sábado, 15 de abril de 2017

ENTRE JUANAS ANDA EL REINO


El escritor y periodista lesakarra Eladio Esparza, publicó en 1950 una obrita histórica titulada "Hubo Pirineos o entre Juanas anda el reino", que venía a aumentar su producción literaria, siempre supeditada a su labor como editorialista en Diario de Navarra en los años de la posguerra civil. Esta faceta suya, caracterizada por un fuerte extremismo ideológico, hizo que Julio Caro Baroja, a la hora de hablar sobre él en la estupenda biografía que dedicó a su propia familia: "Los Baroja", comentase con mucha sorna -y también con mucha razón- que muchos le conocían más bien como "Elodio esparce" por sus incendiarios y siempre sesgados artículos.


El caso es que el título de ese librito suyo me ha venido a la cabeza ahora que la portada de Santa María de Olite luce como nueva tras su restauración. Y es que todo parece indicar  que una de esas Juanas que se disputaron el reino entre finales del siglo XIII y mediados del XIV aparece -sonriente y coqueta- en una de las arquivoltas. El estilo, relacionado con una de las puertas de Notre Dame de París, y la cronología, nos llevarían a asumir esa identificación.


Y es que Juana I de Navarra, condesa palatina de Champaña y de Bría, reina de Francia al fin por su casamiento con Felipe IV el Hermoso, tiene una importancia capital en nuestra  historia. Porque no sólo fue nuestra primera reina "propietaria", sino que además su asendereada trayectoria vital hace que la podamos considerar como nuestra verdadera "Helena de Troya". Porque sí: los ejércitos de varios países fueron a la guerra por esta princesa, aunque era tan pequeña que probablemente no se enteró de cuánta gente acabó muriendo por ella.


Y eso que en origen no contaba para nada, pues no estaba llamada más que a ser otra segundona en el siempre nutrido campo de las princesas casaderas. Pero hete aquí que en 1272 su hermano y heredero al trono, el infante Teobaldico, cayó de las almenas del castillo de Estella y fue a estrellarse en el duro suelo del claustro de san Pedro de la Rúa, donde en un pequeño sepulcro muchos afirman que espera la resurrección para emprender el vuelo justo al revés de cómo lo hizo la última vez. Es otra historia, la de este príncipe volador, que siempre me ha interesado mucho.

El caso es que de este modo quedó la princesa Juana como heredera única del trono navarro, y muy pronto las naciones vecinas (las de siempre: Francia, Castilla y Aragón) comenzaron a presionar para que uno de sus príncipes se casara con la niña (tenía sólo tres  años cuando murió su padre, el rey Enrique I el Gordo en 1274).

La reina madre, Blanca de Artois, vio tan comprometida la vida y la libertad de su hija, sobre todo por la invasión que Alfonso X (sí, el de las cantigas no sólo se dedicaba a la poesía) ordenó para hacerse con la niña, que ambas tuvieron que huir de Pamplona a uña de caballo y refugiarse en la corte de su primo, el rey Felipe III el Atrevido de Francia, quien por supuesto no tardó en concertar el matrimonio de Juana con su primogénito, Felipe. La más que golosa dote fueron los territorios de Navarra y de Champaña. Eso ocurrió en 1275, y apenas un año más tarde, esa fuga tuvo como consecuencia que el ejército francés entrase también en Navarra con tal poder, que los castellanos se retiraron inmediatamente, dejando a sus aliados del burgo de la Navarrería completamente a merced de los franceses. El poeta Anelier lo contó, y muy bien además.

Es lo que se conoce como "Guerra de la Navarrería", en la que ese barrio quedó completamente arrasado, pues sus habitantes fueron asesinados prácticamente en su totalidad. También se perdieron muchos tesoros artísticos sobre los que ya sólo podemos soñar, porque el ataque principal se produjo sobre la catedral románica, donde se había refugiado la población autóctona pensando que un ejército de cristianos respetaría el sagrado recinto. Naturalmente se equivocaron y todos y todas fueron pasados a cuchillo sin el menor remordimiento. Entre esos tesoros citados que se perdieron, los más destacados fueron las estelas funerarias de cobre dorado y esmalte de Teobaldo I y de Enrique I, que la soldadesca destrozó al pensar que estaban fabricadas en oro. Entre los que milagrosamente se salvaron, y todavía podemos disfrutar, estarían la imagen titular de la propia catedral: Santa María la Real (aquella ante la que debían jurar los reyes de Navarra para llegar a serlo), que se sabe además que los canónigos sacaron en procesión frente al ejército invasor para ver si se conmovían, y también el maravilloso relicario del Santo Sepulcro, regalado pocos años antes por San Luis de Francia.

Muchas veces he imaginado yo por dónde pudieron sacar los canónigos esas dos joyas, y es una de esas crónicas irreales que siempre tengo pendiente de escribir. Ya le llegará su turno, y entonces destacaré lo mismo que quiero expresar ahora: que como tantas veces a lo largo de nuestra historia, en aquel lejano y triste año de 1276, Aragón, Francia y Castilla pusieron la fuerza, y Navarra exclusivamente los muertos. Todos los muertos. Como nunca hemos aprendido de nuestros errores, así nos ha ido, y probablemente así nos va. Precisamente por esa misma época el gran Dante Alighieri dejó escrito sobre nuestra vapuleada tierra: "Y feliz Navarra, si se protegiese con los montes que la rodean". Y desde luego yo no creo que su diagnóstico haya variado demasiado en estos siete siglos posteriores...

Pero volvamos a esa niña por la que todos se lanzaron a matar y a morir, y que como os decía acabaron casando con el heredero de la corona francesa. Este futuro Felipe IV, hoy es sobre  todo recordado por haber sido el rey que ordenó la persecución y eliminación de los Templarios, a los que acusó de sodomitas y herejes con el único fin de hacerse con sus pingües rentas económicas. La leyenda dice que como castigo a tan innoble proceder, los tres hijos de Juana y Felipe: Luis el Hutín, Felipe el Luengo y Carlos el Calvo fueron sucediéndose en el trono francés sin tener herederos legítimos,propiciando así el fin de la dinastía de los Capeto. Quedó una hermana de los tres pasaportados: Isabel, casada con Eduardo II de Inglaterra, y a través de la cual nacieron los motivos que dieron inicio a la guerra de los cien años, que arruinó Francia durante todo ese tiempo. Pero es que el último maestre del Temple, el completamente inocente Jacques de Molay, sabía desde luego como echar una maldición...

Aún así, que conste que quien debió ascender al trono francés a la muerte del último de los Capeto fue Juana II de Navarra, que naturalmente no es la misma Juana de la que estamos hablando hasta ahora. Para impedirlo, los franceses se sacaron de la manga la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres en el país vecino. Como en el nuestro eso afortunadamente no ocurría, esta segunda Juana tuvo que conformarse con el trono de Pamplona, y su hijo, el futuro Carlos II, también.

Retomando  el hilo, Juana I era muy niña como para enterarse del conflicto de la Navarrería, pero como puede que su aterrorizada madre le hablase de lo belicoso de nuestro carácter, y de ese dicho que tan exáctamente nos define, asegurando que donde haya dos navarros habrá -al menos- tres opiniones, ya asentada en el trono de París decidió abrir una institución de enseñanza en aquella hermosa ciudad, a la que naturalmente dio el nombre de "Colegio de Navarra", buscando sin duda ofrecer a sus paisanos la oportunidad de desasnarse y de resolver sus pendencias mediante el intelecto y no mediante los pedruscos de 50 kilos arrojados contra la recién redescubierta torre de la Galea, que era como acostumbraban a hacerlo habitualmente. Resulta evidente que no tuvo demasiado éxito en sus pretensiones. Tal vez si en vez de un colegio hubiese montado una taberna...

JUANA I DE NAVARRA, PROVENIENTE
SUPUESTAMENTE DEL COLEGIO DE NAVARRA 

EN PARÍS - DATADA HACIA 1310 - 82 CM.  
El caso es que en la fachada de dicho colegio hizo representar a su marido Felipe y a ella misma, llevando en las manos la "maqueta" del edificio que acababa de fundar. Desafortunadamente la construcción sufrió lo suyo durante la Revolución Francesa, y fue definitivamente demolida en 1842. Se pensaba que esas efigies de los soberanos habían desaparecido, pero al preparar una de sus estupendas conferencias sobre la restauración ya mencionada de la portada de Santa María de Olite, la profesora Clara Fernández-Ladreda cree haber encontrado la de la reina en el Bode Museum de Berlín. Sin embargo Manuel Sagastibelza fue el primero en darse cuenta, en julio de 2015, de que en el catálogo de la exposición "D'or et d'ivoire" que se celebró aquel año en el Louvre, ya aparecía esta representación de Juana I. En cualquier caso sería una noticia histórico-artística sensacional, porque se conservan muy escasos ejemplos de efigies de reyes o reinas de Navarra, fuera de las puramente funerarias.






Sin embargo, comparando la fotografía con los dibujos que el gran Gaignieres realizó en el siglo XVIII, y gracias a los cuales podemos hacernos una idea de todo el arte medieval que se perdió en Francia durante la Revolución, creo que esta talla no es la de Juana I de Navarra y Francia (al menos no la que estaba en la fachada del Colegio de Navarra), por más que como tal la tengan catalogada los alemanes. Abundando en esta impresión mía, si observamos los dibujos que quedan de la fachada del Colegio de Navarra, veremos que las dos estatuas eran de buen tamaño, cosa lógica para que pudieran ser fácilmente contempladas desde abajo, mientras que la talla redescubierta apenas mide 82 centímetros, un tamaño que, a mi juicio, la relaciona mucho más con las pequeñas y preciosas estatuillas de princesas de la dinastia de Evreux-Navarra que aún se conservan en la chapelle de Navarre de Notre Dame de Mantes, que con la fundadora del Colegio de Navarra.

DIBUJO DE GAIGNIERES DE LA ESTATUA DE JUANA I DE NAVARRA
EN LA FACHADA DEL COLEGIO DE NAVARRA EN PARÍS


COLEGIO DE NAVARRA EN PARÍS, HACIA 1750
PRINCESA EVREUX-NAVARRA
CHAPELLE DE NAVARRE
MANTES LA JOLIE
HACIA MITAD DEL SIGLO XIV
Aún así es hermoso recuperar un testimonio del pasado tan significativo como esta imagen que pasa por ser la de Juana I de Navarra, aquella mujer que quiso poner la inteligencia por delante de  la efusión de sangre, algo siempre muy complicado de llevar a cabo. Y en Navarra todavía más. Pero desde luego yo se lo agradezco igual.





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2017