martes, 24 de enero de 2012
CORAZÓN DE PIEDRA II
Catalina no les esperaba tan sonriente como acostumbraba, sino con un semblante triste y preocupado. Con gesto doliente les señaló los papeles desplegados sobre una mesa próxima. Los dos caballeros los contemplaron en silencio: eran los planos de construcción de una nueva capilla para la virgen del Camino, que iba a ir situada sobre los terrenos que ocupaba el claustro. El muro sobre el que campeaban Belial y su infernal montura Lucifer sería derribado para abrir el acceso, todo el templo sería encalado y la ventana por la que entraba aquel rayo de sol misterioso, tapiada, pues a juicio del canónigo Iturbide, que firmaba el proyecto, y cuya picuda letra recorría todo el borde inferior del plano: “molestaría con sus luces de colores la contemplación y seriedad que en todo santuario que se llame católico, se debe procurar”. Y en letra más pequeña añadía: “convendría sustituir el bulto de Santa Catalina, que no muestra más arte que ese tan pobre que los antiguos eran capaces de realizar, por otro más al gusto de los tiempos, que yo mismo pagaré de mi bolsillo…”
-¿Y quién es este cretino? –gritaron Jorge y Belial al unísono.
-Es quien va a acabar con nosotros tres –sollozó Catalina, escondiendo el rostro entre sus manos-. Mañana mismo comienzan las obras…
Aquella noche fue la única en la que Belial pudo por fin derrotar a Jorge, a quien Catalina había pedido previamente que se dejase ganar. Pero no hubo burlas por su parte, pues sabía que al día siguiente dejaría de existir. Se dieron la mano porque como Jorge dijo, “habían sido siempre más amigos que rivales”. Y aunque es bien cierto que entre viejos amigos no puede haber celos, prefirió Jorge mirar para otro lado mientras Catalina daba un postrer beso de la victoria a Belial, pues ambos sabían que no es nunca poco consuelo para un caballero condenado a muerte el reconocimiento de una dama tan señalada. Después, tirando de las riendas de Lucifer, y mientras retornaba por última vez a su muro, se despidió para siempre de ellos con una leve y silenciosa inclinación de cabeza...
El alba sorprendió a los amantes uno en los brazos del otro, en el mismo jardín del claustro donde tantas noches habían pasado juntos.
-¿Qué crees que harán contigo, Catalina?
-El canónigo me quería demoler, pero el capellán de la cofradía era más partidario de enterrarme en algún lugar de la nueva capilla. Dijo que es lo que se suele hacer con las imágenes viejas…
-¡Tú no eres vieja, ni he de dejar que nadie te destruya! –tronó Jorge, mientras ambos volvían al templo. Aristarco ya le esperaba al pie de las escaleras.
Se miraron a los ojos y sellaron su despedida, que ninguno de los dos sabía cuánto tiempo duraría, mientras lágrimas de piedra corrían por sus rostros. El caballero las recogió del suelo y las guardó en su arzón prometiéndose a sí mismo hacer con ellas un collar para Catalina, y regalárselo la próxima vez que volvieran a encontrarse.
No hubo tiempo para más, pero esta vez Jorge, aunque de nuevo en su lugar, no volvió a caer en su sueño de siglos, sino que con un titánico esfuerzo, se mantuvo despierto rogando a aquél que le había permitido derrotar al dragón hacía tanto tiempo, que le concediese unas pocas horas más de vida, sólo las necesarias para salvar a su amada. Y entonces un rayo de sol, aunque jamás había ocurrido antes a esa hora tan temprana de la mañana, entró por la ventana y se deslizó por la figura del caballero, que supo que su muda plegaria había sido escuchada.
Los obreros comenzaron a llegar, y fueron instalando grandes andamios a lo largo de la nave, hasta que llegaron a la altura de Belial, cuya efigie fue desapareciendo bajo sus mazas hasta perecer por completo.
A eso de las diez de la mañana llegó el canónigo Itúrbide, que se mostró muy complacido porque aquel “espantajo” ya no estuviese en la Iglesia. Ordenó que le aproximasen la mesa de los planos donde él estaba: enfrente del muro que iba a desaparecer por completo y justo debajo de Jorge. Entonces advirtió que los obreros del andamio junto a la vidriera estaban esperando sus órdenes:
-¡Podéis empezar a tapiar la ventana! –gritó el clérigo-. Y cuando terminéis esa labor retirad la estatua de Santa Catalina a la sacristía de los beneficiados, que ya decidiremos con tiempo qué hacer con ella…
Fueron sus últimas palabras, pues un enorme bloque de piedra, situado precisamente bajo la pata levantada de Aristarco, se desprendió yendo a caer sobre el canónigo, que murió en ese mismo instante. Si alguno de los obreros hubiese puesto sus ojos en las alturas en lugar de en el suelo, hubiese podido ver a Jorge pasando su mano por el cuello de su caballo, con una sonrisa en su rostro.
Toda la ciudad quedó sobrecogida por el suceso, pero las obras no se interrumpieron, pues Itúrbide había dejado las mandas precisas ordenadas en su testamento con tal fin. Cuando la ventana fue completamente tapiada, el gigantesco caballero de piedra se sintió morir para siempre…
-No es fácil comprender qué podían perseguir aquellos hombres del barroco al cegar las ventanas de la nave mayor –explicó Miguel Mondela, jefe de las obras de restauración de la iglesia de San Cernin de Pamplona, a una gavilla de alumnos de arquitectura que se arracimaban a su alrededor en el andamio instalado junto a esas mismas ventanas-. Pero lo que sí puedo decirles es que lo que era bueno en 1758, no tiene necesariamente que serlo en la actualidad, así que tras los meses que nos ha costado retirar todo el revoque con el que taparon la piedra originaria, hoy, dos de septiembre de 2007, por fin les ha llegado el turno a los ventanales. Si me permiten, yo mismo haré los honores –dijo mientras comenzaba a golpear con una maza los vanos tapiados de las grandes ventanas que en su momento habían albergado flamantes vidrieras.
Los trabajos concluían a las siete de la tarde, y para esa hora la ventana, totalmente limpia y cubierta por un plástico transparente, volvía a iluminar la nave como siempre lo había hecho. El sol, poniéndose tras las crestas del valle de Goñi, aún dejó escapar un rayo que fue a posarse sobre el pétreo caballero de San Cernin, otra vez despierto tras un cuarto de milenio inerte.
-¡Adelante, Aristarco, vamos a buscarla! –gritó Jorge mientras en lugar de descender por el coro, hacía saltar a su caballo hasta el suelo de la nave-. En la capilla donde siempre había estado Catalina, ahora había otra imagen, puede que de la misma santa, pero mucho más fea y engreída, pues ni siquiera se dignaba mirarle a la cara –pensó Jorge.
-¡Catalina, Catalina, estoy vivo otra vez! ¿Dónde estás? -preguntó con la angustia de quien teme haber perdido a quien ama...
-Estoy aquí –se oyó una voz velada, lejana.
-¿Dónde? –respondió nervioso el caballero.
-Aquí, al fondo de la nueva capilla.
Los cascos de Aristarco resonaron por la nave de lo que antes fue el jardín del claustro y por fin, a los pies de uno de los pilares que sostenía la bóveda, Jorge volvió a oír nítidamente la voz de Catalina, que salía de debajo de una de las tablas de roble que formaban el suelo.
-¿Estás ahí, Catalina?
-Sí. Les dio pena destrozarme y me enterraron aquí. Cuando hace un rato volví a sentir la sensación que nos embargaba cuando estábamos juntos, supe que hoy debía ser tres de septiembre.
-Os sacaré ahora mismo de esa fosa –gritó mientras ordenaba a Aristarco que golpease con sus patas traseras la plancha de madera, que se partió en dos trozos a la tercera coz que el caballo soltó. Jorge retiró los pedazos y, apartando una capa de telarañas y polvo, volvió a contemplar tantos años después el rostro de Catalina.
-Debo estar horrible…
-¿Bromeas? Nunca me habías parecido tan hermosa. Si el pobre Belial pudiese verte ahora...
Y no, ya no había claustro, ni se podía observar la bóveda celeste desde allí, totalmente cubierta ahora por una cúpula de extraño gusto artístico. Pero como los amantes largo tiempo separados no necesitan más estrellas que los ojos de quien tanto añoraron, no echaron de menos Jorge y Catalina la luz de los astros nocturnos, pues todo el mundo sabe que hay ocasiones en que la oscuridad no es sinónimo de miedo…
-Llevo casi tres siglos queriendo regalarte esto –le dijo Jorge sacando de su escarcela una maravillosa gargantilla que no tardó en anudar al cuello de Catalina.
-No habrá habido nunca lágrimas mejor empleadas, Jorge-agradeció ella el gesto mientras miraba su reflejo en la pila de agua bendita.
A la mañana siguiente, los restauradores no podían dar crédito a lo que veían: un gran sillar había caído de la bóveda y al fracturar una de las maderas que formaban el suelo de la capilla, había dejado a la vista una Santa Catalina que Mondela conjeturó debió ser realizada a finales del siglo XIV. Por su gran tamaño y peso, les llevó toda la mañana agrandar el agujero y sacarla de allí, pero cuando la incorporaron y la limpiaron, vieron que estaba intacta, y que llevaba un collar con piedras talladas en forma de lágrima. Incluso especularon con la posibilidad de que fuese la misma que Carlos III el Noble había regalado a la Cofradía que allí se reunía. Le colocaron unas ruedas y la llevaron a la vacía nave de San Cernin, justo debajo del relieve del gigantesco caballero que hay sobre el muro izquierdo...
-Cuando esté completamente restaurada, quizás convenga llevársela de aquí y exponerla permanentemente en el Museo de Navarra –expuso en voz alta el arquitecto jefe.
La pata de Aristarco comenzó entonces a moverse con intención de dejar caer otra piedra de nuevo, pero en ese preciso momento Jorge oyó decir a Mondela:
-Aunque será mejor que permanezca en el lugar para el que fue pensada. Además: hace buena pareja con el San Jorge de ahí arriba, ¿no creéis?
Fotografía extraída del blog: http://arte-historia-curiosidades.blogspot.com/2011/09/el-cruzado-de-san-cernin-pamplona.html
© Mikel Zuza Viniegra, 2012