viernes, 28 de diciembre de 2012

EL JUICIO DEL REY TEOBALDO

Pamplona, año del Señor 1269

No hace ni dos días que el joven rey Teobaldo II llegó a la ciudad, y ya están los senescales haciéndole saber la larga lista de agravios que los siempre levantiscos nobles navarros han elaborado para que el soberano pueda juzgar con fundamento sobre sus peticiones.



          Y allí, en la sala de audiencias de los palacios de San Jesucristo, que el señor obispo le cede para que se aloje mientras se halla en la capital del reino, mucho se sorprende el monarca de que entre todos aquellos quejumbrosos caballeros, no estén representados los que más dolor de cabeza le han traído siempre con sus reivindicaciones. En efecto: ni los Almoravid, ni los Guevara, ni los Subiza, parecen solicitar nada esta vez. Y eso es algo tan inusual, que en un receso pide explicaciones al prior don Martín de Guerguitiain de por qué no ha venido todavía a cumplimentarle ningún miembro de tan ilustres linajes.

El azoramiento del prior aún escama más al rey, que ya no pide, sino que exige, que se le diga dónde están los tres ricoshombres mencionados. ¿Habrán sido capaces de aprovechar su ausencia para encabezar una revuelta? Es cierto que en el pasado tuvo roces con alguno de ellos, pero no puede creer que justamente en este momento, cuando el acopio de víveres y de hombres es su preocupación principal, puedan haberse atrevido a semejante desacato.

Y es que no tiene en mente más que unirse a la cruzada que su suegro el buen rey Luis de Francia tiene ya en marcha. Mas ¿cómo alejarse de Navarra si resulta que hay preparada una rebelión?

Afortunadamente don Martín acaba con sus sospechas al referirle la verdad. No hay planeada ninguna insurrección, pero lo que le cuenta le deja tan estupefacto primero, y tan preocupado después, que de no estar en sagrado, sus imprecaciones se hubieran oído hasta en el castillo de Tiebas.

Porque de lo que acaba de enterarse es de que el matrimonio entre doña María de Guevara y don Iñigo Almoravid, que él mismo promovió con tal de acabar de una vez con las constantes disensiones nobiliarias, no sólo no se ha llevado aún a cabo, sino que las negociaciones nupciales se han emponzoñado de tal manera, detenidas en necias discusiones sobre la dote que la novia debe aportar, y los castillos que el prometido habrá de entregar a su futura esposa que, olvidando lamentablemente su aristocrática condición, han llegado a desafiarse a duelo ambas familias. Esa misma tarde, como es sabido en toda la ciudad, pues no se habla en ella de otra cosa, en el llano de la Taconera, tendrá lugar el combate. El señor de Subiza, a lo que parece, es  el juez escogido por ambas facciones para que vele por la limpieza del reto.

-¿Así es como se cumplen mis órdenes? –ruge el rey don Teobaldo-. ¿De manera que apoyo un matrimonio con vistas a pacificar el reino, y me encuentro ahora con más pendencias y querellas de las que había antes? Pues yo haré entender a esos tozudos quién manda en Navarra. Haced que partan  inmediatamente mensajeros a los palacios de los enredados en esta locura, y que les dejen bien claro que avoco a mi autoridad soberana esta pelea, que ya no será en el escondido lugar donde ellos pensaban, sino a la vista de todos, en la plaza frente al castillo que poseo en el chapitel. Hacedles saber igualmente, que si no se presentan o si deciden continuar con sus planes, conocerán mi furia. Y que no se preocupen por nada, que yo mismo me voy a encargar personalmente de prepararles el palenque. Que los pregoneros anuncien mi mandato por las calles, tanto en las de la Navarrería como en las del burgo de San Cernin y en las de la población de San Nicolás. Si no quieren bodas, puede que tengamos funerales…

Y efectivamente mucha prisa se dan los hombres del rey en cercar el espacio entre el castillo y el convento de predicadores, y la multitud va ocupando las recién dispuestas gradas. Los reyes ya se hallan en el  estrado, en el que campean ya los escudos de todos los implicados: el rojo carbunclo de Navarra y la banda de plata de Champaña por ser los de don Teobaldo. Las flores de lis de Francia por ser las armas de su esposa doña Isabel. Los tres bastones de los Almoravid, los cinco corazones de los Guevara, y la faja de oro sobre campo de gules de los Subiza.
 
Así habla con voz muy potente, para que todos puedan oírle, el rey de los navarros:

-Veo que ya estáis listos para pelear tanto los Guevara como los Almoravid, pero no fuera yo buen monarca si os dejase luchar entre vosotros, pues recuerdo muy bien cómo rubriqué vuestra unión con mi propio sello la última vez que estuve en Pamplona. ¿Y qué clase de gobernante sería yo si os permitiese contravenir mis órdenes? No, queridos vasallos, definitivamente no puedo permitir tal desacato a mis atribuciones regias. Así que he decidido que luchéis juntos, como buenos hermanos que yo decreté que fueseis. Y como señores tan nobles merecen rivales del mejor porte, espero que estos que os presento ahora colmen vuestras expectativas…


Y por uno de los laterales van entrando hasta una docena de caballeros de la Guardia Real. Los escogidos para servir de escolta a don Teobaldo y para acatar sus órdenes sin vacilación.  Famosos por su destreza en el combate y por no retroceder jamás ante el adversario. Llevan yelmos reforzados en sus cabezas, largas lanzas con punta de metal, imponentes sobrevestes de color negro, y sus monturas van totalmente cubiertas con las más ricas gualdrapas que nadie imaginarse pueda. Vuelve el rey a hablar:

-Mi Guardia no necesita presentación, pero os convendrá saber que para esta ocasión tan especial han recibido de mí un único mandato: ¡A muerte! Sí, mis señores, puesto que estabais dispuestos a mataros entre vosotros, he supuesto que mucho más os complacería morir juntos a manos de mis hombres, célebres por no dar nunca cuartel hasta vencer o quedar tendidos sobre el campo de batalla. Y precisamente ahora están muy bien entrenados para la expedición a Tierra Santa que estamos a punto de emprender, y que debió haber constituido vuestra única preocupación, en lugar de perder el tiempo en esta torpe querella que está a punto de llegar a su fin…

Tales nuevas caen como un jarro de agua fría entre los hasta esta misma tarde fieros rivales. Todos han visto adiestrarse a la Guardia Real, y saben que no tienen posibilidad alguna de vencerles, así que encomiendan su alma a Dios antes de subir a sus caballos. Mas en medio del público, que chilla y brama ansioso de que empiece tan inesperado espectáculo, sólo una mujer permanece quieta y en silencio.


Llora mientras dos de sus damas tratan de consolarla. Es la gentil María de Guevara, que también ha comprendido que por la testarudez de sus respectivas familias, va a acabar perdiendo a su verdadero amor, el apuesto don Iñigo. Así que muy resuelta salta al campo y se dirige así a su rey:

-Gran señor don Teobaldo. Que acabe ya esta locura. Antes que ver morir a mi prometido, prefiero renunciar a la palabra de casamiento que libremente me dio. No soportaría verle caer bajo las lanzas de vuestra guardia.

Y de entre los contendientes se destaca la figura de don Iñigo que, quitándose el yelmo para que todos puedan reconocerle, exclama apesadumbrado:

-Muy grande estupidez cometí queriendo obtener más tesoro que esta mujer, que vale más sanchetes de plata que todos los que vos podáis acuñar en vuestra vida, Majestad. Cinco corazones lleva en su escudo y, si aún me acepta, el mío ha de ser el sexto…

-¡Mucho os ha costado decidiros, que ya no sabía yo como incitaros para que dieseis tal paso! –responde exultante el rey de Navarra-. Pero me placen tanto vuestras palabras, que ordeno ahora mismo que cese esta farsa, pues en ningún momento he pensado de veras en seguir adelante con semejante desatino. Poned vuestras manos entre las mías, y sirva este gesto para desterrar de una vez los malos augurios.


Y guárdense las lanzas y los arreos de guerra, que a las bodas se acude con músicos y no con soldados….

Y cuando el txistu empieza a sonar, toda la concurrencia se lanza a bailar, llenando de alegría lo que iba a ser el campo del dolor. Y muy orgullosos están todos de don Teobaldo, pues ha demostrado su señor la misma sabiduría que  aquel otro rey don Salomón, que cuentan las Santas Escrituras que supo juzgar cuál era la verdadera madre entre las dos mujeres que pleiteaban por un niño.


Y dicen que de aquella fiesta viene la costumbre de danzar a los sones de la gaita y el tamboril en la plaza del Castillo, como hasta en nuestros tiempos suele hacerse. Y que estos sucesos dejaron tan honda memoria en la ciudad, que cuando pocos años después comenzó a levantarse el maravilloso claustro de la catedral, en dos de sus capiteles quisieron los muy sabios canónigos dejar testimonio de torneo y de danza tan renombrados.

E hicieron muy bien.
                        Este cuento fue escrito originalmente para el Calendario Festivo de la Asociación de Amigos de la Catedral de Pamplona, que yo elaboré para este año 2012 que está a punto de terminar. Y lo titulé: "La Edad de la Caballería en la Catedral de Pamplona". Las estupendas fotos de los dos capiteles del claustro que me sirvieron de inspiración son de Jose Carlos Cordovilla.                

© Mikel Zuza Viniegra, 2012