viernes, 24 de diciembre de 2010

SAUDADE



Conviene leer antes que esta historia, las del Libro de los Teobaldos 9, 10 y 11.

Al llegar la Navidad echa más de menos Esteban a Blanca, pues la recuerda con su pelo recogido por una diadema de korostias de las que sólo se dan en las vertientes más umbrías de la sagrada montaña. Y esa remembranza se le clava en el corazón igual que las puntiagudas hojas que protegen los rojos frutos del acebo se clavaban en la morena piel de la princesa...

Ha enviado maese Donézar muchos de sus sabrosos mazapanes a palacio, por ver de endulzar las nostalgias del capitán, pero ni el mucho saber del confitero consigue esta vez su cometido, pues parece como si las nieblas casi peremnes que custodian la fortaleza de Irulegi se hubieran introducido en el alma del guerrero, y ni el batir de las alas del arcángel allá arriba, en su atalaya de Izaga, logra rasgar ese negro sudario que envuelve su ánimo en estas fechas.

Sube a la torre. Y otea como cada atardecer el horizonte, por si llega algún mensajero con noticias de la reina. El cielo está rojo. Rojo como la gona que ella llevaba la última vez que se vieron. Y ese reflejo que deja el sol al ponerse más allá de la cumbre de Aralar, hace parecer como si el dragón que mató don Teodosio hubiera revivido por un instante para llenar el firmamento con su aliento de fuego.

Y le da por recordar cuando ambos buscaron al infernal endriago en aquellos parajes, ya que ella quería intentar curar la herida del monstruo, pues decía que no quedaban tantos dragones en el mundo como para andar matándolos por un quítame allá esas cadenas. Pero no vieron ni rastro de la alada criatura, y bien que a él le hubiera gustado hacerse pasar por uno de esos San Jorges que sólo saben pintar los maestros italianos...

Y quizás por ello cometió la locura de emprender la ascensión con una armadura antigua, de las que se fabricaban con el pesado hierro de Betelu, y no con una milanesa, que son tan lígeras que están hechas especialmente para que el viento lleve a los caballeros andantes a donde más les plazca.

Y por éste y otros peregrinos motivos, llegaron los dos al santuario casi sin aliento, que recuperaron después de sentarse un buen rato a contemplar las Malloas allí enfrente, que es vista ésta de las más reconfortantes que puedan alcanzarse en este reino. Aunque estando al lado de Blanca, hasta las horrendas construcciones de micer Mangado le parecían a Esteban tan dignas y hermosas como Chateau-Gaillard...

Hubo de salir finalmente el capellán al rescate con abundancia de viandas, pues ellos se habían quedado sin comida al poco de pasar Zamartze. Guiados por el arcipreste, entraron en el templo, no sin antes haber pasado él bajo las milagrosamente rotas cadenas del penitente fundador, y sin haberse dado ella una buena calabazada en el hueco de la cueva donde dicen mora todavía el añorado dragón. Y no es esto cosa baladí, pues muchos autores antiguos dicen que una de las condiciones más necesarias para regir con sabiduría estos Estados de Navarra es acreditar ser una auténtica buruhandi, aunque forzoso es reconocer que el hueco aquél es muy pequeño...

No pudieron ver a San Miguel porque casi siempre está de viaje, que es santo tan volandero y bien educado, que devuelve puntualmente y a domicilio, las visitas que en su casa le hacen sus fieles más devotos. Pero sí que pudieron maravillarse observando el retablo de esmaltes que legó la princesa Berenguela, la tía abuela de Blanca, cuando fue a casarse con el rey de Inglaterra allá en las lejanas tierras de Chipre. Y hay a cada lado de este portento cuajado de joyas, dos manos cortadas muy bien disecadas. Un letrero de elegante caligrafía lemosina explica tan curiosa presencia:

"Aquestas son las manos del probado ladrón Eric el flamenco, que intentó robar este altar y fue apresado y enforcado en el haya más cercana al ábside de este santuario, y fueron sus manos cortadas mientras aún vivía, para que tuviera que emplear sus últimas horas en rascarse con los muñones los picores que sus multiples enfermedades venéreas sin duda le producían. Que todos cuantos aquí se acerquen tomen ejemplo y escarmiento en cabeza ajena ..."

Y Esteban está muy de acuerdo con estas justicias de los tatarabuelos, y aún cree que el tal Eric tuvo suerte de que él no estuviera presente cuando le pillaron con aquellas manos, ahora tan correctamente disecadas, en la masa. Porque de haberlo atrapado él, otros apéndices en vivo le hubiera cortado, aunque no de los que pueden exponerse sin atentar contra el decoro en una iglesia. Ni siquiera en aquella, donde está muy bien documentado que los del rey don Pedro I encontraron santo remedio...

Pero todo esto son sólo recuerdos. Comienza a hacer mucho frío en la torre y no tardará el paisaje en cubrirse de blanco. Y aunque hoy no tenga ganas de mezclar la nieve con el enebro, sigue silbando el viento entre los árboles, y continúa repiqueteando el río allá abajo...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010