadas a sangre y fuego por orden vuestra? ¿Cuál fue la diferencia? ¿Que en la torre de su iglesia ondeaba un trapo azul? ¿Os parece ese un motivo suficiente para decidir sobre la vida o la muerte de nadie?

-Hacéis demasiadas preguntas, Beltrán. Hice lo que tenía que hacer según me lo ordenaron mis superiores.

-La obediencia debida es la excusa más mezquina de todas, y vos debéis saberlo, don Ferrando. Pudísteis negaros a ejecutar unas órdenes que sabíais que eran injustas, pero no lo hicísteis y ahora tenéis que vivir con el remordimiento.

-Pues esta me parece la ocasión perfecta para variar tan vergonzoso rumbo. Os digo que ni todos los ejércitos del rey Juan de Francia harán que me mueva de aquí. Ya no. Os daré un salvoconducto si optáis por marcharos, pero vuestro brazo será tan bien recibido como siempre si queréis ayudarnos. Y ahora decidme, ¿quiénes son los otros cinco?

-Juan Ruiz de Aibar, veterano de la guerra del Cotentín; Pedro Sanchez de Ezpeleta, que supo parar a los mercenarios bretones en Valognes; Michel de Zuza, más hábil con la espada que con la lanza, aunque conviene mantenerle alejado de las tabernas, de los libros de caballerías y de las normandas de ojos azules; Dominguet de Santacara, que podría acertar desde aquí con su arco a uno de los gordos burgueses que ahora duermen en París; y finalmente Manuel de Sagastibelza, muy diestro en aparejar ingenios e invenciones dignas de aquel Merlín de Brocelandia.

-¡Y contra esta tropa de élite el rey de los franceses sólo puede enviar a destripadores y carniceros!

-Sí, pero a toda una escuadra de ellos. Aunque puede que tengáis razón y sea gran cosa poner en un brete al demonio -que ya nos tendría preparado eterno alojamiento-, llevando a cabo una buena acción tan descabellada que equilibrará la balanza de nuestros muchos pecados. Sea pues, y no lo pensemos más...

-No perdamos el tiempo entonces. La única fortificación digna de ese nombre en este lugar es la iglesia, ved qué puntos deben reforzarse mientras yo les explico la situación a nuestros hermanos, porque cualquiera que luche hoy aquí conmigo será mi hermano.

-Si esa frase la hubiera oído un bardo inglés que conocí hace unos años, podría haber escrito con ella una muy gustosa comedia, don Ferrando...




-¿Acaso hay un tesoro enterrado bajo esta iglesia?

-No, Dominguet, no hay ningún tesoro. Pero si pensarlo incrementa tu puntería, hazte a la idea de que bajo el altar está el tesoro que el romano César arrebató a los druidas que infestaban estas tierras. ¿Y vos, mi paisano don Michel, no tenéis nada que decir?

-Que allá, en Navarra, nadie me espera. Esta tierra me será tan leve si muero en ella como me resultaría la de nuestro común valle de Lónguida. La bandera roja a ambas las abraza, y yo procuraré hacer lo mismo con todas las doncellas que tras mi espada se refugien...

-¡Pues Pedro Sanchez de Espeleta y Juan Ruiz de Aibar no nos quedaremos atrás!

-¿Y vos, Sagastibelza, tenéis listo ya el artefacto cuyos planes me mostrásteis en el Carentán?

-Tan sólo me faltaba encontrar los proyectiles adecuados que -impulsados por esta manivela que mueve estas ruedas dentadas que podéis ver todos-, y actuando como un hondero mecánico, no digo yo que podrán agujerear las armaduras, pero si la carne de quien pase ante mi máquina sin la protección adecuada.

-¿Y qué mágicas piedras serán esas?

-No serán piedras, sino las monedas falsas que nuestro rey don Carlos ordenó acuñar copiando exactamente las monedas francesas, con la intención de hacerlas circular por las principales ciudades de ese reino, arruinando así a comerciantes o a simples labriegos. Quedan en las bodegas de la torre muchos saquetes repletos de esos redondos e inútiles metales, y con ellos quebraré tantas cabezas como las que rompió aquél don Sancho el Fuerte en las huestes de Amomelín. Y para que no queden dudas sobre lo que digo, poned esa calabaza hasta a nueve varas de distancia de este invento mío. Ved como lleno el cazo con cuatro o cinco de esas monedas, y como girando muy fuertemente dos o tres veces la manivela salen vertiginosamente despedidas y la convierten en cabello de ángel.

-Ciertamente increible, don Manuel. Si conseguís colocarla a buena altura en la saetera más ancha de la torre, tendréis el suficiente ángulo como para barrer a toda la purria francesa que hacía aquí se dirige. ¿Mas cómo habéis pensado llamar a este descubrimiento?

-Creo que lo llamaré "Sagastling", que suena tan inglés como las armas que elaboran en Winchester o Colt, y puede que así consiga interesar al rey de Inglaterra en la financiación de esta y otras ideas armamentísticas que tengo pensadas.

-Ahora sí que estoy seguro que la victoria es nuestra. Hemos matado sin duda a muchos inocentes, pero hoy lucharemos por salvar la vida de quienes a la protección que don Carlos les prometió se han acogido. No les defraudemos.

-¡Se acercan jinetes por el sur!

-¡Mis señores, que las almenas sean nuestro puente hacia la fama o hacia la muerte sólo depende de nosotros mismos. Pero si tenemos que morir, que nos acompañen a la tumba tantos franceses como los que lo hicieron en Roncesvalles cuando don Roldán trompeteó con su olifante que los navarros no tenían lo que hay que tener para vencerles!




-¡Rendid la plaza a los representantes del rey Juan de Francia!

-¡El único y verdadero rey de Francia es mi señor don Carlos de Navarra, y él nunca enviaría a un embajador tan repulsivo como vos, maldito Coupe-gorges, así que si no aceptáis su autoridad, os conviene buscar otro desolladero donde ir a ganar vuestra soldada!

-Habéis debido de perder la razón o quizás es que no sabéis contar bien. Somos cuarenta aquí abajo. ¿Cuántos os dejaréis matar por evitar el justo castigo a estos miserables labradores que traicionan con su proceder a su legítimo señor?

-¡Tantos como los sabios de Grecia, si chusma como vosotros supiera cuantos fueron! ¡Adelante, Sagastibelza, pagadles con su misma moneda!



Y cuando el tableteo termina, veintiseis de los que lucían la flor de lis en el pecho yacen sobre el campo. Pero Coupe-gorges y el resto de sus hombres han conseguido parapetarse tras los muros de un corral cercano, lejos del alcance de aquella infernal, y desde allí comienzan a desatar con sus ballestas dobles una continuada e infernal lluvia de mortíferas flechas sobre la torre. Juan Ruiz de Aibar y Pedro Sanchez de Ezpeleta son los primeros en caer. Y después lo hace Dominguet de Santacara, no sin haberse llevado por delante a otros cinco adversarios.

-Quedan nueve piezas para cuatro cazadores. ¡Bajemos a su escondite! -grita don Ferrando de Ayanz.

Pero al abrir el portón de la torre, ve Michel de Zuza que las ballestas francesas apuntan justamente al lugar de la iglesia donde se ocultan todos los niños de la aldea, y aunque nunca ha sido muy ancho, se esfuerza en cubrir con su cuerpo esa fatídica trayectoria, y una docena de flechas se le clavan en la espalda. Y lo último que ve son los ojos brillantes en la oscuridad de quienes acaba de salvar, y le parece que refulgen más que las gemas engastadas de la orla dorada de Santa María de Uxue...

-¡Nueve para tres!

Los ballesteros ya no tienen espacio para levantar de nuevo sus armas. Y Beltrán de Salinas aprovecha para hacer pedazos a cuatro de ellos con su espada de dos manos. Pero el quinto consigue hundirle una daga en el corazón antes de morir él también a manos de Sagastibelza.

-¡Cuatro para dos!

-¡Tres para dos!

-¡Uno para uno!

Y Coupe-gorges se enfrenta a Ferrando de Ayanz, aquél que liberó hace apenas tres años a su rey de la prisión de Arleux, y ve en sus ojos que, al menos esta vez, Francia va a perder. Desvía uno, dos, tres mandobles, pero el cuarto envía su cabeza recién cortada al otro lado de la plaza...

Sagastibelza está vivo, aunque tendrá que inventar un modelo de camilla más cómodo del habitual para que el capitán pueda llevarlo a recuperarse al muy famoso balneario de Cherburgo. Al alejarse, pueden ver como la bandera roja sigue ondeando sobre la torre...


Iglesia de Saint-Martin-de-Bienfaite

A finales de Mayo de 1944, oficiales nazis encuadrados la brigada 23 de las SS, que tenía orden de destruir cualquier lugar donde pudieran refugiarse las tropas aliadas cuyo desembarco se intuía próximo, llegaron a la aldea de Bienfaite, que los vecinos habían evacuado una semana antes. Allí procedieron a volar los edificios más señalados, quedando la iglesia totalmente arruinada.

Apenas un año después, recién terminada la guerra, se acometieron los primeros trabajos de limpieza y restauración del templo, que al parecer databa del siglo XIV. A los pies de donde originalmente se hallaba el altar, aparecieron cinco tumbas sorprendentemente intactas, y dentro de ellas las osamentas de cinco caballeros enterrados con sus armas ya totalmente corroidas por la herrumbre. De los cuellos de los cinco colgaba la misma medalla de oro. En su anverso se reproducía el de las monedas falsas que ordenó acuñar Carlos II de Navarra en aquellos sus territorios de Normandía. En su reverso relucía un esmalte bermejo como la sangre, con el carbunclo pomelado y dorado de Navarra...




© Mikel Zuza Viniegra, 2011