martes, 16 de agosto de 2011

LA BELLE SAGESSE


Donjon de Neaufles en la actualidad

Cercanías de Neaufles-le-Chateau, Normandia, verano de 1362

-Sinceramente, Carlos, no entiendo qué hemos venido a hacer aquí. ¿Has olvidado lo mal que marchan los asuntos de Navarra en estas tierras como para hacernos perder el tiempo en visitas protocolarias a nuestra hermana Blanca?

-No es ninguna visita de compromiso lo que nos trae hasta aquí, Felipe, sino la necesidad de salvaguardar el honor de nuestro linaje, que ella está poniendo en peligro. Luis, repetidle lo que me habéis dicho antes en privado.

-Hermanos, no discutáis. Siempre nos hemos llevado bien los tres, y si no hemos perdido aún estos dominios ha sido precisamente por eso. La verdad es que estoy empezando a arrepentirme de haber dado crédito a lo que uno de mis hombres oyó el otro día en una taberna de Vernon. Según él, los parroquianos se hacían lenguas sobre un supuesto amante que nuestra hermana tendría oculto en su castillo...

-¿Un amante decís? ¿Pero quién podria atreverse? Ella es y será mientras viva reina viuda de Francia...

-Miguel de Olza, un pamplonés, doble desertor además. Primero del Colegio de Navarra en París, donde al parecer estudiaba letras con poca aplicación, y después de nuestra guarnición en Cherburgo, de donde huyó al poco de ser reclutado a la fuerza.

-¡Lo haré despedazar. Y a ella la encerraré en el convento más lóbrego que pueda encontrar, lo juro!

-Tranquilízate, Carlos. Ni siquiera sabemos todavía si es cierto. Y aunque lo fuera, ella tiene treinta años ya, edad suficiente para saber qué es lo que más le conviene.

-Tan ingenuo como siempre, Felipe. ¿Acaso te gustaría vivir en un mundo en el que las mujeres pudieran actuar según lo que les dicte su limitada capacidad de entendimiento? Sí, ya veo por tu cara que eso no te parecería mal... Pues yo te digo que preferiría mil veces servir a los Jacques, los pobres labradores a cuya costa mantenemos nuestro modo de vida, que a una mujer engreída que se cree mucho más lista que yo.

-No creo que puedas tener queja sobre ella o sobre ninguno de nosotros en cuanto a la fidelidad que hemos demostrado todos estos años a nuestra familia y a ti como jefe de la misma, Carlos. Medita bien lo que vas a hacer, porque no es que ella se crea más inteligente que tú o que nosotros dos. Es que realmente lo es...

-Si en lugar de poner tantos libros a su alcance, nuestros padres únicamente la hubieran dejado practicar la costura, estoy convencido de que nada de esto hubiese ocurrido. En todo caso, mañana mismo pondremos fin a este escándalo...



Carlos II de Navarra en las Crónicas
Reales de Francia



-¡Ah del Castillo! ¡Paso franco al rey de Navarra y a sus dos hermanos los condes de Longueville y de Beaumont!

-Lo siento, pero la reina Blanca ha dado orden expresa de no dejar pasar a nadie, ni siquiera a vuestras señorías.

-¡Un rey no discute con guardianes de torre! ¡Id a decirle a mi hermana que estamos aquí si no queréis acabar colgando de las almenas que con tanto celo defendéis!

-Estoy aquí, Carlos, no hace falta que nadie vaya a buscarme. Siempre es un placer reencontrarse con toda la familia, ¿qué se os ofrece?

-Tan bella como siempre, querida Blanca. La princesa más hermosa de estos tiempos, al decir de todos los cronistas. Pero no haréis honor a vuestra fama de sabia si permitís que hablemos a gritos, vos ahí arriba y nosotros a este lado del rastrillo...

-Lo que tengas que decirme, querido hermano, bien puedo escucharlo desde aquí. Además, Felipe me avisó anoche de vuestras intenciones, así que hasta puedes ahorrarte el sermón.

-Felipe siempre ha sido tu consentido, Blanca. La culpa es sólo mía por contárselo. Debí suponer que correría a prevenirte. Bien, en cualquier caso eso me ahorra tediosos preámbulos: ¿Quién te has creído que eres para disponer de tu persona sin consultármelo?

-¡Soy la reina de Francia! Y ahora mismo podría, si así lo deseara, ordenar que os lanzaran desde ese cadalso una lluvia de saetas, de piedras o de pez hirviendo. Hasta puede que el reino me lo agradeciera si así lo hiciese...

-¿Qué reino, desgraciada? Desde luego no el de Navarra...

-Bien se ve que la ingratitud es cualidad de reyes, y no de reinas. Olvidas que si aún llevas esa corona sobre la cabeza, y aún ésta sobre los hombros, a mí me lo debes, que tuve que ir a pedir de rodillas a mi hijastro el rey Juan que te perdonase la vida tras tu última derrota...

-¡Tú eres la que olvidas a quién debes obediencia y a qué familia perteneces! La dinastía de Evreux, mucho más noble y legítima que la de los Valois, que ahora malgobierna Francia, tiene unos intereses muy concretos, y tú, como el resto de nosotros, debes plegarte a ellos.

-Tu mezquindad es ciertamente insoportable, Carlos. Vuelves a olvidar que me obligásteis entre todos a casarme con Felipe VI, uno de esos Valois que ahora tanto detestas. Pero entonces te pareció una oportunidad excelente para, por medio de mi sacrificio, intentar convertirte en el verdadero gobernante de este reino. ¿Acaso puedes imaginar lo que supone tener que acostarse cada noche con un viejo de sesenta años? ¡Por Dios, yo sólo tenía dieciocho! Tuve que aguantar sus babas y sus asquerosos toqueteos hasta que murió. Y todo para que tú pudieras jugar a ser el noble más poderoso. Lo único bueno que me quedó de aquella pesadilla ha sido mi hija Juana.

¿Y encima ahora te atreves a acusarme de que no he pensado en Navarra, cuando lo he dado todo por ella, hasta la llave de mi habitación? Pero nunca más, ¿me oyes? ¡Nunca más! Pasaron ya los tiempos en los que te hubiera echado sin dudar mi trenza desde este balcón para que subieras a refugiarte de la fiera reata de enemigos que tú mismo te has ganado con tu indigno proceder.

Más aún, por mi parte puedes hacerte definitivamente a la idea de que pasaron también los tiempos de las princesas con trenza. Mira: con la misma espada de nuestro padre procedo a cortarme la mia. Pero no creas que llevaré el pelo corto para ser una novicia de uno de esos conventos donde querías recluirme, sino como muestra de mi libertad de elección para decidir qué es lo mejor para mí en todo momento. Y si no puedes aceptarlo, será mejor que te quedes encerrado en alguno de tus castillos, porque aunque puede que desafortunadamente yo no llegue a conocerlas, estoy segura de que llegarán épocas en las que todas las mujeres, y no sólo las reinas, podrán hacer lo mismo, y entonces los hombres como tú, harán bien en callarse para no demostrar aún más claramente su estupidez.

Tómala, ahí te la lanzo. Toda para ti. Puedes usarla como nueva cimera para tu yelmo, si eso es lo que más te place. Te la entrego como garantía de que nunca más me darás órdenes. Y ahora os aconsejo a los tres que vayais a calmar vuestros ánimos al pueblo cercano. En la posada tenéis preparado vuestro alojamiento. Cuando hayáis meditado sobre lo que os he dicho, os franquearé mi puerta y, como hemos hecho siempre, defenderemos entonces a Navarra y a la familia los cuatro juntos. Partid. Nos veremos mañana.

-Ya te dije que era más inteligente que nosotros tres, Carlos. Además, creo que tiene mucha razón en todo lo que dice...

-Sí, será mejor refugiarse en el vino malo de la taberna, Felipe, porque como lleguen esos tiempos que ha dicho Blanca, estaremos ciertamente apañados. Me dan escalofríos sólo de pensarlo...




Dibujo del siglo XVIII de una
vidriera en la que aparecía
representada Blanca de Navarra.


-Pero Blanca, ¿qué te ha pasado?

-¿Qué ocurre, Miguel, tan horrible estoy con el pelo corto?

-No. Tú nunca podrías estar fea, ni aunque lo intentases. Pero saliste de esta habitación de una forma, y vuelves de otra completamente distinta...

-No sabes la gran verdad que encierran tus palabras. Pero dejemos eso ahora. Abrázame mientras me sigues contando cómo es Pamplona. Ya sabes que aunque somos paisanos, me sacaron muy niña de allí...

-Tiene tres burgos o poblaciones, cada uno de ellos con fuertes torres para defenderse. El palacio de vuestros antepasados está en el de Navarrería, y la muralla que lo protege tiene la misma leve inclinación que la que adopta tu cuello cuando, absorta, te enfrentas silenciosa a alguno de esos problemas para los que sólo tú acabas encontrando solución. Al norte la protege un monte no muy elevado, pero del mismo color verde intenso que tu vestido de mayor gala. Su catedral está hecha con sillares muy bien ajustados, cuyo tono cambia a lo largo del día, como el de la piel de las labradoras durante el verano, y un río llamado Runa separa la ciudad de un cinturón de campos de trigo, tan dorados como tu diadema...

-No suena nada mal, pero ¿cuánto habrá de cierto en la descripción de un poeta?

-Tienes mucha razón, Blanca. No te he dicho la verdad. En realidad tu cuello es horrible, deberías cubrirlo cuanto antes con una toca de anciana o de monja; tu vestido verde está todo remendado y pasado de moda; hay una arpía tallada en el claustro de la catedral igualica que tú; y cualquier día robaré tu diadema para empeñarla y poder huir lejos de ti. Todo lo demás era cierto...

-¡Pero bueno! ¿Y no sabes que podría hacer que te encerraran a perpetuidad en este donjon por querer mentirme de una forma tan zalamera?

-Vaya que si lo sé, Blanca, vaya que sí...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011