A cualquiera que acostumbre a leer mis crónicas no le sorprenderá que una vez más vuelva a hablar de un árbol, porque ya lo he hecho muchas otras veces y porque, evidentemente, me gustan mucho los árboles y las leyendas que los rodean.
Así que me disponía yo a continuar mi relato sobre la mitad del Bosquecillo que no apareció en la entrada anterior, cuando del fondo de la memoria me vino el recuerdo de este otro ejemplar. Y como alguien muy especial me pidió que contara su historia, y las promesas hay que cumplirlas, hoy os hablaré de un árbol verdaderamente regio. Tanto como para haber nacido en el palacio de Olite, pero haber muerto más de cuatro siglos después en el de Versalles...
Era el rey don Carlos III el Noble muy amante de los árboles y los arbustos, sobre todo de los frutales. Hizo pues traer desde las más altas montañas de su reino, allá en el Roncal, hasta su residencia de Olite ciertos fresales, árboles y otras plantas. Y para replantarlos en su jardín ordenó arrancar del huerto del convento de Santiago de Pamplona "aurelles y gessemines", así como más de cuatrocientos "maçanales" que hizo traer desde Salvatierra de Bearne.
Y no sólo en el de Olite, que también en su palacio de Tafalla quiso instalar un jardín en el que poder retirarse de cuando en cuando de sus pesadas labores de gobierno. Para aquel lugar encargó al recibidor de Tierra Estella que le enviase "buenos fruytales jouenes, inxertados, es a saber de peras francesas de San Reble Langoix, de cerezales e de duraznales, los meiores que auer se podrán... et nos los imbiat con dilligencia a nuestra dicta villa de Tafailla en la primera mengoa de la luna, porque luego sean plantados..."
Pero las especies autóctonas no le parecían suficiente, así que contrató al hortelano catalán Gil Pert Dezganches, para que plantase en Olite "ciertos árboles fruytales et yerbas de buenos odores". También Xement Fort y Pedro Xemeniz de Cabanillas se encargaron de podar las parras y plantar cada año melones, calabazas, "bothiesas", berenjenas, lechugas y yerbas de buen "odor". Pero había visto también en sus viajes por el levante unos árboles que alegraban la vista tanto como el olfato y el gusto: los exóticos -y por aquel entonces rarísimos tan al norte- toronjales o naranjos. Así que envió a su fiel servidor Juan de Bordas hasta Tortosa, hermosa ciudad de Cataluña, para que adquiriese cierto número de ellos, que fueron trasladados en una barca hasta Zaragoza por Pericón Vinacha, barquero de aquella población, y por Lop de Almoravit, barquero tudelano, desde allí hasta su ciudad natal.
Ya en Olite, todos esos plantones arraigaron durante años hasta formar un jardín -por supuesto a cubierto de los vientos del norte- que cuidaba el maestro valenciano Matheu En Serra, al cual la infanta primogénita concedió la nada desdeñable cifra de cien libras anuales para su mantenimiento. Por su parte don Carlos III, complacido por su trabajo, le añadió de gracia especial siete libras y cinco sueldos más, el día en que por primera vez vio cómo había quedado el maravilloso patio de los toronjales...
Y mucho se había preocupado el rey de que todos aquellos hermosos árboles traídos desde Tortosa diesen fruto dulce, jugoso y abundante cada año, de tal forma que nunca faltaban a su mesa en verano las naranjas más deliciosas y apetecibles, que volvían locas de contento a las pequeñas infantas. Mas no a la reina doña Leonor, que llevaba ya muchos años alejada de Navarra, pues tenía contra su marido varias y dolorosas quejas que no le dejaban convivir con él. Es de saber que las que hizo públicas fueron que las rentas que le había asignado su esposo eran tan mezquinas, que debían vivir tanto ella como sus hijas las infantas casi de la caridad. Pero también que una vez, estando muy enferma, mandó don Carlos a su médico personal para que le asistiese, y que éste le había suministrado unas yerbas que la pusieron a las puertas de la muerte, sin que el rey hiciese luego nada por averiguar si habían intentando -como ella firmemente creía- envenenarla.
Pero sólo unos pocos sabían que la verdadera razón por la que doña Leonor vivía en la corte castellana de su hermano Juan I eran los celos, pues don Carlos estaba enamorado de doña María Miguel de Esparza, con la que hasta había tenido a don Lancelot, el hijo varón que ella todavía no había podido darle.
Siete años, entre 1388 y 1395, pasó doña Leonor separada pues de su marido, y aún hubieran sido muchos más si no hubiera muerto su hermano, y su sobrino Enrique III, el nuevo rey castellano, no la hubiese obligado a abandonar definitivamente su corte, aunque lo cierto es que nunca dejó don Carlos de reclamar su vuelta, y que desde su retorno ambos convivieron como si nada hubiese ocurrido.
No había más que un vetusto palacio en Olite cuando Leonor se marchó, por eso encontrarse ahora la maravilla arquitectónica que su marido había ido construyendo en su ausencia, también ayudó a que ella -que al fin y al cabo se había criado en el impresionante alcázar de Segovia- encontrase mucho más acogedora la corte de Navarra. Y lo que más le gustó fueron los preciosos jardines repletos de flores y frutas, sobre todo esas sabrosas naranjas que tanto gustaban a sus hijas, y a las que ella misma se estaba también aficionando...
Pudo comprobar entonces que, efectivamente, todos los toronjales daban exclusivamente fruto dulce y empalagoso, aunque no lo suficiente como para hacerle olvidar del todo el motivo de su antiguo exilio, pues lo mismo que no había lujoso palacio cuando se fue, no había tampoco entonces cinco hijos bastardos del rey correteando por los pasillos, y eso le dolía por dentro tanto como antaño, aunque fingiese en público que no le importaba, y aunque cuidase de ellos tanto como de sus propias hijas, las infantas Juana, Blanca y María.
Pero una tarde en la que compartía merienda con todos ellos, el dulzor de la naranja que comía fue volviéndose acre en su boca, pues se dio cuenta de que realmente no soportaba la presencia del engreído Lancelot, del estúpido Godofredo, de la pasmada Juana, del cuellicorto Francisco o del insufrible Pascual, así que les ordenó a todos salir de la sala, y cuando se quedó sola cinco grandes lagrimones -uno por cada prueba de que don Carlos la había engañado con otra mujer- rodaron por sus mejillas hasta ir a caer sobre las cinco pepitas de la naranja cuyos restos yacían en el plato de oro con las armas grabadas del rey.
Recogió pues con mucho cuidado esas cinco semillas y se las entregó esa misma tarde a don Matheu En Serra con el encargo de que las plantase en un cajón hasta que brotase un árbol que sólo ella podría cuidar, pues sólo ella sabía cuál era su origen. Y nació una planta tan hermosa que hasta don Carlos la envidiaba, pero Leonor jamás le permitió que se acercase a ella ni comer de sus frutos, pues de todos los toronjales de Olite, este era el único que daba naranjas de sabor entre ácido y amargo, como lo es el de las lágrimas de una reina. Y es que las naranjas de raza bigarrada (Citrus Bigaradia) son las que permiten cocinar las salsas más apreciadas y elaborar los mejores perfumes, esos que nunca olvida quien pudo sentirlos en el cuello de la mujer amada.
Tumba de Leonor I y Carlos III en la catedral de Pamplona Crónica de la provincia de Navarra, por Julio Nombela, año 1868 |
Escudo de los reyes de Navarra en la tumba de los duques Francisco de Bretaña y Margarita de Foix, padres de Ana de Bretaña. Catedral de Nantes, año 1507 |
En 1532 fue por tanto llevado a los jardines del palacio de Fontainebleau por orden del mismo Francisco I, y allá estuvo hasta el año 1687, cuando Luis XIV -llamado "Rey Sol", y que era al fin y al cabo también rey de Navarra- comenzó a construir el lujosísimo palacio de Versalles, y dentro de sus fastuosos jardines, el famoso arquitecto Mansard diseñó l'Orangerie para acoger a este árbol que contaba ya con casi trescientos años de edad. Para entonces ya era conocido como "Gran Borbón", y allí estuvo hasta su muerte en el año 1894, donde tras cuatro siglos de vida, no pudo superar un crudísimo invierno parisino.
Moneda Navarra de Luis XIV Acuñada en Saint Palais, año 1657 |
Estado actual de l'Orangerie del palacio de Versalles, con los naranjos en cajas |
De lo que no habló el riguroso Poiteau en su ascético tratado, es de que muchos visitantes de Versalles recogían con devoción las citadas naranjas del Gran Borbón, pues comiéndolas con mimo (pidiéndoles perdón por tener que arrancar su áspera piel para hacerlo), todas las penas de amor se aliviaban como por ensalmo.
Y no sé a qué esperamos en Navarra para iniciar investigaciones tendentes a averiguar si quedan esquejes de este paisano nuestro que puedan ser replantados en la verdadera capital del reino (Olite), y en la que se empeña en mantener ese título oficial sin derecho ninguno (Pamplona), porque estoy seguro de que hacen mucha falta también por estos pagos esas benditas naranjas de doña Leonor...
Naranja y flor del Gran Borbón Histoire Naturelle des Orangers, de A. Poiteau, año 1818 |
El Gran Borbón en l'Orangerie de Versalles. Apunte del natural por Freeman para la revista Le Magasin pittoresque, año 1857 |
© Mikel Zuza Viniegra, 2015