lunes, 17 de octubre de 2011

PRODIGIOS

Pamplona, nueve de diciembre de 1481

El rey Francisco Febo, de apenas 12 años de edad, acaba de ser coronado en la catedral. Todos le rinden pleitesia, incluidos los jefes de las facciones que llevan treinta años desgarrando el reino: el siempre taimado conde de Lerín, don Luis de Beaumont, y su principal antagonista, mosén Pierres de Peralta, que comanda el bando agramontés y por tanto, quizás sólo teóricamente, defiende al rey niño y a su madre, la princesa regente doña Magdalena.

Y el primer acto que ha de llevar a cabo como soberano, es armar caballeros a muchos de los hijos de los ricos hombres que acaban de elevarle sobre el pavés. Así que va posando su espada sobre los hombros de Juan de Beaumont el joven, de Pedro de Navarra, de mosén Juan de Ezpeleta, de mosén Juan Périz de Beraiz, de mosén Arnalt de Ozta, de mosén Pierres de Peralta, menor de días, de mosén Juan de Belaz y de mosén Juan de Agüero. Y cuando ya va a levantarse del trono, le comenta el senescal de Foix que al fondo de la nave hay una delegación de Izagaondoarras que quiere también cumplimentar al nuevo monarca. Y de muy buena gana acepta recibirlos, pues aunque pequeño de edad, es también pródigo en sabiduría, y sabe distinguir quién le busca por mero interés, o quién necesita de verdad su ayuda.

Y aquellos buenos vasallos le cuentan que su valle ha perdido la alegría, que no prenden las semillas en la tierra recién labrada, que los lirios mueren apenas recién brotados, que los árboles, aún los más frondosos, se retuercen sobre sí mismos y pierden todo su manto de hojas verdes. Y todo esto creen que así ocurre porque el conde de Lerín, nada más tomar posesión del fortísimo castillo de Irulegi, se lanzó a tal campaña de saqueos y robos por los alrededores, que hasta se atrevió a llevarse la esmeralda que ostentaba en su diadema la sagrada imagen de San Miguel de Izaga, el arcángel protector de toda aquella cuenca. Y es que es aquella preciosa piedra tan poderosa que, al bendecir con ella los campos, hasta el erial más reseco se convierte al instante en el vergel más exuberante que haya habido en la tierra desde los tiempos de aquel Edén cuyas puertas precisamente San Miguel guardaba.

Piden por tanto ayuda a su rey para que les asista en semejante aprieto. Y efectivamente, Francisco compromete su palabra de honor de que les ayudará con su problema. Claro que cuando los atribulados súbditos se retiran, y puede él pensar en cómo hacerlo, cae en la cuenta de que sólo es un niño, y que fue su madre quien concedió la tenencia del castillo de Irulegi al conde, por ver si así podía alcanzar una tregua duradera con los beamonteses, así que ahora no puede dictar como primer decreto de su reinado que se le retire tal honor. No, será mejor actuar con más sutileza...

Pide entonces al senescal que le escoja entre su guardia personal a los dos elementos que él crea más valiosos, y resultan estos ser don Pedro y don Miguel, que ya han llevado a cabo otras importantes misiones para la casa real de Navarra. Mucho se sorprenden ambos de la perspicacia que demuestra Francisco a pesar de ser sólo un muchacho. Y cuando les habla de la naturaleza del peligro al que habrán de enfrentarse, ponderan que la hazaña será dificultosa, pero muy propicia para alcanzar tanta o más gloria que la que lograron Alejandro Magno y sus macedonios.

Lo que juzgan más oportuno es ponerse en marcha cuanto antes, pues aprovechando que el conde y su nutrida escolta ha bajado a Pamplona para la coronación, creen lo más probable que Irulegi haya quedado al cargo de muy pocos soldados, que además no esperarán ataque ninguno. ¿Quién en sus cabales se atrevería a asaltar una fortaleza como aquella?

Poco tiempo les lleva alcanzar desde la capital el pueblo de Ilundain, de donde sale la vereda que conduce hacia la cresta donde se asienta Irulegi. Y no es que sea pequeña la cuesta a la que se enfrentan a hora tan temprana, ni poco el peso de los sacos con los que cargan. Pero como va empinándose progresivamente y han empezado muy fuerte la subida, al llegar a los peldaños que conducen a la cumbre, sufre don Miguel un cierto desmayo, pues como jamás encuentra tiempo para desayunar y acostumbra a subir las montañas tan a salto de mata como los rebecos, no son raros en él estos síncopes, por lo que sabe también como superarlos: basta con echar mano de los sabrosos bizcochos del maestro italiano Bimbo y del azucarado jarabe marrón de desconocida fórmula que los alquimistas destilan vaya usted a saber donde...


Restablecido el ánimo, y ocultándose para no ser vistos desde el ya cercano torreón, comienzan a poner en práctica la segunda parte de su plan. Y es que como son muy versados en historia navarra, conocen perfectamente que el rey Carlos II, cuando estaba prisionero en el castillo de Arleux, fue liberado por un pequeño comando de caballeros disfrazados de carboneros. Así que tiznan sus rostros y sus ropas con el cisco, y como complemento perfecto se colocan en el pecho el escudo del conde de Lerín.

Tal y como habían calculado, mucho se alegra la escasa guarnición al verles, que está aquella cumbre muy expuesta a todos los vientos y mucho más aún en pleno diciembre.

Al abrir uno de los sacos de carbón que han debido acarrear monte arriba, reverbera al sol de invierno el brillo verde de una redoma bien repleta de licor. "Con los saludos del señor Conde", dicen mientras se la entregan al capitán, quien tras enseñarles la rinconera donde habrán de guardar el mineral, corre a bebérsela con sus hombres. Esperan un poco a oir la celebración que siempre acompaña la apertura de estas redomas, y saben entonces que tienen vía libre para hacerse con la anhelada esmeralda. Hasta saben exactamente dónde explorar, pues uno de los izagaondoarras vio donde la escondían y señaló el lugar con una "X", para que no pudiera haber duda. Y no es esto novedad que sorprenda a don Pedro o don Miguel, muy acostumbrados ya a buscar todo tipo de tesoros y es que, como todo el mundo sabe en estos casos, siempre una "X" indica el punto preciso.


Efectivamente, la marca está en medio del enlosado del patio principal, junto al arranque de la torre del homenaje, así que haciendo caso a don Arquímedes, que dijo que movería el mundo si se le proporcionaba un punto de apoyo, remueven la petrea baldosa con una palanca y aparece ante sus ojos la singular joya, tan hermosa y brillante como el corazón de un bosque. Y entonces, cuando ya la han guardado en su faltriquera, oyen las trompetas que anuncian la llegada del conde, que a juzgar por el revuelo de los guardias, está subiendo a toda velocidad y a caballo la fuerte pendiente...

Bloqueada como está la ruta hacia Pamplona por la patrulla que asciende vertiginosa, han de salir corriendo los dos compañeros en dirección contraria, si quieren salvar la vida. Así que hacia Izagaondoa dirigen sus veloces pasos, y ciertamente pueden comprobar que está el valle tan reseco y silencioso como las florestas embrujadas de los libros de caballería. ¿Hacia dónde tirar: a Idoate o a Lizarraga? Y es don Pedro quien deshace la duda escogiendo el camino que baja hacia la última población, pues mientras siguen corriendo, le cuenta a don Miguel la famosa aventura del caballero de Tranquitronqui, que descendiendo por aquella misma trocha, cayó del caballo y se hizo tal herida en la pierna que no paraba de sangrar, y aunque mucho debieron rogarle sus acompañantes, no quiso detenerse hasta mucho más adelante, donde finalmente cayó exhausto y pudo ser al fin puesto a salvo. Doña Erkuden debe saber también algo de esto...

El caso es que a medida que van descendiendo, van recobrando a su paso las laderas y el llano todo el verde que habían perdido, que parece como si la recuperada esmeralda fuera otorgando su tonalidad al valle del que nunca debió ser sacada. Pero no tienen tiempo de detenerse a contemplar semejante portento, porque el conde y sus hombres están ya a punto de alcanzarlos, y con fuertes gritos les conminan a que devuelvan la mágica piedra. Y como no parece que puedan alcanzar Lizarraga, se introducen en el bosque cercano sintiendo ya el aliento de los caballos del traidor beamontés sobre sus cabezas...


Y justo en ese momento, brotes de roble que no miden ni un palmo, comienzar a crecer sin mesura, engrosando de tan acelerada manera su tronco y sus ramas, que muy pronto las enormes copas semejan las de árboles con al menos quinientos años de antigüedad, formando una tupida bóveda que oculta completamente el sol. Y en esa oscuridad repentina, misteriosa e insondable de las cosas que la comprensión humana no puede alcanzar, y entre gritos que a don Pedro y don Miguel ponen espanto, van desapareciendo camino del infierno todos y cada uno de sus perseguidores, menos el conde, que tan astuto como siempre, no ha querido entrar en aquella espesura, y huye ahora montaña arriba.

Y late la esmeralda de tal forma en la mano de don Pedro, que comprenden los
dos caballeros que es sin duda alguna aquella gema el corazón del valle entero, así que corren a entregársela a la delegación que les espera en Lizarraga, pues a ellos y sólamente a ellos corresponde volver a colocarla en la frente del señor San Miguel.


Y cuando a las pocas horas tal promesa se cumple, comienzan a caer tal cantidad de centellas y meteoros sobre el castillo de Irulegi, que en una hora no queda piedra sobre piedra del antaño orgulloso bastión. Y todos saben que ha llovido de los cielos tal castigo por haberse atrevido a desafiar tan neciamente a todo un señor arcángel, que no permite más baluarte de piedra en sus dominios que el de la basílica que le sirve de morada...

La misión está cumplida, y sólo queda ir a contarle a don Francisco Febo tantos y tan formidables prodigios. Y muy contento se pone el rey niño al escucharles, quizás porque sólo los niños pueden creer todas estas cosas tan maravillosas que hasta aquí se han relatado, aunque opina este cronista que a pesar de que las arrugas surquen la frente, basta con mantener en lo más profundo del corazón la ilusión de un niño para conseguirlo...

© Mikel Zuza Viniegra, 2011