Primavera de 1372
Está la corte de Navarra tan llena de infantes y de bastardos, que de tener todos unos pocos años más, parecerían bachilleres venidos a la tan anhelada Universidad que el rey siempre anda tratando de erigir en la hermosa villa de Uxue.
Y es que hoy se sientan en la mesa regia Carlos y Pedro, los príncipes nacidos del légitimo matrimonio de Carlos II y Juana de Francia, pero también Charlot y Tristán de Beaumont, los hijos naturales de don Luis, el hermano del rey, que ahora prepara en Nápoles la conquista de Albania. Y aún lleva un tiempo de visita el también muy joven y gentil príncipe Gastón de Bearn, que es primo de todos ellos por ser hijo de doña Agnes, la hermana del monarca navarro y del seguro conquistador de Durazzo...
Es tal la algarabía que tanto niño junto provoca, que por no emular a Herodes, encarga el rey al siempre dispuesto maestro de ingenios Sagastibelza que idee algún artefacto con que entretenerlos a todos, a ser posible sin causar mucho gasto a los siempre exhaustos cofres de comptos, y sobre todo a campo abierto, donde no molesten con sus voces y juegos. Y no se sorprende ya por nada el maestro, que es condición de la ingeniería en todo tiempo y lugar, tener que bregar siempre con la falta de medios...
Carlos, Charlot y Gastón, frisan los doce años de edad, mientras que Tristán y Pedro no superan los seis. Todos siguen expectantes al maestro en su rebusca de vetustos cachivaches en la bodega que hace las veces de arsenal del palacio, y allí le ayudan a cargar entre todos tres escudos muy grandes, de los que ya no se usan por hacerlos innecesarios los grandes avances en el arte de la armurería. Recogen también diez varillas metálicas que alguna vez debieron ser astas de lanza, y finalmente llenan también un saco con los pequeños y resistentes aros que reforzaban las inutilizadas culebrinas y bombardas de la fortaleza de Peña, y con las tapas redondas de los barriles de pólvora que las proveían .
Con todo ese material ya depositado en la forja, proceden los ayudantes de Sagastibelza a soldar al rojo vivo las piezas tal y como él les indica, de manera que en poco tiempo en las tres esquinas de cada escudo van soldadas unas abrazaderas lo suficientemente grandes como para permitir el movimiento de las varillas, al extremo de las cuales se han unido las pequeñas tapas redondas de los barriles, reforzadas con los aros cañoneros. La varilla delantera, por ir sujeta sólo por una abrazadera, permite dirigir la pequeña carreta, por así llamarla, con los pies de quien en ella vaya montado.
Y ante los absortos ojos de la regia chavaleria, van saliendo del taller los tres vehículos muy bien aparejados. Y son tres y no cinco, porque son muy pequeños todavía don Pedro y don Tristán, así que habrán de conformarse con, muy bien agarrados al torso de sus respectivos hermanos, servirles de copilotos. Y al preguntarle todos por el nombre que recibirán tan singulares prototipos, no duda el ingeniero en bautizarlos como "Sagastibeheras", no vaya a ser que algún avispado quiera copiarle sus diseños...
Como corresponde a su condicion y categoría, los primeros en subirse son don Carlos y don Pedro. Luego don Gastón, que dirigirá su nave sin compañía, y finalmente son don Charlot y don Tristán los últimos en tomar posiciones. Mucho se ha preocupado Sagastibelza de que los soldados de la guardia presten a los infantes sus cascos y de que les aseguren muy bien los barbuquejos, que al fin y al cabo son herederos de muy nobles territorios y rentas, y no quiere él terminar sus días en las mazmorras del castillo de Monreal, si acaso sobreviene un desgraciado accidente...
Ya están los cinco participantes dispuestos en la plaza, a los pies del templo de Santa María. La trompeta que indica el cambio de guardia a las doce de la mañana será la señal para que, empujados al principio por los soldados, se inicie la carrera. Ganará quien antes llegue a las puertas de San Miguel.
Y cuando el cornetón se deja oír por fin, salen como alma que lleva el diablo todos en pos de los infantes, que en cuanto alcanzan el primer desnivel cuesta abajo, alcanzan la misma velocidad que debió llevar Elías en su carro de fuego, pues no en vano los remaches metálicos de las ruedas hacen saltar chispas en cada pieza demasiado saliente del empedrado, haciendo tales chirridos que en la villa creen llegado el fin de los tiempos. Pero no, son sólo los príncipes de Navarra y Bearne compitiendo entre sí. Y aunque al inicio parecen ser don Carlos y don Pedro los que llevan la delantera, a mitad de camino se maravillan los habitantes con el valor de don Gastón, que se ha puesto de pie sobre su escudo y muestra tan soberbio equilibrio sobre aquella infernal y rauda plataforma que nada pueden hacer sus parientes por impedir su victoria...
Y pasan toda la tarde los cinco en estos menesteres, subiendo y bajando una y otra vez todas las empinadas pendientes en las que se asienta tan noble lugar. Hasta que a eso de las ocho de la tarde, y perdida ya totalmente su real paciencia, sale don Carlos II a lo más alto del torreón y ordena la requisa de aquellas ruidosas y diminutas carrozas, ordenando a grandes voces desde aquella altura que a partir de mañana se disputen estas carreras en otras villas de su reino, tales como Aibar, Artajona o Gallipienzo, y que haya de ser obligatorio que vayan los rodamientos muy bien envueltos en grueso fieltro de terciopelo, para que los oídos de las buenas gentes permanezcan a salvo de tanta molestia.
Es orden del rey, y todos han de acatarla, así que recogen sus pertrechos los cinco príncipes, no sin hacer prometer al futuro Carlos III que levantará la prohibición de hacer ruido cuando sea rey de Navarra, que es condición muy propia de la juventud el gusto por el estruendo. Y pregunta ingenuo don Gastón -que es al fin y al cabo extranjero en tierra extraña-, si ese desconocido lugar de Gallipienzo resultará sencillo de descender. Y sus cuatro primos le aseguran -pugnando por que no se noten sus risas-, que es aquel pueblo tan liso y llano como uno de los peines de oro y marfil de su madre, la condesa de Foix. Y queda don Gastón con esta respuesta muy contento, pues imagina una nueva victoria ante sus egregios parientes...
Está la corte de Navarra tan llena de infantes y de bastardos, que de tener todos unos pocos años más, parecerían bachilleres venidos a la tan anhelada Universidad que el rey siempre anda tratando de erigir en la hermosa villa de Uxue.
Y es que hoy se sientan en la mesa regia Carlos y Pedro, los príncipes nacidos del légitimo matrimonio de Carlos II y Juana de Francia, pero también Charlot y Tristán de Beaumont, los hijos naturales de don Luis, el hermano del rey, que ahora prepara en Nápoles la conquista de Albania. Y aún lleva un tiempo de visita el también muy joven y gentil príncipe Gastón de Bearn, que es primo de todos ellos por ser hijo de doña Agnes, la hermana del monarca navarro y del seguro conquistador de Durazzo...
Es tal la algarabía que tanto niño junto provoca, que por no emular a Herodes, encarga el rey al siempre dispuesto maestro de ingenios Sagastibelza que idee algún artefacto con que entretenerlos a todos, a ser posible sin causar mucho gasto a los siempre exhaustos cofres de comptos, y sobre todo a campo abierto, donde no molesten con sus voces y juegos. Y no se sorprende ya por nada el maestro, que es condición de la ingeniería en todo tiempo y lugar, tener que bregar siempre con la falta de medios...
Carlos, Charlot y Gastón, frisan los doce años de edad, mientras que Tristán y Pedro no superan los seis. Todos siguen expectantes al maestro en su rebusca de vetustos cachivaches en la bodega que hace las veces de arsenal del palacio, y allí le ayudan a cargar entre todos tres escudos muy grandes, de los que ya no se usan por hacerlos innecesarios los grandes avances en el arte de la armurería. Recogen también diez varillas metálicas que alguna vez debieron ser astas de lanza, y finalmente llenan también un saco con los pequeños y resistentes aros que reforzaban las inutilizadas culebrinas y bombardas de la fortaleza de Peña, y con las tapas redondas de los barriles de pólvora que las proveían .
Con todo ese material ya depositado en la forja, proceden los ayudantes de Sagastibelza a soldar al rojo vivo las piezas tal y como él les indica, de manera que en poco tiempo en las tres esquinas de cada escudo van soldadas unas abrazaderas lo suficientemente grandes como para permitir el movimiento de las varillas, al extremo de las cuales se han unido las pequeñas tapas redondas de los barriles, reforzadas con los aros cañoneros. La varilla delantera, por ir sujeta sólo por una abrazadera, permite dirigir la pequeña carreta, por así llamarla, con los pies de quien en ella vaya montado.
Y ante los absortos ojos de la regia chavaleria, van saliendo del taller los tres vehículos muy bien aparejados. Y son tres y no cinco, porque son muy pequeños todavía don Pedro y don Tristán, así que habrán de conformarse con, muy bien agarrados al torso de sus respectivos hermanos, servirles de copilotos. Y al preguntarle todos por el nombre que recibirán tan singulares prototipos, no duda el ingeniero en bautizarlos como "Sagastibeheras", no vaya a ser que algún avispado quiera copiarle sus diseños...
Como corresponde a su condicion y categoría, los primeros en subirse son don Carlos y don Pedro. Luego don Gastón, que dirigirá su nave sin compañía, y finalmente son don Charlot y don Tristán los últimos en tomar posiciones. Mucho se ha preocupado Sagastibelza de que los soldados de la guardia presten a los infantes sus cascos y de que les aseguren muy bien los barbuquejos, que al fin y al cabo son herederos de muy nobles territorios y rentas, y no quiere él terminar sus días en las mazmorras del castillo de Monreal, si acaso sobreviene un desgraciado accidente...
Ya están los cinco participantes dispuestos en la plaza, a los pies del templo de Santa María. La trompeta que indica el cambio de guardia a las doce de la mañana será la señal para que, empujados al principio por los soldados, se inicie la carrera. Ganará quien antes llegue a las puertas de San Miguel.
Y cuando el cornetón se deja oír por fin, salen como alma que lleva el diablo todos en pos de los infantes, que en cuanto alcanzan el primer desnivel cuesta abajo, alcanzan la misma velocidad que debió llevar Elías en su carro de fuego, pues no en vano los remaches metálicos de las ruedas hacen saltar chispas en cada pieza demasiado saliente del empedrado, haciendo tales chirridos que en la villa creen llegado el fin de los tiempos. Pero no, son sólo los príncipes de Navarra y Bearne compitiendo entre sí. Y aunque al inicio parecen ser don Carlos y don Pedro los que llevan la delantera, a mitad de camino se maravillan los habitantes con el valor de don Gastón, que se ha puesto de pie sobre su escudo y muestra tan soberbio equilibrio sobre aquella infernal y rauda plataforma que nada pueden hacer sus parientes por impedir su victoria...
Y pasan toda la tarde los cinco en estos menesteres, subiendo y bajando una y otra vez todas las empinadas pendientes en las que se asienta tan noble lugar. Hasta que a eso de las ocho de la tarde, y perdida ya totalmente su real paciencia, sale don Carlos II a lo más alto del torreón y ordena la requisa de aquellas ruidosas y diminutas carrozas, ordenando a grandes voces desde aquella altura que a partir de mañana se disputen estas carreras en otras villas de su reino, tales como Aibar, Artajona o Gallipienzo, y que haya de ser obligatorio que vayan los rodamientos muy bien envueltos en grueso fieltro de terciopelo, para que los oídos de las buenas gentes permanezcan a salvo de tanta molestia.
Es orden del rey, y todos han de acatarla, así que recogen sus pertrechos los cinco príncipes, no sin hacer prometer al futuro Carlos III que levantará la prohibición de hacer ruido cuando sea rey de Navarra, que es condición muy propia de la juventud el gusto por el estruendo. Y pregunta ingenuo don Gastón -que es al fin y al cabo extranjero en tierra extraña-, si ese desconocido lugar de Gallipienzo resultará sencillo de descender. Y sus cuatro primos le aseguran -pugnando por que no se noten sus risas-, que es aquel pueblo tan liso y llano como uno de los peines de oro y marfil de su madre, la condesa de Foix. Y queda don Gastón con esta respuesta muy contento, pues imagina una nueva victoria ante sus egregios parientes...
© Mikel Zuza Viniegra, 2011