viernes, 9 de diciembre de 2011

CAPRICHADA


Palacio real de Pamplona, 8 de diciembre de 1389

Miguel de Zuasti, maestro orfebre de la corte de Navarra desde tiempos del rey Carlos II -que Dios haya-, está a punto de terminar el magnífico relicario que Carlos III le ha encargado para que albergue el pulgar del glorioso mártir san Saturnino.

Y es que ha cincelado a buril, en rica plata sobredorada, una base octogonal sostenida por cuatro elegantísimas esfinges, y en los lados que forman aspa ha tallado los símbólos de los cuatro evangelistas. Es a saber: el águila de San Juan, el ángel de San Mateo, el Toro de San Lucas y el león de San Marcos. Y en los lados que forman cruz, la media luna y la estrella de seis puntas del burgo de San Cernin, y también los dos lobos pasantes bajo capelo cardenalicio de don Martín de Zalba. Pero los dos lugares de honor los ha reservado para las armas reales: el carbunclo de Navarra cuartelado con las flores de lis terciadas en banda de los Evreux, sostenidas por el águila y el lebrel blanco, divisas que sólo la dinastía gobernante puede utilizar.

Y sobre esta regia peana ha levantado una arquitectura tan refinada, que sólo en París o en las ciudades libres de Flandes podría encontrársele parangón, cuyas columnas sostienen dobles arcos rebajados y conopiales, que rematan en tejados de pizarra en los que se abren preciosas ventanas abuhardilladas. Y guardan esos mismos arcos las representanciones de los doce apóstoles y de la predicación y martirio de San Cernin de Toulouse, que fue el primero en traer la fe de Cristo a estas tierras.

Y cada escena y cada escudo va destacada con maravillosos esmaltes de vivos colores rojos, azules y verdes, de tal forma que cuando se le aproxima un candelero, refulge el relicario con todas las luces con que las estrellas iluminan las noches de verano.

Y sabe Miguel que esta es sin duda su mejor obra, quizás incluso más hermosa aún que la que realizó para albergar el sagrado omóplato de San Andrés en Estella. Y por eso le da también algo de resquemor dejarla aquí a la espera de que el soberano dé su opinión, porque sabe que el rey tardará un tanto en volver, pues anda estos días de romería a la iglesia del Señor Santiago de Itxasperri, en Egiarreta. Y es aqueste lugar muy digno de visita para todos aquellos y aquellas que quieran comprobar los efectos de las siempre saludables curas de adelgazamiento, pues cuenta aquel venerable templo con la puerta de ingreso más estrecha que nadie imaginarse pueda, de tal manera que no entrarán nunca por ella ni aquél gordo Epulón de cuyos banquetes tratan las Santas Escrituras, ni ningún otro de los grandes tragones que han sido en el mundo tras él...



Así que mucho solicita don Miguel a los guardas de palacio que no le quiten ojo a su recién terminada joya, y con la confianza obtenida de sus firmes promesas de vigilancia, puede por fin volver a su casa de la rúa de la Englentina, donde tras recoger a su mujer doña Estefanía, acuden ambos a la prestigiosa taberna de La Raspa, en la que sirven en copas muy finas ese vino tan rico aromatizado con especias que responde al nombre de Perucchi.



Y como conoce muy bien el gusto por las sorpresas y los regalos que tiene su compañero, antes de dar el primer sorbo extrae ella del palillo que sostiene la aceituna un anillo de plata esmaltada muy bien labrado, y que hubiera sido una muy gran pena tragarse, como ya le sucedió en otra ocasión que ahora mismo no viene al caso, pues lo que importa es que entre unas cosas y otras, ya es hora de cerrar las puertas de palacio y de que la guardia nocturna comience su ronda...

Y, efectivamente, quedan desiertas las amplias estancias de la regia morada, también de aquella en la que reposa el relicario. Aunque no por mucho tiempo, pues al abrigo del rayo de luna que entra por el apuntado ventanal, unas manos se posan sobre el plateado objeto y lo depositan en un saco de arpillera sin hacer ruido alguno...

Y a la mañana siguiente suenan las trompetas que indican la llegada del rey. Y al poco de asearse, éste recuerda que su encargo para la iglesia de San Cernin debe estar ya terminado. Y así se lo confirma el propio don Miguel, que ha acudido a la llamada de don Carlos. Antes de abrir la puerta de la habitación, claro...

Y al tremendo disgusto suceden las carreras y las idas y venidas por torres, pasillos y desvanes. Y por más que los guardianes juran y perjuran que nadie ha entrado ni salido de la mansión en toda la noche, el rey se muestra dispuesto a llegar hasta el final de tan oscuro asunto, cueste lo que cueste.

Y en estos afanes investigadores se pasa el día, y el relicario no aparece por ningún lado. Y si no fuera porque la ama de cría de su pequeña hija Blanca se lo recuerda, no acudiría hoy a arroparla como cada noche. Y está tan guapa la niña como una lamia del Irati, salvo porque parece que le han colocado esta vez sus sirvientas demasiados almohadones tras su principesca cabeza. Y cuando va a retirarle alguno, encuentra allí (a lo que parece, pues el rey no lo ha visto todavía), el famoso relicario. Pero la infantica lo agarra con tanta furia que no hay manera de desasirlo de sus brazos. Y llora y berrea como una poseida que aquella casita de muñecas es suya y sólo suya, y que no la ha de soltar ni aunque el señor obispo don Martín se lo ordene. Y con arreglo a esa impresión parece haber actuado, pues ve el rey que el lugar donde debía ir el pulgar del glorioso mártir está ahora ocupado por Nunilona, Alodia y Berenguela, las muñecas favoritas de su hija...

Y es tan tremenda la rabieta de Blanca, y tan alta ya la hora de la madrugada, que van iluminándose las ventanas de todas las casas cercanas al palacio, hasta más allá de Zugarrondo. Así que manda llamar don Carlos a don Miguel, pues sabe que éste realiza previamente en madera los mismos modelos que luego esculpe en plata. Y la del alba es cuando el orfebre llega por fin con su diseño, que es ciertamente igual a aquél al que porfiadamente se aferra Blanca, salvo porque es purpurina y no plata la materia que lo recubre. Y para llamar más todavía la atención de la princesa, ha añadido don Miguel un resorte musical a la tapa, para que al abrirla suene siempre "Douce dame jolie", que es canción compuesta por monsieur Guillaume de Machaut, hermosa donde las haya...

Y ese embrujo sonoro consigue que la niña suelte finalmente el relicario y agarre con el mismo denuedo su nueva casita de muñecas. Y es que con razón pontifica moseñor de Zalba que no es buena cosa que los relicarios sean tan bellos que puedan confundirse con juguetes de princesa, aunque el rey y el artista opinan, afortunadamente, todo lo contrario.

Y vuelto el relicario a su uso original, y depositado para toda la eternidad en la sacristía de San Cernin de Pamplona, será justo añadir que trece años más tarde de esta historia recién narrada, cuando Blanca ya contaba con diecisiete y se disponía a viajar a la lejana Sicilia para casarse con don Martín de Aragón, llevaba en su equipaje de mano una caja de madera primorosamente tallada y dorada de la que a decir de las crónicas nunca jamás se separaba. Pero que esta vez, en lugar de muñecas, iba llena de las joyas más hermosas que mujer alguna haya llevado nunca sobre su cuello, sus manos o sus orejas. Y que muchas de ellas se las había regalado su padre, no fuera a ser que despertara de nuevo aquel famoso pronto o berrinche de tan temperamental princesa...






© Mikel Zuza Viniegra, 2011