lunes, 27 de octubre de 2014

CRÓNICAS DE LA LÓGICA Y LA AMARGURA II: EN PIE


Bertran de Janariz nació para ser capitán de la guardia del rey, igual que lo habían sido antes que él su padre, su abuelo, y también su bisabuelo. De este último aseguraban que había alcanzado tal honor por haber jurado que nadie de su familia cuestionaría jamás las órdenes de un soberano de Navarra.

Y tal sentencia se fue cumpliendo inexorablemente durante generaciones, a pesar de estar meridianamente claro que un rey se equivoca en sus designios tanto o más que cualquier otra persona. Así, el abuelo de Bertran participó en el exterminio de los judíos de Monreal, y su padre reprimió a sangre y fuego el levantamiento de los moradores de Falces, sin que la más mínima sombra de duda nublase su entendimiento.

Y por eso mismo, por obedecer sin plantearse dudas ni albergar jamás remordimientos, el linaje de los Janariz llegó a ser el único en el cual los sucesivos reyes tenían seguro que podían depositar su total confianza.

Y llegó el momento del retiro del padre de Bertran, y naturalmente fue él quien lo sustituyó, pues nadie dudaba que su voluntad y la del rey eran y serían siempre una sola.

Por aquel tiempo se sucedieron varios años de malas cosechas, lo que unido a las eternas guerras con Aragón y a los elevados impuestos que para sostenerlas llevaban aparejados, provocó una fuerte carestía y hambrunas generalizadas. En todas las poblaciones del reino –grandes y pequeñas- se produjeron levantamientos, protestas y también muertes de muchos oficiales del rey.

Bertran y su implacable guardia real fueron entonces destacados para sofocar muchas de ellas. En la mayoría de los lugares bastaba con bajar ruidosamente la visera de sus cascos frente a los rebeldes para que éstos salieran corriendo a refugiarse en sus casas. Pero ya en Estella Bertran quedó sorprendido por la furia y el valor con el que los sublevados defendían sus posiciones, y mucho costó a sus tropas dominarlos. Y entonces estalló la revuelta en Pamplona…

Que la ciudad donde él mismo residía se hubiera atrevido a levantarse en armas fue tomado como un grave insulto por el rey, que inmediatamente convocó a los nobles más pendencieros para que reforzasen a su guardia real. Bertran recibió mandato imperativo de ahogar en sangre las quejas de todos los que se negasen a besar el emblema real.

Y así, aquella brutal horda de guerreros no tardó en situarse en el calleforte, justo delante de Portalapea y frente a la torre de la Galea, a cuyos pies se guarecían los revolucionarios, que sólo podían enarbolar orcas y cuchillos frente a las ballestas de hueso y las espadas de acero de los soldados. Entonces docenas de mujeres, con sus hijos pequeños en brazos, salieron de su refugio y se colocaron en primera fila de combate.

Nadie entre las filas del rey pareció inmutarse lo más mínimo por aquella desacostumbrada maniobra. Tan sólo parecían esperar la orden de Bertran para barrerlos definitivamente de las calles.

Sin embargo, y probablemente por primera vez en su vida, un Janariz ejercía la siempre costosa libertad de pensar por uno mismo. Así que se quitó el casco, agitó su sudorosa melena y avanzó silenciosamente hasta situarse en mitad de ambos grupos. Pero al desenvainar su espada miró fieramente hacia el lado de los soldados para dejar bien clara su elección.     

Y como vieron muchos la oportunidad de ocupar el puesto del capitán, para lo cual sólo tenían que evitar pensar por sí mismos, que es ejercicio que demasiados hombres acostumbran a practicar, corrieron al palacio de Navarrería para avisar al rey de lo que estaba sucediendo en el calleforte.

Y dio el monarca orden de matar a todos los insurrectos excepto a Bertran, que debía ser capturado con vida para recibir posteriormente el castigo adecuado a su traición.

Y aprovechando la estrechez de aquel pasaje, pudo aún el último de los Janariz acabar con los primeros autómatas –que eso y no otra cosa es quien obedece órdenes sin pararse a pensar las consecuencias- que contra el dirigieron sus espadas. Hasta dos docenas de cadáveres pudieron contarse a su alrededor, hasta que un ballestero acertó a clavarle una flecha junto al cuello.

Y después de esto se dio la mayor matanza nunca antes vista en Pamplona.

Y marcaba el Fuero que el reo de traición al rey debía ser arrojado desde lo más alto de la torre de la Galea. Y así se cumplió al día siguiente, cuando el malherido Bertran, sin necesidad de que ningún esbirro le empujara, se lanzó al vacío sin que uno solo de sus maltrechos músculos temblara.


Y quienes lo vieron dicen que semejaba al arcángel de la libertad mientras caía. Y que las mujeres –las únicas que se atrevieron a acercarse a su cuerpo- mojaban sus pañuelos en la sangre de Bertran, esperando que fuese semilla de otros muchos dispuestos a pensar por sí mismos...



© Mikel Zuza Viniegra, abril 2014