Anda el muy joven príncipe de Viana bastante contrariado porque su preceptor, don Alfonso de la Torre, le ha encerrado en las habitaciones al pie de la torre ochavada, al menos hasta que no se haya aprendido tres capítulos del libro que para él escribió con el fin de educarle para ser el mejor rey que haya conocido nunca Navarra. Pero esta “Visión Deleytable”, que así se llama el compendio, se le antoja indigesta y aburrida al infante…
De buena gana se escaparía por la ventana, aunque la separa del suelo una altura que no acertarían a salvar ni cuatro hombres de la guardia puestos uno encima del otro, y se perdería por los jardines de palacio... Además hoy es el día de la fiesta del señor San Blas, y hasta su prisión llegan los aromas de los dulces que llevan toda la mañana elaborando los cocineros reales. Entonces recuerda que prometió a doña Marga y don Fernando que acudiría precisamente en tal día a cumplimentar a Aiala, su hija recién nacida, a la que custodia con un celo digno de don Roldán, su hermano Oier.
Así que haciendo caso a la máxima que siempre le repite don Alfonso: “siempre hay una solución para cualquier problema si te paras a pensarla bien”, el príncipe abre el cajón de su escritorio y saca de allí un silbato tallado en marfil que sopla una, dos, tres veces, hasta que al poco rato algo golpea con insistencia el vidrio emplomado que cierra la ventana. Cuando Carlos la abre, un lengüetazo le baña la cara porque allí está, tan obediente como siempre, doña Catalina, la zarafah que el rey de Aragón regaló a su madre, la muy poderosa reina Blanca. Y es de saber que estas zarafahs son las bestias más altas que nadie imaginarse pueda, con un cuello tan largo como una lanza de torneo de las más grandes.
Así que haciendo caso a la máxima que siempre le repite don Alfonso: “siempre hay una solución para cualquier problema si te paras a pensarla bien”, el príncipe abre el cajón de su escritorio y saca de allí un silbato tallado en marfil que sopla una, dos, tres veces, hasta que al poco rato algo golpea con insistencia el vidrio emplomado que cierra la ventana. Cuando Carlos la abre, un lengüetazo le baña la cara porque allí está, tan obediente como siempre, doña Catalina, la zarafah que el rey de Aragón regaló a su madre, la muy poderosa reina Blanca. Y es de saber que estas zarafahs son las bestias más altas que nadie imaginarse pueda, con un cuello tan largo como una lanza de torneo de las más grandes.
Y es por ese fenomenal pescuezo por donde, tras trepar al alféizar, el niño comienza a deslizarse hasta asentarse en los lomos. Ya lo ha hecho otras veces, y sabe que Catalina es mansa, así que con unos leves tirones en las crines se va dirigiendo hacía el lugar de donde emanan aquellos aromas tan excelentes, pues le parece que no es cosa digna de príncipes tan famosos como él ir de visita sin llevar presente alguno. Y el regalo que escoge es ciertamente regio, pues una bolsa decorada con las armas de su madre, y llena de aquellas deliciosas Sanjaymetas que tanto gustan en la corte, es cargada en la zarafah para que doña Marga y don Fernando, con todas aquellos libros y redomas que en su casa guardan, puedan al fin determinar de qué están hechos dulces tan estupendos, que al joven parece que no es cosa puesta en razón que sólo puedan comerlos los habitantes del castillo, sino que también todo el pueblo de Olite se sienta al comerlos como un rey, pues fue su abuelo don Carlos el Noble quien prohibió que se difundiese tan especial receta.
Y sorteando a las multitudes, y teniendo mucho cuidado de que doña Catalina no derribe algún alero, pues su cabeza roza los tejados, en unas pocas docenas de zancadas ya está don Carlos en la casa de los felices padres, que dan palabra al príncipe de desvelar el misterio de las Sanjaymetas en cuanto sus hijos les dejen descansar unas pocas horas seguidas, pues tienen entendido que tan singular bizcocho amansa a las fieras de poca edad, así que esperan que Oier y Aiala duerman ahora como dos benditos.
Muy contento con tal promesa, vuélvese prontamente el infante al castillo, porque no es cosa de enojar más de la cuenta a don Alfonso y porque la zarafah se está comiendo las flores y aun mira con ojos golosos los dibujos de doña Marga, lo cual sería sin duda una gran pena, e iría en muy grande menoscabo del reino…
© Mikel Zuza Viniegra, 2010