miércoles, 30 de enero de 2019

NO HAY QUIEN PUEDA

En mi última crónica os hablaba de Benedicto XIII, conocido como el Papa Luna, Sumo Pontífice en la obediencia de Aviñón, considerado todavía hoy como hereje y cismático por la Iglesia de Roma.
Os contaba también sus muchos méritos y cómo se negó siempre a renunciar a su cargo, defendiéndose él mismo ante cardenales, reyes y emperadores, ayudado por un asombroso poder de elocuencia, que le permitía encontrar argumentos irrebatibles con los que apoyar su causa, que sostuvo contra viento y marea hasta su muerte en el castillo de Peñíscola, a los 95 años de edad.

Pero os decía también que este prodigio de la retórica y de la teología, vino a encontrar la horma de su zapato en Navarra, cuando un tudelano supo vencerle en su propio terreno: el del conocimiento y la interpretación de las Sagradas Escrituras.

En 1379, el reino de Navarra atravesaba una pésima época, con Carlos II vencido y completamente a merced de Castilla, corona a la que tuvo que devolver las importantes ciudades de Logroño y Vitoria, ocupadas desde varios años atrás, aprovechando la guerra civil castellana. Pero cuando Enrique II de Trastámara consiguió eliminar a su medio hermano Pedro I el Cruel, no se conformó con la devolución de esas dos villas, sino que por el Tratado de Briones consiguió también un auténtico protectorado sobre Navarra, imponiendo que los veinte principales castillos del reino estuvieran en manos de tenentes castellanos.

En esas circunstancias de casi absoluta sumisión, imaginemos cuál sería el estado de ánimo del siempre belicoso rey Carlos. Seguro que no estaría -jamás lo estuvo- predispuesto a que le tocaran la moral con temas distintos a la propia supervivencia del reino. Bueno, pues justo en ese momento tan inoportuno, tuvo que aparecer el cardenal Pedro de Luna (no sería nombrado Papa de Aviñón hasta el año 1394) en Pamplona para solicitarle algo que a nuestro sentir actual no podría parecernos más descabellado: que convocase en su palacio (en el de Navarrería) una disputa que le permitiese discutir con un representante de los judíos navarros sobre cuál de las dos religiones, la cristiana o la hebrea, era la verdadera. Este tipo de eventos, que eran bastante corrientes en aquella época, siempre se organizaban con vistas a una conversión masiva de los judíos, claro está, porque evidentemente los cristianos tenían siempre todas las de ganar, y además el cardenal no pensaba poder ser derrotado en absoluto.



Supongo que la primera reacción del cercado Carlos II sería mandar a esparragar al -esta vez- bastante  desatinado don Pedro, más aún teniendo en cuenta que el reino de Navarra llevaba ya un año sin decidirse a reconocer al Papa de Aviñón, que en ese año era Clemente VII. Aunque curiosamente tampoco había reconocido al Papa de Roma, que en ese momento era Urbano II. Digamos que Carlos II se mantuvo en una prudente neutralidad, esperando a ver qué hacían el resto de naciones. Aún así, su hijo Carlos, el futuro Carlos III el Noble, que permanecía preso en París, asistió a la solemne declaración del rey de Francia en favor de Aviñon. Como siempre, Navarra se veía obligada a jugar a dos barajas para mantener su precaria independencia, cosa que hay que reconocer que ambos monarcas supieron lograr.

Lo cierto es que sus archienemigos franceses y castellanos habían reconocido inmediatamente al papa de Aviñón, así que el rey de Navarra no se mostraría demasiado partidario de seguir sus pasos. Además, sus aliados ingleses seguían fieles a Roma, así que no convenía tampoco a Navarra desairarlos, porque retenían la ciudad de Cherburgo, que Carlos II confiaba en que le devolvieran cuanto antes, y pensaba muy juiciosamente que si se pasaba a Aviñón, Inglaterra no soltaría Cherburgo en represalia contra Navarra. En definitiva, un complicadísimo juego de diplomacia, para alguien más acostumbrado -prácticamente sin recursos económicos- a combatir contra enemigos siempre mucho más poderosos que él.

Por tanto, no sólo no despachó con cajas destempladas al cardenal Pedro de Luna, sino que acogió su proyecto, y puede que hasta escogiese él mismo al judío navarro que debería enfrentársele. Debió pensar más o menos de esta forma: "¿Así que vienes aquí con tus pejigueras teológicas, que me importan entre poco y nada, porque lo único que buscas es que me declare a favor del Papa de Aviñón, verdad? Pues te vas a enterar..."

Lo que ocurrió después sólo lo conocemos por el testimonio personal del hebreo encargado de parar los pies (dialécticamente hablando, nunca mejor dicho) al mejor místico de su tiempo, uno tan bueno que llegaría a ser Papa, aunque el Vaticano siga sin reconocerle sus méritos hoy en día. Me estoy refiriendo al rabino, médico, filósofo y polemista tudelano Shem Tob Ibn Shaprut, autor de un libro trascendental dentro la literatura hebrea medieval: el Eben bohan - La piedra de toque, en el que en su capítulo IV del libro II, dedicado a la Ley de Moisés don Shem Tob afirma:



"Puesto que la fe cristiana se basa en la venida de su Mesías para redimir la culpa del primer hombre, me pareció bien introducir aquí la discusión que tuve con un gran sabio, el magnífico señor D. Pedro de Luna, cardenal de Aragón, en Pamplona, ante los obispos y muchos sabios, en su palacio.

-Preguntó el cardenal: ¿Cómo podéis, vosotros, los judíos, negar nuestra fe? Nosotros decimos que no se redime la culpa del hombre hasta la llegada de nuestro Mesías. ¿Acaso no está escrito: "el día que comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, morirás sin remedio"? Si significa la muerte corporal, ¿por qué Adán y Eva comieron y no murieron al instante? Forzosamente hay que pensar que esa muerte se refiere sólo a la del alma, pues el mismo día en que comieron, fueron separados de la Gracia de Dios, y expulsados del jardín. Y en verdad, esa es la muerte principal a la que se enfrenta el hombre...

-Contesté yo, Shem Tob Ibn Shaprut: Si fuese como tú dices, y Dios decretó aquel día la muerte del alma de Adán y Eva, ¿cómo es que no decretó también aquel mismo día la muerte de sus cuerpos?  [...] Sabemos que Dios (bendito sea) es lento a la cólera y rico en misericordia, y se compadece del malvado. Y que cuando ha decretado una desgracia, no envía dos. Por lo tanto, si no decretó contra el hombre más que la muerte espiritual, ¿por qué le declara otras maldiciones como "vivirás del sudor de tu frente" o "parirás con dolor"? 

-Dijo el cardenal: todas esas maldiciones son como consecuencia de la sustracción de Adán y Eva de la Gracia de Dios, que es lo mismo que la muerte del alma.

-Respondí yo:Entonces, ¿qué necesidad tenía Dios de especificar todas esas maldiciones, si son cosas que se siguen naturalmente después de la muerte del alma? ¿Por qué omite lo principal -la muerte del alma- y enumera lo accesorio?  

-Replicó el cardenal: Pero  tú, ¿qué respuesta tienes a que no se mencione la muerte entre esas maldiciones?

-Dije yo: Las maldiciones son a modo de imágenes de penalidades, para amonestarles a que se comportasen mejor, se convirtieran al Señor y éste se apiadase de ellos, pues dice en Ezequiel: "Yo no me complazco en la muerte de nadie". Y dice también el Señor: "buscadme y viviréis". Así pues, les sometió a estos sufrimientos para que purgasen su culpa, de manera que sus almas se redimiesen y lograran contemplar la bondad de Dios y frecuentar su templo. [...] Dijiste que todas las maldiciones especificadas son en realidad castigos derivados de la maldición del alma. Entonces, cuando según tu opinión, esa maldición del alma desapareció al entregar vuestro Mesías su vida, hubieran debido desaparecer también el resto de maldiciones, que según tú proceden de la ausencia de la Gracia de Dios en el hombre por culpa de la maldición del alma, porque al desaparecer la causa, necesariamente desaparece también el efecto.

-Reconoció el cardenal: Sabía que me atraparías en las respuestas, y no me queda ninguna solución que pueda imponerse a tus palabras. Pero mi fe es la auténtica, según la tradición que conservamos, así que si los hebreos no creéis en ella, nuestra fe tampoco resulta perjudicada por ello...



Y esos, muy resumidamente (porque por más que a veces me interese puntualmente, la teología medieval es un asunto que, de puro bizantino, sólo la entendían a ciencia cierta quienes la desarrollaron en su tiempo) fueron los argumentos de la Disputa de Pamplona entre el cardenal Pedro de Luna y el rabino Shem Tob Ibn Shaprut, en la que, como hemos podido ver, el tudelano tuvo la inteligencia tan despierta como para saber envolver con su propia tela de araña a alguien tan versado en las Escrituras como era el futuro Papa de la obediencia de Aviñón. Y hay que ponderar también el valor mostrado por Shem Tob, para meterse en la boca del lobo -sin amilanarse lo más mínimo- que para un judío de aquellos tiempos suponía defender su fe ante una audiencia formada exclusivamente por eclesiásticos de alto rango. Y también delante del rey Carlos II, al que imagino disfrutando con el antológico "zasca" que su súbdito hebreo propinó al inoportuno cardenal.

Claro que podemos pensar que como quien cuenta lo sucedido es el propio Shem Tob, quizás no se impuso tan claramente a su adversario, y lo que hace es presumir de supuesta superioridad. Pero precisamente creo que el que no haya registros de este hecho por parte "cristiana" refuerza la veracidad de lo que cuenta nuestro compatriota Shem,  porque al cardenal no le gustaría dejar testimonio de que había sido vencido por un hebreo. Incluso la reflexión final de Pedro de Luna recuerda demasiado a la moraleja de la fábula de la zorra y las uvas como para no ser cierta.

¿Y por qué creo yo que fue el propio Carlos II quien pudo escoger personalmente al contrincante del cardenal? Pues porque Shem Tob, además de todas esas facetas, provenía de una familia de prestamistas muy reconocidos en Tudela, y teniendo en cuenta que el rey de Navarra estaba siempre a la cuarta pregunta, no me cabe la menor duda de que tuvo que hacer uso de sus servicios en busca de efectivo. En esos menesteres -y no desde luego en la sinagoga tudelana- conocería probablemente las capacidades retóricas de Shem, y pudo por tanto quizás solicitar a los habitantes de la aljama mejanera que fuera él su representante en la contienda. De todas maneras, viendo como se desenvolvió en la pelea, no cabe duda de que todos estarían de acuerdo en que él era el mejor campeón al que podían encomendarse.

El caso es que no se sabe mucho más de la biografía de Shem Tob, sólo que poco antes o poco después de su enfrentamiento con Pedro de Luna abandonó Tudela y se asentó en la cercana Tarazona, donde a pesar de practicar en teoría la medicina, fue en realidad el representante de otro prestamista tudelano: don Bitas Francés, que acabó denunciándole ante sus correligionarios aragoneses por su mal hacer, asunto que terminó en riña multitudinaria, porque al parecer, nuestro Shem Tob no sabía manejar sólo la oratoria, sino también los puños. Una nueva bronca con un representante de la sinagoga de Tarazona -lo de "polemista" ya vemos que se le quedaba muy corto- supuso que regresara a Tudela, donde al menos alguien llamado Shem Tob Shaprut (¿quizás un hijo suyo?) ejercía como arrendador de impuestos para la Corona hacia el año 1404.

Fuera este o no nuestro protagonista,  un documento fechado en 1410 menciona a un tal Gento Saprut, judío de Tudela, que "fue ajusticiado e muerto por condena de nuestra Cort por los grandes excesos que él en su vida cometió e fizo" (Comptos, Caj. 102, nº 34, II) Y verdaderamente me parece que pudo ser un epitafio perfecto para la asendereada vida de un hombre ciertamente tan excesivo, que derrotó a un Papa que se creía invencible.

Por cierto: Carlos II murió el 1 de enero de 1387, sin reconocer al Papa de Aviñón, cosa que haría inmediatamente su sucesor, Carlos III, al poco de acceder al trono.


Bibliografía: La disputa religiosa de D. Pedro de Luna con el judío de Tudela D. Shem Tob Ibn Shaprut en Pamplona (1379) / J. V. Niclós Albarracín. 
Revue des études juives, vol 160, 2001, pp. 409-433





® MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019