En tiempos en que Teobaldo era solamente conde de Champaña y no rey de Navarra, Martín de Izanoz fue un caballero que sobrevivía alquilando su espada a pueblos de labradores que no podían defenderse de otro modo de los caballeros malvados –conocidos también como “balderos”- que abundaron al final del reinado del encerrado y gigantesco Sancho el Fuerte.
Y entre tanto combate, encontró tiempo para enamorarse de
una comarcana de lo que andando el tiempo sería la merindad de Olite. Pero por no saber desbrozar esas intrincadas sendas que emplea el amor,
acabaron alejándose el uno del otro.
Y por ver si la olvidaba, se lanzó con más ahínco todavía
a la defensa de aldeas donde nada se le había perdido, pues creyó que lo
correcto era continuar defendiendo a quien no tenía otro brazo al que
encomendarse.
Al fin y al cabo eso era lo que se suponía que debía
hacer un caballero, según se decía en todos los libros y romances que de tal
tema trataban. Y lo haría al menos hasta que un nuevo rey llegase con todo su
leal poder.
Así que lo mismo luchó a partir de entonces contra el
traicionero Ximeno de Eguaras en nombre de los collazos de Irurzun y de Goldaraz,
que contra el muy astuto Eneko de Iracheta por amparar a los humildes moradores
de Legaria. Y no hubo enemigo en todo ese tiempo que pudiera derrotarlo, de
forma que cuando efectivamente llegó el nuevo y trovador soberano, le ofreció
la jefatura de su hueste, pues no había caballero en todo el reino que la
mereciese más.
Pero Martín –aun agradeciendo desde lo más profundo de su
fe de caballero el gesto regio- y considerando que su trabajo estaba hecho, rechazó la oferta y, dirigiéndose hacia el
sur, galopó en busca de aquella de quien hacia tanto tiempo no sabía nada, a
pesar de que no hubiera dejado de recordarla ni un solo instante.
Y al llegar a aquel pueblo la encontró casada con otro,
pues en realidad no habían hablado nada entre ellos sobre esperarse mutuamente.
Y como comprendió que ella era feliz así, no organizó ningún escándalo, si no
que tiró de las riendas de su caballo y se
alejó para siempre de aquel lugar, donde lo único que dejó fueron los pedazos
rotos de su corazón.
Y se abandonó desde entonces por trochas y caminos de
montaña, desatendiendo el cuidado tanto de sus bruñidas armas como de sí mismo,
preguntándose una y otra vez de qué le había servido demostrar su bondad
defendiendo a todos aquellos desharrapados, cuya inútil gratitud no servía para
acompañarlo en las largas noches de invierno ni para reír a su lado oyendo a
los juglares en las de verano. Sí: tal vez hubiera sido mucho más productivo
ser uno de aquellos caballeros ladrones mil veces temidos por todos…
Y en esas enmarañadas disquisiciones pasaba los días, y
no ofenderá a Dios contar que si alguna noche no se lanzó al vacío desde lo
alto de cualquier torre tan abandonada como él mismo, fue porque en el instante
decisivo siempre se lo impedía el recordar aquel precioso gesto de ella rizándose
con el dedo índice el mechón que como una cascada de agua fresca le caía por el
lado derecho de su cabeza, mientras sonreía alegre, reflexiva y sabia.
Y subieron hasta aquellos perdidos montes muchos buenos
caballeros amigos suyos para reconvenirle por su actitud. Y hasta le trajeron
una cantimplora llena de la mezcla de licor de enebro y del jugo del árbol de
la fiebre por ver si así lo convencían para que retornase a su antigua vida y
volvía a alegrarse y a cantar como antes solía. Pero no lo lograron, ni tampoco
lo consiguió el rey cuando le renovó su oferta de alistamiento. Y eso sucedió
así porque había comprendido Martín que su única patria verdadera era ella, y
no le importaba ya lo que le sucediese a Navarra o a cualquier otra nación del
orbe.
Y como esta no es una de esas historias que los que moran
al otro lado del mar océano proyectan
sobre un gran lienzo blanco, no tiene por qué tener tampoco un final más feliz que el que hasta aquí se ha
narrado.
© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014