miércoles, 3 de agosto de 2011

CÍCLICO



Alejandría, Egipto. Año 4910 desde la creación del Mundo.
Año de Cristo 1150.

Ha vivido en Zaragoza, en Toledo, en Córdoba, en Granada, en Túnez y en el Cairo, pero es aquí, mirando la bahia que alumbró el magnífico faro, y cuyas aguas le separan de su anhelada Jerusalén, cuando Yeudah Ben Samuel Ha-Levi, insigne filósofo, médico y poeta, añora esas otras aguas, las que bañan su ciudad natal de Tudela, pues bien dicen que la única patria es la infancia, y la suya transcurrió allí plácida y feliz. Y allí quedó también Esther, su primer amor, que no quiso seguirle en su loco periplo. Aún le parece reconocerla en cada mujer con la que se cruza, y todos los versos de amor que escribe, a ella están dedicados. Éste también:


-¡Oh, amada!, a través de tu carne palparé tus huesos...



Damietta, Egipto. Año de Cristo 1250.
5010 desde la creación del Mundo.

El ejército francés acaba de ser masacrado por Baibars el mameluco en las cercanas dunas de Mansourah. El propio rey Luis ha debido morir o ser hecho prisionero, pero a Guillén Baldovín de Sada, chambelán y representante del rey Teobaldo de Navarra en la hueste, eso le da exactamente igual. Devolver Tierra Santa a la cristiandad dejó de importarle en el mismo momento en que la goleta de los templarios llegó con el último correo de occidente.

Una carta tan triste como un pájaro sin alas le cuenta que su esposa Blanca murió hace dos meses. Ya estará pudriéndose en un sepulcro de piedra, y un torpe escultor que jamás la conoció, habrá convertido ya su piel de sol en roca lunar, habrá redondeado las perfectas almendras de sus ojos, habrá curvado su nariz, que era tan recta como una pluma de azor, y habrá sellado sus labios en un rictus de severa eternidad. A ella, cuya risa reverberaba en los nidos y en las torres...

No, ya nada tiene sentido. Ni siquiera seguir ciegamente la Oriflama de San Denís por estos yermos. Así que en el caos de la batalla pica espuelas y se introduce más y más en aquel insondable desierto, hasta que su caballo cae de puro agotamiento y no hay ya más punto cardinal en torno suyo que una miriada de olas de arena. La cota de malla arde bajo el sol inmisericorde, pero no quiere quitársela, porque era siempre ella quien la bruñía, y quiere sentir su última caricia de hierro hasta el fin.

El último paso lo da para tropezar en una extraña piedra que sobresale en el árido terreno. Excava frenético a su alrededor, apartando tantos granos como los que dicen que llenan los innumerables relojes que guarda en sus palacios el Khan de los Tártaros.

Y surge ante él un rostro de gracia infinita, en el que el artista sí que ha estado a la altura de su modelo. Y puede entonces volver a contemplar la piel morena de Blanca, sus ojos almendrados, su nariz recta, y sus labios en sazón. Hasta lleva puestos su sombrero azul y su collar de gemas y rubíes, exactamente los mismos que compró para ella en la feria de Tafalla. Y sabe que la bella ha llegado...


Y mientras él se incorpora llevándola -como tantas otras veces-, en sus brazos, avanza decidido hacia el corazón de la tormenta de arena que al fin va a unirles para siempre. Y, no sabe muy bien por qué, sólo puede recordar el final de un verso que oyó en la judería de Tudela cuando era niño:

-...para reconocerte en el día de la Resurrección.

© Mikel Zuza Viniegra, 2011