domingo, 29 de julio de 2012

MIRAD LAS AVES DEL CIELO


Palacio de Olite, 30 de julio de 1463

Martín no conoció la época dorada del rey Noble, pero sí que oyó hablar de aquellos tiempos y de su añorada magnificencia a su padre y a su abuelo que, a su pequeña escala, compartieron todo aquel esplendor y gloria.

No en vano su familia lleva ya décadas desempeñando el muy honroso oficio de pajareros reales. Por eso ahora le da tanta pena ver convertido aquel vergel en prisión, pues las lujosas habitaciones, cuajadas de ángeles pintados, escudos labrados, lazos de yesería morisca y blancos lebreles, no son ahora más que una gigantesca mazmorra de donde la princesa Blanca no saldrá más que para cruzar los Pirineos en pos de una segura muerte a manos de su envidiosa hermana Leonor. Así lo ha decretado el malvado padre de ambas, el usurpador Juan II.

Y bien que él, que la conoce desde que eran niños, pues tienen la misma edad, intenta entretener su encierro haciendo que las aves cantoras que pueblan los nidos del patio de la pajarera entonen con sus trinos canciones tan bellas que ningún juglar o maestro de música, ni siquiera los más talentosos, alcanzarían jamás a componer. Y las notas a las que no llegan aquellos alados intérpretes, las suple Martín utilizando alguno de los fabulosos silbatos de reclamo heredados de su abuelo, de tal suerte que cuando comienza aquella mágica sonajería, detienen su labor para escucharla todos los que dentro de aquellos muros se esfuerzan en sus afanes, es a saber: cocineros, panaderos, botelleros, pasteleros, jardineros, albañiles, guardias, secretarios, mayordomos y amas de cría. Bueno, todos, no, que el rey Juan y su segunda esposa, doña Juana Enríquez, son sordos, pero no de los oídos, sino de sus corazones, que es enfermedad mucho más grave e incurable.

Y tiene jurado la reina que, muy pronto, en cuanto la infanta salga del castillo, ha de hacer matar a todos aquellos pájaros para que el silencio se adueñe de todo el palacio, pues ya se sabe que son todos los tiranos muy amigos de la paz de los cementerios. Así que ordena a su chambelán que acelere la partida de Blanca, que es fijada para dentro de una semana...

Y la mala nueva cae en el corazón de Martín como una pedrada en el centro de la vidriera más hermosa de la catedral, aunque también le anima a acelerar ciertos preparativos...

Y es que hace durante el día agitarse grandemente a todos los emplumados súbditos del patio de la Pajarera, e invocando a  San Antonio, comienza por las cigüeñas, luego por las águilas, grullas y garzas, sigue con las avutardas y los gavilanes, y con las lechuzas, mochuelos y grajas. Y hace después batir las alas de las urracas, de las tórtolas y de las perdices, y también de las palomas, de los gorriones y de las codornices. Y de los cucos, de los milanos, de los burlapastores y de los andarríos, y como no, de los canarios, de los ruiseñores, de los tordos, de los bifaros y de los mirlos. Y para que no falte ninguno, también de los verderones, de las cardelinas, de las cucurujadas y de las golondrinas, y hasta en honor a la regia dinastía de la infanta, le añade asimismo plumas de pavo real, que desde tiempo inmemorial adornan la cimera de los Evreux...




Y recoge con mucho cuidado todas las plumas que tales ejercicios han hecho caer al suelo, y llena con ellas muchos sacos, que traslada rápidamente a su habitación en la torre, naturalmente, de las Cigüeñas. Y allí pasa todas las noches cosiéndolas a un fino, pero a la vez resistente telón de seda que ha robado de las habitaciones de la reina. Y termina su trabajo añadiéndole unas fuertes correas del más recio cordobán, justo la madrugada del día en que se cumple el fatídico plazo.

Muy sigilosamente, con la tela muy bien plegada a su espalda, se dirige entonces hacia la habitación donde dos fornidos guardias custodian la puerta tras la que se halla la princesa y, sin dejarse ver, saca de su bolsillo otro de aquellos maravillosos silbatos: precisamente el que atrae a las bandadas más compactas de laboriosos pájaros-carpintero que, como salidos de la nada, y en medio de un ruido ensordecedor de golpeteos rítmicos y uniformes, comienzan a picotear vorazmente a los dos esbirros, que huyen espantados por el corredor.

-Sal ya, Blanca, soy Martín.

-Debo estar loca por hacerte caso. ¿Por dónde huiremos, si todas las salidas están tan fuertemente vigiladas?

-Todas no, confía en mí...

Y suben ambos vertiginosamente a lo más alto de la torre del Homenaje, mientras comienzan a oír gritos que alertan de su fuga. Y ya en la terraza, despliegan la tela, se atan con las correas y, cogidicos de la mano, se lanzan desde las almenas al vacío -igual que en su tiempo hizo doña Isabeau d'Anjou en pos de su enamorado Etienne de Navarra-, planeando por encima de los desencajados reyes, de la muralla junto al portal de Fenero, del jardín, de las huertas y de los muros que rodean la propia villa de Olite.

Y antes de tomar tierra, que es el mayor peligro en esta clase de vuelos, saca Martín un último silbato de su bolsa. Este es de oro macizo: el que controla a todas las aves del patio de la Pajarera, cuya red ha dejado abierta a propósito para librarlas de la sentencia de la reina. Y al oír aquella agudísima nota, salen todos aquellos pájaros en perfecta formación y toman la misma trayectoria que los dos huídos, no sin antes picotear todos ellos con saña a don Juan y doña Juana, que es fama que además quedaron también cubiertos de guano, que es material muy apropiado para tratar a  los déspotas.

Y después, todas juntas, sostuvieron con sus garras aquellas aves el emplumado telón, para que el aterrizaje fuese tan suave como la piel de las princesas de Navarra. Y dicen que aconteció tal suceso allá cerca de San Martín de Unx. Y que parándose únicamente a refrescarse un momento con el dulce clarete de aquella tierra, desaparecieron luego Martín y Blanca para siempre, pues las aves del cielo no tienen pertenencia más preciada que su propia libertad.

Y quien les oyó brindar en aquella ocasión, escuchó al joven dedicar a la infanta estas palabras:

-"Sois tan hermosa, Blanca... 
Y digo como Platón: que el que contempla con sus ojos la belleza, no es ya tributario de la muerte, sino de la Naturaleza, cuya belleza ha comprendido por fin..."


Y la princesa no pudo entender jamás (ni le importó gran cosa) cómo un humilde pajarero pudo llegar a conocer las teorías de aquél  famoso sabio griego. Y él agradeció siempre a San Antonio que nunca se lo preguntase, pues, por no mentirle, habría tenido que explicarle que esa era la frase exacta que su hermano Carlos, el príncipe de Viana, empleaba una y otra vez para halagar a sus muchas amantes, cuando las citaba junto a los airosos arcos de la galería del castillo de Olite, bajo la cual, muy silenciosamente para no ser advertido, cuidaba Martín su alado reino de la Pajarera.


Y es cierto que, al principio, no entendió gran cosa de aquel proverbio del tal Platón. Pero que luego, tras escucharlo tantas veces y aprendérselo de memoria, acabó estando totalmente de acuerdo con él, pues sin duda no hay encanto mayor que el de la naturaleza salvo, quizás, el de alguna infanta de Navarra...

Canción de San Antonio

© Mikel Zuza Viniegra, 2012